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Capítulo 31

El olivarero del Aljarafe

INVIERNO de 1160. Sitio de Córdoba

Casi un año había transcurrido desde la toma de Écija. Las heridas de Mardánish estaban cerradas, pero los médicos habían tenido que coser mucha carne y estirar demasiada piel. Ahora le costaba cerrar la mano izquierda y, para el combate, se veía obligado a atársela a los correajes del escudo. Además, si elevaba el brazo de ese lado más arriba de su cabeza, un dolor punzante le atravesaba el hombro. Pero la guerra tenía un precio, y desde luego ese precio podría haber sido más alto, así que Mardánish dio por buenas aquellas nuevas cicatrices a cambio de Écija. Su posesión cortaba por la mitad el camino de Sevilla a Córdoba, y además ahora podría acometer el asalto a Carmona. Aquello era fabuloso. Quién sabía si antes de acabar el invierno de aquel año podrían dirigirse contra la propia Sevilla. Imaginaba el gesto de terror de Yusuf cuando, encaramado a sus murallas, viera llegar al poderoso ejército del rey Lobo.

Mardánish sacudió la cabeza para dejar de soñar y tomó su copa de vino. A su alrededor se hallaban sus amigos y adalides del ejército: el Calvo, Azagra, Armengol de Urgel y su inseparable hermano Galcerán, Hamusk y al-Asad. Y a su diestra, borracho ya como una barrica de nabid, el arráez Óbayd. El rey Lobo no dejaba de agradecer a su cuñado el gesto de Écija, que le había salvado la vida. Ahora disfrutaban de una de sus fiestas en el pabellón real. Desde luego no podía compararse con las orgías de Murcia, pero al menos habían conseguido traer a las mejores rameras de Écija para distraerlos. En ese momento, Hamusk, con la mirada brillante por el licor, apartó de un manotazo a una de las furcias y se levantó. Su cuerpo osciló antes de afirmar los pies en el suelo. Al levantar la copa de golpe hizo que el vino salpicara a al-Asad, que como siempre estaba a su lado. El León de Guadix ya tenía a una mujer sentada en el regazo y lamía su cuello mientras la ramera fingía extasiarse. Hamusk miró alrededor y observó entre la dulce neblina de la embriaguez a los líderes del ejército. Allí estaban, solazándose con aquellas putas, emborrachándose con vino e inflándose de dulces. Y así llevaban ya meses, a la espera de que Córdoba se les rindiera y sin nuevas noticias de aquel extraño judío, ¿cómo se llamaba?, y de su peregrina propuesta para entrar en Granada. Al menos su yerno, Mardánish, había gozado del placer de luchar contra los almohades en el asalto a Écija acompañado de Óbayd, a quien Hamusk consideraba un niño mimado, un inútil que, para colmo de los colmos, había tenido la fortuna de salvar la vida del rey Lobo sobre la muralla. Ah, Dios era realmente caprichoso. Y mientras eso sucedía en Écija, él, Hamusk, señor de Jaén y Segura, suegro y lugarteniente del rey Lobo, se pudría en un asedio interminable. Pero un momento… ¿Interminable? No, desde luego. Algún día el califa Abd al-Mumín arreglaría sus problemas en África y volvería la vista hacia al-Ándalus, y cuando viera que Jaén y Écija habían caído y que la preciosa Córdoba estaba siendo estrangulada, ¿qué haría? Ah, más valía que esos sicilianos contra los que luchaba el príncipe de los creyentes le pusieran las cosas difíciles…

—¡Brindo por los sicilianos! —espetó al fin el suegro de Mardánish—. ¡Qué Dios guarde largos años a esos hijos de puta! Gracias a ellos, el califa está ocupado, pues de lo contrario otro gallo nos cantaría.

Azagra frunció el ceño, aunque esperaba algo así. Hamusk solía ser bastante desacertado en sus brindis, sobre todo cuando llevaba varias copas de más. Mardánish también hizo un gesto de hastío y miró a otro lado.

—¿Es que nadie va a brindar conmigo? ¿Qué pasa? ¿No os gustan los sicilianos? —Hamusk volvió a pasear su vista alrededor. Todos parecían ignorarle. Todos menos su fiel al-Asad, claro, que le observaba de reojo incluso ahora, mientras se hallaba entretenido con el cuello de la ramera. El señor de Jaén hizo un gesto de desprecio y arrojó la copa al otro extremo de la sala. Uno de los criados tuvo que dar un salto para que no le alcanzara en plena cara—. Ah, ya que no puedo acabar con esos cordobeses, al menos mataré a copazos a uno de estos estúpidos sirvientes tuyos, yerno. ¿Yerno? ¿Por qué no me prestas atención? Oh, ya sé: tú te saciaste de sangre enemiga en Écija, ¿eh? Pero ¿y yo? ¿Cuándo te dignarás ordenar que tomemos la maldita Córdoba?

Pedro de Azagra, incómodo por la salida de tono de Hamusk, lo miró por fin.

—Córdoba no es Écija. No podemos tomarla al asalto. Desde el principio supimos que costaría mucho tiempo someterla…

—¡Si yo estuviera al mando de este ejército, Córdoba ya sería nuestra! —le atajó Hamusk con voz pastosa—. ¿Nos costaría un gran sacrificio tomarla? ¡Pues claro! ¡Las mejores joyas son las más caras! —Se volvió hacia su yerno, que evitaba su mirada, pero continuó dirigiéndose al navarro—. Tú, Azagra, que eres cazador, sabes que no hay mérito en pavonearse por cazar liebres o perdices. Aquí tenemos un oso, pero veo que no hay valor para arrancarle la piel.

Óbayd señaló con el dedo a Hamusk. El arráez arrastró las sílabas por la borrachera.

—¿Acusas de cobardía a nuestro señor Mardánish? ¡Jamás te he visto dirigir una carga de tus hombres ni encaramarte el primero a muralla alguna!

Hamusk, que enrojecía cuando la bebida se le subía a la cabeza, pareció ir ahora a estallar. ¿Precisamente Óbayd tenía que ser quien le desafiara? Las venas de su cuello se hincharon y las palabras se atropellaron al salir de su boca.

—¡Maldito fantoche! —Pasó los pies sobre las alfombras llenas de platos medio vacíos y jarras de vino—. ¡Yo ya combatía contra unos y otros cuando tú eras un mocoso agarrado a las tetas de tu nodriza!

Óbayd se levantó con torpeza al ver que Hamusk se dirigía a él. Al-Asad se quitó de encima a la ramera, agarró la empuñadura de su espada y la desenfundó unas pulgadas. Pedro de Azagra, atento a lo que ocurría, saltó y se interpuso entre ambos hombres. Álvar Rodríguez también se acercó con la intención de evitar una reyerta dentro del pabellón del rey Lobo. Armengol de Urgel, por su parte, asistía a todo con media sonrisa mientras, junto a él, su hermano Galcerán observaba a unos y otros en silencio.

—Señores, señores —trató de apaciguar la situación Azagra—. Todos somos aliados… Amigos, compañeros de armas. No nos dejemos llevar por nuestra pasión.

—Es la ambición lo que puede a mi suegro, no la pasión —habló al fin Mardánish, que no había variado un ápice su posición—. No le basta con ser señor de Jaén. Quiere más. ¿No es eso, suegro?

—Oh. Gracias sean dadas a Dios —escupió sardónicamente Hamusk mientras se dejaba contener por Azagra. Tras aquel, al-Asad observaba a Óbayd con los párpados tan entrecerrados que apenas se adivinaba el blanco de los ojos—. El gran rey Lobo se digna hablar. ¿Crees, yerno, que el señorío de Jaén no es algo que yo merezca? Porque te diré que sí, que lo merezco; y que aún merezco más. Lo que no es meritorio es pasar meses y meses cercando Córdoba para nada.

—¡Córdoba está exhausta! ¡No tardará en caer! ¡Como cayó Jaén! ¿O piensas que tú, con tus hombres, habrías sido capaz de triunfar donde el propio emperador Alfonso fracasó en dos ocasiones? ¡No! ¡Jaén se rindió ante nuestros ejércitos unidos, los de todos nosotros! —Mardánish abarcó con un movimiento de la mano a los nobles andalusíes y cristianos y al fin se levantó de su sitial—. Faltas al respeto de estos hombres con tu avaricia, suegro. Pides más y más, cuando eres quien mayores beneficios ha obtenido hasta ahora. Tú eres señor de Jaén gracias a ellos. Y gracias a mí.

Hamusk apretó los dientes y forcejeó levemente con Azagra, aunque el navarro percibió enseguida que el andalusí no pretendía en verdad librarse de él para acercarse a su yerno.

—¿Y tú? ¿Qué habría sido de ti sin mí? ¿Gozarías de todos estos placeres con tanta tranquilidad?

—Pero ¿no os dais cuenta de que todos nos necesitamos mutuamente? —preguntó el Calvo. No recibió respuesta, pero en su lugar se oyó la voz de uno de los guardias que prestaban servicio en el exterior del pabellón real. El hombre se había asomado temeroso de interrumpir la discusión, y esperó hasta que la pregunta de Álvar Rodríguez consiguió acallar los gritos. Intervino con rapidez y rogando no ganarse la ira de nadie.

—Mi señor Mardánish, un mensajero de Carmona pide comparecer ante ti.

El rey Lobo, encendido de ira, inspiró un par de veces antes de mirar al guardián.

—¿Carmona? Un desertor, supongo. Actuad como con el resto, interrogadle y…

—No, no es eso. —El guardia sintió subir el calor a su rostro. Ya que se estaba exponiendo a ser amonestado por entrar en plena discusión, poco importaría interrumpir directamente a su señor—. Este hombre dice traer un mensaje para ti, mi rey. Muy importante.

Mardánish resopló. Con el rabillo del ojo vio que Hamusk, terminada ya su farsa de forcejeo con el navarro Azagra, retrocedía un par de pasos escamado por lo que decía el guardia. Carmona era el paso inmediato desde Écija para llegar a Sevilla. Un mensaje de allí podía ser decisivo. ¿Quién sabía? Quizás el cobarde de Yusuf se había decidido por fin a salir de Sevilla para combatir. El rey Lobo apartó esa idea de inmediato. Yusuf no contaba con suficiente guarnición para hacer frente a su ejército, y mucho menos después de la derrota infligida ante sus propias murallas dos años atrás. Yusuf esperaba a su padre. ¿Sería eso?

—Que pase ese mensajero. Desarmado, por supuesto.

El guardia desapareció y todos los invitados quedaron en silencio. La interrupción había detenido lo que amenazaba con convertirse en un grave problema, pero había quedado claro, si es que no lo estaba antes, que Hamusk era una fisura en la unión que todos necesitaban. Mardánish estudió a su suegro, que se había vuelto a sentar y, como si nada hubiera ocurrido, se hacía servir en ese momento una nueva copa de vino. Sin embargo, al-Asad, a su lado, seguía de pie y con la empuñadura de la espada bien agarrada. El rey Lobo creyó percibir un reflejo de desafío en los ojos del León de Guadix. Mardánish clavó su vista en la del guerrero, que como siempre llevaba puesto su equipo militar raído y cruzado por cien tajos y estocadas. Ambos hombres sostuvieron sus miradas un rato, obstinados en no apartarlas. Finalmente, la ramera se agarró a la pierna de al-Asad y este pareció encontrar en ello la excusa para concluir aquel duelo silencioso.

Mardánish tomó asiento de nuevo al tiempo que Azagra y el Calvo hacían lo mismo. Qué curioso que confiara más en aquellos cristianos que en su propio suegro y en quien se había convertido en guardaespaldas de este. El rey Lobo arrugó la nariz y se fijó en la entrada de la tienda, en espera de que llegara el mensajero de Carmona. ¿Por qué tantas complicaciones? ¿No era suficiente contrariedad la simple existencia de los almohades, como para tener también que preocuparse de sus aliados? Pero su suegro era ambicioso, sí, mucho. Era algo sabido. Y el señorío de Jaén, claro, no lo había saciado. Quería más y más. Quería tanto… ¿Cuánto, en realidad? ¿Tanto como para temerle?

—Mi señor, el mensajero de Carmona.

El rey Lobo asintió con la cabeza y un hombre vestido al modo de los campesinos, con saya de borra sobre la camisa ajada, entró en el pabellón. Miró alrededor y sus labios se apretaron mientras los ojos se le iban a las bandejas y copas de plata, a las putas medio desnudas, a los tapices y alfombras y a las joyas que lucía Hamusk en los dedos. Luego se puso de rodillas e inclinó el cuerpo ante el hombre que presidía el banquete. El campesino parecía sorprendido de que Mardánish no fuera el espantoso demonio mitad hombre y mitad lobo del que corrían leyendas. De todas formas habló con cuidado y sin alzarse, confiado en que cuanto más se humillase, más segura estaría su vida.

—Mi señor, me envía el visir Abd Allah ibn Sarahil, que tiene a su cargo Carmona.

—¿Y qué desea el visir Ibn Sarahil?

El hombre subió levemente la mirada.

—Entregarte la ciudad.

Todos se pusieron en pie como resortes, incluidos los dos nobles de Urgel. La ramera que estaba sentada sobre las rodillas de al-Asad salió despedida y rodó por el suelo alfombrado; harta de que la trataran como a un perro, se alejó a rastras y se dejó caer junto a una de sus compañeras al lado de Álvar Rodríguez. Mardánish se acercó al mensajero, lo agarró de un hombro y le obligó a levantarse. El hombre obedeció, pero su cabeza continuó baja.

—Explícate. ¿Ibn Sarahil se rinde? ¿Con qué condiciones?

—No hay condiciones, mi señor. El gobernador almohade salió hacia Sevilla hace un tiempo, al poco de caer Écija, y dejó a cargo a Ibn Sarahil, que es andalusí como nosotros. Ibn Sarahil cree que el gobernador temía que atacaras Carmona, y que huyó porque no estaba dispuesto a que lo mataras. El visir ha dejado pasar un tiempo prudencial para preparar sus planes, y ahora está seguro de que el gobernador no volverá si no es con refuerzos. Ibn Sarahil te ofrece Carmona para que tomes posesión de ella. —El mensajero abrió los brazos con timidez—. Te ofrece el mar de trigo y cebada que crece a su alrededor, y la pradera fecunda cuyo verdor jamás se seca. La guarnición almohade es escasa y la reduciremos con facilidad. ¿Qué debo contestar al visir?

Mardánish sujetó la barbilla del mensajero y le hizo erguir la cabeza para sostener su mirada. El hombre apretó aún más los labios, en un intento de que no se notara su temblor.

—Estás muerto de miedo, pero no mientes… —aseguró Mardánish; aunque lo hizo en un susurro, todos dentro de la tienda pudieron oírle.

—Carmona es pieza clave para que caiga Sevilla —apuntó Óbayd, tropezándose con las palabras. Hamusk soltó una risita de desprecio, pero el arráez no quiso reavivar la porfía y lo ignoró. En el rostro del rey Lobo se empezó a dibujar una sonrisa.

—Si nos plantamos en Carmona, el miedo del sayyid Yusuf se olerá hasta en África.

—No sé a qué esperamos. Sea como sea, es una plaza más que ganaremos al enemigo —opinó el conde de Urgel—. Si la ciudad se entrega, no hará falta mandar una guarnición fuerte. Es más, parece que los villanos están de nuestra parte. Eso debilitará la moral no solo de Yusuf en Sevilla, sino de estos mismos cordobeses.

—Lo sé. —Mardánish no dejaba de examinar la mirada del mensajero—. Mi única duda es a quién mandar para tomar posesión de Carmona. Creo que este hombre dice la verdad, pero por si acaso, quiero enviar a una fuerza capaz de defenderse. También podríamos dejarte aquí como rehén, ¿eh? Si esto es una trampa, me ocuparé de que cada día te corten algo. Algo pequeño, ¿qué te parece? ¿Cuánto podrías durar?

El campesino se puso blanco y tragó saliva.

—Mi señor Lobo, el visir Ibn Sarahil espera mi respuesta personalmente, yo juro…

—¡Déjame ir a mí! —tronó de nuevo Hamusk—. ¡Estoy hastiado de este asedio laaargo y aburrido! ¡Yo entraré en Carmona e izaré tu estandarte! ¿Qué pasa? ¿Por qué me miras así? ¿No confías en mí? ¿En tu leal vasallo? ¿El padre de tu favorita?

Mardánish recorrió con la vista a sus aliados. Óbayd hizo un gesto de duda. El mismo rey Lobo no las tenía todas consigo. La discusión de unos momentos atrás le había mostrado a un Hamusk levantisco, ambicioso hasta un punto que temía conocer. Pero tampoco podía negar a su suegro lo que le estaba pidiendo. Si lo hacía, la brecha que parecía abrirse se ensancharía aún más. Por otra parte, le atraía la idea de deshacerse del señor de Jaén por un tiempo. Su ausencia sería todo un respiro para el resto del ejército. Mardánish suspiró y decidió dar un voto de confianza a Hamusk.

—Ve y acampa a media jornada de Carmona. Lleva contigo a Pedro de Azagra y sus huestes —revistió su voz de la mayor severidad posible. El navarro asintió con firmeza mientras Hamusk escuchaba sonriente—. Que este campesino se adelante y hable con su visir Ibn Sarahil, y que os abran la puerta de noche. Tomad todas las precauciones posibles. Preparaos para partir… Ah, otra cosa. —Mardánish se pellizcó la barba durante unos instantes—. Si todo sale bien, confirma a ese visir Ibn Sarahil como gobernador de Carmona. De ese modo, si cambian las tornas, él será el más interesado en no entregar la ciudad a los almohades. Ya sabemos cómo las gastan con quienes los traicionan, ¿verdad?

El señor de Jaén no respondió, pero dejó la copa en una mesita baja, esta vez con suavidad, y salió del pabellón seguido de inmediato por al-Asad. Pedro de Azagra intercambió una mirada de entendimiento con Mardánish. El rey Lobo confiaba en él para vigilar las maniobras de su suegro. El navarro estrechó las manos de sus compañeros de armas y, por último, la de Mardánish.

—No te preocupes, amigo mío —se despidió Azagra—. Carmona será tuya en breve.

Dos semanas después. Córdoba

El camino rumí de Córdoba a Sevilla pasaba por Écija y Carmona. Esto hacía que la vía se separara del curso del Guadalquivir durante tres jornadas, lo que convertía el río a su vez en una senda relativamente segura para los correos almohades que viajaban entre las dos grandes medinas. Además, la exuberante vegetación que crecía en las riberas del agua junto a Córdoba facilitaba por las noches la tarea de abandonar o entrar en la ciudad sigilosamente tras un buen trecho a nado. De esta forma era imposible aprovisionar a la Córdoba sitiada, pero sí se podía mantener contacto con el exterior a cambio de un buen remojón.

Ahora, cubierto por dos mantos pero estornudando cada tres palabras, uno de esos correos se hallaba en el adarve de la muralla cordobesa junto con el gobernador de la ciudad, el hafiz Abd al-Rahmán ibn Igit. El mensajero había tenido que nadar a contracorriente para que las fuerzas de asedio no lo detectaran, y llegaba derrengado y aterido. Su piel estaba blanca y sus dedos, con las yemas arrugadas como pasas, no podían dejar de temblar. Ibn Igit lo miraba severamente. Para él, un hafiz depositario de la rigidez teológica de los oscuros talaba, no había nada que estuviera por encima de la sumisión a Dios. Ya tendría tiempo aquel correo para secarse y calentarse.

—Habla ya —ordenó con impaciencia. El mensajero asintió y reunió fuerzas para sobreponerse a la sensación de modorra que lo dominaba. En la distancia, los fuegos de las hogueras encendidas por los sitiadores del rey Lobo parecían llamarle y acogerle en su calor. El hombre pensó que cuanto antes cumpliera con su deber, antes podría secarse y echarse a dormir. O morirse, que era lo que le pedía el cuerpo.

—Carmona se entregó a los rebeldes hace una semana, mi señor. Un visir llamado Ibn Sarahil abrió las puertas al suegro del demonio Mardánish.

Ibn Igit asintió sin expresar emoción alguna. Había visto cómo parte del ejército enemigo se marchaba del asedio hacía apenas quince días. Así que esa era la causa.

—Ese Ibn Sarahil… es andalusí, supongo.

—Por supuesto, mi señor —afirmó el mensajero, como si se diera por sentado que un bereber jamás traicionaría a los almohades. Y era curioso, porque el propio correo era andalusí—. El gobernador de Carmona no estaba; llevaba tiempo en Sevilla. Más o menos desde que cayó Écija. Por suerte para él, por cierto, pues el que ha entrado en la ciudad es Hamusk, y ha pasado a cuchillo a media Carmona.

Ibn Igit se permitió un gesto de rabia. Miedo. Aquellos rebeldes estaban consiguiendo meter el miedo en el cuerpo de los mismísimos almohades. Primero Jaén, luego Écija y ahora Carmona. El paso siguiente era Sevilla, donde gobernaba el inútil de Yusuf. Ibn Igit sacudió la cabeza. No debía pensar así de un sayyid hijo del propio califa. Además, sospechaba que Abd al-Mumín tenía grandes planes de futuro para Yusuf. ¿Por qué, si no, le había puesto al frente de la capital almohade de al-Ándalus?

El hafiz metió las manos por las anchas mangas de su burnús listado y anduvo a lo largo del adarve mientras el correo quedaba quieto, clavado en un vórtice de temblores que cada vez eran más violentos. Ibn Igit miró a la lejanía, a los fuegos rebeldes. Aquel demonio de Mardánish ya había derrotado una vez a Yusuf en las mismas puertas de Sevilla. Si ahora Carmona había caído, quizá tendría la tentación de tomar la capital. Se volvió al mensajero.

—Tú vienes desde Sevilla. ¿Qué opina el sayyid Yusuf de todo esto?

El correo tuvo que hacer un esfuerzo por dominar su cuerpo y se encogió de hombros. Luego luchó por articular la respuesta con sus amoratados labios:

—No se me ha informado. Solo se me ordenó que te trajera la noticia para que sepas que, si lo deseas, puedes aprovechar para hacer una salida y matar al demonio Lobo. El sayyid Yusuf añadió que podías haberlo hecho mientras parte de su ejército tomaba Écija, pero que ahora tienes otra oportunidad.

Ibn Igit repitió su gesto de rabia. Yusuf y sus ideas. De sobra sabía ese iluso que él no tenía guarnición suficiente para permitirse atacar al ejército de Mardánish, ni siquiera ahora que estaba dividido. Solo las pétreas murallas de Córdoba podían defenderlos, incluso en el caso de que los enemigos se decidieran por fin a construir máquinas o intentar el asalto. Ah, qué fácil era para Yusuf recomendar heroicidades a los demás, cuando era un secreto a voces que en varias de las acciones de guerra que había vivido, el sayyid se había comportado como un cobarde. Huir del campo de batalla… Algo indigno de todo creyente. Una acción merecedora de la muerte. Yusuf seguía vivo por ser quien era, pero eso no le daba derecho a tensar tanto su fortuna.

—¿Sabe el sayyid que apenas contamos con unas decenas de guerreros aquí? —preguntó Ibn Igit al mensajero. Este se volvió a encoger de hombros. Su cabeza empezaba a sufrir pequeñas convulsiones y los párpados se le cerraban—. No, no me contestes a eso. Dime mejor: ¿de cuántos hombres dispone Yusuf para la defensa de Sevilla?

—Pocos también, mi señor —balbuceó el correo, y estornudó varias veces. Un hilo húmedo se derramó de su nariz y goteó sobre los mantos que le cubrían—. Desde el desastre de hace dos años, no hemos recibido refuerzos.

Ibn Igit asintió con un gruñido y volvió a caminar lentamente por el adarve. Maldito Yusuf. Encima se permitía reprocharle que no hubiera salido contra el enemigo mientras el rey Lobo asaltaba Écija. ¡A él! ¡A Abd al-Rahmán ibn Igit, el hafiz que había reconquistado muchas de las plazas tomadas en los años anteriores por el infiel Alfonso de León…! Ah, qué curiosos caminos tomaba a veces Dios, y a qué extraños personajes escogía para se cumpliera su voluntad. Aunque, al fin y al cabo, todos ellos hacían la voluntad de Dios, incluido él, Ibn Igit. Quizás Él, el misericordioso, se aprestaba a poner en el camino de Yusuf una nueva prueba que confirmara su valía… Ibn Igit sonrió aviesamente. Al fin y al cabo, el Único era quien lo advertía: os ponemos a prueba a los unos por los otros para ver si seréis constantes. Y Dios lo ve todo.

Sí. Que Yusuf pasara la prueba de Dios; que demostrara su valor como lo estaba demostrando Ibn Igit. ¿Podría? ¿Qué sentiría el asustadizo hijo del califa si un ejército asediara Sevilla? El hafiz se acercó al mensajero, que parecía a punto de caerse, e hizo un gesto para ordenar a los guardias que lo sostuvieran.

—Has cumplido un gran servicio al califa y serás recompensado por ello. Eso por no hablar de los muchos placeres que te esperan en el paraíso. Pero dime, muchacho: al venir he visto que llevabas extraños ropajes. ¿De qué vas vestido? ¿De olivarero?

—Ah. —El correo hablaba con voz débil, de modo que el hafiz tuvo que acercar la cabeza y ponerla de lado—. Así es como vestimos en el Aljarafe. —Se apartó los mantos con manos temblorosas y descubrió su jubón pardo, ancho y plagado de manchurrones—. Es por si me cruzo con patrullas de Mardánish. Ellos jamás sospecharían de un olivarero del Aljarafe, mi señor. Mi señor, tengo mucho frío…

—Ya, ya. Vuelve a taparte. Ordenaré que te aposenten en el alcázar, donde yo mismo me alojo, y serás atendido de inmediato. Incluso te conseguiré un par de muchachas para que calienten tu cama esta noche. De tu raza andalusí, por supuesto. No es que apruebe vuestro sucio libertinaje, pero lo cierto es que te lo has ganado. Pero dime más: si tú te acercaras así vestido al ejército de Mardánish, ¿dices que no sospecharían de ti?

—Dos muchachas… Ah, mi señor, prefiero dormir, de verdad… Pero tenéis razón, sí. El Aljarafe está junto a Sevilla. Por eso voy así vestido, para no…

—Para no levantar sospechas a las patrullas de ese demonio Lobo, ya, ya. Ya lo has dicho, sí. Bien, voy a escribir una carta. —Se dirigió a sus guardias—: Llevaos a este hombre al alcázar. Que no le falte de nada. Que entre en calor y que coma y beba lo que guste. Que lo examinen mis médicos y, como he dicho, conseguidme a un par de cordobesas. No quiero rameras. Traed lo mejor que encontréis. Necesito a este hombre bien dispuesto, pues aún le queda una importante misión que cumplir. —El hafiz palmeó en la espalda al andalusí al tiempo que se lo llevaban—. Ah, amigo mío, en verdad te estás ganando el paraíso.

Dos días después. Sitio de Córdoba

Mardánish escupió al suelo y pegó una patada a una piedrecita, que salió despedida hacia delante. Siguió con la vista los botes del canto y topó con la sombra de una pequeña cerca. El camposanto próximo a las ruinas del viejo arrabal de Secunda. Más allá, el ancho Guadalquivir, cruzado por el puente de piedra. Y la maldita muralla de Córdoba, repleta de banderas almohades. En aquel mismo sector de la ciudad, el más cercano, se hallaba el alcázar, y junto a él, la mezquita aljama, con su enorme minarete apuntando al cielo nuboso. Desde allí se oyó el eco de la llamada a la oración del mediodía, desgranada con voz cantarina por el almuédano. El rey Lobo cerró los ojos un instante y apretó en su puño la carta que acababa de recibir. Había llegado desde Murcia, y se la mandaba su esposa Zobeyda. En ella le avisaba de algo que era comentado por todo el mundo en los zocos del Sharq al-Ándalus, una noticia que traían los marineros de las naves que volvían del Mediterráneo: el califa almohade, Abd al-Mumín, acababa de someter las ciudades tomadas por los sicilianos y llevaba a cabo su particular purga para eliminar disidentes en Ifriqiyya. Mardánish intentó hacer el cálculo de singladuras y jornadas de viaje, de cuánto tiempo habría pasado realmente desde que los almohades habían acabado su campaña africana, pero el almuédano le impedía concentrarse. Dios es el más grande, cantaba. Dios es el más grande…

Se volvió y miró a cuantos le rodeaban, muchos guerreros se habían postrado y cumplían devotamente con su obligación. Extraño. Almohades y andalusíes rezaban a la llamada de la misma voz mientras, a lo largo de todo el cinturón de asedio, al otro lado del río y en una larga extensión alrededor de los desiertos arrabales de Córdoba, los guerreros cristianos hacían caso omiso y continuaban jugando a los dados, o comían, dormían o servían en sus guardias. Una sombra de movimiento llamó su atención y Mardánish dirigió la vista al río. Desde allí, bordeando la línea de alcance de las murallas cordobesas, venían dos de sus guerreros andalusíes. No cumplían con la oración, lo que significaba que en ese momento desempeñaban su servicio de armas. Ambos flanqueaban a un tercer hombre, también andalusí. Vestía como un campesino y estornudaba a cada docena de pasos. Mardánish enrolló la carta de Zobeyda y la guardó en el ceñidor.

Los guerreros dieron una orden al campesino y este apoyó una rodilla en tierra. El hombre, que no dejaba de estornudar, bajó la cabeza. Mardánish se fijó en su manto repleto de manchas oscuras. Un olor familiar a grasa rancia llegó hasta la nariz del rey Lobo.

—Mi señor —habló uno de los soldados—, es un olivarero del Aljarafe, junto a Sevilla.

Mardánish asintió. Aceite. Aquellas manchas y aquel olor eran de aceite. Aceite viejo que manchaba sus ropas. Aceite del Aljarafe, uno de los manjares de los que habían tenido que prescindir desde que Sevilla estaba en manos almohades. El tipo volvió a estornudar y el soldado andalusí estiró la mano hacia su señor. Sostenía un rollito de papel. ¿Otra carta?

—Este hombre dice venir de Sevilla, mi señor. Nos ha contado que tuvo que salir de noche para no ser visto, a nado por el Guadalquivir.

Un fuerte estornudo salpicó el suelo de saliva y vino a corroborar las palabras del guerrero, que ahora retrocedía dos pasos para volver a situarse junto al campesino. Mardánish desplegó el papel y leyó. Aquello estaba escrito en un árabe pobre, sin cuidar y con muchas palabras romances mezcladas con otras del dialecto que usaban en el Garb. El mismo Mardánish no escribía mucho mejor, con la lentitud de quien necesita dibujar con cuidado cada signo, con trazos gruesos y fuerte carga de tinta. Sus ojos recorrieron las líneas, y se abrieron más y más a medida que leía. Cuando terminó y vio que el documento estaba sin firmar, se dirigió al olivarero.

—¿Quién te ha dado esta carta?

—Sidray ibn Wazir, mi señor. El que fuera gobernador de Évora, en el Garb. —El hombre echó la cabeza hacia atrás y abrió la boca, pero pudo dominar el estornudo—. Perdonadme, mi señor… Ibn Wazir, como otros nobles andalusíes que al final se sometieron, vive en Sevilla, en la corte del sayyid Yusuf. Son muchos los que están cansados de soportar el yugo almohade, mi señor. Ibn Wazir me pidió que evitara a los africanos y te hiciera llegar esa misiva, mi señor.

Mardánish torció el gesto. Aquel hombre hablaba como si se hubiera aprendido la parrafada de memoria. Aunque por otra parte era normal. Un olivarero del Aljarafe. ¿Qué mejor correo para una misión como esa que un hombre simple? Había oído hablar del tal Ibn Wazir, por supuesto, pero eso era lo de menos. Lo importante era lo que ofrecía aquella carta. Inconscientemente, Mardánish sacó la otra, la que le había mandado su favorita desde Murcia, y puso ambos documentos juntos. El califa caería sobre ellos en cualquier momento, y Córdoba seguía insumisa. El tiempo se acababa. Se dio la vuelta y vio que sus hombres recogían las pequeñas esteras del suelo y las doblaban con sumo cuidado. La oración había concluido, y él tenía que tomar una decisión.

—¿Sabes qué pone aquí? ¿Has leído la carta? ¿Qué opinas tú? —preguntó al olivarero.

—No, mi señor… No sé leer. Solo sé lo que os he dicho, mi señor.

El rey Lobo resopló y releyó las últimas líneas. Lo que Ibn Wazir le ofrecía era nada menos que la entrega de la capital almohade de al-Ándalus. Sevilla… Pero no se fiaba. Aunque, bien pensado, también había recelado de aquel mensajero de Carmona, y ahora esa ciudad le pertenecía. Resultaba normal desconfiar. Se mordió el labio. En Sevilla residía Yusuf, el hijo del califa. ¿Cómo iba a permitir él que la capital cayera? Claro que, bien pensado, Yusuf había dado muestras de su incompetencia en varias ocasiones. Si los andalusíes que lo rodeaban estaban dispuestos a traicionarle… ¿Por qué no? Casi podía paladear el triunfo. La humillación a la que Yusuf sería sometido. Sí, era la misma sensación que antes de apoderarse de Carmona, luego tal vez le aguardaba el mismo resultado.

—Poned a este hombre bajo custodia, pero no le hagáis daño. Ya os daré más órdenes.

Mardánish enrolló las dos cartas y las guardó juntas mientras caminaba con paso firme hacia su tienda. En la entrada, Óbayd también acababa de terminar la oración y uno de sus criados guardaba en un saquito la diminuta almozala sobre la que se había arrodillado. Miró a su cuñado con gesto expectante.

—Nos vamos —espetó Mardánish. Óbayd levantó las cejas.

—¿Pasa algo?

—Va a pasar. Nos entregan Sevilla, al igual que nos han entregado Carmona. Da las órdenes oportunas, levanta el sitio. Salimos para allá todos.

—Pero, mi señor —Óbayd, cogido por sorpresa, se apartó para que su cuñado entrara en el pabellón real—, llevamos aquí… ¿Cuánto? ¿Casi un año? Y ahora ¿nos vamos?

—Córdoba puede esperar. —El rey Lobo descolgó el tahalí con su espada y se lo ciñó con gestos mecánicos—. Sevilla es una presa mucho más apetecible. Azagra no tendría duda: pudiendo cazar a la paloma, ¿por qué entretenerse con un pichón?

Óbayd asintió. Sevilla. Nada menos. Pero ¿tan fácil? Pensó en Hamusk, al que odiaba con todas sus fuerzas. Cuando se enterara, el señor de Jaén se arrancaría los pocos pelos que le quedaban. Después de tanto tiempo y de sus rabietas, abandonaban Córdoba. Al arráez se le iluminó la mirada.

—Hemos de pasar por Carmona. ¿Recogeremos a tu suegro para tomar posesión de Sevilla?

Mardánish se extrañó ante la pregunta, pero luego comprendió y una sonrisa cómplice cruzó su cara.

—No es necesario, ¿verdad? Al fin y al cabo, mi arráez también puede alzar el estandarte del Sharq al-Ándalus en el alcázar de Sevilla.

Tres días después. Alrededores de Sevilla

Habían viajado a marchas forzadas por el camino rumí hacia la capital almohade en la Península. Para asegurarse de que nadie pudiera avisar a los sevillanos, Mardánish se había limitado a enviar por delante un puñado de rápidos exploradores. El mismo Hamusk se había enterado sin apenas antelación de que su yerno pasaba por las cercanías de Carmona. El señor de Jaén montó en cólera cuando supo que todos los meses transcurridos en el aburridísimo sitio de Córdoba no habían servido para nada. Ahora Ibn Igit, libre del asedio, podría aprovisionarse e incluso buscar refuerzos en castillos próximos que todavía no hubieran caído en poder de Mardánish. Habían perdido el tiempo y habían gastado una enorme cantidad de dinero, el que se necesitaba para pagar a aquellos mercenarios cristianos que componían el ejército. Hamusk no podía creerlo, sobre todo porque su yerno cabalgaba al frente de sus huestes hacia… ¿Sevilla?

Al atardecer siguiente, los olifantes habían sonado por la vega del Guadalquivir, y los pocos guerreros almohades que componían la guarnición sevillana se habían apostado en las murallas de la ciudad. Yusuf apareció escoltado por su guardia negra particular, y al ver el estandarte con la estrella plateada de ocho puntas, sufrió un repentino ataque de pánico que le confinó en las letrinas de sus aposentos durante el resto de la jornada. Allí estaba aquel demonio Lobo, a caballo, con su pendón en lo alto de la lanza y al frente de una enorme línea de infantería andalusí y cristiana; a los lados, bordeando de nuevo el Guadalquivir y el Tagarete, dos enormes cuerpos de caballería. Miles de hombres cuyas filas se perdían a lo lejos. Todos ellos ansiaban ahora tomar la capital almohade de al-Ándalus. Se regocijaban en la visión de aquella joya reluciente que se les ofrecía como una amante ansiosa de caricias, tal como había dicho, tiempo atrás, uno de los poetas de los reyes sevillanos:

¡Oh, Sevilla, te pareces, cuando el sol está en el ocaso,

a una desposada esculpida en la belleza!

El río es tu collar, la montaña, tu corona,

que el astro domina como un jacinto.

Mardánish esperó. Supuso que, a la vista de las mesnadas andalusíes, Ibn Wazir movería sus piezas. El rey Lobo miraba a la Puerta Maqarana y aguardaba. De un momento a otro se abriría y podrían irrumpir como un huracán que arrasaría todo lo que oliera a almohade. Sevilla sería suya. ¿Y qué hacer con Yusuf? Tal vez lo dejara escapar para que fuera a contarle a su padre cómo le habían ido las cosas contra aquellos rebeldes del Sharq. O quizá lo mandara a Valencia, a hacer compañía a aquel otro traidor, ¿cómo se llamaba? Ah, sí, Ibn Silbán. ¿Viviría aún ese tipo? No. Tal vez lo mejor sería pedir rescate por el hijo del califa. Sí, claro. Eso era más inteligente. Pero no dinero. Mardánish no lo necesitaba, sus arcas estaban casi a rebosar. Córdoba. Exigiría Córdoba a cambio de Yusuf. Ah, sí. Qué buen negocio. Las dos ciudades más importantes de aquellas tierras, suyas de un golpe.

—Las puertas no se abren.

Las palabras del arráez Óbayd, que aguardaba junto al rey, sacaron a Mardánish de sus sueños de conquista. Miró al lejano adarve. La última vez que lo tuvo delante había dejado aquella campiña sembrada de cadáveres almohades, y luego se había acercado al galope hasta el muro de piedra para desafiar a Yusuf y al propio califa. Eran murallas altas, y se notaba por el color de las piedras que los africanos las habían reforzado. Además había torres, muchas y bien repartidas. No sería necesaria una gran guarnición para evitar que aquella ciudad cayera. Un súbito temor se apoderó de Mardánish. Había dejado atrás Córdoba, libre de amenazas, y luego llegado hasta las puertas de Sevilla sin mirar a su espalda, impulsado por una carta que no tenía firma, confiado en aquel pobre olivarero de ropas sucias… El miedo creció en el corazón del rey Lobo.

—Traed aquí al olivarero.

Óbayd se volvió sobre la silla y dio un par de gritos, y algunos hombres se agitaron entre las primeras filas de infantería. El rey Lobo movió compulsivamente su pierna derecha y miró a ambos lados. A lo lejos, los caballos del conde de Urgel piafaban sin poder contener la impaciencia de sus jinetes. En el otro flanco, los caballeros de Álvar Rodríguez también esperaban ansiosos.

—Maldita sea —gruñó Mardánish entre dientes.

Un nuevo revuelo se formó tras él. Las filas se abrieron y el olivarero del Aljarafe vino escoltado por varios guerreros enfundados en cotas de malla. El hombre estaba pálido. Lo arrastraron hasta rebasar el caballo de Mardánish y lo pusieron frente a él. El rey Lobo señaló con la lanza a la Puerta Maqarana.

—Sevilla. El lugar desde el que escapaste hace algunas noches. A través del río, según dijiste…

Mardánish se interrumpió. Sus ojos se dirigieron hacia el Guadalquivir, que a la altura de Sevilla se volvía ancho como un pequeño mar. Sus aguas discurrían tranquilas, y formaban una superficie tan plana que podían verse reflejadas las nubes que apenas se movían en el cielo y los álamos de la otra orilla. Recordó el papel que había traído aquel olivarero. Un hombre simple. La carta estaba impoluta y sus letras, limpias, con la tinta dibujando trazos claros, gruesos y lentos. Ahora lo comprendía. Porque si ese hombre había venido a nado desde Sevilla con el papel, aquello era imposible. ¿Dónde estaban los borrones? ¿No se había desmenuzado el papel con el agua? ¿No se había corrido la tinta? ¿Ni una mancha de humedad, siquiera? El rey Lobo blasfemó para sus adentros. La maldita ambición. Eso había sido. La codicia de conseguir Sevilla y los deseos de humillar a Yusuf le habían cegado.

—Es mentira, ¿verdad? Esa carta no te la dio ningún Ibn Wazir.

El olivarero miró al suelo. La enfermedad le había abatido el ánimo durante días, y después, tras entregar aquella carta y soltar su discurso, se había visto marchando a la fuerza junto al ejército de aquel demonio Lobo. Mardánish tensó los músculos de sus mandíbulas. Curiosamente, lo que más le molestaba era la posibilidad de que su suegro se enterara… Se enterara ¿de qué? Miró a sus guerreros.

—Clavad un poste en el suelo, aquí mismo. Y atad al olivarero.

—Espera, mi señor… —El campesino elevó la vista y quiso entrelazar las manos, pero los guerreros lo tenían fuertemente asido.

—¿Tienes algo que decirme, pues?

El hombre miró atrás, a las murallas. Distinguió las siluetas de los pocos defensores que observaban al ejército desde lo alto. Empezó a llorar en silencio, y, a un nuevo gesto del rey Lobo, los soldados se movieron. Trajeron un poste de madera de los que usaban para erigir los pabellones y, tras hacer un agujero en el suelo limoso, lo clavaron allí. Luego sujetaron con cuerdas al olivarero del Aljarafe de modo que su vista estuviera dirigida a la Puerta Maqarana. Desde las murallas de Sevilla, los almohades asistían a la escena en silencio. Mardánish entregó lanza y escudo a uno de sus sirvientes, desmontó con rabia contenida y anduvo de un lado a otro por delante de sus filas. Los guerreros cristianos y andalusíes le observaban atentos, en silencio, sin entender a qué se debía todo aquello: el campesino atado al poste, el ejército formado, el rey Lobo invadido por la ira… De repente, Mardánish se abrió paso con rabia y anduvo hacia la retaguardia a través de las líneas de lanceros y arqueros. Los soldados se apartaban a los lados y le franqueaban el paso por un camino bordeado de hombres armados. El rey Lobo llegó a uno de los carruajes que llevaban su impedimenta y rebuscó en los arcones ante la mirada estupefacta de los criados y esclavos. Cuando encontró lo que buscaba, desanduvo el camino y se plantó ante el olivarero. Blandió la carta ante su rostro.

—¿Sabes leer, desgraciado?

—No, mi señor, ya te lo dije. Mi señor, lo único que yo…

—¿De verdad no sabías lo que estaba aquí escrito?

—No, no, mi señor, ya te he dicho que…

Mardánish desplegó la carta y se fijó con rabia en el color crudo y uniforme del papel, en sus bordes perfectamente cortados, en la tinta de perfiles nítidos… Leyó en voz alta, repitiendo las palabras que le habían llevado a levantar el asedio de Córdoba y a mover a todo su ejército hacia Sevilla. El olivarero escuchó con los ojos arrasados en lágrimas y, cuando el rey Lobo llegó al final de la misiva, el campesino era incapaz de tragar la poca saliva que le quedaba. Mardánish agarró la pechera manchada de viejos lamparones de aceite y acercó su cara a la del olivarero. El rostro del rey, cubierto por las anillas del almófar y el alargado nasal del yelmo, parecía mucho más fiero aún.

—Dime la verdad ahora. ¡Dime la verdad!

—Mi señor… Por Dios… Clemencia… Yo no sabía que…

Mardánish desenfundó la espada y acercó el filo de la hoja a la garganta del campesino. El hombre quiso llevar atrás la cabeza, pero se golpeó con el poste, de modo que su cuello quedó atrapado entre la madera y el hierro.

—¡Habla!

—Mi señor, la carta me la dio el gobernador de Córdoba, el hafiz Ibn Igit. Perdóname, mi señor, yo no sabía qué ponía ahí. Solo soy un correo. Es cierto que fui a Córdoba desde Sevilla, pero nada más que para anunciar la caída de Carmona. Ellos me obligaron, mi señor; los almohades… Yo soy andalusí, como tú. ¿Qué otra cosa podía hacer…? Fue ese Ibn Igit. Él lo planeó todo. Me ordenó que fingiera. Me hizo decirte que venía directamente desde Sevilla. Yo no sabía lo que pretendía, de verdad…

—¿Y esa historia de que Ibn Wazir te había dado el mensaje para mí?

—Ibn Igit me la hizo repetir hasta que la aprendí de memoria. Me prometió una gran recompensa. —El olivarero calló al darse cuenta de que aquello no contribuía a arreglar su situación. No podía pensar. Estaba aterrorizado. Y ante él, miles de hombres armados y recubiertos de hierro. Engañados, todos ellos. Por él. La humedad se extendió desde su entrepierna y goteó sobre la campiña sevillana. El campesino rompió a llorar—. Obedecí por miedo, mi señor. No sabes lo crueles que son los almohades. No nos queda más remedio que acatar… Por favor, mi señor…

Mardánish cerró los ojos de nuevo. Maldijo una vez más su torpeza. Engañado por un paisano. Por un campesino del Aljarafe, andalusí como él. ¿Cómo podía haberle traicionado? Apretó con fuerza el puño de la espada. Tal vez su suegro tenía razón. Miedo era lo que necesitaba. Una gran herramienta, el miedo. Doblegaba voluntades y sometía a los hombres mucho mejor y más rápido que la clemencia o la promesa de recompensa. Miedo. Qué bien lo usaban los almohades. Qué poca defensa había contra él.

Tiró de la espada con rabia, y la hoja cortó la piel en el cuello del olivarero; luego el hierro fue penetrando más hasta que el salpicón de sangre saltó con fuerza hacia delante. El llanto del campesino se quebró y fue sustituido por un gorjeo, y el hombre cabeceó mientras las manchas rojas ocultaban las de aceite. Mardánish se volvió con la espada chorreante y miró a Sevilla. Elevó el arma al cielo y aulló como el animal que se decía que era. Su voz sobresaltó a los propios guerreros de su ejército y se oyó desde las murallas de la capital almohade de al-Ándalus.