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Capítulo 30

La carta de Hafsa

UNOS días después. Murcia

Zobeyda estaba tensa y empequeñecida; más que sentarse, se había encogido en el sitial de su esposo en la sala de consejos. Tenía los pies descalzos en lo alto del cojín, los codos apoyados en las rodillas y su mentón descansando sobre ambas manos, con las que cada poco se frotaba la cara y echaba a perder el maquillaje. Delante de ella, varios documentos se amontonaban en la mesa: informes de los visires, recados desde el ejército en campaña y cartas. Sobre todo cartas. Llegadas desde todos los rincones del reino, las más adulando a Mardánish, o traídas desde Castilla o Aragón. Algunas, que ocupaban un lugar aparte en la mesa, habían viajado desde Navarra. No había día en el que varios mercaderes no se acercaran al alcázar y dejaran a los guardianes los mensajes que les entregaban en cualquier rincón de la Península y que ellos trasladaban junto a su género. Pocas cosas había tan valiosas para Zobeyda como aquellas cartas, que le permitían dibujar en su mente una compleja red de hilos por la que las influencias, los odios, las alianzas…, por las que el poder vivía a pulsos irregulares a través de toda la Península.

Zobeyda se restregó la cara una vez más y dejó un rastro de kohl bajo los ojos. Miró la carta colocada sobre todas las demás, compuesta en primorosos caracteres árabes, con una caligrafía tan exquisita que el mismísimo Profeta la habría tenido por buena para escribir el Corán. Era una misiva llegada de noche, traída por un mensajero oscuro y resbaladizo como una anguila. Venida de Granada y deslizada de entre los mismos dedos de los más fieros guardianes almohades. Zobeyda dudaba. Se sentía abrumada. Ella, siempre tan audaz, por primera vez deseaba que su esposo estuviera allí para compartir sus dudas y sus miedos antes de tomar una decisión. Precisamente ahora, cuando uno de sus temores era la salud de él.

Porque otra de las cartas estaba escrita de puño y letra de Mardánish, y en ella, como si fuera un crío, el rey se jactaba de haber recibido varias heridas en el asalto a Écija. Según contaba, no menos de dos veces le habían clavado la punta de una lanza a través del escudo, y además le habían desgarrado la carne y roto los huesos del brazo izquierdo. Ahora yacía, cuidado por los mejores médicos del ejército, mientras sus compañeros de armas y adalides a sus órdenes —Álvar el Calvo, Pedro de Azagra y Armengol de Urgel— habían regresado a Córdoba para ayudar a Hamusk a continuar el asedio. Zobeyda resopló. De todos los señores que comandaban sus huestes, Mardánish era el que más riesgos asumía, al tomar la cabeza de todas las cargas. De nada servían los reproches de sus allegados. Era como si a cada momento necesitara demostrar que él no era rey por su sangre, sino por sus méritos. Un tagrí endurecido contra el hierro, como gustaba de repetir, no un cortesano nacido entre encajes; el primero entre sus hombres, tal como escribió sobre los paganos guerreros árabes el viejo poeta:

¡Te contará el que acuda a las batallas

que me adelanto en la lucha y soy moderado en el botín!

La carta decía más, desde luego, y no tan preocupante. En ella, el rey Lobo le contaba admirado cómo su arráez, Óbayd, le había salvado la vida sobre las murallas de Écija. La favorita veía claramente que aquella confesión no estaba destinada a alardear del valor de Mardánish, que se exponía a la sombra de la muerte una y otra vez, sino a alabar el honorable gesto del joven andalusí. Zobeyda leía en las palabras de su esposo el alivio y la felicidad; para él era como recuperar a un viejo amigo, alejado por las dudas y el resquemor tras la muerte de su hermana Fátima y el matrimonio con Zobeyda. Además, Mardánish contaba que la rapiña por las tierras conquistadas y la toma de Écija habían llenado carros y carros de riquezas que ya viajaban hacia el Sharq al-Ándalus. Más prosperidad. Más felicidad. Sin embargo, toda aquella euforia traducida en letras no hablaba ni una sola vez de la amenaza real, de la que Zobeyda era muy, muy consciente. ¿Qué ocurriría cuando el califa Abd al-Mumín concluyera su campaña en África? A aquellas alturas, sin duda le habían llegado las noticias de los ataques del rey Lobo, y sus dientes debían de estar desgastados a fuerza de rechinar. Algún día, el príncipe de los creyentes volvería, y sus tropas estarían libres para cruzar el Estrecho…

La favorita sacudió la cabeza. A la izquierda de la mesa descansaban otras cartas, las que con frecuencia metódica le escribía Abú Amir. El consejero y Adelagia, junto con la princesa Zayda, llevaban un tiempo en Valencia. La nueva munya de Marchalenes estaba resultando una auténtica belleza. Ya todos los valencianos la relacionaban con la pequeña y hasta la habían bautizado en su honor como la Zaydía. Y allí descansaban tras el inútil viaje a Castilla. La misiva más larga de las enviadas por Abú Amir era la que contaba cómo había transcurrido la entrevista con el señor de Aza, cuidador del pequeño rey. Zobeyda, tras leerla, habría deseado tener entre sus manos el cuello de aquella cristiana soberbia, doña Sancha, que se había atrevido a llamar a Zayda morita deslenguada, amén de otros muchos desprecios. Pero eso era lo de menos. Lo realmente malo era que la misión diplomática había sido un rotundo fracaso. Al menos, según contaba Abú Amir, García de Aza no dejaba de ser un noble títere, al parecer manejado por sus hermanastros, los Lara, aparte de un tacaño redomado cuya máxima aspiración era deshacerse del engorroso deber de cuidar del rey Alfonso, que le suponía un constante gasto que no estaba dispuesto a soportar. Como para andar planeando compromisos matrimoniales. Aquello desconcertaba a Zobeyda. Si el pequeño rey le fallaba, ¿dónde quedaba la profecía de Maricasca? ¿Había errado la vieja bruja cristiana? Era un pensamiento que la atormentaba; más aún porque lo que contaba Abú Amir coincidía con lo insinuado por los mercaderes venidos de Castilla: las rivalidades entre los Lara y los Castro estaban a punto de hacer estallar una guerra civil, ahora más que nunca. Eso implicaba dos cosas: la primera, que era inútil buscar alianzas y tratados con aquel reino, puesto que el futuro del propio rey era incierto, tenido como era por talismán por unos y otros; la segunda: Castilla estaba destinada a padecer una debilidad creciente en los próximos años. No solo sería inútil recurrir a ella para la lucha contra el almohade, es que además, tanto León como Navarra empezaban a mirar a su otrora poderoso vecino con las fauces rebosantes de saliva.

Navarra.

Las informaciones llegadas de Navarra habían logrado despertar la curiosidad de Zobeyda. Aquel reino era a priori el más débil de entre los cristianos. Su rey, Sancho, ni siquiera era considerado así por el papa católico, que le llamaba dux pampilonensium. Pese a ello, Sancho se había empecinado en negar su condición de duque. Se hacía llamar rey, y no solo de Pamplona, sino de toda Navarra. A Zobeyda le gustaba aquella actitud rebelde. Le recordaba un poco a sí misma. Ahora, por añadidura, Sancho se había visto libre del vasallaje debido a los difuntos Alfonso y Sancho de Castilla, y se sabía que miraba con ojos codiciosos a los territorios castellanos inmediatos a su propio reino. Más todavía: algunos de los nobles del vecino reino, huyendo de la inestabilidad, se aproximaban a la corte Navarra. Y lo que más gustaba a la favorita: Sancho era acérrimo adversario de Aragón. Y por si todo ello fuera poco, hacía un par de años que había nacido su primogénito. Un niño fuerte y enorme al que había puesto su mismo nombre. Zobeyda alzó las cejas manchadas de kohl. ¿Por qué no?

Sí, lo haría. Escribiría a Abú Amir. Le ordenaría que dejase a Zayda en su amada Valencia, a salvo de los rigores del camino. Pero él tendría que partir de inmediato hacia Pamplona. Debía entrevistarse con el rey Sancho. Esta vez la comitiva sería más pequeña y, por lo tanto, más rápida. Además, a Zobeyda no le hacía gracia que su preciosa hija viajara a través de los territorios gobernados por Ramón Berenguer.

Navarra y el Sharq al-Ándalus. Tal vez, tal vez. Tal vez Maricasca no erraba. Al fin y al cabo, sus profecías eran tan ambiguas…

Tres toque seguidos sonaron en la puerta de la sala y se abrió media vara. Zobeyda levantó la vista del montón de cartas y miró al otro lado de la estancia. Por la rendija abierta en la entrada se asomaban las cabezas de Sauda y Zeynab, oscurísima una y blanca la otra. La favorita sonrió y les indicó que pasaran. Las dos esclavas corrieron, se postraron ante Zobeyda y besaron sus empeines desnudos. Esta las obligó a levantarse, cogió primero el rostro de Sauda entre las manos y depositó un corto beso en sus labios; después repitió el saludo con Zeynab.

—Sentaos.

Las doncellas obedecieron y tomaron una silla a cada lado de la mesa mientras observaban de reojo la aparentemente caótica pila de documentos. Zobeyda se dejó resbalar con suavidad y se puso en pie para recoger la misiva que coronaba las demás, la que más dudas le había sembrado. Se volvió a acomodar en el sitial y repasó con rapidez los exquisitos trazos de aire cúfico.

—Esta carta llega desde territorio enemigo después de recorrer un camino difícil —empezó a explicar sin apartar la vista del papel—. No sabía nada de la persona que la ha escrito, pero después de leer esto creo conocerla como a mí misma. Es una mujer y se llama Hafsa. Y está enamorada.

Las dos esclavas se miraron. Zeynab, que disfrutaba con las historias de amantes, las leyendas de desamor y los cuentos románticos, sonrió.

—¿Nos vas a contar una fábula, mi señora?

—Nada más lejos. Os he mandado llamar porque en breve saldréis de viaje. A Granada.

Sauda sufrió un escalofrío y sus ojos, al abrirse de par en par, destacaron contra la piel negrísima. Zeynab mudó la sonrisa por una mueca de incomprensión.

—En Granada están los almohades —apuntó la africana.

—Muy cierto —reconoció Zobeyda—. Y también Hafsa. Hafsa es una noble de allí, algo así como la amante preferida del sayyid Utmán, hijo del califa Abd al-Mumín. Pero es su amante poco menos que a la fuerza. En verdad, es a otro a quien ama, aunque nada puede hacer por apartarse de Utmán. Ese sayyid gobierna Granada. Tiene en sus manos a Hafsa y a su verdadero amor, por no hablar del resto de los granadinos…, y fue quien derrotó a nuestros ejércitos en Almería. Pues bien, vuestra misión es poneros al servicio de Hafsa. La asistiréis en todo, os convertiréis en sus sirvientas personales. Viviréis con ella. No os encomiendo esta misión solamente por la confianza sin límites y el amor que me une a ambas. Lo hago porque la belleza de cada una de vosotras se complementa. No: se suma, y supera los sueños más lascivos de cualquier hombre. Utmán es nuestro peor enemigo ahora mismo, y gobierna la ciudad clave para dominar el oriente de los territorios almohades en al-Ándalus. Utmán, según me cuenta Hafsa, es un fiel lacayo de su padre y señor, el califa. Tanto que, sin ser una persona cruel, es capaz de las peores atrocidades por seguir el mandato del príncipe de los creyentes.

Al oír la última frase, el rostro de Zeynab palideció aún más, a pesar de que su blancura era ya acusada.

—Pero… ¿no correremos peligro entonces?

Zobeyda prefirió no contestar a eso. Las dos esclavas sabían de sobra que sí, que iban a correr un grandísimo peligro.

—El punto débil de nuestro peor enemigo es su obsesión por Hafsa. El sayyid es joven aún y la lujuria desborda sus venas. Nuestros hombres luchan contra los almohades en el campo de batalla. Bien, pues nosotras lo haremos en nuestro propio terreno.

Zeynab parecía no entender, pero Sauda asentía despacio.

—¿Cuánto tiempo se precisará para cumplir esta misión?

—Lo ignoro —contestó Zobeyda—. Y no debéis precipitaros. Os quiero sanas y salvas a las dos. No soportaría que os ocurriera nada malo.

—Pero, mi señora… —balbuceó Zeynab. La favorita la interrumpió con tono amable.

—Estamos en guerra, querida. Todos lo estamos. Vuestro puesto como mis guerreras está ahora allí, junto al lecho de Hafsa. Es el lugar desde el que se controla el corazón de ese tal Utmán. El lugar desde el que se puede resquebrajar el poder de nuestros enemigos. Todas sus confidencias, sus alegrías, sus temores… Sabéis tan bien como yo que el alma de los hombres se abre con la llave que nosotras escondemos bajo nuestras ropas. Hafsa nos ofrece a Utmán en bandeja de plata.

—Si tú misma dices no conocer a esta tal Hafsa… ¿Confías tanto en ella como para dejarnos en sus manos? Mi señora, ella es quien calienta la cama de ese almohade… ¿Y si muda su pensamiento? ¿Y si nos traiciona?

—Si Hafsa fuera un hombre —atajó una vez más Zobeyda, y señaló a las letras escritas por la granadina—, estas palabras estarían vacías. Pero es una mujer. Obligada a entregarse cada noche a un extraño al que odia. Ese sayyid la ha instalado en su munya y ha prohibido que nadie salvo él vea su rostro. Solo una vez desde esa prohibición, una noche, se atrevió Hafsa a abandonar su encierro y acudir al lado de su amante. Hicieron el amor, según ella por última vez, y luego ambos se impregnaron de las lágrimas del otro. —Los ojos de Zobeyda buscaron esa parte de la carta mientras un estremecimiento le recorría la espina dorsal. La mujer que la había escrito, a pesar de amar con todas sus fuerzas a un hombre que la correspondía, se entregaba a otro distinto que solo la usaba para satisfacer su deseo. No podía evitar sentir el lazo que la unía a ella. Era indudable que la favorita había visto ese resquicio por el que penetrar en el corazón del poder almohade, pero en el fondo tenía la esperanza de librar también a Hafsa de su agonía. Tal vez así, de algún modo, ella pudiera consolarse. Redimirse un poco de su propia culpa. Zobeyda observó de nuevo a sus doncellas, especialmente a la eslava. El corto relato parecía haber ablandado un poco el rostro congestionado de Zeynab, aunque no conseguía ahuyentar la sombra del terror. La muchacha inclinó la cabeza. No quería seguir contradiciendo a su señora, pero el miedo era más fuerte que su voluntad.

—¿Y si la ayudamos a salir de Granada y venir aquí? Tú la acogerías, ¿verdad? Y él, su amante… Que venga también. Ambos libres de ese sayyid almohade. Aquí estarán juntos…

—Hafsa es un alma noble, Zeynab. Y creo que lo mismo podemos pensar de su enamorado. Ambos tuvieron la oportunidad de dejar atrás Granada antes de que llegaran los almohades, pero no lo hicieron. Yo tampoco abandonaría mi querida Murcia. Y antes moriría que renunciar a Valencia. ¿Acaso no se puede amar a una ciudad, amigas mías? Pues pienso que Granada bien vale el amor más puro, al igual que Murcia o Valencia. No. Ni Hafsa ni su amante han de irse de Granada. Su obstáculo es el mismo que el nuestro: Utmán. Por eso la ayudaremos. Los ayudaremos a ambos a verse libres del sayyid. Hafsa pondrá de su parte, no lo dudéis. Y cuando Utmán esté muerto, esa granadina nos habrá prestado un inestimable servicio.