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Capítulo 29

La alameda del Genil

UNOS días después. Inmediaciones de Granada

Hafsa bint al-Hach miró a ambos lados antes de recoger el extremo de su miqná y apretarlo contra una mejilla. «Nadie puede verlo —se dijo—. Nadie puede ver tu rostro.» Sus ojos glaucos escrutaron la oscuridad de la madrugada, pero nada se distinguía aparte del palpitante reflejo de la luna sobre el Genil.

Dio un par de vueltas al velo en torno a su cuello y salió, dejando atrás el álamo que le había servido de abrigo. Anduvo deprisa sobre los retoños de hierba que separaban la alameda de la Kimama, la pequeña mansión que los antepasados de Abú Yafar habían legado al poeta. Por detrás, algunas débiles luces procedentes de Granada titilaban a través de la humedad que subía desde el río. Se oyeron unas risas apagadas y Hafsa aceleró aún más sus pasos. Un solitario hachón iluminaba la entrada de la finca, desde la que un camino bordeado de cipreses llegaba hasta la construcción. La mujer lo rodeó para no hacer ruido con la grava, y se apoyó en una de las columnas que flanqueaban la puerta. Las risas arreciaron dentro, y Hafsa reconoció la voz de Ibn Tufayl. Al sayyid Utmán no le gustaría nada saber que varios de sus consejeros más próximos acudían a aquellas fiestas organizadas por Abú Yafar en la Kimama, sobre todo por el secreto que las rodeaba. Tan solo algunos escogidos, amigos íntimos del poeta y siempre críticos con los almohades, tenían el privilegio de ser invitados. Hafsa aguzó el oído al escuchar el inconfundible soniquete de Abú Yafar, que recitaba uno de sus poemas.

—Tengo todo lo que un hombre puede desear: vino, amor, libros y diversión…

—Cuidado, Abú Yafar —una voz pastosa interrumpió al secretario—. Si tu sayyid se entera de que tienes vino, mandará que se te ahogue en él.

Se oyeron un par de carcajadas burlonas, pero el poeta continuó:

—Tampoco me falta la compañía de una esclava que al cantar extravía la razón del más justo. Acuna su laúd como a un niño en su regazo y no se aparta de él mientras canta y tañe sus cuerdas. ¡Ojalá yo estuviera en lugar del laúd! Ella me mecería desde la cintura al pecho.

Hafsa arrugó la nariz al escuchar el último verso. Una punzada de celos le hizo morderse el labio inferior. Se oyeron un par de tímidos aplausos, y luego retornó la voz de Ibn Tufayl, también filtrada por el efecto del licor.

—Abú Yafar, eres un embustero. De sobra sabemos que la única que tañe tus cuerdas es la bella Hafsa. O eso quisieras tú.

Ahora las carcajadas se redoblaron y los aplausos fueron más fuertes que tras el poema del secretario.

—¡Qué bien me conocéis, amigos míos! —La respuesta mantenía el tono alegre, aunque enseguida se tornó amarga—. Sin embargo, el puerco africano es quien se arroja en su regazo.

El silencio cayó como la tapa de un ataúd. Hafsa no pudo evitar un pellizco de alivio al comprobar que el verso de la esclava tañedora no era más que una imagen, y que Abú Yafar seguía tan enamorado de ella que ninguna mujer podía sustituirla. Pero la culpa suplantó enseguida al orgullo. Cada vez era más frecuente que el joven sayyid Utmán la reclamara junto a él en sus estancias o fuera él mismo quien visitase su cámara. Y a ella, naturalmente, no le quedaba otro remedio que entregarse y simular agradecimiento por tan alto honor. Y eso a pesar de que Utmán acababa de tomar esposas. Varias, y todas hijas de nobles almohades a su servicio. Por lo visto, las habladurías llegaban demasiado lejos, y el sayyid las cortaba así, cumpliendo con su deber de fiel musulmán vástago del califa. Desde luego, no habría estado bien visto que Utmán se desposara con Hafsa, y la condición de mujer libre de la granadina impedía el concubinato. Aun así, el sayyid no renunciaba a ella y, para evitar riesgos, las visitas furtivas de Abú Yafar se habían acabado desde aquel día en el que Utmán estuvo a punto de sorprenderlos acostados. De hecho, Hafsa estaba segura de que el sayyid no se dio cuenta de nada por el abatimiento que le invadía tras la crucifixión del judío convertido. Demasiado arriesgado para los dos amantes. Desde esa noche no había podido verse con Abú Yafar a solas.

—¿Qué os parece lo de Écija? —preguntó uno de los comensales. Fuera, Hafsa movió la cabeza a los lados. Aquellos hombres eran unos imprudentes. Lo menos que deberían haber hecho, pensó, era apostar a algunos criados en el exterior si se disponían a tratar asuntos prohibidos. Ella, sin ser vista, se había plantado en la misma puerta de la Kimama, así que cualquier otro podía tener las mismas posibilidades pero peores intenciones.

—El rey Lobo conduce a su manada sobre Córdoba y Sevilla. Aprovecha que el pastor está lejos de su rebaño —contestó Abú Yafar.

—Pero el pastor volverá tarde o temprano… —intervino otra voz—. ¿Qué hará entonces el lobo?

—Tal vez vuelva a las montañas, que es el lugar de donde nunca debió salir.

La respuesta la había dado Ibn Tufayl. Hafsa sabía que aquel hombre, el más veterano de todos cuantos rodeaban al sayyid, se había negado en su momento a vivir bajo el cetro del rey Lobo por preferir la compañía de los almohades. A la poetisa no le pareció prudente que siguieran tratando esos temas en su presencia. Mardánish, el Lobo. Se decía que vivía en una corte en la que el libertinaje era la única religión, en la que se insultaba a Dios y se cometía pecado nefando. Naturalmente, Hafsa no se lo creía. Sabía de lo que era capaz la propaganda, tanto en un sentido como en otro, y tenía que reconocer que la almohade era buenísima. Además, ella también había oído hablar de la corte del rey Lobo a otras personas, comerciantes sobre todo. En su palacio vivía, según cuchicheaban, una mujer de belleza sin par de la que todos los andalusíes de aquella tierra estaban enamorados. Zobeyda, decían que se llamaba. Una noble rebelde que se negaba a someterse salvo a su rey Lobo. Hafsa la imaginaba así, como una loba de colmillos afilados que sabía mantener a raya a toda la manada salvo a su amante. Ah, si ella fuera capaz de eso. Y cuánto le gustaría conocer a aquella dama, Zobeyda. Si tan solo pudiera hablar con ella, contarle sus desvelos, quizá pedirle consejo…

—El lobo, pues, regresará a su guarida —confirmó Abú Yafar—. Y nosotros, el rebaño, nos veremos libres de sus fauces por un tiempo.

—Exacto. Bien dicho —corroboró Ibn Tufayl, pero el poeta continuó:

—Al menos hasta que nuestro pastor almohade decida que quiere darse un festín de ovejas. ¿Qué cuello crees que cortará primero? ¿El tuyo? ¿El mío?

Otro largo momento de silencio. Hafsa cerró los ojos e imaginó el rostro congestionado de Ibn Tufayl. Las lealtades de este fluctuaban entre sus amigos andalusíes, abajo, y sus amos almohades, arriba. Pero la querencia subía más que bajaba. Y aquellos comentarios contrarios a Utmán no eran inteligentes por parte de Abú Yafar.

Se oyeron pasos y ruido de vajilla, y algunas palabras apagadas que Hafsa no pudo escuchar con claridad. Luego el ruido se acercó a la puerta. La poetisa se movió a un lado y se pegó a la pared de la mansión, confundiéndose en la oscuridad con las plantas trepadoras. Ibn Tufayl, seguido de cerca por uno de los esclavos de Abú Yafar, salió a zancadas y se colocó una pelliza por encima de los hombros. El primer consejero del sayyid se tambaleaba un poco, pero su marcha decidida denotaba que se iba enojado. Hafsa se preguntó si el de Guadix se iría de la lengua y siguió sus pasos con la vista, hasta que el esclavo se detuvo junto al hachón de la entrada y despidió al invitado con deseos de larga vida. Hafsa salió de las sombras, se dejó ver y rebuscó bajo su manto. El esclavo la reconoció a pesar del velo y abrió mucho los ojos, asombrado de que la mujer estuviera allí a aquellas horas. La poetisa sacó de entre sus ropas un billete escrito y se lo entregó al hombre.

—Asam, he venido a ver a tu amo. Esto es para él. Dáselo con discreción. Yo espero aquí.

El esclavo asintió y se dispuso a entrar de nuevo. La situación era extraña, pero después de todo ella era de confianza y aquellos nobles andalusíes siempre se conducían de forma extravagante. Hafsa llamó su atención otra vez cuando estaba a punto de desaparecer dentro de la mansión.

—Ah, nadie más debe saber que estoy aquí.

Asam murmuró un sí y entró. Hafsa volvió a apoyar sus manos en la columna y volvió la cabeza, dispuesta a captar los sonidos de la fiesta. Tras la marcha de Ibn Tufayl, el tono de la conversación había descendido, pero los vapores del vino contribuían a que todo regresara poco a poco a la normalidad. La poetisa sufrió un escalofrío. La temperatura iba bajando y la humedad del cercano Genil se colaba bajo su ropa. Tras un rato de charla dentro, la voz de Abú Yafar volvió a sonar alegre.

—Amigos míos, debéis perdonarme. Me retiro a mis aposentos.

—¡No! —se escuchó una queja unánime—. ¿Tan pronto? ¡Quédate un poco más!

—Quedaos vosotros, por favor. Disfrutad de mi hospitalidad y de estas muchachas que tan primorosamente escancian mi vino. ¡Pero no os propaséis con ellas a no ser que así os lo pidan! Por cierto, mi fiel Asam os atenderá si queréis quedaros a dormir. ¡Tampoco os propaséis con él si no os lo pide!

Las quejas y las carcajadas se mezclaron a partes iguales. También se escucharon algunas risitas femeninas y alguien hizo sonar una flauta. La puerta volvió a abrirse y Asam se asomó con un dedo delante de los labios. Hafsa asintió en silencio y lo acompañó por el corredor. Las risas y la música se oyeron con fuerza a su derecha, pero el esclavo la guio pasando de largo ante las puertas. Salieron al patio central y los ruidos de la orgía quedaron difuminados por el de una fuente de la que manaba un débil chorro de agua. Asam cruzó el pequeño cuadrado plagado de arbustos y florecillas, abrió una nueva puerta y se hizo a un lado. Inclinó la cabeza al paso de Hafsa.

—Gracias, buen Asam. —La mujer penetró en la oscuridad. Los sonidos de la fiesta volvieron a apagarse y un tenue aroma de sándalo llenó el aire que rodeaba a la poetisa. Se hallaba en un nuevo corredor, también a oscuras. La única luz asomaba bajo una puerta a su izquierda. Hafsa la abrió despacio y se encontró con el aposento de Abú Yafar. En el centro había un lecho bajo de cuyo dosel no colgaba tela alguna. El secretario, de espaldas a la puerta, mantenía ante sí el billete que la mujer había entregado instantes antes a Asam y lo leía, seguramente por tercera o cuarta vez, alumbrado por un candil puesto sobre una mesita. Abú Yafar, sin volverse hacia Hafsa, leyó ahora en voz alta:

—Un visitante ha llegado a tu casa. Su cuello es de gacela, luna creciente sobre la noche; su mirada tiene el embrujo de Babilonia y la saliva de su boca es mejor que la de las hijas de la parra; sus mejillas afrentan a las rosas y sus dientes confunden a las perlas. ¿Puede pasar, con tu permiso, o ha de irse por alguna circunstancia?

—Ese visitante te pide que le acojas, pues ha huido de la mazmorra donde vive cautivo —explicó ella a media voz—. Aprende bien la descripción de ese rostro, ya que el carcelero ha ordenado que nadie más lo vea.

Abú Yafar dejó el billete sobre la mesa y se volvió.

—¿Te has escapado de tu encierro? ¿Qué hará Utmán si se entera?

Ella negó con la cabeza.

—Solo ha dictaminado que nadie, salvo él, pueda ver mi cara. Nada ha dicho de lo demás.

Hafsa se despojó del manto, blanco como las nieves del Yábal Shulayr, y lo balanceó antes de soltarlo, desprendiendo un soplo de áloe indio que se impuso al sándalo. El secretario cerró los ojos y aspiró con avidez el aroma de su amada. Cuando los abrió, ella se había librado de la túnica y de su blusa larga, y desataba el cordón azul que sujetaba los zaragüelles a la cintura. Abú Yafar reparó en aquellos dos pezones, envarados por la fría humedad de la noche, que remataban los pechos espléndidos y de piel oscura. Hafsa hizo resbalar los zaragüelles y dio dos pasos cortos para apartarse de ellos, dejando hábilmente atrás también sus alcorques. La poetisa estaba desnuda ante su amante, salvo por la miqná de gasa fina, larga y translúcida que cubría su melena, rodeaba el cuello y escondía boca y nariz, y las pulseras, ajorcas y brazaletes que ahora relucían al recibir la luz del candil. Abú Yafar se acercó y tomó el extremo de la toca para descubrir el rostro de Hafsa, pero ella le retiró la mano antes de que lo consiguiera.

—El sayyid lo prohíbe. Hemos de obedecer.

El secretario asintió: podría gozar de su cuerpo en secreto, pero sabiendo que la autoridad de Utmán seguía flotando por encima de ellos. Abú Yafar apretó los dientes y la cólera pugnó por imponerse al deseo que lo había invadido, pero ocurrió lo contrario: aquella situación, con la prohibición del sayyid representada por el rostro velado de ella, le excitaba todavía más. Tomó por los hombros a Hafsa y la empujó con delicadeza para llevarla hasta la cama y la tendió en ella. La llama del candil dibujó con sombras palpitantes la redondez del busto de Hafsa, el hoyo del ombligo y la curvatura del vientre, pero la cara seguía oculta tras el velo y solo los ojos verdes destellaban pidiendo a Abú Yafar que la poseyera.

Mientras el secretario se quitaba la ropa, examinó con avidez cada pulgada del cuerpo de Hafsa, y grabó en su memoria todo detalle, desde el tono oscuro de la piel hasta el modo en que el pecho se elevaba con cada respiración agitada.

—Algún día te sacaré de ese encierro tuyo. Algún día volveré a contemplar tu rostro.

Se tendió sobre ella y apoyó las manos a ambos lados, con la cabeza erguida y mirando a los ojos de su amada. A poca distancia, pero sin contacto entre sus labios. Ni siquiera a través de la gasa. Notó que las piernas de ella cedían ante la presión y Hafsa elevó las caderas para recibir a su amante. Abú Yafar la asaltó con suavidad y el aliento de ella elevó la miqná. Los ojos verdes se entornaron, las uñas se clavaron en las sábanas y se hundieron ante las cada vez más briosas acometidas. Los resoplidos se convirtieron en gemidos y estos, en exigencias entrecortadas. Hafsa pedía más mientras soltaba las sábanas y arañaba la espalda de Abú Yafar. Él volvió a apretar los dientes. Cuanto más la complacía, más le humillaba no poder ver su cara descubierta. Las piernas de Hafsa se levantaron y atraparon la cintura de él en un cepo, y su garganta emitió un gemido largo y grave que se apagó cuando Abú Yafar disminuyó sus movimientos. Por fin, ella rompió a llorar y él se dejó caer sobre la piel ahora sudorosa de Hafsa.

—¿Juras que lo harás? —dijo ella entre hipidos. Una lágrima discurrió desde la comisura ennegrecida de sus párpados y resbaló por la cara hasta empapar el velo impuesto por Utmán—. ¿Juras que algún día volverás a contemplar mi rostro?

Abú Yafar, con la cabeza hundida en la almohada, también había roto a llorar. Aunque seguía dentro de ella y los últimos latigazos de placer todavía le estremecían, saboreó la frustración que subía a su paladar como un trago de vino revenido. No podía decírselo. No debía hacerla partícipe de sus planes más secretos para librar a todos de la losa africana que los asfixiaba. Pero tampoco podía dejar que su esperanza se marchitase. Apretó los puños hasta que los nudillos se le pusieron blancos.

—Lo juro.