Las murallas de Écija
UNOS días después. Sitio de Écija
Mardánish se enlazó el barboquejo con ayuda de un sirviente e inspiró con fuerza. Cerró los ojos y pensó en Zobeyda. La imaginó en el jardín del harén, rodeada por Hilal, Zayda y Safiyya. Sonrió y tuvo también un recuerdo para el resto de sus esposas e hijos.
El trote de varios caballos a su izquierda lo sacó de sus pensamientos. Las tropas montadas que comandaban el conde de Urgel y su hermano tomaban posiciones. Nadie como ellos para responder ante una salida de la guarnición. El rey Lobo espiró con fuerza, vació sus pulmones y volvió a asegurar los correajes. El sirviente se retiró un par de pasos, miró de arriba abajo a su señor e hizo un gesto de conformidad. Luego tomó el escudo de lágrima decorado con la estrella de ocho puntas, levantó el tiracol y lo pasó sobre la cabeza de su rey. Mardánish lo embrazó y dio un par de golpecitos nerviosos sobre la superficie recubierta de cuero. En ese instante, de entre las tinieblas que precedían al amanecer, surgió el arráez Óbayd totalmente armado, luciendo con orgullo, como siempre, su larga trenza negra. Hizo una inclinación antes de dirigirse a su señor.
—Todo listo. Los enlaces informan de que el resto de las huestes también lo está. Esperamos tus órdenes.
Mardánish asintió y tomó la lanza que le tendía el sirviente. Movió la cabeza a ambos lados para cerciorarse de que el yelmo estaba bien calado y sujeto.
—Adelante.
Óbayd se retiró y caminó con pasos largos y traqueteo metálico. En la oscuridad menguante, el rey Lobo vio cómo su arráez se alejaba hacia una pequeña fogata que ardía entre las tiendas montadas por las tropas del Sharq. Óbayd se acercó a un soldado que permanecía de pie junto a la hoguera y sujetaba un olifante.
—Da la señal.
El andalusí se llevó el cuerno a la boca, echó la cabeza hacia atrás al tiempo que inspiraba por la nariz y luego sopló, haciendo vibrar los labios en torno a la boquilla del instrumento. El sonido, no muy fuerte al principio, creció y subió tonos hasta transformarse en un toque agudo y prolongado que se extendió en la madrugada. Algunos caballos relincharon en la lejanía, como si quisieran responder a la llamada, y enseguida se oyeron dos, tres, cuatro toques de olifante más, cada uno proveniente de un sitio distinto.
Mardánish hizo un gesto a su sirviente, y este se ajustó un gorrete de fieltro y cogió un par de lanzas. Luego siguió a su señor al avanzar hacia la línea de hombres armados a pie. Los soldados del rey Lobo se separaron en la retaguardia para dejarle pasar, y el corredor humano se fue abriendo conforme lo atravesaba. Los hombres saludaban a su señor con leves inclinaciones de cabeza que eran respondidas por Mardánish con sonrisas. Había tiempo. El rey palmeaba los hombros de los guerreros veteranos, e incluso llamaba a algunos de ellos por sus nombres cuando reconocía los rostros cubiertos con cascos. Al observar a algún novato tembloroso, acercaba la cara y, en voz baja para que los demás no pudieran burlarse luego, le animaba con promesas de botín y de gloria. Desde la lejanía empezó a llegar un soniquete bronco que se confundía con los repiqueteos de las armas en las filas de Mardánish. Eran las tropas toledanas de Álvar Rodríguez, que atacaban los muros de Écija desde el norte apoyadas por arqueros andalusíes. De momento solo se oían gritos de guerra, pero pronto se les unirían los aullidos de los heridos. Mardánish llegó a la vanguardia de la línea de infantería y vio ante sí, a cuatro tiros de flecha, las murallas de la ciudad aún en penumbras. Se volvió y observó las caras de los guerreros del Sharq. En la espera se mezclaban el inevitable miedo con las ganas de entrar en acción. El rey Lobo recorrió las filas, pasó ante sus soldados y habló sin elevar mucho la voz.
—En estos momentos, nuestros amigos atacan las murallas de Écija al otro lado. Ahora mismo los defensores están avisándose y acuden allí, pero no tardarán mucho en darse cuenta de que es una maniobra de distracción. A poniente, los hombres de Pedro de Azagra se disponen a lanzarse para tomar su parte, y nosotros haremos lo mismo desde aquí. Antes de que salga el sol —Mardánish apuntó con la lanza hacia su izquierda—, habremos sometido la ciudad. En silencio. Sin gritos. Ya habrá tiempo luego, cuando nos riamos de los navarros por haber alzado nuestro estandarte antes que ellos el suyo. ¿Estáis conmigo?
Decenas, cientos de cabezas en las primeras filas asintieron al unísono con un susurro de metal y cuero. Algunos murmullos indicaban que los hombres de la vanguardia repetían las palabras del rey a quienes, más atrás, no podían oírlas. Mardánish apretó el asta con rabia. Sus palabras eran ciertas solo a medias. Sabía muy bien que sus hombres se verían sometidos al acoso enemigo en cuanto se acercaran a las murallas, pues los informes decían que estaban bien protegidas. Pero necesitaba dispuestos a los guerreros del Sharq. Precisaba que nadie vacilara. Que las escalas se apoyasen en las almenas de Écija pese a las piedras, las jabalinas y las flechas almohades. Apretó los dientes. ¿Qué podía justificar el sacrificio de todos aquellos bravos andalusíes?
—Cuando Écija caiga, nuestros serán sus ricos campos. Sus cosechas interminables. Y sus jardines y sus huertos. Pero lo más importante es que la ruta desde Córdoba estará cortada. Y pronto nos cerraremos como un cepo sobre Sevilla. Arráez.
Óbayd se adelantó dos pasos desde las filas con su propia lanza empuñada. Respiraba deprisa y los ojos le brillaban. Mardánish le sonrió para infundirle ánimo, aunque no consiguió la misma respuesta por parte del joven. El rey Lobo se lamentó en silencio. Confiaba en la lealtad total de su arráez, pero añoraba su amistad. En fin. Así estaban las cosas.
—Necesito al más bravo en vanguardia. Encabeza a los hombres con las escalas —ordenó.
Óbayd no respondió. Se limitó a iniciar la carrera a paso ligero, acompasando el braceo del escudo y separando levemente del cuerpo la mano que sostenía la lanza. Tras él salieron de entre las filas los infantes portadores de escalas en grupos de cuatro. Corrieron desde varios puntos y pronto sus figuras se difuminaron en la oscuridad. A levante, una claridad anaranjada luchaba por disipar las sombras. Mardánish vio alejarse a la avanzadilla y apretó los labios. Varios de ellos no regresarían, pues serían los primeros en recibir las andanadas de flechas y piedras desde lo alto de las murallas. Calculó el tiempo en silencio, mientras sentía crecer el fragor de la batalla al norte. Buen Álvar, siempre cumpliendo.
—Ahora —decidió en voz lo suficientemente alta como para que la orden no tuviera que repetirse entre las filas. De inmediato, él mismo inició la marcha y fue acelerando conforme tuvo tras de sí el inconfundible traqueteo del ejército a la carga.
Se oyó un chillido por delante y varios silbidos siniestros cruzaron el aire. El rey Lobo vio clavarse una flecha justo delante de él. La rompió al golpearla con el pie y continuó con su avance. Más silbidos y un par de golpes sordos por detrás. De pronto, en el suelo se materializó un bulto. Era uno de los portadores de escalas. El pobre desgraciado, aún agonizante, se agarraba con ambas manos un asta de madera que le sobresalía del cuello. Mardánish no lo reconoció al pasar, y eso le hizo sentirse culpable. Aquel hombre estaba muriendo para que él se hiciera con Écija, y ni siquiera sabía cómo se llamaba. El pensamiento se disolvió cuando uno de los silbidos pasó junto a su cabeza. Casi pudo sentir el roce de las plumas en la oreja e, inmediatamente, el chasquido seco a su espalda seguido de otro ruido mayor, más pesado. Un alarido. Varios más por todas partes. El rey Lobo apretó la marcha. Había que llegar cuanto antes. Cada paso multiplicaba el riesgo, y aquellas manchas negras que eran las murallas de la ciudad todavía no se aclaraban. Mardánish tuvo que saltar por encima de otro infante. Este al menos estaba vivo, aunque se retorcía de dolor con una flecha clavada en una pierna.
—¡Arriba! —reconoció la voz de Óbayd en algún lugar por delante de él. Enseguida comprendió: su arráez acababa de llegar al muro y ordenaba apoyar las escalas en el fondo del foso y empujarlas contra las almenas. El momento más delicado, aunque el más seguro para el rey. Ahora la defensa de los almohades se centraría en los hombres de las escalas. Los gritos crecieron y, como respuesta, también los que aún corrían empezaron a lanzar alaridos y amenazas. Algunos insultaban a las madres de todos los almohades, otros se ciscaban en el propio califa y varios prometían sodomizar a las hijas de los defensores. Entonces, Mardánish se encontró con la muralla y refrenó la carrera. Sus treinta y cinco años mezclaban el adiestramiento militar con los excesos, y por eso jadeaba. Ya no era un jovenzuelo imprudente, como cuando acompañaba a su tío por las planicies de al-Basit. Tampoco era un niño medroso, como cuando seguía a su padre por las fragosidades rocosas de la Marca Superior. Ahora era un rey, un rey que cargaba al frente de sus tropas.
Un rey, pero también un soldado desde la cuna. Un autentico tagrí transido por el amor a la batalla y la locura roja que, ojos nublados, convierte a los hombres en bestias, pues…
… en el momento en que el cielo se cubre de polvo,
la guerra hace subir y bajar el tránsito a la otra vida.
Los héroes muestran una audacia loca
mientras la muerte planea por encima de las almas.
Por eso Mardánish alza su escudo como si un yinn del desierto le hubiera avisado, justo a tiempo de evitar un pedrusco mandado desde el adarve con buena puntería pero poca suerte. La roca rebota contra el escudo y hace temblar el brazo izquierdo del rey Lobo. Todas las reflexiones, todos los pensamientos, todas las culpas desaparecen. Mardánish responde a la lucha con la experiencia tallada en su alma durante años y años. Sus movimientos son firmes, seguros y con intención clara. Salta al foso y dobla las rodillas para amortiguar la caída, pero aun así el peso de la cota de mallas y del armamento se descarga de golpe. Cuesta moverse. Todo sucede a un ritmo lento. Exasperante. ¿Por qué los demás parecen tan rápidos?
Un muchacho más joven logra adelantarse y empieza la subida por la escala más cercana, pero cae enseguida con el casco abollado y un hilo sanguinolento escapando por la oreja. El rey Lobo se vuelve y busca con la vista a su sirviente. No lo ve. Es difícil entre tanta gente y con semejante penumbra aún dueña del lugar. Deja la lanza en el suelo y se agarra a la madera de la escala, con su escudo siempre alzado sobre la cabeza. A su alrededor los quejidos sustituyen a las imprecaciones, y los insultos más obscenos los emiten quienes pugnan por llegar a las almenas o quienes se duelen con huesos rotos o aplastados en el fondo del foso. Además se oye un repiqueteo constante. Golpes fuertes que a veces resuenan al encontrar metal, crujidos que atraviesan las lamas de madera de los escudos, y toques más leves y escurridizos cuando las puntas se abren paso a través de la carne. Pero son sonidos distantes. Como si aquello ocurriera muy lejos o igual que si fuera una pesadilla.
De pronto, toda una escala se separa de la muralla hasta ponerse vertical y se mantiene así unos instantes; luego se vence y deja caer un par de cuerpos que se estrellan contra el borde del foso. A Mardánish le parece reconocer la voz de su arráez. Se desgañita más allá, pero también a él lo oye distante. Entonces se da cuenta de que ha seguido subiendo. Tiene que ser así porque la piedra se acaba y es sustituida, por debajo del borde de su escudo levantado, por la claridad que resbala sobre el adarve. Mueve la cabeza con rapidez y la devuelve bajo su protección, justo a tiempo de ver pasar una puntada asesina. Allá arriba hay un tipo al que no ha podido ver el rostro. De hecho lleva ya un rato siendo testigo de cómo sus hombres mueren en derredor, y aún no ha logrado ver la cara de ningún enemigo. Eso le enoja, más incluso que el hecho de que sobre él haya un almohade armado con una lanza que quiere atravesarle.
Siente un golpe en el escudo, nota el ruido del cuero que se rasga y la chapa de madera que se astilla. Un segundo golpe y una punta metálica aparece por el reverso, demasiado cerca del brazo de Mardánish. No queda tiempo, hay que actuar. Un tercer intento puede ser el último para él, de modo que el rey Lobo hace un último esfuerzo y trepa dos escalones; se estira para acortar la distancia con el adversario. La lanza vuelve a llegar, aunque ahora, sin espacio para impulsarse, su aguzado pico se clava con menos fuerza contra el escudo negro. Aun así, Mardánish recibe la punzada en el brazo y un dolor sordo trepa por el codo y el hombro hasta agarrotárselo. Otra lanzada más y un nuevo pinchazo, ahora menos doloroso. Una blasfemia y una sonrisa fiera en el rostro de Mardánish. Resopla y sufre cada anilla entrecruzada en su loriga como si pesase una onza. Pero no le importa. Ha llegado arriba, aunque ahora la carga del escudo se le antoja un cofre de plomo. Apoya su cadera contra la piedra, suelta la escala y lleva la mano derecha a la empuñadura de la espada para desenfundarla. En ese momento, un tremendo golpe lanza su escudo hacia arriba, rompe una de las correas y le provoca un dolor agudo en el codo, como si todo el brazo fuera arrancado de cuajo. Se ve descubierto ante un guerrero vestido de blanco que sujeta una maza. El almohade muestra sus dientes amarillentos en un gesto fiero, y el blanco de sus ojos resalta en la media claridad sobre la piel oscura. El guerrero le ha ganado la partida a Mardánish, y en lugar de seguir pinchando hacia abajo, ha cambiado la lanza por esa maza que ahora eleva sobre su cabeza para aplastar el yelmo del rey Lobo.
Todo sucede lentificado, como si el destino quisiera mofarse del rey del Sharq al-Ándalus. Mardánish ve su escudo colgando del brazo a un lado, ya imposibilitado para cubrirle. Intenta sacar la espada de la vaina, pero se da cuenta de que no podrá hacerlo a tiempo. El almohade grita algo en su lengua y los dientes de hierro de la maza relumbran con el primer rayo de sol. El rey Lobo, seguro de que va a morir, trae de nuevo a su mente la imagen de su reina.
Zobeyda.
Un respingo sobresalta al guerrero africano, como si la invocación a la favorita le hubiera detenido. Su ropaje se abulta a la altura del pecho, la tela acolchada se rasga y asoma una punta de hierro que resbala hacia fuera. Pareciera que esa hoja plateada, ahora manchada de rojo, naciera del corazón del almohade. Su grito de triunfo se transforma en un alarido desgarrado y la maza cae sobre la piedra del adarve, rebota un par de veces y luego rueda mansamente a los pies del guerrero. Un chorro de sangre salpica el rostro de Mardánish; le hace parpadear, pero el rey se repone de inmediato y ve que su arráez, Óbayd, desclava la espada que ha hincado en la espalda del africano. Lo hace con furia, retorciendo la hoja al tiempo que tira de ella. El almohade sufre un espasmo y se desmorona despacio. Se desangra como un cordero en el sacrificio. Óbayd sigue tirando de la espada, riega con salpicones de sangre la piedra de la muralla, a sus propios hombres y a los enemigos muertos que abarrotan el adarve. Grita y eleva ambos brazos. Es respondido al momento por los demás andalusíes que ya invaden lo alto de las murallas.
El corazón del rey Lobo aporrea sus sienes con cada latido; le punza la presión de las venas en el barboquejo. Un dolor sordo mantiene su brazo izquierdo inmovilizado, pero hace un último esfuerzo y traspasa la frontera de las almenas. Siente flojear las piernas y se agarra a su arráez, que lo sostiene con firmeza. Mardánish mira a los ojos de Óbayd y se da cuenta de que el joven todavía está borracho de sangre y muerte. Ve en él la locura de la matanza. Luego desvía la vista al norte, a través de los tejados y minaretes de Écija. Sobre el otro extremo de la ciudad empieza a ondear un estandarte cristiano. El rey Lobo sonríe. Azagra ha llegado también. Luego se sume en una oscuridad creciente y los gritos se amortiguan hasta desaparecer.