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Capítulo 27

Acuerdos secretos

PRIMAVERA de 1159. Sitio de Córdoba

—Mi señor, un judío de Granada pide audiencia. Dice tener asuntos importantes que tratar.

Hamusk frunció el ceño, se alzó y miró al soldado de su hueste que le acababa de avisar. Al lado del señor de Jaén y Segura, al-Asad permanecía en cuclillas. Los dos hombres llevaban un rato estudiando el asedio de Córdoba, y para ello habían dibujado en el suelo arenoso junto al Guadalquivir un somero plano de las murallas y las posiciones andalusíes. Estaban solos y separados de las albarradas, y a su altura, el río se disponía a girar en un cerrado meandro que pasaría bajo un puente de piedra. Ante ellos, un cementerio y algunas munyas abandonadas daban fe de que la muerte atenazaba la antigua ciudad, aunque las banderas blancas de los almohades ondeasen orgullosas sobre las torres.

—De Granada. Y judío. Curioso. ¿Viene solo?

—Solo y montado en una mula, mi señor.

Hamusk asintió con un gruñido. Él, que se gloriaba de tener buen ojo para los asuntos de interés, se preguntaba ahora qué podía querer un judío granadino. Y sobre todo le extrañaba tanta urgencia para abordarle en pleno campamento militar de cerco a Córdoba. Bueno, había una forma rápida de enterarse.

—Regístralo bien y tráelo a mi presencia.

El soldado hizo una breve inclinación y regresó corriendo por donde había venido. Hamusk se volvió y echó un último vistazo al plano abocetado en el suelo, que el León de Guadix seguía examinando con interés. Luego el flamante señor de Jaén alzó la mirada. Allá estaba Córdoba, reluciente aún con la gloria que los siglos le habían dado mientras fue una de las ciudades más lujosas del mundo. Ahora, los estandartes almohades tremolaban al viento. Murallas pétreas que costaría mucho expugnar; pero había que conseguirlo. Si Córdoba caía, la sumarían al recientemente conseguido dominio de Jaén, y el Alto Guadalquivir estaría por fin en manos andalusíes. Granada y Almería se verían cercadas por el poderoso ejército combinado que Mardánish llevaba paseando por los territorios almohades desde hacía unos meses, contando por triunfos todas sus intentonas.

—Es difícil. Muy difícil —reconoció al-Asad con su habitual laconismo. Clavó un dedo en tierra y movió la cabeza a los lados—. Buenas murallas. Y apuesto mi daga a que han acumulado muchos víveres desde que empezamos la campaña hasta antes de que llegáramos aquí.

Hamusk asintió. Córdoba se había preparado para el asedio, seguramente barruntando lo que se le venía encima. De todos modos, su yerno y señor, Mardánish, estaba en aquellos momentos en tierras de Écija y cortaba la vía de suministros y ayuda que pudieran llegar desde Sevilla. Córdoba estaba sola y rodeada por el ejército de Hamusk. Pero el León de Guadix tenía razón: era muy difícil.

—Por eso me ha dejado aquí mi yerno —musitó el señor de Jaén sin dejar de observar las murallas—. Él ha preferido tantear Écija. Incluso me habló de acercarse a Carmona y devastar de nuevo los alrededores de Sevilla. En todo caso, mientras tiene a medio ejército ocupado con ciudades menores, nosotros nos desgastamos aquí. A Mardánish le falta ambición.

—Mira el lado positivo. Si Écija y Carmona caen, Córdoba estará definitivamente aislada.

—Tonterías —escupió Hamusk—. Eres poco ambicioso, como mi yerno. Menos miedo y más astucia. ¿Écija y Carmona? Minucias. Córdoba, Sevilla, Granada. Esos deben ser nuestros objetivos. Con semejantes joyas en nuestro poder, el resto de al-Ándalus caerá como fruta madura. Golpes de mano, castigos ejemplares, contundencia. Sin piedad… Ah, si yo estuviera al frente de este ejército…

—Bueno, Mardánish te ha dado el señorío de Jaén. No es poco. Más, desde luego, que de lo que puede alardear cualquier otro señor de los que combaten para él.

—Ya. Como el conde de Urgel, ¿no? De todos es sabido que ansía el señorío de Granada. Un cristiano al frente de Granada. ¿Te lo imaginas?

Al-Asad se irguió y suspiró. Seguía luciendo como un trofeo su loriga medio destrozada. Aquella cota de mallas, al igual que su escudo marcado por tajos, su espada mellada o su piel cubierta de cicatrices le granjeaban el respeto de todos los andalusíes que todavía no le habían visto luchar.

—Sea como fuere, algún día el califa acabará su trabajo en África y querrá devolver su atención a al-Ándalus, ¿no crees?

—Claro que lo creo. Supongo que a estas alturas ya sabe que nos aprovechamos de que tiene cosas que hacer lejos. Deberíamos temer su regreso.

Hamusk acompañó su observación con una carcajada tétrica. En ese instante regresó el soldado acompañado por el judío de Granada. El hombre, de panza oronda y tez colorada, dobló una rodilla, inclinó la espalda y fijó sus ojos en la arenosa playa del río.

—Paz, mi señor. Mi nombre es Sahr ibn Dahri y vengo de Granada. Oficialmente trabajo para Abú Yafar ibn Saíd, secretario del sayyid Utmán. En verdad, él me ha enviado aquí para entrevistarme contigo. Pero el asunto es secreto.

Hamusk observó al recién llegado, que seguía inclinado y sin mirarle a la cara. Lo rodeó con pasos lentos y se fijó en su barriga bien alimentada. Luego acercó su boca al oído del hombre.

—Judío en Granada, ¿no? Es raro eso que dices: que trabajas para uno de los hombres de confianza de un sayyid almohade. Vaya, vaya. Muy raro, ahora que lo pienso. Si no me equivoco, esos africanos pastores de cabras prohíben todo culto que no sea el Tawhid. So pena de muerte. Hummm. Sí, definitivamente muy raro.

Ibn Dahri cerró los ojos con fuerza y empezó a temblar. Le había parecido una idea de locos cuando Abú Yafar le propuso buscar a Hamusk y entrevistarse con él, pero al fin, movido por la desesperación y el temor, había accedido. Ahora se arrepentía. Tragó saliva antes de poder contestar a aquel guerrero andalusí que tenía fama de cruel con sus enemigos.

—Mi señor, somos muchos los judíos de Granada que nos hacemos pasar por musulmanes. Lo hemos hecho así para poder quedarnos en la ciudad y conservar nuestras haciendas…

—Arriba.

Ibn Dahri sintió la punta de hierro en su papada. Hamusk había desenfundado su espada sigilosamente y ahora le apuntaba con ella. El hebreo palideció y se enderezó. Las rodillas le temblaban, notaba un vacío en el estómago y su corazón latía desbocado. El señor de Jaén le miró hasta hacerle bajar la vista. Estuvieron así un rato, con la espada en lo alto y presionada contra la piel trémula del judío. Al-Asad se acercó y su amenazador aspecto acrecentó el miedo de Ibn Dahri.

—Sigue hablando, judío —ordenó Hamusk—. Pero cuidado. Me precio de conocer a las personas. Si pienso que me mientes, tu sangre regará esta arena y se verterá en el río.

Ibn Dahri notó cómo la espada se movía casi imperceptiblemente y presionaba aún más la piel de su cuello. Reunió fuerzas y empezó a balbucear.

—Mi amigo, Abú Yafar…, se enteró de que tu ejército estaba aquí. De que asediabas Córdoba. Él querría saber… si estarías dispuesto a tomar Granada también. Él…, Abú Yafar…, se compromete a ayudarte.

Ibn Dahri resopló. Ya lo había dicho. Pero la espada seguía allí, junto a su cuello. Incluso parecía que se clavaba un poco. Sin embargo, no se atrevió a retroceder.

—Abú Yafar. —Hamusk repitió el nombre despacio. Luego miró a al-Asad—. ¿Te suena?

—Sí. Un poeta, creo —respondió el guerrero—. Según he oído, el sayyid Utmán se ha rodeado de varios. ¿Recuerdas a Ibn Tufayl, el visir que lanzó el reto en Guadix? Pues lo mismo. Está en Granada.

—¿Y por qué ese deseo de tu amigo Abú Yafar? —Hamusk se dirigió de nuevo al hebreo—. ¿Qué interés puede tener él en que tomemos Granada? Por lo que parece, está en buena posición.

—Tiene sus motivos, mi señor. Lo único que debes saber… —empezó a responder Ibn Dahri. De repente, la espada empujó un poco y abrió una pequeña herida en la papada del judío. Este soltó un gritito y al fin retiró la cabeza hacia atrás. Al ver cómo le miraba Hamusk, se detuvo en seco.

—Lo que debo saber lo decido yo. Contesta a mi pregunta. Y hazlo bien, porque esta espada es de las que no se conforman con manchar su punta.

—Sí, claro… Perdóname, mi señor. Abú Yafar odia a Utmán. No comulga con esos africanos, y además… Además…

—Además ¿qué? —La punta de hierro volvió entrar en contacto con la piel sangrante de Ibn Dahri. El judío dejó caer una lágrima silenciosa mientras la garganta recibía un nuevo y diminuto corte.

—Además el sayyid se ha amancebado con la amada de Abú Yafar, Hafsa bint al-Hach… La retiene en una munya, en la Alcazaba Vieja… Debes creerme, mi señor.

Hamusk miró con las cejas levantadas a al-Asad y este sonrió como la fiera que le daba nombre. Ambos se carcajearon al unísono. Ibn Dahri cerró los ojos. Con semejantes risotadas, no sería de extrañar que la espada del señor de Jaén le cortara el cuello más profundamente.

—¡Una mujer! —habló entre risas Hamusk—. ¡Entregaría la ciudad por una mujer! ¡Es típico! ¿No? ¡No! ¡Es encantador! ¿Cómo decís vosotros, los judíos? No seas, hijo mío, la esposa de tu esposa, y no permitas que ella sea el marido de su marido. Muy acertado, sí. Aunque ese Abú Yafar no ha debido de enterarse. —Cambió la vista hacia al-Asad—. ¿No te parece, amigo mío?

El León de Guadix, que no acostumbraba a demostrar sus emociones, reía de forma menos escandalosa que Hamusk, pero le acompañaba a gusto en su burla. De repente calló y su semblante quedó serio.

—Es tan patético que debe de ser cierto —opinó.

—Estoy de acuerdo. —Hamusk bajó al fin la espada, pero se permitió limpiar su punta ensangrentada con el jubón de Ibn Dahri. El hebreo temblaba como una hoja, aunque había sido capaz de aguantar de pie y sin gritar de miedo—. Y ahora dime, judío: ¿qué propone ese amigo tuyo herido de amor, Abú Yafar?

—Aún nada —respondió con un hilo de voz Ibn Dahri—. Solo me envía para saber si estarías dispuesto a entenderte con él. En el momento adecuado, todo podría arreglarse convenientemente para todos.

El gesto de Hamusk se ensombreció. El motivo alegado por aquel hebreo le había divertido, cierto, pero ahora se iba haciendo una idea de lo que aquello podía significar. En verdad, las grandes ciudades no caían por asedio sin un enorme coste. Tanto que era muy difícil, casi imposible, tomarlas sin recurrir a alguna argucia. Granada, nada menos. ¿Y si resultaba? ¿Y si él era capaz de hacerse con Granada en un golpe audaz? Al-Asad pareció adivinar lo que pensaba Hamusk, porque lo agarró del brazo y jaló de él. Ambos se retiraron un par de varas del judío tembloroso.

—Si todo esto es cierto y Mardánish se entera, acudirá en persona. Tenlo por seguro. Y con él traerá al conde de Urgel, que ansía Granada por encima de cualquier cosa.

Hamusk asintió. Las aletas de su nariz se dilataron mientras pensaba con rapidez. Granada. ¿Por qué no? Ayer, señor de Segura, hoy, señor de Jaén. Y mañana, quizá…

—Vuelve a Granada —ordenó a Ibn Dahri—. Di a Abú Yafar que sí, que este asunto se arreglará como mejor convenga a todos. Pero atención: no dirás nada a nadie más. Solo tratarás conmigo. Tú y yo, personalmente. Tú y yo. ¿Lo has entendido?