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Capítulo 26

La embajada a Castilla

UNAS semanas después. Tierras de Aza, reino de Castilla

A pesar de que la apariencia de la embajada no era grande, la comitiva diplomática pecaba de todo menos de modestia. Estaba claro que Zobeyda, sin saberse muy bien si motu proprio o con la connivencia de su esposo, pretendía impresionar no solo a los nobles castellanos que guardaban al rey, sino a todo aquel que morara por las tierras que habían de recorrer en su viaje. Y por si acaso fuera poco, los lugareños, informados por los correos que se habían despachado con antelación, salían de sus casas cuando barruntaban su llegada, o bien bajaban desde las aldeas cercanas para intentar ver algo de aquello que tomaba visos de leyenda: una joven princesa sarracena, hermosa como las estrellas, recorría los caminos para ir a ver al rey de Castilla; y además viajaba escoltada por los más bravos guerreros de la cristiandad y las huríes más bellas del islam. Casi nada.

El itinerario hasta la Marca Superior se recorrió de forma aceptablemente rápida. En cada posta, villa o albergue se tenían órdenes precisas y todo se desarrollaba con fluidez, y a lo más se tenía que aguantar a algún que otro caíd con ínfulas que pretendía hacerse notar y dejar grata impresión en el primer consejero del Sharq al-Ándalus y en la joven princesa Zayda.

Después, la misión dobló a poniente para evitar las tierras aragonesas y entró en Castilla, donde los lugareños se mostraban más distantes a pesar de no poder aguantar la curiosidad. Un frío tremendo les había dado la bienvenida en la Marca Superior, y ahora seguía afligiéndolos, lo que en cierto modo debería haber servido para acelerar la marcha. Sin embargo, los días eran cortos y la princesa, acostumbrada al clima suave, a los mimos de sus ayas y su madre y a la vida fácil y placentera de la corte, reclamaba constante atención y pedía cada poco detenerse para calentar sus manos al fuego de una hoguera. Abú Amir, hombre que había viajado y que, pese a su gusto por las comodidades, sabía adaptarse a los rigores del camino, se desesperaba: cada alto en la ruta implicaba interrumpir la marcha de soldados, esclavos, ayudantes y criados. A ese paso llegarían en verano a las tierras de Aza y consumirían más víveres de los previstos. Por añadidura, las bandas de mala gente armada empezaban a proliferar en aquellas tierras frías y alejadas del centro de la corte castellana. El estado de Castilla, próximo ya a la anarquía, propiciaba que la gente se tirara al monte en un intento por medrar. Eso decidió a Abú Amir a imprimir mayor velocidad a la marcha, pues cada día que pasaban en ruta suponía aumentar el riesgo de que algo ocurriera, pese a que la escolta cristiana proporcionada por los hombres de Urgel era grande y de calidad. Así, a pesar de las protestas de la pequeña Zayda, la comitiva se plantó por fin en las parameras nevadas. La mayor parte de la gente quedó acampada una vez que pasaron Aranda, pequeña aldea junto al Duero y dominada por la pétrea torre de una iglesia consagrada a santa María, mientras que, de amanecida, Abú Amir, Adelagia y Zayda, asistidos por algunos criados y protegidos por un buen número de guerreros de Urgel, tomaron el camino de Aza.

Las columnas de humo anunciaron a los viajeros la presencia de la fortaleza, un poco desdibujada por la tenue nevada que caía sobre el páramo. Las casas se amontonaban alrededor de un cerro e invadían sus laderas, y en la cima alargada se aposentaba la muralla de madera medio arruinada, dominada por una torre de piedra y mampostería, recia y no muy alta. El panorama era poco menos que desolador. Adelagia, que entornaba los ojos para protegerse de la nieve, los abrió como escudillas al enterarse de que aquel era su destino. ¿Allí vivía el rey castellano? Abú Amir pudo ver que dos hombres armados con lanzas salían de la fortificación y se dirigían a su escolta. Los guiaron a continuación hacia la única puerta de la muralla, donde detuvieron el carruaje de la misión diplomática. A diferencia de lo ocurrido en el tramo de su viaje por el Sharq al-Ándalus, apenas una docena de campesinos acompañados de sus esposas abandonaron el calor de sus hogares. Llevaban las cabezas cubiertas con mantas, y observaban sobre todo el paso de Abú Amir, que era el único de ellos que aún vestía ropajes andalusíes, capote verde forrado de piel y botas de fieltro. El médico erguía orgulloso la cabeza, apuntaba con su fina barba hacia delante e ignoraba el golpeteo constante de los copos de nieve sobre su tez enrojecida por el frío. Adelagia, por su parte, caminaba a rápidos pasos, arrastrando su brial crudo mientras se sujetaba el pellizón y tiraba de la mano de Zayda. La pequeña iba tan arrebujada en su manto que apenas se le veía la cara. Protestó por los tirones de Adelagia cuando trepaban por la cuesta que llevaba a la fortaleza, pero esta ignoró las quejas de la niña. Los copos caían cada vez con mayor fuerza, se estrellaban contra sus ropajes y se deshacían de inmediato para recibir otros más grandes.

Al traspasar la muralla avanzaron por un sendero abierto en la nieve, y dejaron a los lados algunos cobertizos de madera. Un herrero hacía sonar una pieza al martillearla, y un tenue olor a pan recién hecho salía del ventanuco de la choza más grande, mientras un ligero olor a estiércol abandonaba las caballerizas adosadas a uno de los muros. Zayda, con sus ojos azules abiertos de par en par, miraba con temor y asombro a su alrededor. Uno de los soldados, el que los precedía, se detuvo y señaló al torreón que dominaba el conjunto. Su cúspide almenada se recortaba amenazadora contra la gris claridad del día y lo hacía parecer un monstruo de ojos pequeños y estrechos. Abú Amir, Adelagia y Zayda vencieron su aprensión y subieron por una empinada escalera de madera que separaba el suelo de la entrada de la torre, a dos cuerpos y medio de altura. Abú Amir se quedó el último para ayudar a Zayda a trepar y maldijo entre dientes, descontento aún por aquella misión que le había encomendado la favorita. Por fin, el consejero traspasó el dintel de piedra y entornó los párpados. La oscuridad del torreón fue descendiendo mientras los ojos de los recién llegados se acostumbraban a ella y dejaban atrás la blanca claridad de la colina nevada. Un criado de huesos prominentes los recibió con una inclinación y señaló, sin erguirse, una escalera de gruesos tablones pegada a una de las paredes. Detrás del criado estaba el hogar, en el que ardía un fuego de grandes proporciones que caldeaba el ambiente, y frente a él, una mesa rodeada de criados, hombres y mujeres que removían potes, cortaban cebollas o pelaban capones. Una trampilla al fondo anunciaba que por allí se descendía al nivel inferior, sin duda usado como granero. Un olor rancio se mezclaba con el del aceite y el ajo, y amontonadas contra las paredes se veían gavillas entrelazadas de paja y mantas. Adelagia sintió un escalofrío al verse rodeada de toda aquella piedra ennegrecida, y la niña también siguió boquiabierta y se apretó a la italiana. Abú Amir debería haber cedido el paso a las dos doncellas, pero se sintió incómodo y le vino a la mente la sensación de que en aquel lugar no estaban seguros. Por eso subió la escalera primero y penetró en lo que debía de ser la sala principal de la torre. Cuando estaba preguntándose cómo un rey de Castilla podía vivir entre aquellas estrecheces, se vio de frente con un hombre de unos cuarenta y cinco años, panza prominente sobre piernas delgadas, cara de rollizos mofletes y frente amplia. Vestía una túnica larga que en tiempos debió de estar rematada con encajes de seda, pero que ahora se veía ajada y con algún que otro remiendo. Su cabello, prematuramente encanecido, era apenas un matojo en lo alto de la cabeza, pero abundaba sobre las orejas y en la coronilla. El hombre abrió una boca en la que faltaban varios dientes.

—Bienvenidos a mi hogar, ilustres embajadores del rey Lope. Soy García Garcés de Aza y ejerzo de tutor del rey, nuestro señor por la gracia de Dios, Alfonso de Castilla.

El noble se retiró medio paso a un lado y dejó ver a un niño de algo más de tres años que vestía camisón y pelliza. El crío soltó un par de estornudos, se sorbió los mocos y miró con curiosidad a Abú Amir, que no salía de su asombro. En ese momento entraron Adelagia y Zayda. Ninguna de las dos ocultó su sorpresa al ver el aposento y a sus ocupantes. Detrás del pequeño rey, una mujer de edad similar a la de don García pero mucho más entrada en carnes mantenía una pose hierática y desconfiada, y dos muchachos de unos nueve o diez años, desgarbados y de pelo revuelto, aguardaban con gesto bobalicón. Al fondo, junto a un telar, una niña algo más joven que Zayda se entretenía tejiendo sin hacer caso a los recién llegados. Casi no quedaba sitio para nadie más allá arriba, pues una pequeña tabla puesta sobre caballetes, que hacía las veces de mesa, ocupaba el espacio hasta los dos lechos con dosel arrimados contra la pared. Un par de ventanucos altos y estrechos cubiertos con trapos dejaban apenas pasar la luz, así que varios hachones agarrados a las esquinas ayudaban a iluminar la estancia, aunque desprendían un desagradable olor a brea. Zayda tosió, y Adelagia acarició nerviosa la barbilla de la niña. El polvo se agarraba con tozudez a las muchas alfombras, que impedían ver el suelo, y a los tapices descoloridos que pretendían adornar las paredes. La estancia estaba caliente, y Abú Amir supuso que el potente fuego del piso de abajo estaba relacionado con ello. Pero las mantas de piel apiladas en ambos lechos daban fe de que las noches eran gélidas. El médico andalusí estaba impresionado por aquella austeridad. O mejor llamarla por su verdadero nombre: pobreza. Hizo un rápido cálculo y trató de imaginar cómo era la vida cotidiana allí. Supuso que uno de los lechos pertenecería al noble castellano y su esposa, mientras que el otro, en buena lógica, debía de ser la cama del rey de Castilla. ¿Dónde dormirían los demás críos? ¿Sobre las alfombras, comidos por las pulgas? ¿Abajo, junto a la guarnición armada de la torre? El andalusí se libró de sus reflexiones con un pestañeo y regresó a su misión. Hizo una larga reverencia.

—Te saludo, noble don García, y también a tu familia. Que Dios sea con todos vosotros. —Abú Amir giró medio cuerpo hacia las dos mujeres a su espalda, y apuntó con la mano abierta a la más joven—. La princesa Zayda bint Mardánish, hija querida del rey del Sharq al-Ándalus, Abú Abd Allah Muhammad ibn Saad ibn Mardánish, señor de Murcia, Valencia, Denia, Játiva, Orihuela, Guadix…

—Y de Jaén también, aunque tal vez no lo sepas, embajador —cortó el noble castellano la retahíla de títulos—. ¿Sabías que tu señor ha conquistado Jaén? Probablemente no, puesto que desde que tus correos anunciaron que veníais, han pasado siglos. —Don García soltó una pequeña carcajada—. Seguro que el camino nevado se os ha hecho largo. Nosotros estamos acostumbrados a esto, pero vosotros no, según creo.

Abú Amir arrugó el ceño a pesar de haber oído aquella buena noticia. No le gustaba el tono del castellano. Sonaba a burla resentida.

—¿Dices, noble don García, que mi señor Mardánish ha conquistado Jaén?

—Así ha sido, según mis informadores. Y la ha puesto bajo gobierno de su suegro, ese tal Mochico. El abuelo de la cría, si no me equivoco. —Señaló a Zayda. La niña, que a sus nueve años estaba muy despabilada, venció su gesto mohíno y entrecerró los ojos. Entendía algunas palabras en romance, aunque no conseguía seguir el parlamento de aquel hombre desagradable y feo, pero sí había comprendido lo de Mochico, y sabía que era una palabra que su familia materna consideraba un insulto. El pequeño rey Alfonso miró a Zayda, sonrió y estornudó una vez más.

—Dices bien, noble don García. Hamusk es el abuelo de la princesa. Vasallo de mi rey. Grata noticia me das, pues Jaén no es plaza fácil de tomar. Ya recordarás que el difunto emperador lo intentó varias veces —Abú Amir disfrazó de inocente pesar su sonrisa—, aunque no lo consiguió. ¿Te das cuenta, muy alto señor, de que ahora Hamusk defiende no solo la puerta del Sharq al-Ándalus, sino también la de la propia Castilla?

—Bien, bien… Dejemos eso —bufó el noble castellano—. Estos son dos de mis hijos varones, Ordoño y Gonzalo, y esta es mi mujer, doña Sancha. Allí teje Juana, la pequeña de la familia. Y bien está de presentaciones: ya nos conocemos. Como sabes, soy el tutor del rey, y según tengo entendido vienes a tratar algún tema de su interés.

Adelagia, a la vista de que aquella gente no les ofrecía siquiera un vaso de agua, avanzó un paso y se atrevió a hablar. Tal vez de haberse visto en una lujosa estancia como el salón de consejos de Murcia se habría sentido intimidada, pero aquel lugar solo le producía una aprensión que casi no conseguía disimular.

—Discúlpame, señor; la pequeña está aterida por la nieve. ¿Podría calentarse el cuerpo con un caldo? He visto que en la cocina preparaban algo.

—Ah, sí. —Don García torció el gesto y miró de reojo a su esposa—. Sancha, por favor, encárgate.

La mujer pasó junto a Zayda sin mirarla, salió y bajó por las enrevesadas escaleras con la agilidad de los actos sempiternamente repetidos. Enseguida se escuchó una voz ronca, casi ausente de femineidad, que acuciaba a los criados del piso inferior. Adelagia oyó entre ruidos de cacharros y palmadas algunas de las palabras que la noble soltaba a sus sirvientes: algo referente a reyezuelos infieles, niñitas malcriadas, gorroneos y molestias por aquel crío inútil al que tenían que soportar en casa. Don García, que se dio cuenta de que tanto Abú Amir como Adelagia apretaban los labios al oír aquello, indicó a sus invitados que tomaran asiento en el corto banco que flanqueaba la mesa, pero no les ofreció ni un cuenco de vino. El médico y la doncella se sentaron a los lados de Zayda, apretujados para no caerse, y el pequeño rey se retiró al fondo, junto al telar y los dos hijos varones del noble. No obstante, los niños cristianos siguieron observando a los recién llegados sin decir palabra.

—Bien, según vuestros correos, ibais a traer credenciales.

Abú Amir asintió ante las palabras de don García, metió la mano bajo su manto, que le estaba dando un calor espantoso, y sacó dos rollos lacrados que alargó al noble. Este los tomó e hizo un gesto de sorpresa por la suavidad de su textura.

—Papel de Játiva —explicó el médico con aquel casi imperceptible aire de chanza. Luego observó al rey, que seguía estornudando al fondo. El muchacho se pasó la manga por debajo de la nariz húmeda y volvió a sonreír.

—Del puño y letra del conde de Urgel… —murmuró don García mientras leía la primera de las misivas, cuyo sello acababa de romper en su condición de guardador real. El noble vocalizaba en silencio mientras sus ojos recorrían las líneas, y de vez en cuando torcía la boca—. Hummm. No es de mi agrado. Ese Armengol y su hermano se llevan demasiado bien con Fernando de León.

Abú Amir chascó la lengua y miró de reojo a Adelagia. Zayda tenía ambas manos apoyadas en la mesa y seguía recorriendo la estancia con sus claros ojos. En ese instante apareció una criada de carnes fofas y uñas renegridas con una escudilla humeante. Pasó sin ceremonia alguna por delante de su señor y depositó el brebaje ante Zayda. La niña lo olisqueó y apartó la cara. Doña Sancha, que había entrado justo detrás de la sirvienta, puso los brazos en jarras.

—Lo que nos faltaba. A la princesita no le gusta su caldo —murmuró en voz muy baja, aunque todos pudieron oír perfectamente lo que decía. Luego pasó tras su marido y se fue junto a Juana, la hija, y empezó a cuchichearle al oído. Don García siguió leyendo.

—El conde de Urgel nos hace ver qué grandes beneficios traería una alianza entre las dos familias… —El castellano soltó una risita apagada. Abú Amir, que empezaba a cansarse de disimular su enojo, pasó la mano descuidadamente sobre el tocado de Zayda, descubrió su cabeza y dejó a la vista el pelo trigueño recogido en dos trenzas. La niña seguía mirando con reparo el cuenco de caldo—. También dice que el rey Lobo… ¿Por qué lo llama así? Dice que el rey Lobo se está ocupando de guardar las fronteras y se interpone entre Castilla y los almohades, como corresponde a un fiel aliado, y muestra su intención de reforzar el lazo que ya le unía al abuelo del rey y a su padre… Hummm.

—¿Puedes saltarte la monserga e ir al grano? —exigió doña Sancha. Don García apenas levantó los ojos del suave papel, los volvió enseguida a las líneas trazadas sobre él y las recorrió con no mucha ligereza.

—Hummm.

—¿Qué?

—Increíble. Quieren un casamiento. —El noble cristiano torcía media boca en una mueca de clara burla—. Nuestro rey con la princesita. Ja.

—Ni hablar —escupió doña Sancha.

—Suponíamos que estarían presentes otros barones castellanos —intervino entonces Abú Amir, que se sentía como si estuviera visitando a un amigo descortés en lugar de hallarse en misión diplomática para tratar un tema de gran delicadeza, como era el matrimonio entre un rey y una princesa—. Tal vez quieras, don García, informar a los grandes del reino de las intenciones de Mardánish antes de tomar una decisión. Ah, no has abierto la otra misiva. Viene firmada por mi rey.

Don García pareció ignorar el comentario, pero dejó la carta de Armengol sobre la mesa y abrió el otro rollo, que repasó a toda velocidad.

—Dice lo propio, con esa palabrería pomposa que tanto os gusta a los sarracenos. Lo demás no son más que tus credenciales como embajador. El rey Lope confía en ti, por lo que se ve. Y también en Armengol de Urgel. Mala cosa. Mala cosa. Tal vez cree que las voluntades de un reyezuelo musulmán y de un amigo de los leoneses nos pueden impresionar, ¿eh? Es ingenuo tu rey Lope.

Entonces Zayda, que ya había dejado de inspeccionar con su mirada la oscura estancia, se dirigió al noble castellano.

—Mi padre no se llama Lope. —La voz era cristalina y modulada, aunque con un fuerte acento árabe.

—No es propio de una cría interrumpir a las personas mayores, más si son de noble condición —intervino doña Sancha sin ocultar ni un ápice su desprecio.

—Discúlpala, mi señora —contestó enseguida Abú Amir, pues vio que Adelagia enrojecía de ira y no quería dar a la italiana oportunidad de enrarecer más aquella conversación—. La princesa Zayda está aprendiendo la lengua romance y todavía es pequeña, pero ten en cuenta que ella es también de noble condición.

—Tener el pelo rubio y los ojos azules no la convierte en noble, embajador —escupió doña Sancha, y volvió a cuchichear con su hija. Abú Amir amagó una sonrisa forzada, pero no pudo concluirla. Se vio en la necesidad de apaciguar el momento.

—Sea como fuere, es cierto que el nombre de mi señor no es Lope. Curioso que lo llames así. Por otra parte…

—Así dicen que se llama. Lope —atajó don García—. Porque quiere parecer cristiano. Es lo que tenemos entendido.

Adelagia resopló y atusó el pelo de Zayda como si quisiera distraerse de lo que decía aquel castellano.

—Mi señor Mardánish desciende de cristianos, sí…

—Apóstata —murmuró doña Sancha, aunque de inmediato retomó su conversación en voz baja con la hija. Abú Amir carraspeó.

—Mi señor desciende de cristianos, pero él no lo es. No se llama Lope, sino Muhammad…

—Nombre de infiel —volvió al ataque la esposa del señor de Aza.

—… aunque desde hace unos años también se le conoce como rey Lobo, que es como le llama en esa carta el conde de Urgel. Es a causa de una hazaña de caza. Persiguió y mató a cuchilladas a un enorme lobo negro que asolaba sus territorios de la Marca Superior. Estuvo a punto de morir durante aquel combate con el animal. Pero la noticia ha debido de llegar incompleta hasta tierras de Castilla. Tal vez eso te haya inducido a error, mi señor don García.

—Por aquí todos llaman Lope a tu rey, embajador —se defendió el noble castellano, a quien molestó que aquel sarraceno insinuara que él, don García Garcés, señor de Aza, antiguo alférez del emperador y tutor del rey Alfonso, erraba—. Aunque tampoco tiene mucha importancia. Según creo, por allí cambiáis de rey bastante a menudo.

Adelagia se tapó la boca con la mano y Abú Amir apretó los dientes, tensando los músculos bajo la piel de su cara. El castellano soltó otra de sus cortas carcajadas. Al fondo, con expresión de burla, doña Sancha parecía aguardar la reacción al insulto. Tal vez deseaba una excusa para expulsar a aquellos extranjeros de su torre. Y Abú Amir estuvo a punto de darle esa excusa. Inspiró con fuerza para no decirle a don García que se equivocaba, que era de ropa de lo que los andalusíes se cambiaban a menudo. Y que él debería hacer lo mismo por el bien de todos. Y que por bien del propio castellano, no le vendría mal tampoco cambiar de esposa.

Pero no dijo nada de eso.

—Mardánish ya era rey en vida del emperador, y lo siguió siendo durante el gobierno de su hijo don Sancho, y lo es ahora, en estos momentos, mientras reina ese pequeño al que Dios guarde —dijo señalando a Alfonso, que volvió a estornudar y sorbió los mocos ruidosamente—. Acuerdos de alianza le unieron a los monarcas anteriores, y aún tiene fe en que Castilla seguirá compartiendo su amistad con el Sharq al-Ándalus. Él piensa que ahora, en estos tiempos difíciles para todos, contar con su apoyo será una ventaja para el rey Alfonso.

García Garcés de Aza alzó las cejas, como si no pudiera creer que un sarraceno le estuviera proponiendo un acuerdo que beneficiara a Castilla. Para él, aquel moro había venido a pedir, como siempre, y no a dar. Y para conseguir lo que quería, se hacía acompañar de una doncella pelirroja y una princesa rubia. Sin más.

—Escúchame, embajador: que tu rey Lope haya conseguido tomar Jaén no lo pone por encima de la memoria de nuestro emperador Alfonso, a quien deseamos que el Criador tenga en su gloria. No pretendas hacernos creer que vuestro reino durará algo más de lo que decida el príncipe Ramón Berenguer, quien por cierto tiene el legítimo derecho a gobernar sobre eso a lo que tú llamas Sharq al-Ándalus. Yo, por mi parte, estoy viendo mi hacienda menguada por la obligación de mantener conmigo al rey. No es que no me honre, pero te confieso, aunque tú tal vez no lo entiendas, que es mi deseo deshacerme de esta carga. Además, hay decisiones que yo no puedo tomar a pesar de mi gran influencia, pues el gobierno de Castilla está en manos de mi hermanastro don Manrique. Aparte de que es algo que concierne a todos los barones del reino, incluidos sus prelados, quienes no creo que fueran a ver con buenos ojos que nuestro rey se desposara con una infiel, por muy rubia que sea. ¿Lo has entendido? Por lo demás, bastantes problemas tenemos con esos puercos de los Castro y con el entrometido de Fernando de León, el tío de nuestro rey, como para ponernos a pensar en enlaces. Enlaces… ¿con quién? Pues no habrá princesas cristianas, hijas de grandes reyes, o nobles doncellas castellanas, o aragonesas…, incluso leonesas, que puedan enlazar con la casa de Castilla. ¿Y tú vienes aquí a proponer que el rey se case con una infiel?

—Si hasta la han llamado Zayda —volvió a intervenir agriamente doña Sancha—, como a la concubina aquella que dicen que se acostaba con el bravo Alfonso, el tatarabuelo de nuestro pequeño rey. —La mujer acompañó la última parte de la frase con una caricia en el cabello del pequeño Alfonso, pero este se inclinó a un lado y rehuyó la mano.

Zayda, que había oído decir su nombre, se puso en pie. No entendía de qué se hablaba allí, pero la niña había heredado parte de la perspicacia de su madre, de modo que se daba cuenta de la actitud irrespetuosa de aquella gente. Se sentía en la necesidad de decir algo. Se irguió con toda la dignidad que fue capaz de reunir y alzó la barbilla para mostrar su cara de niña de nueve años consentida pero con un punto de rebeldía. Habló en romance lentamente, esforzándose por pronunciar con cuidado.

—Yo reinaré, como mi madre. Pero no quiero vivir aquí. Viviré en un palacio. Y tú —señaló a doña Sancha— no podrás entrar. No me gustas.

Adelagia se abstuvo de detener el corto pero intenso parlamento de la pequeña. En lugar de ello amagó una sonrisa y se tapó la boca con ambas manos. En cuanto a Abú Amir, miró al techo ennegrecido de la estancia. Allí se acababa su embajada, seguro.

—Morita deslenguada —arrastró las sílabas la mujer de don García, que apretaba los dientes y hundía una mirada helada en la niña—. Fuera de mi casa. ¿Tú, casada con el rey de Castilla? Eso no lo verán mis ojos.

—Disculpa a la niña, mi señora —hizo un último intento Abú Amir. Luego miró al noble castellano. El hombre se había quedado mudo con las palabras de Zayda. Balbuceó algo, pero no se le pudo entender. Quizá solo quería limitarse a mostrar su desprecio. O tal vez, simplemente, cedía todo el protagonismo a su mujer.

—He dicho que os vayáis de aquí —repitió doña Sancha sin gritar, pero acumulando saliva en la comisura de sus labios. Los niños asistían en silencio a la escena. Alfonso estornudó y se pasó la mano por la nariz.

—Será mejor… —acertó a decir García de Aza—. Será mejor que ahora… En fin, ya hemos leído las misivas y expondré el asunto ante los barones… Me temo que no puedo daros alojamiento. Bueno, ya tendréis noticias de Castilla. Saludad al rey Lope de mi parte.

Abú Amir hizo una hipócrita inclinación mientras suspiraba de alivio. La embajada había sido un fracaso total, pero no le atraía la idea de pasar todo el día y toda la noche allí, en compañía de aquel noble descortés y su esposa amargada. Salió con Zayda y Adelagia, casi atropellándose por las escaleras de madera. Al poner los pies de nuevo en la nieve del exterior, el frío estremeció sus cuerpos. Los dientes de la pequeña Zayda castañetearon ruidosamente, y Abú Amir le pasó un brazo por los hombros.

—Volvemos a casa, princesita.