Jaén
La suerte demostró en aquella época que era, como siempre, veleidosa, y que no se dejaba llevar por el Dios más poderoso o el más fanáticamente adorado.
Las grandes casas castellanas se mantenían a la espera, casi enfrentadas por atraer bajo su tutela al joven rey Alfonso de Castilla. Aguardando el cariz que tomaran aquellos acontecimientos, Fernando de León se frotaba las manos. Esto no era beneficioso para el Sharq al-Ándalus. Su posición precaria como reino musulmán en una península cristiana, enraizado en las tierras que el príncipe de Aragón pretendía conquistar tarde o temprano y enfrentado además al invasor almohade, hacía que Mardánish necesitara como el agua al poderoso aliado que en otro tiempo había sido Castilla.
Sin embargo, la situación ofrecía otras ventajas. Tal como había anunciado Abú Amir, tanto Castilla como León alejaban de sus objetivos la conquista de tierras al sur de sus respectivos reinos. Esto permitía que grandes señores como Armengol de Urgel o Álvar Rodríguez se vieran definitivamente libres para acudir junto al rey Lobo. Por otro lado, la pérdida de poder de Castilla llevó a que Navarra se irguiera y se sacudiera el yugo de vasallaje que la había sometido primero al emperador Alfonso y después a su hijo Sancho. Territorios y tenencias enteros se despegaron de Castilla cuando sus señores rindieron pleitesía a Navarra, y la frontera dejó de ser foco de conflicto, ocupados como estaban los castellanos en sus pleitos internos. De esa manera, Pedro de Azagra pudo ver también acrecentadas sus tropas con nuevos voluntarios que se ofrecían a luchar contra los almohades a cambio de la generosa paga que ofrecía aquel rey próspero y feliz del Sharq al-Ándalus. Con la Marca Superior guarnecida contra las apetencias aragonesas, Mardánish se vio al frente del mayor ejército que jamás llegó a soñar.
Y si todo esto no era suficiente para espolear el ánimo del rey Lobo, ocurrió algo inesperado: los sicilianos, en un súbito golpe, invadieron tierras del norte de Ifriqiyya bajo poder almohade, lo que obligó a reaccionar a Abd al-Mumín a toda prisa. El califa preparó una gran campaña con destino a Mahdiyya y Sfax. Un movimiento decidido, firme y rotundo. Tanto que, obligatoriamente, los penetrantes ojos de Abd al-Mumín dejaron de mirar a la díscola tierra de al-Ándalus. Ahora, la pesada y torpe maquinaria almohade no podría reaccionar a tiempo si algo ocurría en la Península. Era el momento.
El primer paso de Mardánish fue marchar hacia el suroeste desde Murcia tras reunir a su nuevo y flamante ejército. El rey Lobo recogió las tropas de su suegro, Hamusk, y a este mismo, que se hacía acompañar de su inseparable al-Asad, el León de Guadix. El cerco de Jaén se plantó a poco de entrado el invierno, y parte de las tropas fueron enviadas a las inmediaciones para tantear la presencia de enemigos y llevar a cabo un saqueo salvaje que pudiera mantener al ejército durante aquellos fríos días. Las tiendas de Mardánish y su suegro, ricamente engalanadas, se levantaron una junto a otra, y pronto millares de hogueras lanzaron hacia el cielo jienense columnas de humo rectas y negras; parecían rejas que encerraran en una mazmorra a la ciudad. Desde las murallas reforzadas por los almohades, la guarnición observaba día tras día con desesperación cómo las filas andalusíes y cristianas se extendían hasta perderse de vista. Aquel inmenso contingente sería capaz de tomar Jaén aunque solo fuera porque en la ciudad no había armas ni flechas suficientes para acabar con todos los sitiadores. Unos días después de establecido el campamento y erigida la albarrada, el conde de Urgel y su hermano Galcerán llegaron desde Murcia. Venían casi sin descanso de sus tierras del norte, donde Armengol acababa de despedirse de su joven y preñada esposa Dulce de Foix. Según dijo, solo se había detenido en Murcia para descansar un par de noches, y luego había continuado con su preciada hueste norteña para unirse al rey Lobo. Así, el ejército sitiador creció y el cerco se apretó.
Por eso, un día, al cabo de pocas semanas de sitio, la Puerta de Granada, aquella desde la que Mardánish había visto salir a los primeros almohades de su vida, se abrió y bajo su arco aparecieron varios hombres que caminaron hacia los lujosos pabellones del rey Lobo y su suegro. Fue el conde de Urgel quien dio aviso. Una ancha sonrisa iluminaba su cara perfectamente acicalada.
—Una comitiva de parlamento viene desde la ciudad.
Mardánish, que como todos sus hombres vestía su atuendo de combate, asintió ante el aviso de Armengol. Se cubrió con la capa forrada por la oscura piel del lobo que le había hecho famoso, acompañó al conde de Urgel y rebasó las líneas de albergada andalusíes y cristianas. Pocos instantes después se unió a ellos un jadeante Hamusk, también preparado para la lucha. Los tres magnates avanzaron y se reunieron con la delegación almohade en un punto medio de la tierra de nadie. El rey Lobo sonrió al ver que los enemigos habían salido desarmados. Era una estupenda señal. Como muestra de buena voluntad, Mardánish entregó el yelmo a su suegro y se adelantó sin dejar de mirar a los ojos al almohade que parecía tener mayor edad. Era un tipo de piel oscura, por supuesto, vestido con un burnús de lana del que colgaba una grandísima capucha por la espalda. Su pelo estaba enteramente cubierto por un turbante. Mantuvo la barbilla erguida mientras se dirigía a Mardánish por primera vez, aunque no pudo evitar que su voz sonara temblorosa; y no por miedo al andalusí, sino por terror hacia sus propios amos. Aun así, el parlamentario almohade no pudo evitar que sus ojos se fijaran en la piel de lobo que cubría los hombros del rey del Sharq. El conde de Urgel y el señor de Segura se mantenían medio paso por detrás de aquel.
—Te saludo, Abú Abd Allah Muhammad ibn Saad ibn Mardánish. Soy el gobernador de Jaén, Ibn Alí. Soy conocido como al-Kumí y estoy al servicio de mi señor Abd al-Mumín, príncipe de los creyentes, califa y sucesor del Mahdi…
—¡Basta de palabrería, africano! —cortó de pronto Hamusk ante la sorpresa de todos. El gesto de satisfacción contenida de Mardánish mudó en enojo por la salida de tono de su suegro. Volvió a medias la cabeza y le largó una mirada de reproche, pero el señor de Segura estaba lanzado—. ¿Es que vas a recitar la genealogía de todo el islam? No hemos venido a escucharte, sino a tomar posesión de Jaén. Una ciudad que nos pertenece, pero que tu señor, el califa de las cabras bereberes, ha usurpado en nombre de no sé qué chiflado visionario borracho de licor de dátiles. Entrega Jaén ya y sométete al poder que rige al-Ándalus.
Al-Kumí apretó los labios hasta convertirlos en una línea rojiza en medio de su cara oscura. Sus ojos también se entornaron como saeteras de las que fueran a volar sendas flechas hacia Hamusk. Este lanzó una de sus estentóreas carcajadas y hasta el conde de Urgel se permitió sonreír, divertido por el poco tacto del noble andalusí. Un insulto como ese podía dar al traste con cualquier negociación, pero Armengol de Urgel estaba sobradamente seguro de sus propias fuerzas. Y el gobernador almohade, desde luego, también.
—Te pido perdón, noble al-Kumí, por las palabras del señor de Segura —intervino Mardánish, que aún masticaba el enfado con su suegro—. Escucho lo que tengas que decir, pero debes saber que solo aceptaré la rendición inmediata de Jaén. Permíteme ofrecerte la libertad si sometes la ciudad. Podrás marchar con tus soldados, una vez que sean desarmados, al lugar que prefieras. También te prometo respetar la vida de los villanos. Son las condiciones que ofrezco siempre a mis enemigos.
—Ejecútale ahora, delante de nuestros hombres. Delante de las murallas de Jaén —volvió a inmiscuirse Hamusk—. Que esos cabreros sepan cómo las gastamos. Sangre. Muerte. Así a partir de ahora, yerno mío, y a tu paso no hallarás oposición, pues habrás sembrado el terror en los corazones de los enemigos. Pasearás a nuestro ejército hasta el Estrecho y tendrás que contenerte para no cruzarlo e invadir África.
El gobernador almohade tragó saliva al oír las palabras del señor de Segura, pero su mirada orgullosa se mantuvo clavada en el rey Lobo.
—¡No es así como actúo! —se revolvió Mardánish para callar a su suegro—. Con esa política no hallaremos ciudades vacías de guarnición, sino guerreros dispuestos a morir con mayor ahínco. Estos —señaló a al-Kumí— dicen de nosotros que somos demonios crueles y ávidos de sangre, y en esa convicción consiguen reclutar voluntarios para hacernos frente. ¡Recuerda este mismo lugar, hace ocho años! ¡Recuerda a aquellos cinco locos jinetes almohades que se lanzaron al suicidio! ¿Crees que gente así se aterrorizará y dejará un yermo de aquí a África? ¡No! ¡Yo te digo que cuanta más sangre derramemos y con cuanta más crueldad nos conduzcamos, más firme será la reacción de los fanáticos!
—Mis señores, por favor —volvió a hablar el gobernador almohade de Jaén—, no os dejéis llevar por falsos juicios. Rendirnos al enemigo infiel solo puede tener una consecuencia ante el califa: la decapitación o la crucifixión. Si vosotros también nos ofrecéis la muerte, ¿cómo esperáis obtener obediencia alguna? Por mi parte, rindo a tus pies, rey Mardánish, la ciudad de Jaén. Y no regresaré a lugar alguno bajo el poder del califa, pues pretendo vivir muchos años. Me acojo a tu asilo y con la mía te ofrezco la sumisión de toda la guarnición y los villanos de Jaén.
Tras decir esto, al-Kumí clavó una rodilla en tierra e inclinó la cabeza hacia el rey Lobo; al momento fue imitado por quienes lo acompañaban. Mardánish puso los brazos en jarras y su enfado desapareció como por ensalmo. Luego miró atrás, a sus filas acampadas en el cerco. Lo que no había conseguido el emperador en dos oportunidades a lo largo de su vida, lo acababa de lograr él sin una sola baja.
Murcia
Abú Amir se encontró con Adelagia en la puerta del salón de consejos. El médico sonrió a la italiana e hizo un gesto de admiración al ver el brial de ciclatón que llevaba puesto bajo el manto rojo trabado con una fíbula dorada. Aunque le pareció que aquellas lujosas vestiduras restaban atractivo a la muchacha, no podía negarse que le otorgaban un aire señorial. Desde luego, nadie habría dicho que se hallaba ante una de las doncellas de la favorita.
—¿Qué haces aquí, pequeña?
Adelagia bajó los párpados con divertida resignación. A pesar de que Abú Amir contaba casi cuarenta años y ella misma rondaba los treinta, seguía hablándole como si ambos fueran adolescentes en busca de un rincón oscuro.
—Mi señora Zobeyda me ha mandado llamar, como a ti. —La italiana señaló la puerta—. ¿Entramos?
Abú Amir asintió y cedió el paso a la cristiana. En el sitial del rey Lobo se hallaba la favorita, como si la ausencia de Mardánish la hubiera llevado a apropiarse del gobierno. Y en realidad así era aunque los visires del rey figuraran como los responsables oficiales y eran quienes deberían rendir cuentas a su señor cuando volviera de la campaña en tierras almohades. Abú Amir y Adelagia rindieron una afectada reverencia a Zobeyda, y esta los invitó con un gesto a sentarse a la mesa. El médico ocupó la silla a la izquierda y la doncella se situó al otro lado. Con un par de palmadas, la favorita hizo entrar a dos sirvientes que llevaban bandejas con copas, nabid y buñuelos de berenjena con canela, cardamomo y jengibre. Cuando hubieron servido las viandas, Zobeyda alzó su copa hacia el techo abovedado.
—Que tengáis fortuna en vuestro viaje, amigos míos.
Abú Amir y Adelagia, que habían levantado sus copas para responder al brindis, se miraron sin abandonar el gesto divertido.
—Ya suponía que nos ibas a encargar algo, niña, pero espero que no sea viajar en pleno invierno. Mi cuerpo empieza a volverse frágil y el frío podría perjudicarme —dijo el médico.
—Lástima. —Zobeyda se relamió tras un primer y corto trago del licor de dátiles—. Porque sí, os vais de viaje. Y por desgracia para tu frágil cuerpo, amigo mío, vas a pasar mucho, mucho frío. —La favorita enfatizó esto último y rio para sus adentros. Abú Amir seguía gozando de una estupenda salud a pesar de sus quejas, pues sabía combinar la buena vida con la moderación de forma envidiable. Si acaso solo podía reprocharse que su incipiente barriga hubiera crecido algo más en los últimos años, pero por lo que Zobeyda sabía, eso no suponía una merma de sus conquistas amorosas.
Abú Amir dejó la copa en la mesa sin probar el nabid. A Adelagia, por el contrario, se le iluminaron los ojos al oír la noticia, y bebió. Ella había llegado a Murcia siendo tan niña que casi ni se acordaba de su Pisa natal, y durante su servicio como doncella de la favorita apenas había viajado más allá de Valencia, así que le excitaba la idea de poder conocer otras tierras. Tierras frías, según acababa de insinuar su señora. ¿Aragón, tal vez? ¿Más lejos, quizá?
—Castilla —sentenció al fin Zobeyda, que parecía adivinar las preguntas que se hacía su doncella.
—Castilla —repitió Abú Amir en voz baja, y movió la cabeza a los lados—. En fin, sea así. Hasta los ignorantes nazarenos saben que todo gozo debe humillarse, y cualquier otro amor someterse a mi dama por su gentileza. Al menos viajaré con la hermosa Adelagia. Espero que ella sepa calentar estos miembros ateridos cuando recorramos los yermos congelados.
Adelagia hizo un gesto de aquiescencia y dio otro trago al nabid. Luego tomó uno de los buñuelos y le dio un pequeño mordisco. Todo un viaje a tierras lejanas y desconocidas, y en compañía del dulce y experto Abú Amir. ¿Qué más se podía desear? Sin embargo, adivinó, no todo sería placer en esa misión.
—Entiendo, mi señora, que fíes en Abú Amir para tus negocios en lugares apartados. Y a fe mía que me haces feliz al encomendarme que le acompañe, pero ¿por qué yo?
—Por varias razones. La primera de ellas es que confío en ti, querida mía. —Zobeyda sonrió, alargó la mano y cogió la que Adelagia tendía a su vez hacia la favorita—. La segunda es que Abú Amir se sentirá mucho más dispuesto a cumplir esta misión si tú le asistes con tu singular inteligencia. —El médico soltó una corta y prudente carcajada al oír aquello—. La tercera es que eres cristiana, lo cual vendrá muy bien a todos para moveros por Castilla. La cuarta es que mi hija mayor, Zayda, te adora.
—¿Zayda? —intervino Abú Amir cuando se disponía por fin a beber. De nuevo dejó la copa sin probar en la mesa—. ¿Qué tiene que ver la chiquilla en esto?
Zobeyda soltó la mano de Adelagia y se levantó. Caminó a lentos pasos y se puso a la espalda de su doncella. Desde allí, Abú Amir tenía enfrente a las dos bellas mujeres, una sentada y la otra en pie.
—Viajaréis a tierras cercanas a Burgos, a los dominios del señor García Garcés de Aza. Tú, Abú Amir, actuarás como embajador del Sharq al-Ándalus con permiso escrito de tu rey, Mardánish. Contigo llevarás además una carta escrita del puño y letra de Armengol, conde de Urgel.
Abú Amir agrió el gesto. Y agriado lo había tenido muy pocos días atrás, mientras Armengol de Urgel se alojaba en el alcázar de camino a Jaén, en ausencia del rey. Suponía qué habría estado haciendo el conde durante esas noches, antes de partir a unirse al ejército del Sharq.
—Una carta de Armengol de Urgel… Seguro que la escribió durante su descanso aquí. Porque paró simplemente a descansar. Sin duda, su joven esposa, Dulce de Foix, ha agotado sus energías…
—Basta, Abú Amir. El conde redactó esta carta a petición mía. Y mi esposo escribió su licencia para ti antes de marchar de campaña. Ambos documentos, que guardo aquí debidamente sellados, serán abiertos solo en presencia del señor de Aza y entregados a él. Adelagia actuará como aya de Zayda y la asistirá sin separarse de ella en ningún momento. Oh, bien, dado que con vosotros irán varios sirvientes, como es lógico, aceptaré que mi doncella se ausente de su tarea para dar algún paseo contigo, amigo Abú Amir, o para que despachéis a solas los asuntos que convengan a vuestra misión. —Adelagia soltó una risita maliciosa y siguió comiendo buñuelos de berenjena—. Vuestra escolta estará formada por hombres del conde de Urgel. Cristianos que han llegado de sus tierras para unirse a él, pero a los que he pagado con largueza para cumplir otra misión. Eso os ahorrará preocupaciones cuando viajéis por el reino de Castilla.
—¿Somos correos? Algo más habrá, sobre todo si hemos de llevar con nosotros a la pequeña Zayda —intervino de nuevo Abú Amir.
—García Garcés de Aza es en estos momentos guardador del rey de Castilla. Tiene a cargo su crianza y su educación. El niño Alfonso estará con él en su fortaleza. No sois correos. Los correos han salido ya hacia Castilla para anunciar vuestra llegada.
Abú Amir comprendió por fin. Esta vez sí se llevó la copa a los labios y acabó con todo el contenido.
—Hay algo más que quiero que sepas, Abú Amir —añadió Zobeyda—. El conde de Urgel, al pasar rumbo al suroeste, me hizo saber cuáles fueron las últimas palabras del emperador Alfonso.
—¿Las últimas palabras del emperador? ¿Qué tiene que ver eso…?
—Unidos, Abú Amir. Unidos. Solo unidos lo conseguiremos. Solo unidos derrotaremos a los almohades.
—Claro. —El consejero posó la copa sobre la mesa—. Se trata de eso, ¿eh, niña? Castilla y el Sharq, unidos…
—Está dicho que Zayda reinará…
—No exactamente —quiso interrumpir Abú Amir, aunque Zobeyda siguió con lo suyo.
—… y, aunque este es un momento delicado, aún se le pueden sacar beneficios. Castilla está debilitada por la muerte del emperador y del rey Sancho en un año. Con el pequeño Alfonso disputado por los nobles castellanos, y con Fernando de León acechando, una alianza con un reino tan poderoso como el nuestro debería ser bien recibida en Castilla. Y serviría a la última voluntad del viejo Alfonso. Lo que un hombre dice cuando mira a la muerte a los ojos por fuerza ha de estar revestido de certeza.
Abú Amir resopló y señaló las cartas que debían trasladar a Castilla.
—Tengo claro lo de Armengol, pero no sé qué artes habrás usado para convencer a tu esposo. Porque ese salvoconducto es auténtico. ¿Verdad, niña?
—Lo es. Mardánish no pudo negarse a dar su permiso. Está agradecido por el resultado de mi consejo de atacar a Yusuf en Sevilla. En cuanto a Armengol de Urgel, escribió su carta gustoso. Te lo aseguro.
Abú Amir sintió subir la bilis del odio hacia Armengol. Carraspeó, y Adelagia se hizo la distraída. Claro que no. El conde de Urgel no se negaría a ningún capricho de Zobeyda. El médico tomó los dos rollos sellados que le entregaba la favorita.
—Tal vez esto no sirva de nada, niña, a pesar de lo que dijera un emperador moribundo —advirtió—. Castilla está dividida. Es más, no me extrañaría que sus nobles se disputaran el poder en guerra abierta. Lo que unos acepten será impugnado por los otros de inmediato, así que si consiguiéramos un compromiso, aún nos quedaría mucho trabajo para verlo cumplido.
—Pues bien, dado que es mucho el trabajo que queda por hacer, mejor empezar cuanto antes. —Zobeyda hizo un gesto con la mano para señalar la salida del salón de consejos. Adelagia se levantó de inmediato. Abú Amir suspiró, sabedor de que ninguno de sus argumentos convencería a la favorita, pues la decisión había sido tomada incluso antes de ser ella misma consciente, en la cueva de la bruja Maricasca. Aun así, el médico no pudo resistirse a decir la última palabra:
—Sabes que te serviré con lealtad, al igual que a tu esposo. Viajaré a Castilla y veremos a ese tal señor de Aza, y porfiaré por lograr un compromiso entre el pequeño rey y Zayda. Pero que conste que no creo que nada de esto vaya a llegar a buen puerto.