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Capítulo 24

La colina Sabica

OTOÑO de 1158. Granada

Utmán se levantó del suelo, dio dos pasos atrás y esperó a que todos los demás le imitaran al término de la oración. Se frotó la pierna, entumecida tras permanecer arrodillado durante el rezo del alba. Aquella maldita cicatriz, irreverente y descarada, se empeñaba desde la toma de Almería en recordarle las cuentas pendientes con el rey Lobo. Dejó que sus sirvientes personales recogieran la almozala sobre la que había rezado. Chascó la lengua y se frotó las manos. Había recibido el día a la intemperie, junto a los hombres de su guarnición. El brillo del sol teñía las nubes a levante y una brisa soplaba débil sobre la colina Sabica, junto a la fortaleza roja. El frío del alba se extendía en la hora gris y funesta. Un buen momento para que la sangre corriera. También para que aquellos medrosos andalusíes pagaran por haber decepcionado a Dios y al nuevo orden. Con cuánta premura habían venido a dar la razón a uno de aquellos poemas que tanto gustaban de declamar:

Cuando honras al generoso, lo conquistas.

Si honras al despreciable, se rebela.

Trocar generosidad por espada

es tan perjudicial como trocar espada por generosidad.

El sayyid hizo un gesto breve y uno de sus soldados masmudas dio un grito. De inmediato, se oyó el sonido del metal que se arrastraba contra las piedras, y brotaron de la pequeña fortaleza dos hombres que trasladaban por los brazos a un tercero. El desgraciado parecía muerto o dormido. Iba desnudo salvo por unos zaragüelles rasgados y sucios, y por los grilletes y cadenas que le atenazaban muñecas, tobillos y cuello. Sus pies inertes se deslizaban a trompicones por el suelo, hacían saltar pedazos de uña y dejaban como rastro dos regueros de sangre. Cuando los guardianes llegaron ante el sayyid, soltaron al prisionero, que se derrumbó como un fardo sin emitir ni un quejido. El hombre quedó en tierra y se agitó muy despacio, como si le costara un horror mover cada pulgada de articulación. Utmán anduvo a su alrededor sin disimular la débil cojera que le estorbaba desde Almería. Miró con desprecio al cautivo. Sus soldados agrandaron el círculo en torno a ambos, el hijo del califa y el prisionero.

—¿Me oyes, judío?

El hombre no contestó. Utmán hizo un gesto de reconocimiento hacia los dos soldados que habían arrastrado a aquel desgraciado a su presencia: lo habían hecho bien. El prisionero tenía ambas piernas rotas, al igual que los dedos de las manos. También se veían varias tumefacciones en los costados y en el pecho, amén de pequeñas heridas abiertas por todo el cuerpo. Algunas de ellas no sangraban y presentaban sus bordes hinchados, mientras que otras parecían recién hechas. Entre ambos tipos de llaga, todo un elenco de cortes, pinchazos, pellizcos y quemaduras llenaban la piel del judío, muestra de que eran varios los días que había durado su tortura. Utmán dejó de mirar al cautivo y se abrió paso a través de los soldados masmudas. Se hallaban ante la puerta de la fortaleza, en presencia de una pequeña multitud. La Roja, al-Hamra, era una construcción más reciente que la alcazaba y se situaba en la colina Sabica, justo enfrente de aquella. Ambas fortalezas estaban separadas en sus respectivas elevaciones por el río Darro, que discurría silencioso allá abajo, encajonado entre terrazas y paredes de roca antes de atravesar Granada como un flechazo traspasaría una manzana madura. El sayyid había hecho llamar a ciertos granadinos, con orden de subir a la Sabica y esperar el alba junto a la fortaleza roja, pues tenía especial interés en que contemplaran aquella mascarada. Se dirigió a ellos con la barbilla levantada, sin importarle que allí no hubiera nadie más joven que él.

—Tenéis el honor de comparecer ante mí porque quiero mostraros algo.

El muchacho hizo un nuevo gesto y los masmudas se pusieron en movimiento a su espalda mientras él seguía encarado con el gentío. Entre los allí congregados, Sahr ibn Dahri apretaba los dientes y los puños hasta morderse los labios y clavarse las uñas en las palmas de las manos. Ni él ni el resto de los judíos convertidos al islam habían comprendido en su momento la razón de ser citados en aquel lugar a esa hora. Ahora lo sabían. Lo habían entendido al reconocer al infeliz al que los almohades acababan de sacar de las mazmorras de al-Hamra con el cuerpo maltratado por el tormento. Se trataba de un judío islamizado como ellos, un tal Rubén que se dedicaba al préstamo, al igual que hacían otros muchos de los hebreos de Granada. Rubén era de aquellos a los que el propio Ibn Dahri había convencido para que no abandonaran la ciudad. Tal como le indicara el noble Abú Yafar, Ibn Dahri aconsejó a Rubén que fingiera su conversión a la fe de Mahoma. Y Rubén había aceptado, claro. Eran muchos los empréstitos que quedaban atrás si emigraba de Granada. Demasiado dinero perdido, incalculables los intereses desaprovechados. Además, solo allí, en Granada, gozaba de fama. Eso por no hablar del patrimonio de la familia, que de abandonar la ciudad pasaría a engrosar las arcas almohades. Y tampoco se le pedía tanto, al fin y al cabo. Eso le había dicho Ibn Dahri. Una pantomima de conversión, una pizca de apariencia y prudente cautela. No mucho más. Pero algo había fallado. Aquello había resultado ser algo bastante más peligroso que una farsa.

Las rabiosas reflexiones de Sahr ibn Dahri se quebraron cuando oyó un ruido seco y alargado. Los falsos mahometanos de Granada irguieron la cabeza y vieron que los hombres del sayyid arrastraban un par de maderos oscuros, uno más largo que otro. Ibn Dahri cerró los ojos.

—Cuando llegué a Granada hice saber a todos cuáles son las condiciones que Dios, alabado sea, ha impuesto para la tierra de sus creyentes —volvió a sonar la voz inconfundible y arrogante de Utmán—. Mi padre, el califa, no admite fisuras en sus dominios. Libre del error, expulsa de su seno a todo aquel que se ensucia con la ignominia del pecado. Pero misericordioso como es, pues así le corresponde al ser sucesor del Mahdi, ofrece a los infieles la posibilidad de profesar la verdadera fe.

»Así lo hicisteis todos los que estáis hoy aquí. A la mañana siguiente a mi llegada, yo mismo fui testigo de vuestra conversión al credo verdadero. Todos sabíais cuáles eran mis condiciones: islam, destierro o muerte.

»Desechasteis el destierro, pues aquí estáis. Quedaban dos alternativas.

Utmán calló y echó las manos atrás para ocultar el débil temblor que acababa de asaltarle. Paseó con lentitud estudiada por delante de los hebreos convertidos. Alargó el momento mientras oía los martillazos con los que sus hombres unían ambos travesaños de madera. Los almohades se hablaban a su espalda con voces quedas para ajustar las vigas y formar una cruz perfecta. Los golpes de los martillos contra el hierro repicaron en la madrugada granadina y rebotaron contra los muros de al-Qasbá al-Hamra. Con cada impacto, los judíos respingaban y se estremecían. Uno de ellos, en las últimas filas de aquel auditorio, vomitó con una sonora arcada. La sonrisa del sayyid se estiró. Demasiado para parecer una burla sincera.

—Islam o muerte —siguió Utmán cuando los martillazos cesaron—. Vosotros escogisteis el islam, puesto que de lo contrario estaríais muertos. Pero me veo obligado a preguntároslo otra vez. ¿Qué me decís, islam o muerte?

Nadie habló. Los golpes de los martillos fueron sustituidos por otros ruidos más apagados. El roce de las cuerdas al rodear la cruz, el tintineo de las cadenas al arrastrarse, el chasquido de los grilletes al ser abiertos. El prisionero soltó un par de quejidos tan débiles que casi no se oyeron. El judío que había vomitado tuvo una segunda arcada, pero su estómago estaba ya vacío y solo sus convulsiones quebraron la letanía de la crucifixión.

—¡Os he hecho una pregunta! —habló de nuevo el sayyid—. Vaya, veo que nuestro amigo Rubén no se va a ir solo al infierno. Quizás alguno de vosotros, al igual que él, no está convencido y fingió su conversión. Quien lo hizo insultó no solo al califa y a mí mismo, sino también al propio Dios. Así pues, comprobémoslo, ya que harán falta más cruces. Bien, ¿islam o muerte?

—Islam —dijo uno de los atribulados falsos musulmanes de la primera fila. Al punto le imitaron los demás, primero poco a poco, luego con una respuesta unánime—. Islam, islam… ¡Islam!

Sahr ibn Dahri también lo dijo. Lo gritó bien alto. Una, dos, tres veces. Islam. Islam. Islam. Con cada palabra, sentía que empujaba al pobre Rubén hacia su condena. Se sintió sucio y cobarde. Por su familia, por sus amigos, por sus antepasados. Por Rubén. Se tapó la cara con las manos y lloró a raudales.

—Nuestro amigo Rubén fue sorprendido mientras, en compañía de su familia, se entregaba a un rito demoníaco —intervino una vez más Utmán—. Por ser esta la primera vez, y dado que este traidor infiel ha reconocido que obligó a su esposa e hijos a compartir esa aberración, me he limitado a usarle a él, a nadie más que a él, para daros un buen ejemplo. En el futuro, mi cólera caerá no solo sobre aquel de vosotros que me defraude, sino también sobre todo el que le acompañe en su perversión. Sea hombre, mujer o niño.

Ibn Dahri sintió que sus lágrimas aumentaban, aunque un momento antes le habría parecido imposible. Él mismo, al igual a buen seguro que los demás allí presentes, había celebrado en esos días el año nuevo judío. Seguramente alguien, quizás uno de esos entrometidos talaba bereberes, había sorprendido al pobre Rubén compartiendo algunas manzanas y challah con su familia. O tal vez su delito hubiera sido revelado por algún miserable ávido de prebendas. Esta vez le había tocado a aquel prestamista, pero también podría haber sido él. Por un momento imaginó su cuerpo sometido al suplicio, a punto de morir en la cruz, solo por comer unas tortas bañadas en miel. Un inocente rito. Y si era cierto lo que aquel muchacho cruel y altivo decía, no solo él podía ser sometido a tortura y ejecución. También su esposa. Y sus hijos. Las piernas de Ibn Dahri temblaron mientras un mar de lágrimas escapaba por entre sus dedos.

Un nuevo martillazo rompió el murmullo del llanto de Sahr ibn Dahri, y esta vez sí, Rubén exhaló un alarido prolongado y agudo. El grito se confundió con el segundo martillazo, pero se convirtió en un estertor con el tercero. Un cuarto martillazo y de nuevo el grito. Desgarro, dolor, miedo. El primer vómito entre los judíos se repitió y fueron varios los que se agarraron las tripas, encorvados, mientras Rubén se desgañitaba a chillidos a pocas varas. De pronto dejó de gritar y comenzó a llamar a voces a su madre, y luego a su esposa. Los martillazos se interrumpieron, pero pronto se reanudaron con un toque distinto, cambiante. Más rápido ahora que el sufrimiento parecía diluirse entre un golpe y el siguiente. La piel se rasgaba, los huesos crujían y la madera se agrietaba. Y el sayyid Utmán transformaba su sonrisa en una mueca. Mostraba sus dientes blancos y algo amontonados, y la angustia pugnaba por escapar de su garganta. ¿Lo notarían sus masmudas? ¿Se daban cuenta esos judíos? Debía controlarse. Cerró los ojos, pero no podía sustraerse al gemido prolongado y agónico que salía de la boca rota de Rubén. Uno de los hebreos avanzó un solo paso y se postró de rodillas ante el hijo del califa. Alargó las manos hacia él, pero Utmán retrocedió para evitarlas. Un guardia masmuda reaccionó y golpeó al judío con la contera de la lanza en un costado. El suplicante se dobló y cayó. La mueca del sayyid se transformó en una maldición apagada.

El eco del último martillazo se fue diluyendo al tiempo que los primeros rayos del sol iluminaban a Rubén, que poco a poco se alzaba, atado y clavado al travesaño horizontal de la cruz. Los almohades gritaron para coordinarse y lograr que el madero vertical encajara en el hoyo cavado allí mismo. Unos tiraban de una cuerda enganchada a la cúspide, otros sujetaban la viga y se manchaban con la sangre que chorreaba por entre las grietas de la madera. Al final la viga se ensambló con el agujero; cayó con un chasquido siniestro, y la cruz fija y enhiesta se fijó en el suelo, que empezaba a encharcarse de rojo. Rubén emitió un nuevo grito cuando sus brazos crujieron y el cuerpo quedó suspendido. Los judíos vieron a su paisano allí, con la faz crispada mientras boqueaba. Uno de los hebreos se desmayó y otro intentó sujetarle, pero ambos cayeron al suelo. La angustia de Utmán también crecía. Cada vez más. Temió que pronto dejaría de ser dueño de sí mismo. Se acercó a uno de los masmudas, tomó su lanza y se acercó al crucificado. Echó el hombro hacia atrás y despidió el arma con destreza. La punta abrió el esternón, atravesó el pecho y se clavó en el travesaño de madera. Rubén se convulsionó un par de veces y quedó inmóvil.

—¡Esto! —gritó el sayyid sin volverse hacia los hebreos—. ¡Esto es lo que espera a todo aquel que me defraude!

Ibn Dahri, entre los hipidos que le impedían casi respirar y un extraño zumbido que se le había instalado en la cabeza, creyó percibir que la voz de Utmán vacilaba en su última amenaza. Con los ojos nublados por el llanto vio que el sayyid se alejaba, rodeado de sus soldados masmudas, para descender de la Sabica, cruzar el puente del Cadí y regresar a la Alcazaba Vieja. Tan deprisa que casi no se le notaba la cojera. Atrás quedó la cruz, bañada por los primeros rayos del sol y por la sangre de Rubén.

Utmán sentía temblar sus piernas y el corazón le oprimía el pecho como si quisiera saltar de él. Miró sus manos mientras subía de dos en dos los escalones del palacio que ocupaba la poetisa Hafsa. Utmán era el único hombre de Granada que podía entrar en aquella munya guardada por las murallas de la alcazaba. O eso creía él.

Paró ante la cámara de Hafsa. Una esclava que dormitaba sobre la estera, guardando el aposento, se despertó con un respingo. Acababa de regresar al sueño tras la oración del alba, por lo que no tardó en despabilar y, a la vista del joven sayyid, se puso en pie. La muchacha perdió por un momento el equilibrio y golpeó la puerta; luego musitó una disculpa por su torpeza, hizo una inclinación y corrió a pasos cortitos y extrañamente ruidosos hasta desaparecer tras el primer recodo. Utmán inspiró con fuerza y apoyó la mano derecha en la entrada. Los dedos le temblaban y su respiración era entrecortada. Se reconvino mentalmente. Él era el hijo del califa, el bravo Utmán, acostumbrado a masacrar cristianos en la batalla. Lo que había hecho en lo alto de la Sabica era su deber; la ley del Único lo exigía: el destino del blasfemo era la cruz. Para darse más fuerza —más convicción— se pasó la mano izquierda por encima de sus ropajes a la altura del muslo. Aquella cicatriz de guerra obtenida en el sitio de Almería se había convertido en algo más que una molestia. Y si Dios había querido que el hierro enemigo le traspasara la carne y le dejara aquel indeleble recuerdo, por alguna alta razón sería. Sí. Debía sentirse orgulloso de la herida. Él no tenía miedo a la guerra, a la lucha, a la muerte. Y sin embargo, esa mañana había temblado y una fuerte sensación de soledad le invadía aún.

Empujó la puerta y dejó que sus ojos se acostumbraran a la penumbra. Los cortinajes largos que tapaban las celosías se mecían movidos por la brisa, convertían en sombra la media luz y serpenteaban hacia la cama como un coro de danzarinas. Los rayos del sol todavía no alcanzaban a cubrir las rejillas veladas, pero se adivinaba la silueta de Hafsa sobre el lecho, cubierta por una sábana. Utmán había gozado muchas veces de aquel cuerpo, aunque esa mañana no pretendía hacer el amor a la granadina. Se acercó a la cama y observó la forma perfilada bajo la cubierta. Las caderas generosas, las piernas dobladas hacia un lado, un seno desnudo y parcialmente descubierto por la sábana y un brazo colgando más allá del borde, con la mano abandonada pero invitando al sayyid a entrar en el lecho. Los ojos glaucos de Hafsa se abrieron y miraron a Utmán sin decir nada. Sonrió con aire somnoliento al reconocer al joven gobernador y levantó la sábana para dejar que un tenue aroma almizclado envolviera como un abrazo al visitante. Utmán, sin quitarse ni una prenda, se acogió con presteza al regazo de Hafsa, se dejó atrapar por ella y suspiró. Incluso a través de la ropa, notó el calor de la granadina. Al rodearlo con sus brazos, la poetisa percibió el temblor en los hombros del muchacho, como si Utmán acabara de despertarse de una pesadilla. En aquel momento se sentía más como una madre que como una amante.

—Acabo de atravesar a un hombre que agonizaba en la cruz —confesó él en un susurro—. Yo mismo había dado orden de torturarle antes de la ejecución.

Hafsa siguió callada. Los latidos rápidos y resonantes del corazón del sayyid traspasaban sus ropas y se filtraban hasta la piel de la poetisa. Utmán metió la cara entre el cabello revuelto de ella y empezó a llorar quedamente.

—¿Has ordenado atormentar y matar a un hombre? ¿A quién?

—A uno de esos judíos convertidos. Su cuerpo se pudre ya junto a al-Hamra. Sus gritos han cubierto toda la Sabica, toda Granada…

—¿Por qué lo has hecho? —La mujer se esforzaba en que su voz no estuviera teñida de reproche.

—Debía hacerlo. El judío intentó engañarme. Desafió al califa. Al Mahdi. A Dios… —respondió él entre hipidos. De repente, su voz, tan segura siempre, parecía ahora la de un niño desvalido. Instintivamente, Hafsa apretó sus brazos alrededor del cuerpo del sayyid.

—Todos debemos cumplir con nuestro deber… —adujo ella en un tono dulce—. No te aflijas.

—No… Mi deber es llevar la espada contra los enemigos de Dios en el campo de batalla. Luchar contra ellos. Esto no ha sido honorable. Era un hombre indefenso.

—A veces nuestras obligaciones son odiosas, y por ello cumplirlas nos honra más. Eres un hombre grande destinado a hacer cosas importantes. Aquellos que no tienen que cargar con esa responsabilidad pueden permitirse flaquear. Tú no.

El llanto del sayyid se desbocó. Las palabras de ella sonaban tan sinceras… En verdad aquella poetisa, bella y acogedora, era el bálsamo que Utmán necesitaba para calmar su corazón. Hafsa sintió la humedad de las lágrimas que mojaban su barbilla y su cuello. Utmán no parecía ahora el guerrero implacable que había derrotado al emperador de León en el cerco de Almería. Era más bien un niño asustado por su propio poder. La poetisa acarició la cabeza del sayyid tiernamente y, poco a poco, su sollozo se fue calmando. El silencio volvió al aposento, ya medio iluminado por la luz de la mañana. La respiración del joven almohade se volvió cadenciosa y regular. Hafsa suspiró, con la cabeza de Utmán entre las manos y su cuerpo dormido en el regazo, pero los ojos de la poetisa continuaron abiertos, fijos en los cortinajes que cubrían las celosías.

Abú Yafar se tapaba la boca para no gritar de espanto. Era el único movimiento que había hecho desde que se ocultara tras las cortinas. Casi no se había atrevido a respirar mientras el sayyid Utmán se deshacía en lágrimas en el lecho que él mismo acababa de abandonar a toda prisa.

Había pasado la noche en la estancia de Hafsa, y de hecho, la llegada del sayyid les había sorprendido mientras hacían el amor para recibir el nuevo día. Una suerte, después de todo, porque aquello les había permitido escuchar la repentina llegada de Utmán y el sobresalto de la esclava que dormitaba en la entrada. Afortunadamente, aquella sirvienta, sin duda a propósito, había formado un pequeño escándalo al retirarse, avisando así a los furtivos amantes. Abú Yafar apenas había tenido tiempo para apartarse del húmedo calor que le proporcionaba Hafsa y, desnudo como su madre lo arrojó al mundo, ocultarse detrás de aquellas cortinas movidas por la brisa del amanecer. Justo cuando la figura del secretario se confundía con la seda colgante, la puerta se había abierto.

Por unos instantes, Abú Yafar temió que Utmán viniera a gozar del exuberante cuerpo de Hafsa. O peor aún, que el sayyid descubriera las ropas del secretario tiradas en el suelo; pero para su sorpresa, el muchacho se había desgañitado llorando, sin hacer caso de nada más. La sorpresa se había transformado en horror al oír de sus propios labios que el sayyid acababa de crucificar a un judío. La mente de Abú Yafar voló enseguida hacia su amigo Sahr ibn Dahri. ¿Era él el ajusticiado? Si le habían sometido a tormento, tal vez habría hablado de sus contactos secretos con él. Incluso podía haber confesado que la falsa conversión de los hebreos de Granada era idea de Abú Yafar. El secretario notó crecer el pánico en su interior. Él sería el siguiente en ser crucificado si las cosas habían ocurrido así. Debía asegurarse. Sí. Había que salir de allí y ver si los masmudas andaban en su busca para prenderlo. De ser así, huiría, por supuesto. Ahora no se trataba de fingir la sumisión a los almohades, sino de salvar la vida. Pero Hafsa… No podía dejarla atrás. ¿A quién quería engañar? Si había permanecido en aquella Granada oscura, triste y dominada por el fanatismo, había sido por ella. ¿Qué hacer?

Abú Yafar aguardó hasta que la respiración del sayyid se volvió regular y apenas audible. Retiró con una mano la cortina y avanzó un paso. Hafsa sujetaba entre sus manos la cabeza de Utmán; la granadina cubría los ojos del joven con su propio cabello mojado de lágrimas. Ambos, el poeta y la poetisa, cruzaron una mirada desesperada. Quizá Hafsa había pensado lo mismo que Abú Yafar. El secretario, aterido por el frío de la mañana que se colaba por las celosías y se posaba en su piel desnuda, cruzó la estancia sin dejar de observar con odio la silueta masculina tendida junto a su amante. Recogió sus ropas amontonadas sobre una alfombra. Abrió la puerta con cuidado y descubrió a la esclava al otro lado. No hicieron falta palabras, pues tanto Abú Yafar como ella sabían a qué se exponían. Los hombres de la guardia masmuda pululaban por las estancias de la munya en su ronda de vigilancia, así que la muchacha guio al hombre desnudo por los corredores y escaleras para llevarlo hasta las cocinas. Allí, ante la mirada sorprendida de las niñas, el gesto escandalizado de las mujeres y la mueca burlona de los hombres, Abú Yafar recibió un tosco jubón de borra y una túnica de lana, y la esclava también le dio unas almadreñas tan ajadas que los dedos de los pies asomaban por las puntas. Era preciso disfrazarse. El secretario no podía salir vestido con su túnica blanca y su pelliza de piel de oveja, que habrían llamado demasiado la atención.

Salió de la munya como un sirviente más que iba a aprovisionarse de amanecida. Acarreaba una cesta vacía, caminaba con la cabeza gacha y miraba al suelo. Entre ruegos silenciosos para no ser reconocido, se movió rápido por las callejas de la Alcazaba Vieja y la abandonó con premura. A cada cruce, a cada vuelta de esquina, creyó que un masmuda le iba a echar el alto. ¿Sería prendido? Tal vez no. Quizá fueran imaginaciones suyas. A lo mejor Ibn Dahri no le había delatado. Los pensamientos iban y venían sin orden mientras cruzaba el Darro por el puente del Cadí, dejaba caer la cesta al agua y subía la cuesta rumbo a al-Hamra. Al mismo tiempo, conforme crecía su desazón, el sonido de la ciudad que despertaba se perdía allá abajo, como si en la Sabica reinara la desesperanza y nadie quisiera decir una palabra. Cuando quiso darse cuenta se vio al pie de la cruz chorreante de sangre. A su alrededor, congregados en un silencio de muerte, estaban los judíos convertidos de Granada. Algunos sollozaban, atragantadas las ganas de gritar, y otros simplemente miraban a Rubén y se ponían en su lugar, o intentaban inventar el modo de contarle aquello a la familia del crucificado. Abú Yafar localizó con alivio la figura rechoncha de su amigo Sahr ibn Dahri. Tragó saliva y se acercó a él. El hebreo granadino tenía la vista fija en el camino de bajada hacia el Darro, justo por donde acababa de llegar Abú Yafar. Pero el judío miraba más allá, a los muros de la Alcazaba Vieja. Al-Qasbá al-Qadima, sede del poder almohade en Granada, corazón de la dictadura extranjera. Ibn Dahri clavaba allí sus ojos, como si pudieran atravesar la piedra y fulminar al sayyid, que se escondía tras los muros.

—No debéis dejar que os venza el desaliento —trató de animarle Abú Yafar. Ibn Dahri salió por fin de su estupor y observó al secretario con los ojos enrojecidos. Su labio inferior temblaba y tenía la tez del color del mármol. Ni siquiera reparó en los ropajes de sirviente que llevaba el poeta.

—Buen consejo. Como aquel otro de convertirnos. Pero fíjate. —El hebreo señaló a Rubén, colgado de los pingajos que eran sus brazos y con la cabeza caída sobre el pecho atravesado—. Mira a qué nos ha llevado quedarnos aquí. Mira a ese pobre hombre. Crucificado. Solo por celebrar el año nuevo con su familia. Si no te hubiera hecho caso, Rubén seguiría vivo.

—Yo no he tenido la culpa de eso. Debéis ser más discretos —intentó defenderse Abú Yafar.

—Ya, discretos. Los almohades saben dónde vivimos y conocen perfectamente nuestras celebraciones. Pueden presentarse en mi casa y sorprenderme. ¿Hemos de vivir así para siempre?

—No. No para siempre. —El secretario apretó los puños. El temor había sido sustituido por la ira. No solo por lo ocurrido en la Sabica, sino también por saber que su lugar en el lecho de Hafsa estaba ahora ocupado por el hijo del califa almohade.

Ibn Dahri suspiró y se pasó el dorso de la mano por la nariz. Luego miró de nuevo al crucificado.

—¿Qué diremos a la esposa de Rubén? ¿Qué le diré yo a la mía? ¿Qué en cualquier momento podemos ser hallados en falta y sometidos a tormento? ¿Cómo explicar a nuestras familias que sus vidas corren peligro por habernos quedado en Granada? Más nos habría valido a todos marcharnos, aunque hubiéramos perdido lo nuestro.

—Sí, claro. —Abú Yafar vio que el grupo de judíos convertidos se iba diluyendo. Los hombres se marchaban en parejas o en solitario, arrastrando los pies y con las gargantas secas. El sol se había alzado lo suficiente, y sus rayos rasaban la colina Sabica y se reflejaban en los tejados de las casas allá abajo y al otro lado del Darro—. Si os hubierais marchado… Si os marcharais ahora, no os quedaría más remedio que refugiaros, pobres como ratas, en alguna otra ciudad de al-Ándalus, o tal vez en Toledo, junto a los cristianos. ¿Y qué? ¿Acaso no sabes que los almohades pretenden tomar para sí toda la Península? ¿Crees que ya han cumplido con hacerse con Granada? Yo soy secretario del sayyid, recuérdalo. Sé que sus objetivos son las tierras cristianas de Portugal, León y Castilla, y también las del rebelde rey Lobo. La mayor parte de las cartas que se mandan y reciben, las provisiones de fondos, los preparativos… Casi todo tiene como objeto continuar la conquista. Huiríais, sí, pero ellos os alcanzarían de nuevo. Así pues, ¿no es mejor quedarse y empezar a luchar?

—A luchar… —Ibn Dahri repitió en voz baja las últimas palabras de Abú Yafar—. ¿Cómo vamos a luchar? ¿No has oído hablar de lo que ocurrió en Niebla hace unos años? ¿Has visto lo que le ha pasado a Rubén? Imagina qué sería de nosotros si nos rebeláramos.

El secretario se mordió el labio. La idea de la rebelión había anidado en su mente al mismo tiempo que los celos, justo en el momento en el que Utmán posó sus ojos sobre Hafsa. Y había ido creciendo con los meses, con los años, y se desbordaba tras lo ocurrido esa mañana… Pero Ibn Dahri tenía razón. Ellos solos no podían nada contra el poder almohade. Saboreó la rabia de no tener nada para contestar a su amigo judío, pero no podía quedarse allí, al pie de una cruz a la que un granadino había sido clavado por los invasores africanos. Ahogó una maldición y tomó a largas zancadas el camino de bajada de la Sabica, con la cabeza llena de imágenes de motín, de venganza, de muerte.