El estandarte del rey Lobo
VERANO de 1158. Murcia
El regreso de Sevilla fue un paseo militar en el que Mardánish aprovechó cada parada para hacer correr la noticia: el Sharq al-Ándalus no se doblegaba ante el Tawhid. Más aún: a partir de ese momento, los andalusíes libres estaban en guerra total y perpetua contra los invasores almohades, y consideraban enemigos a todos aquellos que se les sometieran o se abstuvieran de combatir contra ellos. El estado de euforia tras la batalla a las puertas de Sevilla se había extendido por todo al-Ándalus, y trepaba por los riscos para pasar a Castilla y recorría la campiña para penetrar en Portugal y en León. Pronto, todos los reinos cristianos supieron que el lobo levantino había mordido a la bestia almohade.
En cuanto a los africanos, como siempre, fueron incapaces de reaccionar. Su maquinaria administrativa, lenta hasta lo exasperante, se entretuvo en disimular la negligencia del sayyid Yusuf, tal como había ocurrido el año anterior con la escaramuza de Zagbula contra los abulenses. Utmán, por su parte, sonreía en su palacio de Granada, divertido por el fracaso de su hermano mayor. Cierto era que deseaba salir en campaña para volver a castigar a aquellos infieles que se atrevían una vez más a desafiar el poder almohade; ya los había humillado una vez en Almería y volvería a hacerlo, estaba seguro. Pero también era cierto que ese triunfo de Almería le había sido robado. A pesar de que la victoria contra las fuerzas combinadas del difunto Alfonso y de Mardánish había sido obra de Utmán, la gloria le fue negada, regalada injustamente a su hermano Yusuf al permitirle la entrada triunfal como vencedor en la alcazaba de la ciudad conquistada. Ahora, el mezquino de Yusuf había sido humillado. Bien. Que masticara en solitario esa amargura. No era cosa suya, aunque sí debería ser él, de eso estaba seguro, quien hiciera pagar a aquel demonio renegado de Mardánish su atrevimiento. ¿Guerra total contra los invasores almohades? Si el Lobo quería guerra, desde luego que la tendría.
Y por supuesto que el Lobo quería guerra. De regreso desde Sevilla, Mardánish se detuvo en Segura y dio orden a su suegro y vasallo Hamusk de que saliera con sus fuerzas y las de al-Asad, el León de Guadix, para hostigar sin descanso las tierras de Jaén y Córdoba. Que no diera respiro a los almohades. Que devastara, saqueara, golpeara y rematara. Hamusk aceptó de grado, deseoso como estaba de pasar a la acción, y se puso al trabajo de inmediato. Con este asunto arreglado, el rey Lobo continuó viaje a marchas forzadas, arrastrando tras de sí a las huestes que había trasladado a Sevilla y todo el inmenso botín que llevaba de vuelta. Sus hombres se preguntaban a qué venía viajar tan rápido, si el enemigo había quedado vencido atrás; si nadie los perseguía, y no había razón alguna para no volver descansados. Pero el ánimo de Mardánish no contaba con sus guerreros, a los que tenía por satisfechos con la victoria y la ganancia; él solo pensaba en su favorita, en Zobeyda, gracias a la cual había vuelto a saborear la gloria. El tiempo de frialdad entre ellos no servía ahora sino para calentar aún más su denuedo por regresar y arrojarse en sus brazos. Por eso, al entrar al fin en Murcia, pasó casi de largo por entre sus súbditos, que le arrojaban pétalos de flores y le aclamaban, al igual que al arráez Óbayd y al conde de Sarria, Álvar el Calvo, y parecían haber olvidado ya los momentos de miedo, y por fin abandonaban sus hogares y volvían a disfrutar, y la confianza en su soberano regresaba. Mardánish recorrió al trote las calles de Murcia hasta que entró en su alcázar y saltó del caballo. La comitiva de bienvenida estaba encabezada por sus esposas Layla y Lama. Tras ellas, con sus nodrizas, formaban en graciosa línea Hilal, Zayda, Safiyya, Gánim, Azzobair y Beder. El pequeño Azcam, de dos años de edad, estaba en brazos de su ama de cría, una rolliza muchacha de unos veintidós años que seguía amamantando al niño. ¿Dónde estaba su favorita? Mardánish saludó con besos y caricias, pero también con prisa; prometió regalos escogidos de entre el botín que llegaba desde Sevilla y acalló con más promesas las quejas de Hilal y Gánim, que reclamaban historias de guerra y aventura. Luego avanzó hasta más allá de los arrayanes de la entrada, donde aguardaban las concubinas y los funcionarios, pero apenas les prestó atención. Se perdió en la fresca oscuridad del alcázar ante la mirada resentida de Tarub, e interrogó a un sirviente, mientras este aún estaba inclinado y dando la bienvenida a su señor, acerca de dónde se hallaba Zobeyda.
Todos señalaban el mismo camino, el que se adentraba por los pasillos del palacio murciano y conducía al hammam privado, del que se elevaba una nube de humo. Una multitud de criados y esclavos miraba sonriente a su señor; apuntaban en la dirección de la belleza y el placer, la felicidad y la prosperidad. Mardánish entró en tromba en el recibidor de los lujosos baños del alcázar, despojándose ya de la ropa polvorienta del viaje, pero fue frenado por Marjanna, la doncella persa de su favorita. La esclava recibió a su señor de pie, vestida con una ligera túnica y con las manos alzadas. El aroma a ámbar negro y esencia de violetas invadía la estancia, ligeramente más caldeada que el exterior.
—Mi rey, sé bienvenido a tu hogar. Tu favorita me ha ordenado que te prepare para ella. Déjate hacer.
Mardánish obedeció el ruego de Marjanna y sonrió. Casi había olvidado los juegos que tanto gustaban a Zobeyda y para los que se servía normalmente de su séquito particular. El rey Lobo inspiró el perfume del ámbar, elevó la vista y dejó que sus ojos se relajaran con la luz tamizada de colores que se colaba por las cristaleras del techo. Marjanna despojó a su señor de las prendas que le quedaban hasta dejarlo desnudo. Luego, con suavidad y sin abandonar su sonrisa, anudó un paño blanco en torno a la cintura del rey y, tras arrodillarse, le ayudó a calzar unas sandalias. Después pasó suavemente una mano por el hombro de Mardánish y le empujó a la siguiente sala, en la que aguardaba la exótica Sauda.
El rey se dejó llevar. El vapor cálido que se arrastraba hasta él y lo acariciaba, el aroma y el lejano sonido de un laúd calmaban su euforia. La esclava africana, desnuda y con su oscura piel brillante a causa de la elevada temperatura, le alargó una copa de plata llena de jarabe de limón que Mardánish bebió de un solo trago. El líquido refrescó su garganta y se abrió paso para crear aquel súbito contraste con el calor de fuera, y Mardánish devolvió el recipiente vacío a Sauda. Entre ella y la persa lo guiaron hasta un banco y le hicieron tumbarse boca abajo sobre otro paño alargado y blanco. El rey Lobo suspiró al sentir reposar sus músculos cansados sobre la piedra revestida de tela y recibió las manos hábiles y tersas de Marjanna, que recorrieron su piel, la amasaron y se detuvieron allí donde la persa encontraba algún nudo de tensión. Sauda se ocupaba de humedecer constantemente las manos de su compañera con aceites perfumados. Cuando Marjanna retiró el paño y empezó a friccionar las piernas de Mardánish, la africana ofreció otra copa a su señor. El rey Lobo bebió despacio y se dejó hundir en el pozo de dulzura y sopor. Atrás quedaban ya el calor del camino, el peso de las armas y el furor de la guerra. Al tiempo que apuraba las últimas gotas de su refresco, observó los atauriques rojos y azules y la leyenda reinante en las bandas de la sala: su rostro se alegró con una sonrisa que incluía un mal disimulado alivio. La felicidad y la prosperidad regresaban. O quizá nunca se habían ido, y todo aquel miedo, la tristeza, la lluvia que arrastraba la esperanza por las callejas… no habían sido más que un áspero espejismo.
Marjanna le ayudó a levantarse y Sauda colaboró ahora con su compañera en guiar al rey a la siguiente sala, repleta de cubos de madera humeantes. Allí Marjanna se quitó la túnica para descubrir su desnudez y dejó que el cabello negro y largo le ocultara los pechos y se pegara a su húmeda piel, dibujando así cada curva, cada valle, cada enhiesta montaña en el busto rotundo y jactancioso. Entre ambas esclavas vertieron el agua caliente sobre el cuerpo de Mardánish. Se turnaron en la tarea, puestas de puntillas para que el derrame del líquido colaborara en aquella sensación de placer. Luego Marjanna y Sauda tomaron sendos jabones de ceniza de lentisco y aceite de oliva y giraron alrededor del rey mientras frotaban con delicadeza cada pulgada de piel. Él cerró los ojos y disfrutó del húmedo masaje a pesar de que las dos mujeres evitaban llevar la excitación de su señor más allá de un punto del que ninguno de ellos pudiera retornar. El rey Lobo sabía que todo aquello estaba perfectamente planeado por Zobeyda, que las esclavas lo preparaban para ella, alargaban cada momento y le sumían en un estado hipnótico situado en algún recóndito hueco perdido entre el sueño y el deseo. El agua cayó de nuevo sobre la cabeza de Mardánish, y él subió la barbilla para disfrutar del líquido que corría por su cara y su barba. Cuando toda la piel estuvo libre de espuma, Marjanna y Sauda lo secaron con cuidado, frotaron con suavidad su espalda y acariciaron con paños su pecho, sus brazos, sus piernas. Un agradable sopor lo invadía. Sustituía al furor con el que el rey había abordado el alcázar. Por ello apenas fue consciente de que las doncellas le devolvían a la sala anterior, al banco, donde siguieron con sus masajes, procurados ahora por la persa y la africana al tiempo, de la cabeza a los pies y de los pies a la cabeza. Mardánish cedió. Se abandonó de nuevo a las caricias cada vez más suaves y espaciadas de las esclavas. Las manos de ambas se recreaban en sus piernas y en su vientre, pasaban el dorso de los dedos por su pecho y rozaban con suavidad sus hombros. Fueron volviéndose lentas, perezosas, y el letargo se coló por cada poro y el sonido del laúd se alejó poco a poco. Hasta que se perdió. Sauda acarició la mejilla del rey y comprobó que por fin se había dormido. Hizo un gesto a su compañera y ambas abandonaron la sala.
Zobeyda era quien poco después recibía los cuidados de su corte de doncellas en el hammam privado del palacio murciano. Entre las estancias que rodeaban la gran sala central, la del baño, la favorita contaba con su propia estancia, de acceso directo desde sus aposentos del harén. Allí había sido llamada por sus doncellas en cuanto el rey Lobo cedió al sueño renovador. Ahora Marjanna repetía sobre el cuerpo desnudo de Zobeyda los masajes que momentos antes había regalado a su señor Mardánish. La favorita ocupaba el banco central de la caldeada sala mientras sus fieles doncellas, al igual que ella desprovistas de ropa, escuchaban a Adelagia tañer el laúd que el rey había oído en la lejanía. La pelirroja italiana estaba sentada sobre el banco corrido que circundaba la estancia cuadrada, con las piernas cruzadas y el instrumento apoyado en una de ellas. Su cabello rizado y espeso caía ante él y ocultaba sus dedos, que recorrían con dulzura las cuerdas. La melodía era lenta, y de vez en cuando la detenía para desgranar algunos de los versos aprendidos en sus noches de amor con Abú Amir. De pronto había recordado un poema que parecía especialmente ajustado a aquella ocasión.
—Una carta de mi amor ha llegado para anunciarme que me hará una visita, y mis ojos han vertido abundantes lágrimas.
Zobeyda, que yacía tumbada boca abajo mientras recibía los cuidados de Marjanna, volvió la cabeza hacia Adelagia y mostró los ojos enrojecidos por el llanto. Sonrió sin embargo a su doncella. Quería que siguiera rasgueando el laúd, pues la italiana se había detenido a la espera de saber si aquel tema era del agrado de su señora.
—¿Por qué llora la doncella del poema, si va a poder disfrutar de su amante? —preguntó Zeynab, que escuchaba sentada al otro lado de la sala—. Yo no me sentiría desgraciada.
—La doncella llora porque es feliz, no desgraciada —aclaró Adelagia—. La alegría me ha invadido de tal modo que, en el exceso de mi contento, me ha hecho llorar.
»Ay, ojos que os habéis acostumbrado a las lágrimas, ahora lloráis de alegría, tal como hace poco llorabais de tristeza.
»Haced que mi alegría lo inunde todo ahora que voy a verle, y dejad las lágrimas para la noche en que nuevamente nos separemos.
Zeynab, que había visto llorar a Zobeyda mientras gozaba de las manos de Marjanna, se levantó y se acercó al banco ocupado por la favorita. Vio que sí, que las lágrimas se derramaban por la cara y mojaban el paño sobre el que estaba tendida su señora.
—¿Lloras tú también de alegría, mi dueña?
—Así es. Mi amante vuelve a mí. Al fin.
—Jamás se fue. —Adelagia punteaba despacio las cuerdas del laúd.
—Pero su corazón sí. Ha estado ausente mucho tiempo. Ahora debo retenerlo junto a mí y no dejar que se marche de nuevo.
Zobeyda dijo esto al tiempo que se incorporaba. Marjanna la ayudó y Zeynab recolocó con cuidado el cabello de su señora, por una vez libre de los gladiolos que la embelesaban.
—Llora por la culpa —señaló entonces Adelagia.
Se produjo un momento de silencio. Todas sabían de sobra, pues habían colaborado en ello, que la favorita había cometido adulterio con el conde de Urgel para mantenerlo cercano al Sharq al-Ándalus. Zobeyda usaba de su hermosura para hechizar y retener a Armengol, igual que el borracho impenitente es cautivado y su voluntad se ata al vino. La persa pasó el dedo pulgar por los pómulos de la favorita y retiró las lágrimas. Luego la besó allí donde el llanto había ido dejando su rastro. La eslava se hizo atrás e inclinó la cabeza para mirar de arriba abajo a Zobeyda. Esta se sometió al examen y obtuvo la aprobación de Zeynab.
—Estás más hermosa que nunca, mi señora. Hasta las lágrimas parecen haber añadido brillo a tu mirada.
Zobeyda sonrió, segura de que sus doncellas jamás le mentían. Era consciente de que su belleza juvenil se había afirmado con el tiempo, y ahora, a los veintisiete años, estaba llegando a su momento de mayor esplendor. Las cuatro jóvenes se fueron reuniendo en el centro de la sala y observaron mientras su señora, desnuda y resplandeciente, se alejaba a pasos cortos para encontrarse con su esposo. Sauda, Zeynab, Adelagia y Marjanna vieron cómo Zobeyda contoneaba con naturalidad sus caderas, asentadas tras haber dado a luz a tres niños; y advirtieron el brillo que los afeites habían dado a su piel blanca, sobre la que caía la cascada de pelo negro. La italiana suspiró y las demás rieron. Marjanna, que era la mayor de las cuatro, aprovechó para reprender a Adelagia.
—No debes mortificarla con lo del conde de Urgel.
—No lo hago con mala intención —se defendió la italiana—. Además, yo también me he entregado a Galcerán de Sales sin amarle. Ambas lo hacemos por el bien del reino.
La persa acarició el cabello rojo de Adelagia.
—Lo sé, amiga mía. Lo sé.
Zobeyda entró en el aposento en el que Mardánish dormía encima del banco, cubierto tan solo por un paño a medio caer. La favorita se acercó despacio, silenciosa. Acercó el dorso de un dedo al pecho de su esposo y lo rozó con delicadeza. El rey Lobo se removió un poco y su cabeza se volvió hacia Zobeyda, pero no llegó a abrir los ojos. Ella se inclinó y besó sus labios despacio, y luego su mejilla una, dos, tres veces. Se separó y vio que Mardánish la observaba con los párpados entornados, todavía envuelto en el sopor. Él sonrió débilmente, y ella le volvió a besar. Esta vez se abrió paso con la lengua a través de sus labios. Cuando estuvo segura de que el rey estaba despierto, Zobeyda se separó despacio y dejó un fino hilo de saliva que por un momento siguió uniéndolos. Retrocedió varios pasos y permitió que su señor la contemplara en toda su magnífica desnudez mientras el vapor se deslizaba por su piel desde el suelo. Con ambas manos se echó el pelo hacia atrás para descubrir del todo sus pechos e irguió el busto. La sonrisa asomó a su cara cuando vio por el rabillo del ojo cómo el paño que cubría a Mardánish empezaba a moverse lentamente.
—Quiero enseñarte algo, mi rey.
Zobeyda se volvió con lentitud. En la cintura, justo donde terminaba la cascada negra del cabello y la espalda se arqueaba y se dividía para buscar la curva de las nalgas, la favorita lucía escarificada una estrella de ocho puntas del tamaño de un puño. La piel había sido abierta y cerrada, pero antes, sobre la carne viva, la mixtura de color añil había rellenado la herida. Era como si uno de los dioses paganos a los que adoraba Zobeyda hubiera escrito sobre ella con un cálamo de fuego. Mardánish, aún adormilado, reconoció el estilo negro de Sauda en la marca indeleble que ahora sellaba la espalda de su favorita. La propia esclava africana lucía varios de aquellos tatuajes sobre su piel, siempre en lugares no visibles a la chusma, pues de todos era sabido que bordar la piel iba contra la ley de Dios.
—Debió de ser doloroso —murmuró él mientras se esforzaba por escapar del sopor. Zobeyda se volvió hacia él.
—No más que cualquier herida en el campo de batalla. ¿Qué es esto comparado con tu sacrificio, mi rey? Con tus cicatrices nos demuestras a todos tu amor. Y con esta cicatriz, yo me ofrezco a ti. ¿Es de tu agrado?
—Mucho. Es la estrella de nuestro reino.
Ella sonrió y rozó con los dedos el pecho de Mardánish. El vello se erizó sobre la piel del rey.
—Y dime, mi señor, ¿fue todo bien en Sevilla?
—Todo sucedió como esperábamos —dijo él con la voz aún adormecida, aunque el temblor del paño blanco indicaba que el resto de su cuerpo despertaba—. El poderoso hijo del califa fue derrotado. El mismo que alzó el gallardete almohade sobre Almería. Yo también subí nuestro estandarte bien alto en su presencia y ante las mismísimas murallas de Sevilla. La misma estrella que ahora marca tu piel. Ahora todo el mundo lo sabe. Lo saben los almohades, y también nuestros súbditos. Ahora todo volverá a ser como antes. Felicidad y prosperidad. Al-yumn wal Iqbal. Gracias a ti.
—¿Gracias a mí? —Zobeyda se movió despacio y se situó de nuevo junto al banco sobre el que seguía tumbado Mardánish, pero a la altura de aquel paño blanco que estaba a punto de resbalar—. Gracias a mí es otro el estandarte que se alza. —Miró de reojo a su esposo y cogió por fin el paño para descubrir el miembro erecto de Mardánish—. Gracias a mí te dispones a obtener la felicidad y la prosperidad. Al-yumn wal Iqbal. Solo para ti.
Zobeyda dijo esto último al tiempo que se inclinaba y recogía con sus labios el estandarte triunfal de su esposo. Mardánish soltó un largo gemido y acarició el pelo de su esposa mientras ella empezaba a subir y bajar la cabeza lentamente, deteniéndose un momento para alargar con fruición la lengua. La favorita ladeó la cabeza un instante y vio el goce supremo enmarcado en el rostro del rey Lobo. Mardánish recibió en sus venas los relámpagos de placer que su mujer le arrojaba. Gozó de su presión, de su roce, su presa, su caricia, el vacío, de nuevo el contacto de sus labios, su saliva, ahora su lengua. Ella lo llevó poco a poco hasta el límite y lo abandonó un instante. Luego se irguió para mirar a su esposo. Trepó al banco y pasó una pierna sobre él. Lo montó como si el rey Lobo fuera un destrero presto para la carga. Alargó el momento y dejó que ambos cuerpos apenas se rozaran, movió sus caderas de delante atrás, arañó con suavidad el pecho de Mardánish. Asomó la punta de la lengua al tiempo que cerraba los ojos. Los masajes de Marjanna habían hecho su labor y Zobeyda estaba impaciente como nunca, dispuesta y excitada, deseosa de recibir el amor en sus entrañas. Se dejó caer. Resbaló su amor alrededor del estandarte triunfal del Sharq al-Ándalus, afilado por la saliva. Suspiró al sentirse llena y sus caderas volvieron a vibrar, despacio primero, más deprisa luego. Las voces de los dos se conjugaron como las notas del laúd que se oía de nuevo en la distancia. Los claros ojos de Mardánish sostuvieron la mirada oscura de Zobeyda mientras ambos se adentraban en las estancias del reino que habían construido. Al-yumn wal Iqbal. El rey Lobo, sumido en el más impetuoso frenesí, no se dio cuenta de las lágrimas que, a pesar de todo, brotaban de aquella negrura andalusí que vivía en los ojos de Zobeyda.
Día siguiente
Los visires de Mardánish le pusieron al corriente de todo lo ocurrido mientras él devastaba los alrededores de Sevilla. En su ausencia, una vez más, los alfaquíes y ulemas más radicales se habían empeñado en hablar demasiado. Por fortuna, el hábil Abú Amir había podido contenerlos y agotaba poco a poco sus recursos. Eso sí, en cuanto las noticias del triunfo del rey Lobo sobre el sayyid Yusuf llegaron a Murcia, los discursos derrotistas desaparecieron como por ensalmo. Lo que las mezquitas habían ganado en los tiempos de zozobra lo perdían ahora, y los murcianos llenaban de nuevo las calles y tabernas. Celebraban que tal vez sí: pudiera ser que aquellas nubes negras se alejasen y ellos regresaran a su prosperidad. A su felicidad.
El final del verano se acercaba, pero Mardánish estaba deseando que el tiempo frío pasara rápido para iniciar una nueva campaña. Después de lo logrado en Sevilla se veía capaz de todo. Ahora podría mirar a objetivos más cercanos y accesibles. Jaén, Córdoba. Tal vez Granada. No, Granada debería quedar para más adelante. En ella moraba el sayyid Utmán, aquel muchacho desvergonzado que había sido lo suficientemente hábil como para recobrar Almería ante las fuerzas combinadas de la cristiandad y el islam andalusí. Mardánish, con un mapa desenrollado sobre la mesa de su sala de consejos, estudiaba en solitario la disposición de sus tierras, de sus fortalezas más avanzadas y de las de su suegro. Sonrió y echó un trago de vino de la copa que sujetaba. El verano siguiente. Entonces, con el conde de Urgel y Pedro de Azagra de nuevo con él, podría llevar la guerra otra vez hasta los almohades. Porque por fin volverían a reunirse todos, ahora que Sancho de Castilla y Fernando de León habían llegado a un acuerdo de paz en Sahagún. Arreglado ese asunto, era posible incluso que el propio rey de Castilla reanudara su alianza militar y ambos pudieran acabar con la amenaza africana. Sancho de Castilla. Debía convencerle, sí. Lo decidió. Le escribiría de inmediato. Juntos serían imparables. Ah, ¿había algo que no fuera posible? Tal vez, incluso, los planes de Zobeyda de emparentar ambas casas no fueran tan descabellados.
En ese instante, mientras el rey Lobo terminaba con el vino de su copa de plata, Abú Amir entró sin anunciarse en la sala. Traía el semblante serio y reflexivo. El buen médico ni siquiera fue consciente de que había llegado a su destino hasta que alzó la vista y se encontró con la mirada divertida de su monarca.
—Ah, mi buen amigo Abú Amir. Qué oportunamente vienes. —El rey señaló a la parte alta del mapa, aquella ocupada por símbolos que marcaban el dominio almohade—. Juntos acabaremos con ellos.
—¿Juntos, mi señor?
—Juntos, sí. Sancho de Castilla y yo. Y tal vez incluso Fernando de León, ahora que ambos hermanos están de nuevo avenidos. Sí, las fuerzas de la cristiandad y del islam andalusí confluirán sobre esos fanáticos impertinentes. Pero vayamos por partes. Sancho de Castilla. Le necesitamos, y nadie mejor que tú para una misión diplomática que…
—Sancho de Castilla murió hace unos días en Toledo, mi señor.
Mardánish quedó con la boca abierta y la sonrisa congelada en el rostro. La copa de plata resbaló de sus dedos, se estrelló contra el suelo y rodó lentamente hasta los pies de la mesa de consejos. El rey Lobo se recostó contra el respaldo de su sitial, cerró por fin la boca en un rictus de enojo y miró hacia un lado. Adiós a la alianza.
—Sancho, muerto. Apenas hace un año que subió al trono.
—Estaba débil desde antes de ser coronado. Ha muerto muy joven. Es una pena.
—Su hijo Alfonso —recordó de repente Mardánish—. Él es el heredero.
Abú Amir asintió.
—Ni siquiera tiene tres años, pero ya es rey de Castilla. Las familias nobles del reino se disponen, según sé, a disputarse su tutoría y la regencia.
El rey Lobo golpeó con el puño cerrado el reposabrazos de su silla. Era más o menos lo que temía el difunto emperador Alfonso. Lo que había temido el mismo Mardánish. No: era peor. Ahora se trataba de un crío coronado. El rey Lobo imaginó a los barones castellanos revoloteando alrededor del pequeño rey, como buitres que otearan una buena pieza agonizante. De repente, la imagen se vio invadida por un buitre mayor que ahuyentó a los demás. Un pajarraco grande que miraba con ojos vivos hacia tierra. Mardánish resopló.
—Fernando de León —dijo—. En cuanto el emperador murió, se apresuró a tomar por la fuerza varias plazas en tierras de su hermano. Pero Sancho era un hombre y le paró los pies. Ahora, con un crío en el trono de Castilla, ¿qué ocurrirá?
Abú Amir se encogió de hombros.
—Las familias castellanas son poderosas. Tal vez el pequeño sea un hueso demasiado duro de roer si está protegido por los Lara o los Castro. Pero el rey de León siempre podría tomar partido en caso de rivalidad. Su influencia será decisiva, sin duda. Y lo más inquietante es que por el tratado que Sancho y Fernando firmaron en Sahagún hace poco, ambos se constituyeron en herederos recíprocos si morían sin descendencia. Si el pequeño Alfonso falleciera…
Mardánish se levantó y rodeó la mesa. Pasó junto al mapa extendido sobre el tablero, sujetas sus esquinas con una jarra de vino y un plato vacío por un lado; la propia espada de Mardánish apisonaba el papel de Játiva por el otro. El rey se paró ante su consejero y miró la parte del mapa que correspondía al reino de León. Tamborileó con los dedos sobre la mesa.
—Fernando es ambicioso, mucho. Lo sé, lo noté cuando lo conocí en Jaén. Y eso que él era tan solo un crío. Sancho era mejor persona. O tal vez no. Tal vez me equivoque. ¿Podríamos atraer al rey de León para nuestra causa?
—Mucho me temo que Fernando de León tendrá a partir de ahora una nueva empresa. Mucho más interesante, por cierto. De nada le sirve a él que nosotros nos hagamos con las tierras del Alto Guadalquivir. ¿Qué ganaría?
—Tienes razón. —Mardánish seguía golpeando rítmicamente con los dedos sobre la mesa de consejos. Miró de nuevo al mapa, una copia parcial de la Península extraída de otro plano de exhaustiva factura trazado por un tal al-Idrissí, un ceutí huido del yugo almohade y establecido en Sicilia. Sobre el papel xativí, muy cerca del rey Lobo, quedaba ahora la costa del Garb, con las tierras cercanas en poder de Portugal y del reino de León—. Pero si León y el Sharq atacaran a un tiempo a los almohades, nuestros enemigos deberían dividir sus fuerzas. Esto puede ser provechoso para Fernando y para nosotros.
—Tu juicio es acertado. —Abú Amir también examinaba la copia de aquel excelente mapa—. Pero cuidado. Nuestras fuerzas no serían lo mismo si no contáramos con las tropas del conde de Urgel y con su propia presencia. Armengol es íntimo amigo de Fernando de León. ¿Lo sabías?
Mardánish ladeó la cabeza.
—Sí, algo había oído. Y en Almería los vi juntos… Pero eso no significa nada. Como bien sabes, Armengol se siente a gusto a nuestro lado.
Abú Amir asintió sin atreverse a mirar a los ojos a su rey. Le dolía el tono de agradecimiento que usaba cuando hablaba del de Urgel. Cuánto odiaba el consejero a aquel conde taciturno y ambicioso. Cuánto odiaba preferir que ese cristiano malnacido estuviera al servicio del Sharq. No pudo evitar la advertencia a Mardánish:
—El conde jamás dejaría solo a Fernando en una campaña contra los almohades. El rey de León lo reclamaría junto a él y Armengol acudiría. Sin duda.
—Armengol también es amigo mío. Sé que ambiciona Granada. Lo sé de seguro. Y yo se la daría para que la gobernara por mí si la tomáramos. ¿Qué puede ofrecerle Fernando de León para atraerle a su bando?
Abú Amir carraspeó incómodo. La promesa tácita de Granada o de cualquier otra ciudad al alcance del rey Lobo no tenía nada que ver con la lealtad guerrera de Armengol de Urgel. El cuerpo de Zobeyda, sus besos, sus caricias… Eso era lo que ataba al conde de Urgel al Sharq al-Ándalus. Pero el médico no podía decir nada de eso a Mardánish, y menos ahora, después de la victoriosa campaña en Sevilla y de la reconciliación entre el rey y su favorita, conocida y festejada ya por toda la corte.
—En cualquier caso, como te he dicho antes, creo que los intereses de Fernando están en sus fronteras con Castilla. La oportunidad es única para él. No tratará contigo. No le propongas nada. Los reinos cristianos se mantendrán ocupados durante años en sus propias rapacerías.
Mardánish escuchó a su consejero sin apartar la vista del mapa. Tendrían que hacerlo solos. Ellos contra los almohades. Nadie más.