En las puertas de Sevilla
PRIMAVERA de 1158. Inmediaciones de Sevilla
Con un cielo límpido como fondo, las columnas de humo negro se elevaban tras los dos cuerpos de caballería que avanzaban hacia Sevilla. En el de la derecha, Mardánish se volvió un momento para otear el horizonte azotado por la desolación. Las tierras calcinadas, las cosechas arruinadas, las casas derruidas. El rey Lobo había capturado muchas cabezas de ganado y a varios de los pobladores sumisos al gobierno almohade; a algunos los había mandado junto con las reses de regreso al Sharq al-Ándalus, al cuidado de un destacamento, para ser vendidos en el mercado de esclavos o para esperar su rescate. A otros los había dejado escapar hacia Sevilla, la capital de los almohades en la Península. Quería que contaran con pelos y señales a su gobernador cómo aquel ejército, compuesto a partes iguales por musulmanes y cristianos, asolaba impunemente toda la vega del Guadalquivir y sus tierras de cultivo.
Al frente del cuerpo de la izquierda, Álvar Rodríguez se relamía. Disfrutaba con la inminencia del combate. De uno bueno y en campo abierto, no como en aquella maldita debacle de Almería. El Calvo rozó con los dedos su maza, colgada del arzón a un lado de la silla de montar. Miró a su diestra, a la línea de infantería formada en perpendicular al curso del río y en pleno avance. Sus soldados, que empuñaban lanzas, se mezclaban con los andalusíes del Sharq, casi todos arqueros. Al otro lado, el cuerpo de caballería del rey Lobo. Bien. Una batalla con todas las de la ley. O eso esperaba.
Un jinete ligero se acercó a gran velocidad hacia Mardánish desde la dirección en que se encontraba Sevilla. Frenó e hizo un gesto afirmativo hacia su rey. Todo iba según lo convenido. El rey Lobo le dio orden de informar al conde de Sarria en el otro extremo del ejército y se enlazó el ventalle para taparse la parte inferior del rostro. Se volvió a la derecha y miró a su arráez, Óbayd.
—Actúa como hemos acordado —ordenó con la voz apagada por las anillas entrelazadas—. Yo estaré en el centro, tras nuestra infantería.
El arráez se llevó el puño al pecho a modo de saludo y repartió las órdenes entre los jinetes para que se aprestaran al combate. Mientras tanto, Mardánish, acompañado de un pequeño destacamento a caballo, rodeó a sus hombres y recorrió la retaguardia de la infantería, que seguía avanzando en línea y ocupaba un amplio espacio. Detuvo su caballo y recibió la mirada confiada de sus hombres. Luego su vista se dirigió al frente. Las murallas de Sevilla empezaban a recortarse contra el cielo en la distancia.
Yusuf, hijo de Abd al-Mumín, tragó saliva con dificultad y se restregó los ojos antes de entornarlos para observar la línea de sombras que inundaba el horizonte. Más allá, tras esa línea, varias columnas humeantes ascendían hacia un cielo diáfano, azul, totalmente descubierto de nubes. El sayyid resopló y miró abajo, al otro lado de las murallas de Sevilla y de su foso. Las tropas a su mando estaban formadas, y ocupaban un breve espacio que las hacía apelotonarse y estorbarse unas a otras. La voz de uno de sus jeques le despertó del estupor que el miedo le causaba.
—Mi señor, debemos alejarnos de las murallas y presentar un frente amplio.
Yusuf asintió mecánicamente, aunque de inmediato se puso a reflexionar sobre el consejo y le pareció demasiado imprudente. Presentar un frente amplio. ¿Para qué? ¿No era más seguro quedarse allí, cerca de las murallas? Las murallas de Sevilla, altas y espesas. Inexpugnables para aquel pequeño ejército llegado del otro lado de la Península.
Pero no. Incluso el mismo Yusuf, con todo su temor al combate, sabía que no podía quedarse encerrado en Sevilla. El ejército enemigo llevaba semanas devastando la región, haciéndose con el ganado, matando o capturando a sus súbditos en un bucle de destrucción y desafío que se repetía una y otra vez… Durante seis días recorrían sus territorios y hacían y deshacían a su antojo, dueños de la vida y la muerte. Luego, al séptimo día, se plantaban allí, al norte de la ciudad, entre el río Guadalquivir y el arroyo Tagarete. Retadores. En todos esos ciclos, copiados unos de otros, Yusuf no había reaccionado. Un nuevo lapso de seis días de destrucción y al séptimo, el desafío. Y otra vez más. Y otra, y otra, y otra… Ya era suficiente. Tenía que salir y enfrentarse a ellos. Y no por aquella tierra desagradecida que era al-Ándalus, sino por su prestigio. ¿Qué dirían en Marrakech si supieran que Yusuf, el hijo del califa, no se atrevía a abandonar la seguridad de Sevilla? ¿Qué pensaría el gran jeque Umar Intí? ¿Y su padre, Abd al-Mumín? ¿Acaso no había sido suficiente humillación la huida ante a los abulenses el año anterior? ¿Es que tenía que venir Utmán a hacer su trabajo y enfrentarse a los infieles por él?
No. Había que salir. Saldría. Sí. No era inteligente derretirse de miedo ahora, en presencia de sus hombres. Además, el ejército enemigo no era muy numeroso. Ni siquiera superaba al suyo propio. Se decía que a su mando, por cierto, cabalgaba aquel demonio renegado, Mardánish. El rey Lobo, le decían. Un pecador sodomita y verdugo de niños.
—Mi señor, hay que maniobrar.
La voz del jeque sacó de nuevo a Yusuf de sus reflexiones. Esta vez le irritó. ¿Qué se había creído ese tipo? Los ojos del sayyid almohade, perdidos desde hacía un rato en el azul del cielo sevillano, volvieron a tierra. Lo cierto era que los enemigos avanzaban a buen paso. Pero los muy idiotas se metían, cada vez más, en una encerrona. A la izquierda de Yusuf bajaba la amplia corriente del Guadalquivir, mientras que por su derecha lo hacía la del arroyo Tagarete. Uno y otro bordeaban Sevilla e iban a unirse después. Las fuerzas de ese Mardánish tendrían que luchar encajonadas entre los dos ríos. Yusuf intentó pensar con claridad, pero el miedo le tenía atenazado. ¿Qué decían los historiadores de su padre sobre eso? ¿Cómo pelear esta batalla? Con los ríos a ambos lados, la caballería enemiga no podría rodearlos. Pero ellos, sus hombres, tampoco podrían maniobrar a caballo. Los jinetes serían inútiles. Un estorbo. Pensó en Zagbula, y en que la huida de la caballería andalusí había dejado a sus guerreros almohades vendidos. Con una mueca alargó la comisura derecha, sin querer pensar en que el primero en desertar había sido él mismo, estimulando así la fuga de los andalusíes. Esta vez no podía ocurrir. No había por dónde escapar. Las murallas, los dos ríos y el ejército enemigo conformaban una jaula.
—Infantería —dijo por fin el sayyid—. No quiero caballería. Que desmonten y dejen sus animales dentro de Sevilla. Y que se mezclen las tropas. No quiero a los andalusíes juntos.
El jeque arrugó el ceño. La costumbre inveterada era que los miembros de cada tribu guerrearan unidos, sin mezclarse con los otros clanes. Eso aseguraba la fiereza, porque al lado de cada soldado luchaba un pariente, un amigo, un paisano. Así se estaba conquistando África. El jeque quiso buscar en silencio el apoyo de alguna otra persona, pero allí, junto al sayyid y él mismo, solo estaban los esclavos del Majzén. A los lados de Yusuf, en lo alto del adarve, varios miembros de la guardia negra miraban con rostro hermético al horizonte, como si la visión del enemigo supusiera para ellos lo mismo que la contemplación de un prado florido. El jeque suspiró, conocedor de la intolerante altanería del sayyid y también de su incompetencia. Hizo ademán de ceder el paso a su señor, aunque Yusuf se quedó allí parado, asintiendo sin hablar, ensimismado. Al cabo de unos instantes volvió a mirar al jeque.
—¿Qué pasa? ¿Eres estúpido? ¿Por qué no bajas y transmites mis órdenes?
—Mi señor, pensaba que vendrías con nosotros a la batalla…
El sayyid dejó que su mandíbula colgara de forma ridícula. Ir a la batalla. Como contra los abulenses. Y el caso era que aquel irritante jeque parecía decirlo inocentemente, con sinceridad. Ir a la batalla. Claro. Era lo que se esperaba de un sayyid. No. No de un sayyid cualquiera. Del hijo predilecto del califa.
—Adelántate y transmite mis órdenes. Yo bajaré enseguida. Y no me importunes más con tus simplezas.
El jeque hizo una inclinación rápida y bajó a la carrera para cumplir su misión. Yusuf, mientras tanto, apretó los labios para intentar disminuir el temblor de su barbilla. Casi podía identificarse a cada jinete y a cada guerrero a pie de la línea enemiga. Los estandartes eran negros a la izquierda del sayyid, verdes a su derecha. Observó a su guardia personal. Aquellos hombres altos y fornidos seguían en silencio, impertérritos, ataviados con sus sencillos ropajes de guerra y empuñando las gruesas lanzas que solo ellos podían manejar.
—Nosotros sí iremos a caballo —les explicó el sayyid, que se sentía algo más seguro con la presencia de sus estupendos guardaespaldas negros—. Rodeadme y no me dejéis solo en ningún momento.
Abajo, junto a las murallas, las cabilas y las tribus se movían de forma caótica. Se entremezclaban entre ellas y con las fuerzas andalusíes. Los hombres se empujaban y daban codazos, nerviosos por aquella estúpida maniobra. Se sentían ridículos al desplazarse por la línea mientras el enemigo seguía avanzando frente a ellos. Pronto los estandartes de los andalusíes sumisos se mezclaron con los de las cabilas almohades, y los jeques usaron sus varas para obligar a los soldados a abandonar a sus compañeros y colocarse junto a extraños. Cada andalusí miraba al bereber que tenía al lado con recelo, y luego se aupaba sobre las puntas de los pies para buscar la posición de alguien conocido.
Yusuf permaneció quieto hasta que cesó el movimiento precipitado entre sus tropas, y aun después tuvo que hacer un esfuerzo para separar sus plantas de las piedras del adarve, que para él representaban la tranquilidad. Mientras descendía, respiraba a bocanadas que no conseguían llenar de aire sus pulmones. Exigió su caballo y varios más para su guardia. Los esclavos del Majzén no formaban parte de un cuerpo de caballería, pero todos ellos estaban adiestrados para luchar de cualquier modo y con casi cualquier arma. El sayyid esperó a que su séquito especial estuviera dispuesto y solo entonces salió por la Puerta de Córdoba, llamada así porque en ella se iniciaba el camino hacia aquella ciudad. Ciudad, por cierto, mucho peor defendida que Sevilla. ¿Por qué aquellos malditos infieles no habían atacado Córdoba? ¿Por qué Sevilla? ¿Por qué a él? Yusuf negó con la cabeza, sumido en aquellos pensamientos, que le hacían temblar de miedo aun rodeado por la guardia negra. Sus demás hombres, a pie, tal como había ordenado, esperaban con aire de angustia a que se les dieran más órdenes, porque las fuerzas enemigas seguían acercándose y aquel lugar era poco menos que una ratonera, con las dos corrientes de agua a los lados, casuchas de arrabal y muretes de cementerio estorbando la línea, y la recia mole de las murallas tras ellos. Yusuf, en cualquier caso, ordenó mantener abierta la puerta bajo pena de muerte. No quería tener que pararse a aguardar en caso de que… Pero no. Esta vez no.
El sayyid tomó aire, de nuevo infructuosamente, y mandó avanzar a su ejército sin más. Los jeques asintieron confusos, a la expectativa de alguna indicación más concreta, pero no la recibieron, de modo que se pusieron a gritar a su vez mientras los tambores empezaban a retumbar desde la retaguardia de aquel caos armado.
Mardánish suspiró complacido al ver avanzar a las fuerzas almohades. Esta vez, por fin, el aprensivo Yusuf se había decidido a salir a hacerle frente. Bien, porque estaba cansado. Cansado de repetir aquella rutina semana tras semana, como una provocación a la mismísima fe del sayyid. La cosa tenía gracia. En seis días había creado Dios el mundo y al séptimo había descansado. Así era, ¿no? ¿Habría comprendido su chanza Yusuf?
Bien, pues con comprensión o sin ella, por fin iban a luchar. El momento que su favorita Zobeyda le había aconsejado buscar estaba allí. En las ocasiones precedentes se había limitado a dejarse ver, a desplegar sus tropas por delante de las humaredas de los incendios, hábilmente provocados para que enmarcaran su desafío y a fin de desgastar la moral de los almohades. Se plantaba allí, al frente de sus hombres y a la vista de las murallas, sin material de asedio y en un número no muy elevado. Esperando.
Mardánish se protegió del sol del mediodía con la mano y torció la boca bajo el ventalle. Ahora se daba cuenta de que los almohades no tenían caballería, salvo por un pequeño número de jinetes a retaguardia. Demasiado pocos para ser una unidad capaz de operar… No, aquel no podía ser otro que Yusuf. El rey Lobo requirió la atención de dos de los jinetes que le acompañaban como guardia personal.
—Id a las alas e informad al conde de Sarria y al arráez Óbayd: que detengan la marcha y permanezcan en sus posiciones. Esperarán a mi señal para rodear los flancos enemigos. —Los jinetes asintieron y salieron disparados, uno hacia cada lado. Luego Mardánish se dirigió al resto de sus guardias—. Recorred la línea de infantería. Arqueros quietos y a la espera, y los demás que sigan avanzando.
La orden se cumplió de inmediato y casi la mitad de la línea se detuvo. Los hombres sacaron varias flechas y las clavaron en tierra para poder disponer de ellas. Mientras tanto, los lanceros cristianos se apretujaron para reforzar la línea y rellenar los huecos que acababan de crear los arqueros. Con ello se redujo el frente que presentaban, y dejaban a ambos lados dos pasillos por los que podría avanzar sin problemas la caballería de Óbayd y del Calvo. Mardánish también frenó y siguió protegiéndose del sol primaveral. Las tropas almohades, que caminaban al ritmo de sus fastidiosos tambores, reducían la distancia. Observó suspicaz sus propias filas, y sonrió con cierto alivio al ver cómo los infantes cristianos progresaban en perfecto orden. El número de sus jinetes apenas llegaba a una cuarta parte de las tropas enemigas, pero eso sería más una ventaja que un obstáculo, o eso esperaba.
Era el momento que ansiaba desde semanas atrás. Ahora que el combate era ya inevitable, rebuscó entre la silla y la piel temblorosa de su caballo. Sacó un billete arrugado y amarillento que leía y releía cada mañana y cada noche. Lo había escrito su amada Zobeyda al despedirse de él en Murcia, y él lo portaba como prenda de amor de su reina. Repasó las letras, plasmadas en exquisito árabe sobre papel xativí, una última vez:
Desearán los caballos que los montes>,
temblarán las espadas de pasión,
se teñirán de sangre las banderas,
y serás luna en un cielo de nobles acciones
cuyas estrellas son tus guerreros.
¿Cómo podrá decepcionarnos el cachorro
que los fieros lobos engendraron para la gloria?
Yusuf sentía el sudor resbalar copioso por su cogote y recorrer su espalda, lo que le provocaba un molesto picor. Aquel maldito sol sevillano, insoportable ya en primavera… ¿O acaso ese sudor tenía otra causa? Miró alrededor y se aseguró de que la guardia negra lo rodeaba convenientemente. Así era, por supuesto. Los esclavos del Majzén eran impecables. Luego volvió su vista a las murallas. Por Dios, se alejaban demasiado rápido de ellas. Su seguridad quedaba atrás. El sudor pareció duplicarse. Un jeque llegó a la carrera desde la vanguardia y pasó entre los caballos guiados por los guardias negros. Caminó en paralelo a la montura del sayyid.
—Mi señor, parte del ejército enemigo avanza. Fuerzas cristianas.
Yusuf escuchó desconcertado. ¿Solo parte del enemigo? ¿Qué quería decir eso? ¿Era una estrategia? Sí, claro, tenía que serlo. El sayyid sintió que se redoblaba el temblor de su mandíbula inferior. Ojalá estuviera allí su padre. Miró al jeque, que aguardaba con la desconfianza pintada en el gesto. Yusuf se sintió herido a la par que abrumado. ¿Sabría aquel hombre lo que en verdad había ocurrido con los abulenses en Zagbula? No, no podía saberlo. Debía salir con bien de aquello. Debía dar las órdenes oportunas… Pero ¿qué ordenar? Los enemigos se movían, aunque solo parte de ellos, solo parte. Volvió a mirar al jeque. El hombre estaba realmente nervioso. Su vista iba de su señor al ejército. El sayyid tardaba demasiado en decidir y el choque se aproximaba.
—Mi señor —se arrancó por fin el atribulado jeque—, permíteme aconsejarte que nos detengamos. Si solo viene una parte de su ejército, dejemos que se separen lo máximo posible. Aplastemos primero a estos que se acercan. Ordena que paremos y usa a los arqueros para ablandar…
Yusuf alzó una mano en silencio para detener la charla del jeque. Este dejó las palabras flotando en el aire, cada vez más caliente y húmedo. El sayyid tenía un gesto de desprecio forzado en el rostro. Consultó las caras de sus guardias y se sorprendió al descubrir que, contrariamente a su costumbre, le miraban interrogantes. Yusuf estaba seguro de que esperaban que confirmara el consejo de aquel jeque. Pero si hacía eso, ¿a quién se atribuiría el triunfo? ¿No se diría que el sayyid tardó demasiado en decidir y que tuvo que hacer caso de uno de sus súbditos? Y aquellos guardias negros seguían mirándole. Casi parecían desvergonzados. No les imponía suficiente respeto, era eso. Claro, lo tenían por pusilánime. ¿Cómo gobernar el inmenso imperio de su padre si ni siquiera sus propios guardias le respetaban? Oyó murmurar a uno de los negros del Majzén con un compañero. Aquello era intolerable.
—Mi señor… —se atrevió de nuevo a reclamar su atención el jeque, esta vez con un deje de angustia.
—¡Basta! —espetó Yusuf, que por fin logró sobreponerse al nudo de su garganta—. ¿Qué nos detengamos, dices? ¿Eres estúpido acaso?
Tanto el jeque como los esclavos del Majzén quedaron en silencio, sorprendidos por la súbita salida del sayyid, mirándose de reojo. Aquella reacción satisfizo a Yusuf. De la desconfianza habían pasado al estupor. No sabían qué pensaba su caudillo. Bien. Mejor eso que lo otro.
—No, mi señor… —acertó a farfullar el jeque—. Quiero decir, no sé… Sí. Sin duda soy estúpido. ¿Tus órdenes, mi señor?
—Mis órdenes. Sí. Mis órdenes… —Yusuf se mordió el labio inferior un instante. Aquel hombre le había recomendado pararse y esperar. Bien. Pues estaba claro—. Manda cargar a la carrera a todos los hombres. Barred a esos enemigos y continuad sin deteneros. Hasta el final. No hagáis prisioneros. Salvo a ese demonio del estandarte negro con la estrella plateada. Quiero al Lobo vivo para crucificarlo en presencia de mi padre en Marrakech.
El jeque tensó los músculos de la cara al cerrar con fuerza la boca. Carga general. Se volvió sin decir nada y corrió a la vanguardia. Yusuf quedó satisfecho y refrenó su montura. Los esclavos del Majzén le imitaron de inmediato. Miró atrás una vez más, a las seguras, imponentes y demasiado lejanas murallas de la ciudad.
El griterío se alzó ensordecedor desde las filas almohades y llegó hasta la línea de infantería cristiana. Eso apagó por un momento los redobles de tambor procedentes de Sevilla. Los cristianos bajaron sus lanzas y sus astas provistas de anchos filos y formaron una muralla de hierro cortante y agudo. Más atrás, Mardánish entornó los ojos. Se pasó la lengua por los labios resecos y asintió en silencio.
—Carga total. Bien —susurró. Luego miró a sus pies, a la fila de arqueros dispuestos y en espera. Sonrió. Observó a los hombres de su pequeño destacamento de caballería, encargados de su guardia personal—. Llegad de inmediato hasta la infantería cristiana. Dad orden de que se retiren a la carrera justo antes del choque y que frenen ante nuestros arqueros. Aquí darán de nuevo frente a esos perros. Los aniquilaremos. —Y Mardánish señaló con la punta de su lanza a la extensión que se abría delante de sus líneas. Sus hombres asintieron y salieron al galope hacia los infantes del conde de Sarria.
A medio camino hacia Sevilla, los hombres de Yusuf dejaban tras de sí una cortina de polvo en suspensión y ocultaban al pequeño grupo de jinetes que se había quedado a retaguardia del ejército en plena carga. El ataque a la carrera era anárquico, carente de toda disciplina. Algunos hombres se adelantaban y otros se quedaban atrás. Un vistazo más cuidadoso reveló a Mardánish que las vestimentas y armas eran dispares. Hombres de piel oscura se mezclaban con otros más pálidos que, además, parecían reticentes. Algunos apartaban a los que tenían delante a codazos y otros insultaban a quienes rebasaban a la carrera. El rey Lobo sabía que el califa había unificado a innumerables clanes del desierto y de las montañas que antes, carentes de un poder común que los subyugara, se enfrentaban entre sí por los pastos o las diferencias tribales. Abd al-Mumín sabía usar la capacidad aglutinante de las cabilas, su eficacia al luchar unidas. Pero aquel ejército de Sevilla parecía desordenado.
Mardánish observó a sus arqueros y volvió a sonreír. Sus hombres, como todos los guerreros andalusíes, eran buenísimos tiradores. Mimaban sus arcos recurvos y cuidaban las flechas como las más preciadas herramientas. El rey Lobo, sin alzar las manos, gritó de modo que su voz pudiera oírse a pesar del griterío y los redobles provenientes de Sevilla.
—¡Arqueros! ¡Tiro alto! ¡¡Tensad!!
La orden, que no llegó a todos por igual, fue repitiéndose a lo largo de la línea. Los arqueros posaron con mimo pero con ligereza sus flechas sobre las cuerdas, levantaron los arcos y se aprestaron. Por delante, los jinetes acababan de mandar retirada a los infantes de Álvar Rodríguez. Estos, que ya podían ver el blanco de los ojos de sus enemigos, no se hicieron de rogar. Dieron media vuelta y empezaron a correr hacia sus propias líneas, precedidos del destacamento de guardia a caballo del rey Lobo. A ambos lados, los cuerpos de caballería aguardaban, y tanto Óbayd como Álvar Rodríguez observaban expectantes a Mardánish. Este dio otro grito.
—¡¡Ahora! ¡¡Disparad!! ¡¡A discreción!!
El tiro tampoco fue simultáneo. Las flechas brotaron primero desde el centro de la línea, y los disparos se sucedieron conforme la hilera de arqueros se extendía hacia los flancos. Las ligeras astas subieron vibrando y el rey Lobo siguió aquella nube con la vista, pero cerró los ojos al toparse con los rayos del sol. El silbido siniestro y agudo fue tornándose grave a medida que las flechas se alejaban y ascendían, y con la destreza de años de entrenamiento, nuevas flechas sustituyeron a las primeras en los arcos andalusíes. El eco del primer lanzamiento no se había apagado cuando la segunda andanada repitió la letanía. Mardánish tiró de las riendas a la derecha y cabalgó tras su línea de arqueros. Comprobaba con satisfacción cómo sus hombres actuaban mecánicamente: desclavaban sus flechas de la tierra, cargaban, tensaban, soltaban. Una y otra vez hasta que tuvieron que recurrir a sus aljabas, sujetas a la diestra de sus cintos.
—¡¡Seguid disparando!! ¡¡Así, mis bravos amigos!! —El rey Lobo alzó su lanza y la hizo tremolar para que el pendón se desenvolviera mientras se aseguraba de que Óbayd lo veía desde el flanco—. Adelante, mi arráez —murmuró.
El adalid andalusí, en la distancia, comprendió de inmediato y espoleó a su montura, al tiempo que gritaba y elevaba su propio estandarte. Al momento, su caballería del Sharq le siguió y los animales, enjutos y gráciles, trotaron por la ribera del Guadalquivir. A la izquierda, Álvar el Calvo no necesitó orden alguna. Su galope comenzó rápidamente al ver cómo Óbayd hacía lo propio desde el otro extremo. Los caballeros cristianos avanzaron en columna mientras de los cascos de sus animales se desprendían pedazos de barro al bordear el arroyo Tagarete.
Yusuf sentía ahora que el polvo se mezclaba con su sudor. Aquella sopa infecta impregnaba sus ropas, sus armas y su piel en una película viscosa. Sus inquietos dientes masticaban arena que, procedente de la nube formada entre el Guadalquivir y el Tagarete, venía arrastrada por una brisa suave y se colaba en su boca, en su nariz, en sus ojos. No podía ver nada, por Dios. Sus hombres habían desaparecido tras aquella asquerosa nube que ellos mismos levantaban al correr. ¿Por qué era tan incómodo el combate? ¿Era necesario todo aquel polvo?
—Agua —pidió con la voz ronca. Pero nadie había llevado agua. Sus guardias se miraron unos a otros. Ellos, acostumbrados a chapotear entre sangre y a tragar el miedo de los enemigos, no comprendían los melindres de aquel joven e indeciso sayyid.
Yusuf intentó escupir, pero el hilo de saliva quedó colgado de sus labios resecos, y se pegó a su barba débil y a la tela del turbante que protegía su cuello. Se limpió nerviosamente; rápido, por si alguien le había visto. Pero los esclavos del Majzén eran discretos. Y además estaban atentos a aquella nube terrosa que poco a poco ascendía. Ya se adivinaban algunos estandartes, así como varias sombras a ras de tierra…
Yusuf sintió su boca secarse aún más. Aquellas sombras, rodeadas de finas astas de madera clavadas sobre la tierra, eran sus hombres. Algunos seguían en pie, pero muchos yacían inmóviles y otros se agitaban. Vio a un par de ellos levantarse y uno se arrancó una flecha de la pierna, aunque volvió a derrumbarse a continuación. Uno de los caballos de la guardia negra pataleó inquieto. La nube seguía disipándose a medida que se alejaba de Sevilla, pero bajo ella crecía la siembra de guerreros caídos. Sus armas y estandartes estaban igualmente en tierra, repartidos entre ellos. Los supervivientes ya no corrían. Se apretaban entre sí y tendían las lanzas al frente. Yusuf se obligó a pensar que aquello no podía ser tan grave. A buen seguro, sus soldados ya habrían barrido a los enemigos y entre aquellos muertos debía de haber muchos cristianos. Sí, claro. Suspiró. Su pesimismo, su miedo se habían impuesto por un momento. Qué tontería.
—Los estamos barriendo —dijo con fingida seguridad, aunque no consiguió engañar a los guardias negros. Estos, con sobrada experiencia militar, intercambiaron miradas de nerviosismo. Ellos podían reconocer los ropajes y las trazas de aquellos caídos. Y eran propios. La miríada de flechas clavadas por todo el campo era la única prueba que necesitaban: los enemigos los habían recibido con una lluvia de hierro y madera. De pronto las riberas del Guadalquivir y del Tagarete se llenaron de nuevas sombras oscuras que arrastraban sus propias nubes de polvo. Uno de los esclavos del Majzén se decidió por fin a hablar con una voz grave y rotunda.
—Mi señor, caballería por los flancos.
El sayyid parpadeó sin entender qué era lo que decía a golpes, con aquella curiosa forma de hablar suya, el gigante de piel negra que tenía al lado. Sus ojos seguían fijos en los guerreros que se convulsionaban bajo el polvo en suspensión, con la vana esperanza de que fueran enemigos arrasados por la infantería almohade. Pero la realidad se impuso cuando las nuevas sombras se convirtieron en jinetes. Los estandartes andalusíes y cristianos encerraron entre ambos la masacre, y Yusuf tiró instintivamente de las riendas para hacer retroceder su caballo. Los guardias negros le acompañaron, pero algunos dejaron caer sus lanzas —demasiado gruesas y pesadas para luchar a caballo, solo aptas para manejarse a pie y con ambas manos— y desenfundaron sus temibles sables de acero indio.
—No… puede… ser —musitó casi sin voz el sayyid.
Frente a él, los dos cuerpos de caballería torcieron sus rumbos para converger. Ahora, más de cerca, Yusuf pudo reconocer las vestimentas cristianas y andalusíes de unos y otros, sus escudos pintados, sus cotas de malla, los pendones de las lanzas. Vio con alivio que poco a poco los caballeros seguían rodeando a su ejército para tomarlo por la retaguardia, y le dejaban a él y a su guardia, de momento, fuera del combate. En aquel lapso de decepción mezclada con el consuelo de no verse directamente atacado, incluso Yusuf fue consciente de la maniobra enemiga. Sus guerreros, todos a pie y mezclados con los caídos, estaban rodeados. Al lado del sayyid, uno de los esclavos del Majzén adelantó un paso su caballo. Yusuf lo miró y vio sus ojos muy abiertos y fijos en la batalla. El blanco inyectado en sangre destacaba sobre la piel negrísima y sudorosa de su rostro. Bajo su piel rasurada, los músculos de la mandíbula estaban tensos y el labio inferior, adelantado.
—¡Quieto, esclavo! ¡Quédate con tu señor!
La orden había llegado de uno de sus propios compañeros, porque Yusuf no era capaz de articular palabra. El guardia permaneció en el sitio, pero su mirada de rabia siguió clavada en los jinetes enemigos, que volvían a alejarse ahora para cargar por la retaguardia de los almohades.
Yusuf dejó por fin que su barbilla temblara sin control y miró de nuevo a las seguras murallas de Sevilla.
Mardánish sonreía con delectación.
Su plan había salido incluso mejor de lo pensado. La línea almohade, mezcladas sus cabilas con las tropas andalusíes fieles al califa, había perseguido caóticamente a la infantería cristiana. Al hacerlo se habían alejado de Sevilla, y sus flancos se habían ido separando de los cursos confluyentes del Guadalquivir y el Tagarete, con lo que se crearon sendos huecos a sus lados. Mientras los arqueros del Sharq al-Ándalus disparaban en parábola por encima de sus compañeros cristianos y acribillaban a las tropas enemigas, los dos cuerpos de caballería habían avanzado por los flancos. Bordearon las corrientes de agua y pasaron por los huecos dejados en su alocado avance por las huestes de Yusuf. La maniobra había sido limpia y rápida, oculta a los ojos de Sevilla por la nube de polvo levantada con la carrera de miles de hombres cargados de hierro. El propio Armengol de Urgel no la habría diseñado tan bien.
Los enemigos caían como aceitunas vareadas, y sembraban de cadáveres y heridos acribillados el campo entre los dos ríos. Los supervivientes detuvieron su carrera y, presos del pánico, se agruparon entre oraciones y miradas desencajadas. Los arqueros no habían acabado aún con todas sus flechas, pero el rey Lobo dio la orden de detener la lluvia de muerte unos momentos antes de que los soldados cristianos, que llegaban a la carrera y perseguidos, frenaran y se dieran la vuelta. Al encarar a los almohades supervivientes, quietos y aterrorizados, los infantes de Álvar Rodríguez bajaron lanzas y embistieron mientras lanzaban sus propias consignas. Deus adiuva et Sancte Iacobe. Justo en aquel momento, los guerreros montados del Calvo y Óbayd llegaban a la retaguardia enemiga y se volvían para cargar desde la espalda de los desgraciados súbditos del sayyid Yusuf. La trampa se cerraba.
El rey Lobo gritó y balanceó su lanza para animar a sus hombres. Entonces se produjo el choque entre los infantes. Los hombres embestían con sus astas y se encontraban con los escudos de unos y las carnes de otros. Un mar de aullidos bramó por entre los ríos y se redoblaron los insultos y las maldiciones. Los cristianos barrieron a quienes se atrevieron a plantar cara. Valientes guerreros que vendían a muy alto precio su piel; algunos de ellos, incluso, con flechas andalusíes sobresaliendo ensangrentadas de sus cuerpos. Los chasquidos metálicos se mezclaron con el hedor a sangre. Ojos abiertos y gestos crispados, pieles cubiertas de sudor, desgarros y polvo. El crujido del metal al despedazar los miembros o penetrar en la carne precedía a cada chillido de dolor. Mardánish alzó la vista para sustraerla de la masacre y vio cómo los dos cuerpos de caballería embestían por la retaguardia a los enemigos. Los atropellaban, los ensartaban, los pisoteaban. Varios hombres volaron desmadejados por encima de sus compañeros.
La debacle no tardó en llegar. Los andalusíes sumisos aprovecharon los huecos a los lados de la batalla para huir hacia el Guadalquivir o el Tagarete, mientras los bereberes morían en pie, o lanzando tajos desde el suelo. Se defendían hasta el final, aun mutilados, y conseguían llevarse al infierno a buen número de cristianos. No había opción a la rendición ni a la piedad. Aquella forma de caer empezaba a resultarle familiar. Mardánish azuzó a su montura y fue seguido de inmediato por su pequeño destacamento de seguridad; recorrió la línea de infantería cristiana, que avanzaba impecablemente, en una muralla humana y móvil que no cedía en punto alguno a pesar de las bajas. Se alegró de contar con semejantes aliados y los rebasó. Pasó entre los andalusíes sumisos que huían, sin prestarles apenas atención. Esos ya no le preocupaban. Su objetivo era otro.
Los chillidos de dolor acallaron los gritos de ánimo que sonaban dentro de Sevilla. O quizás alguien, privilegiado, estaba viendo la batalla desde el adarve y anunciaba a los ciudadanos que todo estaba perdido.
Yusuf, hijo de Abd al-Mumín, quiso considerar por un instante las consecuencias de aquello e imaginó la faz del gran jeque Umar Intí. O peor aún, la de su padre, el califa… Pero el frío terror se impuso y reemplazó un pensamiento que no tenía cabida en su instinto de supervivencia. Vio aparecer a algunos infantes que volvían a la carrera, tras abandonar el campo de batalla. Eran andalusíes fieles al Tawhid, y venían próximos a las orillas de ambos ríos. También pudo ver a otros que se habían internado más allá en el agua. Los del Tagarete parecían progresar con cierto éxito, pero los que habían optado por entrar en el Guadalquivir desaparecían pronto bajo su corriente.
De repente, varios jinetes salieron cabalgando del tumulto por un lado. Ignoraban a los supervivientes que huían y, ante la mirada atónita del sayyid, venían hacia él. Justo hacia él.
—¡A Sevilla! —gritó con desesperación, y tiró de las riendas.
Los esclavos del Majzén gruñeron una maldición al dios cristiano y volvieron sus monturas. Todos menos aquel que había estado a punto de desobedecer. El guardia se quedó plantado, con aquella mirada fiera y perdida congelada en sus ojos, el sable empuñado y las riendas cogidas con fuerza. Yusuf ni siquiera se dio cuenta. Cabalgaba a toda velocidad rumbo a la Puerta de Córdoba, que nadie se había atrevido a cerrar. El esclavo rebelde arrugó la nariz y subió la barbilla. Ululó como una bestia y se lanzó a la carga contra la media docena de jinetes que llegaban procedentes del combate. El que los encabezaba bajó su lanza, coronada por un pendón negro con una estrella de ocho puntas bordada en plata, y encaró al esclavo al tiempo que se encogía tras el escudo, decorado con los mismos motivos. El choque favoreció a Mardánish, que iba mejor armado para una carga de caballería. El esclavo, desprovisto de escudo, no pudo evitar que la lanza perforara la piel de su pecho, cortando por el camino una de las correas de cuero que cruzaban su torso. El hierro se abrió camino, partió el esternón y reventó el corazón del guardia, destrozando tejido y huesos hasta que apareció por la espalda. El asta de la lanza se quebró por el impacto y el rey Lobo la soltó con un aullido de triunfo. La cabalgada dejó atrás al titán negro, que a pesar del choque monstruoso había aguantado encima del caballo, y ahora, atravesado por aquel pedazo de madera roto y alargado, se tambaleaba sin caer. Mardánish y sus hombres espolearon a sus caballos en pos de Yusuf y su escolta. El rey Lobo desenfundó su espada y blasfemó mientras tiraba de las riendas. La Puerta de Córdoba se cerraba ya tras sus presas, manejada a toda prisa por varios sirvientes y soldados de la guarnición. Mardánish se detuvo y se elevó sobre los estribos.
—¡¡Yusuf, cabrero africano, hijo de mil perras del desierto!! ¡¡Dile a tu padre que esto es lo que puede esperar del Sharq al-Ándalus!! —gritó, inseguro de que el hijo del califa pudiera oírle. Daba igual. Alguien se lo repetiría—. ¿Has oído, poderoso sayyid? ¡¡Dile al príncipe de los cabreros que solo hallará dolor y muerte aquí!! ¡¡Dile que se quede en África!!
Los jinetes de Mardánish caracolearon con sus caballos alrededor del rey mientras este desgranaba sus amenazas hacia las murallas. Uno de ellos se le acercó y aguardó prudente. Su señor se había bajado el ventalle y tenía la faz enrojecida por la ira. Aquellos gritos no eran simples bravatas. Realmente quería que los invasores africanos desaparecieran de al-Ándalus. Quería que supieran que, de quedarse, tendrían que luchar contra él con todas sus fuerzas. Guerra perpetua a los almohades.
—Mi señor, estamos a tiro de los arqueros desde las murallas.
El rey Lobo miró a su guerrero con los ojos aún brillantes de cólera. Quedó así unos instantes, como si hubiera sido sorprendido en medio de una pesadilla. Luego cambió la expresión y asintió.
—Tienes razón. Volvamos. —Y obligó a su caballo a volverse. Al hacerlo pudo ver que los hombres de su ejército remataban a los heridos a lo ancho del campo. Tan solo a su derecha, al otro lado del Tagarete, algunos andalusíes sumisos habían conseguido alejarse y corrían con dificultad entre los marjales, sin armas y arrojando miradas de terror hacia atrás. Sus hombres clavaban, atravesaban y degollaban, y de vez en cuando alzaban un estandarte enemigo entre gritos de triunfo. Mardánish sonrió con la misma furia con la que había amenazado al sayyid. Este éxito era lo que buscaba. Lo que le había aconsejado su amada Zobeyda. Ahora todo el mundo sabría que él, el rey Lobo, era capaz de llegar hasta el corazón del poder almohade en al-Ándalus y quebrarlo como una rama seca. Que él había podido derrotar a un sayyid, al hijo predilecto del califa, yendo a buscarle para encontrarle rodeado de enemigos. Y si podía hacer tal cosa, ¿de qué no sería capaz? ¿No podría acaso preservar la libertad de su reino? ¿No podría incluso mantener en jaque a aquellos malditos cabreros africanos? ¿No gozaría el Sharq al-Ándalus de la felicidad y la prosperidad que anhelaba?
Mardánish suspiró y miró a levante, más allá de las figuras de los desertores aterrados que corrían al otro lado del Tagarete. Se sentía fuerte de nuevo, y era gracias a Zobeyda. De pronto le invadió un gran deseo de volver junto a su favorita. Dirigió la vista a su lado, al jinete de su guardia que le había aconsejado alejarse de las murallas.
—¿Sí, mi señor? —se ofreció el caballero al sentirse interpelado con la mirada.
—Pasa aviso al conde de Sarria y al arráez Óbayd. Regresamos a casa.