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Capítulo 21

La reina sagaz

INVIERNO de 1158. Murcia

La lluvia repiqueteaba con fuerza en las calles y las cubría con una cortina gris que había alejado a los mercaderes, compradores y paseantes. Los murcianos permanecían a resguardo en sus hogares, unidos a sus parientes y dejando que sus ojos se perdieran a través de las ventanas y celosías, en los pequeños estallidos del torrente que vaciaba el cielo contra los charcos. Regueros parduzcos culebreaban por las callejas como si quisieran limpiar Murcia. Sin embargo, la sensación de algunos era que aquella lluvia se llevaba algo más que el polvo y la mugre.

Al-yumn wal Iqbal, Felicidad y prosperidad .

Las palabras parecían flotar con la suciedad que el agua barría de las calles. La felicidad y la prosperidad. Como si ese fuera el destino de todos los reyes andalusíes. Un abadí lo había dicho en su palacio sevillano un siglo atrás:

¡Maldita sea la fortuna! ¿Qué ha hecho?

Cada vez que da algo de valor, lo retira.

Mardánish no era ajeno al sentimiento de derrota. Las lluvias invernales añadían un punto de gris amargura a algo que pasaba por la mente de todos. Con el tamborileo del diluvio de fondo, alzó la cabeza y observó desde su sitial a los hombres que se habían quedado a valerle. La sala de consejos, mal iluminada por un par de tristes hachones, acogía a Abú Amir, Pedro de Azagra, Álvar Rodríguez y Hamusk. Los cuatro se mostraban taciturnos mientras miraban las copas de plata colocadas ante cada cual, con su rojo contenido apenas sin tocar. Solo Álvar el Calvo, conde de Sarria, hacía algún esfuerzo por alegrar aquella reunión.

—Por la santa Virgen, somos un puñado de plañideras. —Tomó su copa, se puso en pie y bebió de un trago todo el vino—. Pero si las cosas no van tan mal…

Azagra sonrió con media boca a su hercúleo compañero de armas.

—Ah, ¿no? Castilla y León están a punto de enemistarse, Sancho y Fernando, por muy hermanos que sean, han olvidado ya esta parte del mundo y concentran sus ejércitos en la frontera común. Almería se ha perdido y ese tal sayyid Utmán está convencido de que es invencible. ¿Puede irnos peor?

Álvar se dejó caer en su silla y el golpe retumbó en toda la sala.

—Eres buenísimo alegrando al personal, navarro —reprochó.

—El buen Álvar no ha dicho ninguna tontería —intervino Abú Amir—. La muerte del emperador coloca a nuestros aliados en una situación difícil, pero creo que nos estamos dejando dominar por este oscuro tiempo. El Sharq al-Ándalus es ahora más poderoso que hace un año.

Mardánish miró a su consejero. Ciertamente, la expedición a Almería había sido un descalabro que supuso pérdidas, pero los almohades habían maniobrado de forma absurda: tras tomar Almería, habían regresado a África con su poderoso ejército y con la flota de Ceuta. Andalusíes y cristianos se habían quedado pasmados por aquella decisión, que muchos no acertaban a comprender. A pesar de la extraña estrategia, el eco del triunfo de Utmán se había dejado sentir a través de los puertos de Sierra Morena. Los templarios que guardaban Calatrava, superados por el temor a una campaña enemiga, se habían declarado incapaces de proteger la fortaleza y se la habían devuelto a Sancho, rey de Castilla. Aquello abría el camino de Toledo a los almohades y dejaba la Trasierra castellana en una posición muy difícil. Sancho, que aún pugnaba por hacerse con el dominio total del gobierno recién heredado, donó la fortaleza al abad de Fitero, y a este se unieron varios cristianos, sobre todo toledanos, para intentar mantener un remedo de guarnición en Calatrava. Por lo demás, el nuevo mandatario del más poderoso reino peninsular inició sus entrevistas con otros reyes y príncipes cristianos. Armengol de Urgel y su hermano habían viajado para asistir a la reunión entre el rey de Castilla y el príncipe de Aragón, en teoría dispuestos a presentarse como garantes de Mardánish y procurar que el taimado Ramón Berenguer no quisiera aprovechar la nueva situación para ganar posiciones frente al Sharq al-Ándalus.

A pesar de todo aquello, lo cierto era que Mardánish tenía ahora la posesión del castillo de Alicún, en primera línea contra los africanos, y además había ocurrido algo sorprendente: tras el abandono de las guarniciones cristianas de Úbeda y Baeza, los almohades no habían corrido a ocupar las plazas, como dictaba la lógica. Un periodo de confusión y estupor, coincidente con la muerte de Alfonso de León en La Fresneda, se abrió para cerrarse enseguida con una hábil maniobra de Hamusk. El suegro de Mardánish, enterado de la indecisión almohade, entró como nuevo dueño en las ciudades del Alto Guadalquivir y las declaró bajo poder del rey Lobo. Por lo demás, las tropas de Álvar Rodríguez y de Pedro de Azagra comenzaban a acampar en los alrededores de Murcia. Pronto, al regreso de Armengol de Urgel de su misión diplomática, llegarían también sus huestes. Eso convertía al ejército de Mardánish en la fuerza de combate más capaz de la región, de hecho por encima de los almohades.

—No podemos llorar eternamente la muerte del emperador Alfonso —habló por fin el rey Lobo—. Ni debemos arredrarnos por la pérdida de Almería. Mis antecesores andalusíes eran muy dados a ello, a lamentarse por lo que se fue…, pero yo no pienso hacer tal cosa. Abú Amir está en lo cierto. Recobraremos la iniciativa.

—¿Sin Castilla? —preguntó con cierta sorna Azagra.

—Sin Castilla —respondió de inmediato Mardánish—. Este mismo verano. En cuanto contemos con todo nuestro ejército empezaremos a movernos. Guerra perpetua a los almohades.

Álvar el Calvo mostró los dientes firmemente apretados en una ancha sonrisa.

—Así me gusta. Guerra perpetua a los almohades. Guerra, y al demonio con esos africanos…

—Y al demonio también estos cristianos acampados por aquí. —Hamusk miró de reojo a su yerno—. Pues ya que van a cobrar su ayuda en oro de buena calidad, justo es que no se limiten a ver pasar la vida solazándose en las tabernas. Pero ¿y yo? Mis tropas no van a ser pagadas con la misma largueza que esos bravos guerreros cristianos.

El rey Lobo observó con enojo a su suegro, que una vez más le importunaba con referencias irrespetuosas a sus aliados. Azagra y el Calvo intercambiaron una mirada cómplice y esperaron la respuesta de Mardánish.

—¿Las tierras del Alto Guadalquivir no sacian tu ansia de poder, suegro? Posees ya Úbeda y Baeza por mí.

—Y te doy las gracias, mi señor. —Hamusk enfatizó con cierta socarronería el tratamiento al rey Lobo, bastante más joven que él a pesar de ser más poderoso—. Me siento dichoso de ser vasallo tuyo, pero me gustaría contar en mi… señorío…, sí, en mi señorío, con alguna ciudad importante.

Mardánish pensó de inmediato en Córdoba o Granada, sus objetivos más apetecibles. Conocía a Hamusk y sabía que su ambición no tenía límites; sabía también que como aliado era toda una garantía, pero no estaba dispuesto a ver cómo el poder de su suegro crecía en demasía frente al suyo.

—Sírveme bien y serás recompensado. ¿Lo dudas?

El señor de Segura negó lentamente sin apartar la mirada del rey del Sharq. A Mardánish no le gustó el gesto, pero estaba acostumbrado a la personalidad rebelde de su suegro.

—De todas formas debo aconsejarte, mi señor —habló de nuevo Abú Amir—, que no quieras morder una fruta demasiado grande, al menos al principio. Tu pueblo está triste… Incluso asustado. Todos se veían viviendo en un paraíso para siempre, pero ahora han sentido cercana la amenaza almohade. Eso no es bueno. Apenas salen de sus casas, frecuentan menos las tabernas y no gastan sus dineros en el mercado. Se ha notado un descenso en la demanda de mercancía, y la noticia ha corrido hacia la Marca Superior. La inestabilidad en Castilla tampoco ayuda mucho… Tus súbditos necesitan triunfos rápidos que les devuelvan la esperanza, y sobre todo que los animen a trabajar y disfrutar de nuevo. La prosperidad es un extraño animal que se alimenta a sí mismo, pero si deja de comer…

Mardánish asintió. Una vez más, Abú Amir tenía razón. Debía presentar a los pobladores del Sharq al-Ándalus un panorama de confianza. Demostrarles que ni los almohades eran tan implacables ni el propio rey Lobo tan débil.

—Sin embargo, Córdoba, Sevilla y Granada son las sedes del poder enemigo. —Azagra apoyó ambos codos en la mesa y juntó las yemas de los dedos en pose reflexiva—. Si nos dedicamos a golpear objetivos menores, estaremos dejando de debilitar el verdadero problema. Recordad lo ocurrido con las plazas que ganó el emperador… Fueron recobradas enseguida. Fijaos: si comparto mis tierras con un gato montés, también tengo que compartir las piezas de caza. ¿Qué es mejor, seguir conformándome con las liebres que él me deje o ir directamente a por el gato montés y cazarlo en su guarida?

El rey Lobo volvió a asentir ante el símil cinegético de Pedro de Azagra. Pero faltaba un último toque de decisión en aquel consejo. Echó de menos a Armengol de Urgel, tan sagaz para los asuntos estratégicos. Aunque Abú Amir andaba sobrado de astucia, su campo no era la guerra. En cuanto a Azagra, se trataba de un buen entendedor de la naturaleza humana y, sobre todo, de la caza, y además alguien con quien se podía contar para convencer a cualquiera. Sin embargo, aquel mundo fronterizo iba más allá de los gatos monteses y las liebres. Hamusk también era listo, aunque estaba demasiado ávido de poder… Álvar brillaba con energía pura: valentía y fuerza, sí…, pero ¿a quién pedir consejo? ¿Quién más, que tuviera un fino olfato? ¿A quién olvidaba consultar?

Bajo los arcos entrecruzados del patio, los hijos del rey Lobo contemplaban con curiosidad la pequeña laguna que se había formado en el jardín del alcázar. El pequeño Hilal, de apenas ocho años, se disponía a lanzar al proceloso y diminuto mar palaciego un barquito de madera que un eunuco le había confeccionado. Recibía los afectados consejos sobre marinería de su medio hermano Gánim, que estaba a su lado. Zobeyda, sentada en un banco de madera, disfrutaba de aquel sol tímido que se atrevía a asomar entre las nubes de tormenta. La favorita se arrebujaba en un manto rojo que hacía destacar su melena negra destocada. Observó preocupada el juego de los dos niños. Gánim era inocente y parecía que los dos críos disfrutaban, pero Zobeyda no dejaba de temer que tal vez en pocos años los celos de la umm walad, Tarub, pudieran prender en el corazón de Gánim. La favorita se volvió hacia la izquierda y buscó el color trigueño del cabello de Zayda. La niña corría bajo las arquerías; tiraba de la mano de su hermanita Safiyya y esquivaba los corros de mujeres. Por todo el patio, en un intento de disfrutar de la tregua en medio de aquel temporal que ya duraba días, las demás esposas y concubinas del rey Lobo, las nodrizas y las esclavas del servicio se reunían en grupitos y charlaban, acercaban las bocas a las orejas y bajaban la voz mientras miraban de reojo a una u otra, y con frecuencia a la propia favorita.

Solo faltaba alguien allí: Tarub. Zobeyda observó el rincón más oscuro del harén. Sabía que, bajo los arcos, la umm walad acechaba. No debía perderla de vista. Ni descuidar la vigilancia de sus hijos. No se fiaba de ella. Por eso la favorita permanecía sola y alerta, apartada de las otras. Además agradecía aquellos momentos de soledad para pensar, aunque en los últimos tiempos solo servían para traerle sensaciones de amargura. En aquel mismo patio, precisamente por culpa de la resentida concubina, su idilio de años con Mardánish parecía haberse evaporado. Las visitas del rey al lecho de la favorita seguían, por supuesto, pero ahora ella actuaba desprovista de pasión. No podía perdonar a su esposo la falta de confianza, la acusación oculta, el rápido olvido en el que habían caído los hechos de Valencia. Y lo más hiriente era que, aunque no se le había retirado el estatus de favorita, todo el harén sabía que su lecho había dejado de ser el preferido por el rey.

Y aún había algo más. Algo lacerante. La fogosidad desatada que Zobeyda no ofrecía a Mardánish la había fingido con el conde de Urgel hasta su marcha del Sharq. Se había sometido a todos los deseos de Armengol y se había entregado a él con rabia, como si así pudiera vengarse de la indiferencia del rey. Eso hacía que la frustración y la culpa se mezclaran en un maleficio que la carcomía y que ninguno de sus talismanes podía expulsar.

Zobeyda suspiró, se levantó y pasó la mano por el manto rojo para alisar las arrugas; se dispuso a tomar un baño en el hammam de palacio y a disfrutar de la sapiencia de Marjanna en el arte del masaje. En ese instante, cuando ya recorría el pasillo bajo las yeserías para entrar en sus aposentos, pudo ver cómo Mardánish aparecía en el patio. Todos los presentes se inclinaron en presencia del rey Lobo a excepción de los niños, que continuaron con sus juegos, ajenos a protocolos y lisonjas. Entonces Tarub se dejó ver desde el rincón que llevaba a los aposentos de las concubinas. Zobeyda sonrió: no se había equivocado. La umm walad se acercó a Mardánish sonriente, pretenciosa y altiva, y solo se arrodilló cuando tuvo entre sus manos la del rey, que besó sin dejar de mantener la cabeza erguida. Zobeyda no se inclinó. Miró a su esposo y encontró sus ojos fijos y entrecerrados. La umm walad habló en voz baja, pero Mardánish no respondió. Ella repitió sus palabras. Nada. Algunas gotas de agua, solitarias y dispersas, empezaron a caer en el patio del harén.

El rey del Sharq ignoró a la concubina Tarub. Retiró su mano de los labios de la umm walad e hizo un gesto apenas perceptible que la favorita entendió de inmediato. Su esposo quería verla a solas.

El rencor se encendió en los ojos de Tarub. Su mandíbula se tensó y su figura quedó sola, aislada en medio del patio ajardinado, mientras todas las mujeres del harén se daban cuenta del desprecio del rey. Algunas sonrisas afiladas precedieron a los susurros de burla. La umm walad se levantó, tomó a su hijo Gánim de la mano y tiró de él con violencia para alejarlo de Hilal. Los demás niños, ajenos a aquel teatro de los celos, miraron al cielo, alzaron sus manos y se entristecieron. Llovía de nuevo.

Zobeyda suspiró satisfecha, dio la espalda a Mardánish y se dirigió a su habitación. Anduvo por entre las cámaras de sus doncellas y halló a las cuatro jugando con figuritas de ébano y marfil sobre un tablero. Sonrió y les pidió silencio y discreción, pues el rey venía a verla. Las mujeres se alegraron. Sabían que las visitas de Mardánish a su señora se habían vuelto más infrecuentes y desapasionadas. Zeynab se levantó.

—¿Necesitarás nuestros servicios, mi señora?

—No lo creo, pero os llamaré si es preciso.

La esclava asintió y cerró la cámara al tiempo que el rey Lobo aparecía en la embocadura del corredor. Fuera, la lluvia arreciaba. Zobeyda abrió su propio aposento, entró y tomó asiento en la cama sin despojarse del manto. Puso ambas manos sobre las rodillas y esperó. El rey la había requerido delante de todo el harén. Y además, al hacerlo había despreciado el agasajo público de Tarub. En esos momentos, los cuchicheos de las esposas y concubinas estarían tan desatados como el temporal que regresaba. Zobeyda inspiró satisfecha. El mejor broche para aquello sería un regalo de amor, sin duda. Desató el lazo que ajustaba el manto. Mardánish entró y cerró tras él. La favorita se levantó y dejó caer hacia atrás la prenda, alzó la barbilla y se dispuso a entregarse. El rey ignoró el gesto, se desvió hacia una de las alhanías laterales y recorrió la habitación lentamente, con las manos cogidas a la espalda. Zobeyda arrugó la nariz extrañada y observó a su esposo. La penumbra y la melodía de la lluvia al rebotar contra las baldosas creaban un ambiente relajante, propicio para el goce del amor, y Mardánish siempre había sabido aprovechar muy bien aquellos accesorios del destino. ¿Cuándo, más que ahora, era necesario que sus cuerpos se unieran para conducir a sus almas a encontrarse de nuevo?

—Necesito que me hables de algo —anunció por fin el rey Lobo.

Zobeyda no abandonó su gesto de extrañeza. ¿Se había equivocado? Tal vez el teatro de fuera no significara nada. La duda se cambió por la incomodidad, y esta fue tornándose de forma lenta en irritación.

—Ordena, mi señor.

—Pues se trata de… Armengol de Urgel.

La repentina palidez de Zobeyda no fue vista por Mardánish, afortunadamente. Él estaba en ese instante encarado a la alhanía, pasando sus dedos por el reborde de la cortina que cubría la pequeña estancia lateral.

—¿Qué ocurre con Armengol de Urgel? —La favorita carraspeó. La voz le había salido aguda. Angustiada.

—Pasa que no está. Su ingenio es mayor que el de cuantos me rodean. Pero se halla en tierra de cristianos. Ha mediado entre las rivalidades de los dos reyes hermanos, Sancho y Fernando. Defendiendo nuestros intereses también, pues por fortuna se siente atraído por nuestro reino. Ah, y ha aprovechado para tomar esposa. O eso se oye decir. Esa tal Dulce de Foix, una noble de más allá del Pirineo…

—¿Y qué tengo que ver yo con todo eso?

El rey se volvió y miró a su esposa favorita. ¿Qué había de raro en su tono?

—No dispongo de nadie tan sagaz como tú. Lo demostraste con la rebelión de Valencia.

Zobeyda ahogó un suspiro de alivio. De modo que era eso.

—Soy una mujer. ¿Y tus aliados? ¿Qué pasa con mi padre? ¿No confías en su juicio? ¿Y Abú Amir?

—Tu padre mira siempre por sus propios intereses. Y Abú Amir es buen consejero cuando se trata de defender el reino. No de atacar a nuestros enemigos.

—Pide el consejo de Azagra o del gran Álvar.

—Un buen cazador y un guerrero invencible. No, no me sirven para lo que quiero. Preciso de sutileza. De astucia. Y de entre los que me son fieles, solo puedo recurrir a ti.

Ella bajó la cabeza y miró los dedos de sus pies descalzos. De entre los que le eran fieles. Eso había dicho. Pero ella no le era fiel. No lo era. Qué burla del destino recurrir a Zobeyda, la traidora, porque Armengol, el traidor, se hallaba ausente.

—Hasta hace un instante, no parecía ser gran cosa para ti.

Mardánish resopló.

—Ah, Zobeyda, te lo ruego: no me zahieras ni juegues conmigo. —Se esforzó en no mostrar enfado por el empecinamiento de su esposa—. Sabes que las cosas no han sido fáciles. Los almohades están ahí, cada vez más cerca… Y tu padre parece recrearse en sembrar discordia. Ahora ya no es solo mi arráez quien le molesta. Ha empezado a mostrarse grosero con mis aliados cristianos. Y además —Mardánish abandonó su tono conciliador y adoptó otro más agresivo—, tú también estás rara, distante. ¿Has dejado de amarme?

Zobeyda no contestó. Tal vez fuera la culpa por su repetido adulterio lo que la hacía actuar a la defensiva. O quizá se había dejado llevar por la actitud rapaz de Tarub… Más que nunca, la traición que cada poco cometía con Armengol de Urgel en aquel mismo lecho se presentaba como algo repugnante. Se obligó a pensar que no lo hacía por maldad, sino todo lo contrario.

—¿Qué piensas? —la sorprendió él de repente. Una fuerte oleada de calor invadió las mejillas de Zobeyda. Dio la espalda a Mardánish y su vista se posó en la cama, ahora sucia por la infidelidad con el conde de Urgel. Armengol se acababa de casar con su prometida. Y quizás esa tal Dulce, la noble norteña, fuera incluso bella y complaciente. De ser así, ¿querría regresar el conde al Sharq? ¿Seguiría resultándole irresistible su hechizo andalusí? Zobeyda se retorció los dedos. ¿Y si el adulterio había sido inútil? Trató de ignorar la telaraña que ella misma había tejido y en la que ahora estaba atrapada. Si su esposo quería consejo, se lo daría. Le daría todo lo que precisara. Tal como siempre debió ser. Se acercó a la pared y recorrió con los dedos las taraceas paganas de la arqueta de marfil en la que guardaba sus alherzes, betilos y talismanes.

—Gozas de la alianza de poderosos señores cristianos e incluso tienes plazas avanzadas contra tus enemigos. ¿Qué te inquieta? —preguntó sin encarar a su esposo.

—Mi pueblo —confesó él, ajeno a la culpa que atenazaba la mente de su favorita—. Tú te has mostrado siempre diestra para mantenerlo de nuestro lado. Ahora temo que nos abandonen. No por falta de lealtad, sino de esperanza. Antes la felicidad y la prosperidad eran las auras que ornaban sus vidas, pero ahora la sombra de Abd al-Mumín se ciñe sobre ellos. Es como esta maldita lluvia. Los mantiene encerrados en sus casas.

—Aun así, tú no te privas de tus fiestas —reprochó ella en voz baja, sin mirarlo aún pero girando la cabeza levemente—. Tu pueblo estará al menos aliviado de saber que cada jueves organizas orgías interminables con tus amigos y aliados.

—¿Estás celosa? —preguntó Mardánish ante el nuevo picotazo de Zobeyda.

—¿Lo estarías tú si fuera yo quien copulara con otros?

No había podido evitarlo. Zobeyda se mordió el labio y maldijo su inclinación a sacar las uñas. Aquella pregunta había terminado de irritar al rey Lobo. Ni siquiera quiso imaginarse lo que pretendía insinuar su favorita. Inspiró lentamente y recordó para qué había acudido a aquel aposento, lugar de tantos lances de pasión y, ahora, poco menos que una cámara de tortura.

—Amada mía, siempre he reconocido tu valía para la política —intentó dar un aire sosegado a sus palabras—. Tienes un fino olfato para afrontar las crisis y en el pasado has servido a nuestro reino de igual modo que mi espada. No, mejor aún —reconoció él en un intento por granjearse algo de la simpatía perdida de su esposa—. Eres conocedora de que la moral de nuestros súbditos decae.

—¿Decae? Está muerta, querrás decir.

—Bien, sea como gustas. El pueblo, en todo caso, necesita presenciar un giro del destino. Nuestra situación, hoy me lo han hecho ver, es mejor que la del año anterior, pero tener en poder del Sharq plazas como Baeza o Úbeda no parece ser suficiente. Abú Amir insiste en que debemos demostrar a nuestros súbditos que somos capaces de sobreponernos a todo esto. A pesar de ello, no tenemos todavía capacidad para tomar Granada o recuperar Almería.

Zobeyda seguía el razonamiento de su esposo, pero con las últimas palabras sintió un vuelco en el corazón. ¿De qué servía entonces el insoportable adulterio que buscaba y a la vez padecía?

—¿Cómo que no tenemos capacidad? ¿Qué burla es esa? ¿Qué pasa con tus amigos cristianos? ¿Qué pasa con la ansiada alianza con el conde de Urgel? ¿No había de servir para convertirnos en un poder imparable?

—Servirá, servirá. —El rey pidió tranquilidad con las palmas abiertas. ¿A qué venía ese súbito pesar de Zobeyda? ¿Por qué en un momento se mostraba acogedora y al siguiente mordía como una víbora? Mardánish se preguntó si algún día sería capaz de entender a aquella mujer—. Pero la campaña de Almería nos ha retrasado. Pasará un tiempo antes de que estemos otra vez en condiciones de imponernos, y ese tiempo corre a la vez en contra nuestra. Necesitamos un triunfo ya. Un triunfo que ha de contentar a nuestro pueblo.

—Nuestro pueblo, dices. ¿Me sigues considerando tu reina?

El rey Lobo miró a Zobeyda a los ojos, aun a sabiendas de que aquello era dejarse subyugar y caer bajo su hechizo.

—Siempre has sido mi reina. Siempre lo serás.

La favorita asintió complacida. Trató de quitarse de encima la costra de vergüenza por aquello que furtivamente ocurría sobre el lecho que dominaba el aposento y dejó que el sonido de la lluvia lo invadiera todo de nuevo. Cerró los ojos y se concentró en la misión que ahora le encomendaba el rey. Su imaginación voló a las calles de Murcia, que también podían ser las de Valencia, Alcira, Lorca u Orihuela. Se deslizó por los zocos y trepó hasta las celosías. Se coló en las estancias en penumbra, donde los súbditos del Sharq vivían sus vidas. Se alimentó de la misma sustancia que hacía que sus amados andalusíes se levantaran cada día, acudieran a sus huertos o lavaran las ropas en el río, rieran con sus hijos o copularan en sus lechos. ¿Por qué esos mismos hombres y mujeres amaban a su rey? ¿Por qué podían dejar de hacerlo? Invocó en el silencio de su mente a los espíritus paganos y femeninos a los que la noche del tiempo y la ira del Profeta se habían tragado. A al-Ilat, sublime divinidad, a al-Uzzá, la poderosa, y a Manawat, que maneja el destino.

—Necesitas un golpe de mano. Un golpe de mano es lo que ha dado la iniciativa a los almohades, con esa invasión de Almería. Fíjate bien: un muchacho apenas adolescente conquista una gran ciudad en poder de los cristianos y luego desaparece, dejando tras de sí el mismo vacío que antes de llegar. ¿Por qué?

—Todos nos lo preguntamos.

—Un golpe de mano —repitió ella—. Con esa acción, Abd al-Mumín se ha ganado el respeto que ninguno le teníais. Es capaz de presentarse aquí… No, es capaz de mandar a uno de sus hijos, un jovencito inexperto, y cambiar las tornas. Con esa tontería ha conseguido limpiar de un plumazo toda la presencia cristiana al sur de Sierra Morena, ha instalado nuestro reino en la desesperación y, de paso, ha logrado matar del disgusto al emperador Alfonso. Y ha convertido el imperio cristiano en un pastel que Sancho y Fernando se reparten entre espadazos.

El rey Lobo asintió ante el agudo y sintético análisis de su esposa. La alumna de Abú Amir superaba a su maestro con mucho. Sonrió con orgullo.

—¿Y es eso mismo lo que he de hacer yo?

—Claro. Los almohades no han atacado Toledo ni Murcia. ¿Te has fijado? No, ¿para qué? Almería era mucho más accesible: mal defendida y demasiado lejos para un pronto refuerzo. Y por otro lado no es ninguna aldeúcha. Oh, Almería, la ciudad que el emperador conquistó con tan gran esfuerzo y participación de las fuerzas de Cristo… Su valor simbólico era lo que convertía Almería en el lugar adecuado para el golpe de mano.

»Ahora fíjate en lo que tus agentes y consejeros te dicen y que yo tengo que escuchar a escondidas. El joven Utmán fue el que hizo caer Almería, pero quien vino a tomar posesión de la ciudad fue su hermano mayor, Yusuf. El mismo al que los abulenses derrotaron cerca de Sevilla.

Mardánish asintió. Todos esos detalles eran parte de la información que le suministraban en la sala de consejos o en el maylís.

—¿Y bien? —invitó a continuar a Zobeyda.

—Yusuf es pieza valorada por Abd al-Mumín, mucho más que Utmán, a pesar de ser este superior en su capacidad. Pero Utmán se ve relegado a un segundo plano para que Yusuf se alce como vencedor de Almería después del descalabro con los de Ávila. Utmán, el despreciado, es correoso. Está al frente de Granada. Nos ha vencido. Yusuf, el favorito, es débil. Está al frente de Sevilla. Ha sido derrotado.

—¿Sevilla? —preguntó sorprendido Mardánish—. ¿Debo atacar Sevilla?

—Yusuf —corrigió ella—. Avanza hacia Sevilla, donde nadie te espera. Ve sin mi padre, pues de un solo andalusí ha de ser el triunfo. Obliga a Yusuf a enfrentarse a ti y véncele. Yusuf, el que izó el estandarte almohade en el alcázar de Almería. Yusuf, el gobernador de la capital enemiga en al-Ándalus. Regresa con ese triunfo tuyo y muéstraselo a tus súbditos. Pues fue el emperador de los cristianos quien perdió Almería, pero será el rey Lobo quien derrotará a Yusuf, el hijo predilecto de Abd al-Mumín.