El paso de Sierra Morena
UNOS días después
He aquí que traeré sobre vosotros una nación de lejos, oh, casa de Israel: una robusta nación, una nación antigua, cuya lengua no sabrás, ni entenderás lo que hable.
Su aljaba es sepulcro abierto. Todos ellos son valientes.
Y comerá tus mieses y tu pan; devorará a tus hijos y a tus hijas; comerá tus rebaños y vacadas; se comerá tu vid y tu higuera. Y quebrantará con la espada tus ciudades.
El sol castigaba inclemente, como había hecho durante todo el verano, el campamento de las tropas combinadas. Además, los pabellones estaban llenos del polvo que el viento trasladaba desde poniente. Los hombres, en un inútil intento de huir del calor en los momentos centrales del día, permanecían en sus tiendas sin hablar, con una permanente sensación de agobio y la certeza de que perdían el tiempo. Solo los centinelas y los lagartos caminaban por entre los pabellones como si fueran fantasmas. Incluso dentro de la gran tienda del emperador, donde se hallaba reunido el consejo de guerra, reinaba el silencio. Los hombres se observaban unos a otros furtivamente, sin alzar la cabeza, y al final las miradas confluían en Alfonso de León, recostado de lado en su trono de campaña, con la cabeza apoyada sobre una mano y la mirada perdida. Los últimos días, en especial tras el descalabro contra la empalizada almohade, habían añadido a su rostro ajado una sombra de amargura que contagiaba a todos. En vista de que su señor no parecía dispuesto a hablar, fue el alférez cristiano quien inició el consejo con al asunto principal por el que se habían reunido allí.
—Anoche llegaron noticias: Abd al-Mumín tiene listo un nuevo ejército en Marrakech. Pronto su flota lo traerá aquí, lo desembarcará y reforzará el asedio de Almería. Eso si no nos barre sin más.
Gonzalo de Marañón dio un paso atrás al terminar de hablar y se colocó junto al arzobispo de Toledo, a la izquierda del emperador. A la derecha, Sancho compartía el gesto triste de su padre. Sin duda ya conocía la noticia. Fernando, al lado de su hermano, ni se inmutó.
—Los refuerzos que esperamos no llegarán antes que ese nuevo ejército —vaticinó Armengol de Urgel—, y tampoco sabemos si serán suficientes.
El desánimo ya cundía antes, pero ahora la ola de derrota terminó de invadirlos. Ni uno solo dudó de que no había opción alguna de salvar Almería. Además, cada día que pasaba acercaba la inevitable rendición de la guarnición cristiana de la alcazaba. Si no habían sido capaces de doblegar el cerco almohade, ¿qué podrían hacer contra un segundo ejército africano?
—Almería está perdida —sentenció por fin el emperador. Aquellas palabras fueron la rúbrica que esperaban. Deberían haber caído como un mazazo, pero lo cierto fue que varios de aquellos nobles las recibieron con alivio. Por fin Alfonso reconocía lo evidente.
—Podemos negociar la salida de la guarnición cristiana. Los almohades aceptarán perdonar sus vidas si se ahorran seguir con el cerco y traer a un nuevo ejército a la Península.
Varios asintieron ante las palabras de Azagra, pero aquello no dejaba de ser un detalle. La mente del emperador, cansada y deseosa de regresar a Toledo, calculaba ya qué otras consecuencias tendría la pérdida de Almería.
—Las plazas conquistadas cerca de Jaén corren peligro, ahora más que nunca. —Su débil voz no se dirigía a nadie en concreto—. Y si caen, incluso los pasos de Sierra Morena pueden ser violentados… Calatrava. Hay que reforzar Calatrava… Y Toledo…
—No debéis precipitaros, mi señor —habló Mardánish—. Contáis todavía con nosotros para ayudaros en caso de que los almohades pretendan hacerse con otros lugares. Ahora no nos pillarán por sorpresa, como ha pasado con Almería. Recordad que nuestra presencia aquí es importante. Abd al-Mumín debe saber que hallará oposición. Recordad esto también: solo unidos venceremos a los almohades.
El emperador alzó por fin la cabeza y miró al rey Lobo. Intentó sonreír, pero le salió una mueca temblorosa.
—Amigo Mardánish, siempre tan leal… Tu corazón bravo se enfrentará a los almohades hasta el fin.
El rey Lobo no devolvió la sonrisa. Parecía que las palabras del emperador anunciaran la derrota al término de la resistencia. «Hasta el fin», había dicho. Alfonso de León se volvió hacia su hijo Sancho.
—Este es tu legado. Debemos abandonar las plazas poco seguras y concentrar fuerzas, o igualmente perderemos baluartes y también guarniciones.
—Mi señor, no desesperéis —intervino Álvar Rodríguez—. No estamos vencidos, ni mucho menos. Recordad que las milicias de Ávila humillaron al gobernador de Sevilla no hace mucho…
—Lo que se avecina no es una escaramuza —le cortó el emperador—. Si Abd al-Mumín se decide a cruzar el Estrecho, avanzará con sus ejércitos como una ola. Es vital que mantengamos el control al otro lado de Sierra Morena. Toledo no debe verse amenazada.
—Pero no entreguéis vuestras plazas, mi señor —pidió Mardánish.
—Amigo mío, tú también deberías reforzar tus fronteras. Guarda tropas en Guadix, y que nuestro buen amigo Hamusk proteja Segura. Hay que partir. Dad órdenes a vuestros hombres: la campaña ha terminado. Nos retiramos.
La desazón hizo que nadie pudiera responder de inmediato. Tan solo Fernando dejó ver un asomo de satisfacción al asentir levemente con la cabeza. El emperador solicitó la ayuda de su hijo Sancho y de su alférez para levantarse del trono, lo que hizo con un gesto de dolor. Armengol de Urgel miraba a ambos lados con los ojos muy abiertos, como si buscara algo.
—Quedan flecos sueltos, mi señor —dijo al fin—. Hay que retirarse con seguridad, sin dar la espalda… Las plazas que queréis abandonar serán regalos para los almohades, y las aprovecharán para hostigarnos.
Mardánish también intentaba pensar con rapidez. Irse sin más, como quería el emperador, significaba desguarnecer todo el flanco derecho de las tierras del Sharq al-Ándalus. A la amenaza de Granada habría que unir ahora las de Almería y Jaén, con lo que las tierras de Guadix y Baza quedarían seriamente comprometidas.
—Mi señor, cededme vuestro castillo de Alicún —pidió el rey Lobo—. Si cae en manos almohades, tendré al enemigo a un tiro de piedra de Baza y con capacidad para aislar Guadix. Si os parece bien, tomad a cambio Uclés. Está en zona segura y en la frontera entre nuestros territorios.
El emperador hizo un gesto con la mano para conceder el trueque. Mardánish inclinó la cabeza levemente.
—Amigos, necesito descansar… —se disculpó el viejo Alfonso, que caminaba del brazo de Sancho y seguido de su alférez, Gonzalo de Marañón. Se dirigían hacia el catre de campaña oculto tras un bastidor—. Necesito dormir. De verdad. Lo necesito.
El pabellón se vació en respuesta a la insinuación, pero Mardánish retuvo fuera a Hamusk, Álvar Rodríguez, Pedro de Azagra, el conde de Urgel y su hermano Galcerán.
—No sé hasta dónde llegará con esa intención suya, pero si abandona las plazas al sur de Sierra Morena, tendremos problemas.
—No estamos en condiciones de defender esos lugares nosotros solos —indicó Armengol—. Tal vez cuando recibamos mis tropas y las de Álvar…
—También podemos reclutar a más gente en nuestras tierras —añadió Hamusk.
—Nos batimos en retirada y aun con todo seguís pensando en nuevas expediciones. Así me gusta —habló el Calvo, deseoso de arrancarse la sensación de derrota que había planeado sobre el pabellón del emperador—. No cejemos. Tomemos ejemplo de los de Ávila, valientes como leones. Y además tenemos a los portugueses a occidente…
—Os repito que nosotros también debemos regresar —insistió Armengol—. Sin el concurso del emperador, nuestras tropas aquí no podrán oponerse a nadie, mucho menos hacerse cargo del Alto Guadalquivir. Hay que volver y reforzarse. —Dirigió su mirada a Mardánish—. Deja guarnición en Alicún, eso sí. Pero aguarda a que nuestras fuerzas estén al completo para una nueva campaña.
—Así se hará —aceptó el rey Lobo—. Regresamos para reponernos y nos mantendremos a la espera de lo que hagan esos africanos. Pero yo no pienso aceptar derrota alguna por mucha lealtad y cariño que aún guarde al emperador Alfonso.
—Me temo —apuntó Pedro de Azagra— que los días del emperador han terminado. Se muere.
Las palabras del navarro flotaron sobre los guerreros como un ave negra que se dispusiera a caer sobre los restos de la matanza. Galcerán de Sales se santiguó con rapidez.
—Sancho continuará su labor —dijo Álvar el Calvo.
—Y Fernando —añadió Armengol de Urgel—. Eso espero.
Mardánish negó con la cabeza.
—Es un error. El emperador no debería haber dividido sus tierras. Sancho es quien tendría que haberle sucedido. Al frente de todo.
No se dijo nada más. Todos asintieron, salvo el conde de Urgel. Entonces se dieron cuenta de que hablaban del legado imperial como si el anciano Alfonso estuviera ya muerto. No había nadie en aquella reunión que no respetara al viejo soberano, y casi todos, además, le guardaban cariño. Se separaron en silencio, y cada cual tomó el camino de su tienda. Solo entonces el cortinaje del gran pabellón se desplazó un poco, y el joven Fernando, futuro rey de León, asomó al exterior. Entornó los ojos al observar a Mardánish, que se alejaba cabizbajo. Luego inspiró despacio el aire de aquel lugar que nada le importaba. Tanto le daba que fuera castellano como almohade. Soltó el aire con fuerza y sonrió. Pronto llegaría su momento, y tal vez algún día aquel andalusí se arrepentiría de haber deseado que Sancho hubiera sido el único heredero del viejo y moribundo emperador Alfonso.
Unos días después. Pasos de Sierra Morena
Las caballerías avanzaban cansinas, trepando por aquella cuesta mientras esperaban que alguna de las pequeñas y solitarias nubes les diera un respiro y ocultara aquel sol insufrible. A los lados del camino que serpenteaba entre las peñas de la Sierra Morena, los fresnos daban nombre al lugar desde antiguo: La Fresneda.
El emperador detuvo el lento paso de su montura, apoyó una mano en el arzón y, con gran esfuerzo, giró el cuerpo para mirar atrás. Una hilera interminable de hombres, bestias de carga y carruajes se extendía a lo largo de la senda que recorrían de vuelta a Toledo. Un ejército derrotado que dejaba atrás a los hombres caídos en el inútil ataque a la empalizada de circunvalación de Almería. Y junto a ellos, las guarniciones de Úbeda y Baeza, que por fin había decidido abandonar.
Notó una extraña sensación de vacío precedida de un pinchazo en el brazo izquierdo. Aquel lugar, aquellos hombres, la extensión de tierra andalusí que se alargaba hasta perderse en el horizonte hacia el sur…
—Solo unidos venceremos a los almohades —repitió las palabras de Mardánish. Sancho, que viajaba a su lado, oyó lo que decía su padre. Frenó la montura y dejó que varios hombres los sobrepasaran a él y al emperador.
—¿Qué?
—Este lugar —masculló Alfonso de León mientras la creciente sensación de malestar avanzaba hacia su hombro y su pecho—. Algo me dice que todo nos lleva a este lugar. —El dolor se concentró en un punto y el cuerpo del emperador se tambaleó sobre la silla. Sancho se inclinó desde su propio caballo y agarró a su padre por las vestiduras.
—¡¡El emperador se encuentra mal!! —gritó—. ¡Avisad a sus médicos!
Varios de los sirvientes se apresuraron. Unos corrieron cuesta abajo, entre las encinas, alcornoques y fresnos, y otros recogieron con suavidad a Alfonso de León, a quien ayudaron a desmontar. El emperador, con la mano derecha apretada contra el pecho, contrajo el rostro en un rictus de dolor. Sancho saltó al suelo y señaló una encina cercana.
—Al pie del árbol. Sentadlo allí.
Obedecieron, y el envejecido Alfonso apoyó la espalda contra el tronco. Después, los hombres se hicieron a un lado abrumados por la duda, sin saber muy bien qué hacer en aquella situación. Sancho se acuclilló frente a su padre.
—Todo nos lleva a este lugar —repitió el emperador con la voz ya quebrada—. Estas mismas montañas, los árboles…, esta encina… verán nuestro triunfo, Sancho.
—Claro que sí, padre —respondió el heredero de Castilla con un nudo en la garganta. Oyó tras de sí las voces de los sirvientes reclamando a los médicos que se dieran prisa, pero aquellas sendas de montaña obligaban a estirar la columna de marcha. Quien sí llegó de inmediato hasta la encina fue Juan, el arzobispo de Toledo. Entornó los ojos al mirar al emperador y chascó la lengua.
—¡Los óleos! —exigió a sus propios criados. Sancho se cubrió la cara con ambas manos. En ese momento llegó también Fernando, que espoleaba a su caballo. El joven desmontó, pero permaneció junto al animal, con las riendas en la mano y la cabeza ladeada.
—Permaneced unidos…, tu hermano y tú —siguió Alfonso de León—. Solo unidos venceremos…
Sancho se restregó los ojos. El arzobispo Juan movía sus dedos con rapidez sobre la cara del emperador, ahora libre de la mueca de angustia. La voz de Alfonso de León fue apagándose mientras la del arzobispo imponía su monótona letanía.
—Per istam sanctam unctionem et suam piissimam misericordiam indulgeat tibi Dominus…
El primogénito miró atrás, al tropel de sirvientes y médicos que subían trabajosamente por el empinado sendero. Sus ojos recorrieron las filas de hombres y caballos y volaron hacia las onduladas tierras del mediodía.
—Solo… unidos…
Las lágrimas nublaron la vista de Sancho, y las extensiones arboladas se mecieron de un lado a otro, como ejércitos grandiosos que se prepararan para el choque. Tal vez él mismo pudiera cumplir el deseo de su padre agonizante y hacer que todo confluyese en aquel lugar. Quizás, si no, podría conseguirlo su joven retoño, el pequeño Alfonso… Todos unidos. O a lo mejor su padre se equivocaba y eran los almohades quienes iban a conseguir su propósito. ¿Eran sus palabras el delirio de un enfermo o la revelación divina al moribundo? Entonces su vista reparó en Fernando, su hermano. En su cara inexpresiva. En su actitud de espera.
El arzobispo de Toledo terminó su queda oración. Sancho se volvió y vio al emperador inmóvil, con un gesto de beatífico júbilo pintado en el rostro, como si simplemente durmiera tras la agotadora marcha desde Almería. Sancho inspiró con profundidad y miró alrededor, a los hombres que aguardaban cabizbajos. El arzobispo se levantó y se separó de Alfonso de León. Se plantó ante Sancho, puso una rodilla en tierra y tomó su mano, que besó antes de anunciarlo en voz alta para que todos pudieran oírlo.
—Tu padre ha muerto, Sancho.