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Capítulo 19

La carga del emperador

VERANO de 1157

Mardánish llevaba toda la mañana con el espíritu encogido por el panorama que hastiaba, desde hacía tiempo, al ejército combinado cristiano y musulmán. Ante él, la empalizada y el foso almohades continuaban incólumes y mostraban su aparente fragilidad como si fuese una ironía. Nada habían podido contra ellos todos los miles de hombres que el emperador Alfonso y el rey Lobo habían llevado para liberar Almería del cerco almohade.

Mardánish había asistido a la rutina de sus enemigos en silencio, escamado por averiguar algo más de aquellos extraños hombres de piel oscura, tan lejanos ahora como en los años anteriores. Poco más que la sombra de una amenaza incomprensible. ¿Poco más que eso?

No, desde luego. Afianzar las posiciones del emperador había costado sangre a raudales. Tuvieron que sacar a fuerza de hierro a los arqueros enemigos emboscados en grietas del terreno o tras marañas de arbustos. Aquellos adversarios resistían hasta la muerte y se batían aun en condiciones de franca inferioridad, como si realmente miraran esperanzados a la parca, convencidos de que tras aquel telón invisible iban a encontrar un paraíso cruzado por ríos de leche y miel en el que serían servidos por huríes. Bellas y complacientes vírgenes a las que, en un absurdo bucle místico, desflorarían un día tras otro. La faz cruzada por una sonrisa estúpida era la marca con la que abandonaban este mundo, no sin antes haber acarreado en el tránsito al orco a un buen número de esforzados guerreros castellanos, murcianos, jienenses, valencianos…

Aquel día probarían de nuevo, esta vez de forma más ambiciosa. Esperarían a la oración del mediodía, cuando casi todos los almohades abandonaban sus armas para postrarse cara a oriente. Armengol de Urgel, tan reacio a atacar que solo había podido ser vencida su voluntad por el propio emperador, se había pasado semanas discutiendo con al-Asad para ponerse de acuerdo sobre cuál era el punto más accesible de la empalizada enemiga; todo para darse cuenta finalmente de que el trabajo de los sitiadores había sido impecable. Nada de puntos débiles. Por ello atacarían en línea recta, por el camino más corto. Con un par de avances de distracción a cada lado, pero concentrando la fuerza en un lugar concreto, un punto de la empalizada enemiga que ahora se hallaba frente a la mirada ceñuda del rey Lobo.

—Es el momento —avisó tras él la voz de su suegro Hamusk.

Mardánish se volvió. El estrambótico señor de Segura había cambiado sus vestimentas lujosas y recargadas por el atuendo guerrero. Hasta su rostro parecía haber mudado. Sus ojos despedían un fulgor extraño, tal que no compartiera el mismo temor que el resto del ejército, la misma inseguridad, el mismo sentimiento oculto de que aquello no serviría para nada. Y como si los almohades hubieran querido rubricar la sentencia de Hamusk, el muecín lanzó su llamada lejana y convocó a los creyentes para orar a Dios.

Mardánish se abrochó el ventalle, requirió con un gesto callado su yelmo y lo enlazó por sí mismo. Ajustó el barboquejo con movimientos cortos y seguros. Luego volvió la espalda a Almería y, junto a su suegro, regresó a la línea tras sus propios parapetos. Allí, ya montados, le aguardaban sus hombres. Una larga hilera de jinetes oculta a la vista de la empalizada almohade. Los observó. Recorrió sus caras indecisas en busca de las palabras para dirigirles una arenga. A lo lejos, el almuédano seguía llamando a la oración, pero los guerreros del Sharq, aun musulmanes, ignoraban su obligación y se disponían a masacrar a otros mahometanos. Por fidelidad al rey Lobo. Le habría gustado prometerles que iban a vencer, que los enemigos no podrían resistir su acometida, que Dios no estaba en realidad de parte de los africanos…

Pero calló. Montó en su caballo negro, sujeto por las bridas por un escudero, y embrazó el escudo que le alargaba otro sirviente. Aseguró las riendas en torno a su muñeca izquierda y tomó la lanza. Con un movimiento seco, desenrolló el pendón triangular de la punta del arma: un pequeño pedazo de tela negra con la estrella de ocho puntas bordada en plata. Observó aquel símbolo con respeto, a la espera de la voz que le debía señalar el momento. Su mente voló al norte, a su querida Murcia. Cerró los ojos y vio a Zobeyda. El tagrí sonrió en silencio. Había sido bello. ¿Qué mejor recuerdo? Mientras algunos de sus guerreros modulaban en voz baja la oración o se encomendaban a la misericordia divina, Mardánish desgranaba en susurros su única y corta plegaria. Pero no al Dios musulmán ni al cristiano.

—Por la pasión por ti olvido el tiempo, y como religión, tu amor profeso.

A lo lejos, la voz del almuédano cesó y solo el viento se mantuvo, azotando las retamas, remarcando aquella quietud ominosa. Mardánish besó el vacío en el lugar que su mente guardaba para la mujer a la que más amaba. Abrió los ojos. Miró a su izquierda. Su suegro, armado como él a la manera cristiana, le observaba con gesto adusto. Más allá, con la vista clavada en la empalizada almohade, aguardaba el hombre que se había convertido en el gran amigo y lugarteniente de Hamusk, al-Asad. A Mardánish se le antojaba mentira que cinco años antes el primero le hubiera recomendado dar muerte al segundo. La vida realmente parecía reírse a veces de los hombres. A su derecha, la aguda vista del rey Lobo localizó a su arráez, Óbayd, con la larga trenza sobre su hombro y la mano apretada en torno a su lanza, los nudillos blancos por la tensión y el pendón tremolante en la punta herrada del arma.

Entonces llegó la señal en forma de griterío y recorrió las filas desde poniente, donde esperaban ocultas las fuerzas cristianas. Los hombres arrearon sus monturas y abandonaron la protección de los arbustos, las rocas y los parapetos. Atrás quedaban los infantes, que se despedían con desesperanzado alivio de los caballeros. Su lentitud, inviable para conseguir explotar la sorpresa, los dejaba en el campamento a la espera, armados para acudir como segunda oleada o para defender una retirada si era preciso, pero sabedores de que con aquel ataque se agotaban sus posibilidades.

Los caballos hicieron retumbar la tierra y alzaron una irregular nube de polvo que, por unos momentos, ocultó a los hombres de a pie la vista de la ciudad. Las dos alas de la caballería combinada se separaron y tomaron caminos divergentes, destinadas a sustraer del foco principal siquiera algunos defensores. Al-Asad por la izquierda y Pedro de Azagra por la derecha dirigían a sus hombres en sendas maniobras de distracción. Por el centro, la caballería comandada por el propio emperador se adelantó y obligó a adquirir al resto una disposición en cuña, inútil por cuanto todos deberían refrenarse al llegar al foso almohade.

La oración islámica fue interrumpida por un sinfín de voces de alarma. Los centinelas africanos, exentos del sagrado deber de rezar por su servicio de armas, gritaron a su alrededor con las manos puestas a los lados de la boca. Los hombres corrieron para hacerse con sus escudos y ocupar sus puestos.

El joven sayyid Utmán se encaramó a una de las torres de madera, construida durante aquella larga primavera para dominar el terreno de nadie, situado entre la línea de asedio almohade y la de sus pobres y desalentados enemigos.

La repentina visión estuvo a punto de congelar su ánimo, aunque se recuperó al momento. Una oleada de caballeros cristianos avanzaba a la carga, con una cortina de polvo tras ellos, mientras las tropas almohades se aprestaban a la defensa. Algunos de los hombres de las cabilas afianzaron sus flechas y pasaron los arcos en horizontal por encima de la empalizada, a la espera del momento para disparar. El sayyid sonrió, vencida la impresión inicial: aquellos jinetes no tenían nada que hacer. Sus caballos eran incapaces de salvar el obstáculo que suponían el foso y la empalizada inmediata. Tendrían que descabalgar si pretendían abrir brecha. Miró a los lados, a su ejército nervioso, mal acostumbrado durante los días anteriores a la tediosa operación de asedio. Luego comprobó una vez más el sentido del ataque enemigo. Un grupo de jinetes se desviaba a su izquierda, y otro…, oh, de andalusíes, tomaba el camino de la derecha. Maniobras de distracción. Llamó a gritos a uno de sus jeques. El hombre se presentó con rapidez, dispuesto a cumplir las órdenes de su señor.

—El grueso del ejército enemigo viene de frente. Dos contingentes enemigos se aproximarán por los flancos. No envíes refuerzos allí. Ordena a la caballería venir a la empalizada. Quiero a todos los hombres desmontados y dispuestos para defenderla.

El jeque asintió y salió a la carrera mientras desperdigaba órdenes a diestro y siniestro. Utmán apretó los dientes y sintió la mirada de los defensores de Almería fija en su espalda. Era hoy. El día era hoy.

Mejor se humille el valiente para acabar glorificado

que se eleve hasta una gloria preñada de deshonra.

Quien no sepa humillarse no saboreará el vuelo del alma,

ni degustará el manjar del reposo quien no se fatigue.

Cuando, tras larga sed, llegas por fin a un pozo lejano,

más deliciosa y dulce es su agua que la siempre a mano.

Mardánish avanza, el ánimo tan cubierto de negro como el pendón que luce su lanza. Una andanada de flechas en tiro parabólico pasa por encima de la carga combinada y alcanza a los jinetes más rezagados con éxito diverso. Algunos caballeros se tambalean en sus monturas al penetrar las puntas por entre las anillas entrelazadas, y unos pocos caen, alcanzados en lugares desprotegidos o vencida la resistencia de sus lorigas. La siguiente lluvia de flechas es tensa, en paralelo con el terreno rocoso y polvoriento. Estos proyectiles llegan con más fuerza y desde más cerca, y se clavan mucho más hondo. Zumban a los lados de Mardánish y repiquetean alrededor. A veces los flechazos suenan blandos y se oyen gritos de angustia. Algunos caballos relinchan de dolor y se vencen de manos; proyectan a los jinetes, hacen tropezar a los caballeros que los siguen, aplastan a los caídos.

El rey Lobo siente el impacto repetido en la madera de su escudo. Calcula que al menos un par de flechas se han clavado en él. En una de esas extrañas jugarretas de esos momentos en los que te juegas la vida, la mente de Mardánish le presenta como un hecho lógico que su estandarte y su posición al frente de su haz le convierten en objetivo prioritario de los arqueros almohades. Aparta ligeramente su defensa y asoma el ojo derecho por el borde del escudo. Los arcos recurvos desaparecen tras la empalizada y las cabezas de los arqueros se van atrás para ser sustituidas por otras. La vista de Mardánish se dirige entonces a la parte baja, al ancho foso excavado antes de llegar a la muralla de madera. Imposible rebasar ese obstáculo a caballo.

Tira de las riendas, pasa la pierna derecha por encima del arzón delantero y deja resbalar su cuerpo. El caballo aún no ha frenado del todo cuando sus pies tocan tierra. Al menos las flechas ya no zumban alrededor, piensa mientras se esfuerza por mantener el equilibrio. Se agazapa y alza el escudo, siempre presto a la defensa. Junto a él, sus guerreros andalusíes ya le imitan. Los observa de reojo y ve que la decisión ha sustituido al miedo en las miradas de sus hombres. Están a su lado, y Mardánish sabe que lo respetan y lo seguirán mientras luche allí, en vanguardia, arriesgándose el primero. Da una orden cerrada y todos corren hacia la negra grieta abierta en tierra por los almohades. La lluvia de jabalinas los recibe inmisericorde, y logra detener a algunos de los bravos asaltantes al alcanzarlos en las piernas. Los gritos se mezclan, se sobreponen a las cortas arengas; los insultos y las maldiciones ceden a los chillidos de terror. Mardánish mastica la tierra en suspensión, mezclada con aquel familiar olor ácido del combate. Queda poco. Aprieta el paso. A su lado cae un hombre con el yelmo abollado de una pedrada. El pobre pide ayuda a gritos. Cuando ve que nadie le auxilia, llama a su madre. Pero su madre no lo oye. Quedará allí, tirado a merced de los almohades. Mardánish llega por fin. Salta al foso sin apenas pensarlo. No es profundo, aunque sí lo suficiente para entorpecer la trepada al otro lado. Se encoge hasta empequeñecer bajo su escudo, y aprieta los dientes mientras espera una lluvia de peñascos o azagayas. Junto a él, más guerreros consiguen alcanzar el foso y le imitan. Solo un momento para respirar, si es que a ese jadeo rápido e insuficiente puede llamárselo así. Ah, qué bien vendría un poco de agua. Fresca a ser posible. No como ese polvo que ahora obtura las gargantas. Más gritos y relinchos. Insultos en lenguas que no se parecen entre sí. Ahora es imposible saber qué ocurre ahí fuera. No importa, hay que seguir. Los hombres tienen que desguarnecerse por un momento para agarrarse con las manos a los bordes, y ese lapso lo aprovechan los defensores de la empalizada para lanzar nuevas jabalinas. Pronto la trinchera queda plagada de cuerpos muertos o heridos, pisoteados por los nuevos atacantes que luchan por escalar y llegar a la barrera de madera. No es ruin pensarlo; no lo es: mientras son otros los que mueren, los vivos se alegran de no resultar atravesados. Hay que aprovechar el momento y trepar. Subir. Alcanzar el borde. Pero cuesta, y los almohades tienen tiempo de volver a matar. Cada instante es una invitación a una punta de hierro o a un peñasco. Y en el fondo del foso, los cadáveres se mezclan con los heridos que se agitan.

—Es inútil. —Mardánish habla en voz alta, aunque aplastada por el inmenso griterío de los hombres que mueren en vano. Se ha encaramado al borde del foso y se dispone a tocar la empalizada, pero uno de sus hombres es alcanzado por la punta de una lanza y cae; en su desesperación se agarra a Mardánish y lo arrastra. El rey Lobo siente cómo el herido, horrorizado, se niega a soltarlo. Mardánish resbala hasta el fondo. Nota algo blando bajo sus pies. No quiere mirar; sus manos enguantadas en cuero y hierro se clavan en la tierra y se da un fuerte impulso con la premura de quien sabe que cada instante alarga su vida o acerca su muerte. Con un último esfuerzo se vence hacia delante, se coloca el alargado escudo sobre la cabeza y choca contra la empalizada. ¿Dónde está el muchacho que le agarraba hace un momento? No importa. No hay tiempo para eso ahora. La madera vibra y transmite el animoso movimiento de los almohades tras la barrera. Solo entonces se da cuenta Mardánish de que ha perdido la lanza. Desenvaina la espada y continúa agazapado; si su fortuna sigue con él, no llamará la atención de ningún defensor. Espera y mira de reojo; aguarda a que más hombres consigan pasar el foso. En esas está cuando se da cuenta de que la empalizada, construida con troncos clavados en tierra y atados entre sí, deja rendijas del ancho de un dedo, a veces de dos. Al otro lado se ve pasar fugazmente una sombra, otra…, otra más. La rendija se oscurece y una voz truena cercana. Habla con autoridad en esa jerga bereber de los almohades. El rey Lobo echa el brazo hacia atrás y clava con fuerza a través de la rendija. Es un oscuro placer el de la blanda oposición de la carne. La algarabía africana se transforma en un agudo grito de dolor, y Mardánish retira la hoja de su acero manchada de sangre. Sonríe, como si lograr una primera estocada marcara el momento esperado de la batalla.

Utmán, encaramado en la torre de vigilancia, ríe al ver cómo los jinetes enemigos caen bajo la segunda andanada de sus arqueros. Con disciplina envidiable, conseguida a fuerza de campañas contras las tribus rebeldes del desierto, sus hombres se repliegan y dejan paso a la infantería armada con jabalinas. Los guerreros almohades aferran con una mano la parte alta de la empalizada, ganan apoyo y se ladean. Esperan con sus armas arrojadizas agarradas. Aguardan como si fueran estatuas paganas. El sayyid siente un discreto orgullo por sus tropas.

Varios de los caballeros enemigos acaban de refrenar sus monturas, se dejan caer a tierra y comienzan una desesperada carrera hasta el foso. Entre las cabilas, los líderes tribales se desgañitan; ordenan a sus hombres que maten a esos desgraciados infieles. Y los almohades obedecen. Tienen blancos fáciles a los que alcanzar. Utmán se aúpa sobre las puntas de los pies. Varios atacantes han desaparecido de la vista del sayyid más o menos cuando las jabalinas surcaban el aire. Es como alancear reses en un cercado. Imposible fallar. De repente, en la oleada que se deja acribillar, hay alguien que llama la atención del hijo del califa. Es un extranjero del norte, a juzgar por sus armas, y corre encogido. Sujeta ante sí un escudo de lágrima decorado con una estrella plateada sobre fondo negro. En su mano derecha aferra una lanza cuyo pendón muestra los mismos colores. Utmán ha oído hablar de aquel motivo andalusí lucido por un musulmán vestido al modo cristiano. ¿Quién otro puede ser?

—Lobo… —murmura, y baja a toda prisa de la torre de madera.

Camina decidido por entre los arqueros, que ahora esperan tras los infantes para acudir en su refuerzo, y toma una de las lanzas que sus hombres mantienen clavadas en tierra como reserva. Un arma de asta gruesa, de las que usan en la tribu harga. De punta ancha para abrir buena brecha en la carne enemiga. Los almohades que abarrotan la empalizada llevan lanzas como esa y tratan de ensartar a los asaltantes como quien pesca al arpón, probando una y otra vez; los guerreros del sayyid parecen incluso estar a gusto mientras pican carne a placer; se empujan unos a otros, seguros de tener mejor ángulo o pulso más firme, se arrebatan las presas entre risas e imprecaciones.

—¡El guerrero de la estrella de plata! —grita Utmán a modo de orden en el idioma del desierto. La voz es reconocida de inmediato por sus hombres, que temerosos se apartan de la empalizada ante la llegada del sayyid. Uno de los almohades señala con el dedo justo enfrente del lugar al que se dirige su señor.

—¡Allí, agazapado junto a la madera!

Utmán se pega a la barrera con una sonrisa devastadora. Su mente juvenil sueña a la velocidad del rayo. Ya se ve en Marrakech, arrodillado ante el califa, su padre, mientras le ofrece con la cabeza inclinada el escudo personal de Mardánish, el rey Lobo, señor del Sharq al-Ándalus, amigo de los cristianos, infiel, lujurioso, traidor…

La estocada en la pierna derecha hace soltar un bramido de dolor al sayyid. Mira abajo y puede ver la hoja ensangrentada que abandona su carne y desaparece por la rendija entre los dos troncos perfectamente redondeados. No puede creerlo. Está herido. De pronto su firmeza se desvanece. Se siente débil. Incluso su grito de dolor pierde intensidad mientras Utmán cae, se agarra el muslo e intenta taponar el surtidor de sangre que ahora inunda sus ropas. Aprieta, pues nota cómo su piel arrastra a la carne y se abre. Blasfema de forma escandalosa, iracundo por no haber podido al menos pinchar a ese puerco del escudo negro. Varios de sus guerreros dejan de prestar atención al ataque enemigo y se apresuran a tirar de su señor para alejarlo del tumulto, pero el dolor de Utmán ibn Abd al-Mumín tiene más que ver con la sorpresa y la impotencia que con el desgarro de su piel y su carne.

—¡No! ¡Volved a la lucha! —grita—. ¡Defended la empalizada!

He aquí cuál será la recompensa de los que hacen la guerra a Dios y a su enviado.

Las fuerzas combinadas se replegaban alicaídas, con el rostro tenso por la frustración, mirando con amargura los débiles movimientos de sus compañeros tendidos junto al foso. Oían los gritos de angustia que suplicaban ayuda; que les imploraban que no los dejasen allí, abandonados a su suerte y a la crueldad almohade. La infantería cristiana ni siquiera había recorrido la mitad de la distancia hasta allí. Era inútil. Todo había sido inútil.

Mardánish maldijo entre dientes. Sintió la inevitable tentación de lanzar una contraorden y conminar a sus hombres a auxiliar a los compañeros caídos. Pero se mordió la lengua. Aquello sería absurdo, con todo el maldito ejército africano enseñoreado de la empalizada. Con un único suicidio colectivo era suficiente por ese día. Con un pinchazo frío en el corazón, pudo ver cómo los arqueros almohades se inclinaban sobre la empalizada y disparaban a placer y en vertical, para atravesar con saña los cuerpos de los hombres caídos en el foso, junto a la empalizada, en el terreno que ellos mismos iban abandonando.

El rey Lobo llegó hasta su caballo y tiró de las riendas mientras intentaba de mala manera cubrirse a sí mismo y al animal con el escudo de lágrima alzado. Pero no era necesario: los enemigos olvidaban a las tropas en retirada y seguían ensañándose con las presas fáciles.

—¿Para qué? Todo esto ¿para qué? —preguntó a voz en grito y al borde del sollozo. Algunos de sus soldados le miraron con una mezcla de lástima y de comprensión, pero su prioridad era abandonar la carnicería. Mardánish se preguntó, al tiempo que masticaba su derrota, si realmente habrían conseguido causar alguna baja al ejército africano que asediaba Almería. Observó su mano derecha enguantada, que ahora tiraba de las riendas de su poderoso destrero. Estaba manchada de sangre, que había resbalado por la hoja de su espada y goteado por la cruz; sangre almohade. Aquella insignificancia le hizo sentirse un poco mejor. Dio un salto, se encaramó a la silla e hizo dar la vuelta a su caballo para alejarse al galope sin intención de volver a mirar atrás. Poco a poco, el resto de sus tropas le imitó. En aquel foso maldito dejaban un centenar largo de bajas solo de su ala. Posiblemente el desastre se había repetido en el centro y en el ala derecha, ocupados por las tropas cristianas.

Hamusk se unió al galope a la marcha de Mardánish. El rey Lobo vio de soslayo a su suegro, que le miraba con expresión acusadora, como si él hubiera sido el causante de la derrota. Cabalgaron en silencio hasta que rebasaron las líneas de su propia infantería, que regresaba sin haber entrado en combate, con las armas apuntando al suelo y la faz demudada. Mardánish frenó y, con gesto enérgico, se desembarazó del barboquejo y estrelló el yelmo contra el suelo, haciéndolo rebotar. Luego se volvió al señor de Segura, que igualmente detenía la marcha.

—¡Yo me negué a esto! —trató de excusarse—. ¡El mismo conde de Urgel se negó también! ¿Por qué me miras así? ¿Los he llevado yo a la muerte?

Hamusk aguantó con aplomo la mirada desafiante de su yerno. El yelmo calado y el nasal bien centrado entre sus ojos le daban un aspecto aguerrido nada habitual en él.

—Te lo dije en Guadix —le reprochó sin alzar la voz, con la temible seguridad que da el susurro afilado—. Te advertí contra las estupideces cristianas. Esto no ha sido obra tuya, lo sé. Pero sí has permitido que la loca idea de Alfonso de León nos llevara a la derrota. ¿Por qué?

El rey Lobo meditó su respuesta. ¿Cuánto de cierto había en el sermón de su suegro? Descubrió que no tenía ninguna razón firme que oponer. El emperador se había empeñado en un asalto prácticamente suicida en contra del consejo de sus estrategas más reputados. Mardánish intentó buscar una salida que le sirviera a él mismo como excusa.

—Nos hemos retirado a tiempo… No han caído tantos hombres…

—¡Hemos sido derrotados! —le cortó Hamusk—. ¡No es tan grave el número de hombres muertos como el efecto que esto tendrá sobre los vivos! ¡Míralos!

El rey del Sharq obedeció a su suegro. Los jinetes andalusíes giraban la cabeza, varios de ellos derramaban lágrimas por los compañeros abandonados en el foso. Muchos de los caídos, dejados allí aún con vida, eran parientes, amigos, camaradas… Para pintar la escena de un negro todavía más oscuro, un aullido de sufrimiento extremo cruzó la tierra de nadie procedente de la empalizada enemiga. Los almohades debían de estar divirtiéndose con algunos de los heridos. Tal vez alargaban sus agonías y atormentaban sus ya vencidos cuerpos. Mardánish descabalgó y dejó caer el escudo a tierra. Caminó con la vista en el suelo pedregoso y se metió por el pasillo que sus infantes abrían. No pudo mirarlos a la cara. Recorrió el resto del trecho hasta el campamento a pie, en medio de aquel ejército de almas en pena que se retiraba derrotado. Buscó su tienda como el ratón busca su agujero, deseando encerrarse y perderse de las vistas ajenas, con ganas solamente de engullir su propia desgracia. No podía culpar al emperador. El viejo Alfonso estaba enfermo, no solo de cuerpo, también quizá de mente. Aquella locura había sido sin duda su último intento desesperado, su forma de decirles a la vida y a la historia que no podía más. Se demostraba a sí mismo y al mundo que su momento había acabado.

El rey Lobo tragó por fin y dejó escapar las lágrimas. Penó por sus hombres muertos en combate y por los atormentados, por su dolor y el de sus familias… Se juró que a partir de ese instante nadie, cristiano o musulmán, decidiría por él.