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Capítulo 18

Almería

UNAS semanas después. Sitio de Almería

Utmán se levantó tras la oración. A lo largo de toda la línea de asedio, miles de hombres le imitaron casi al unísono tras apartar su vista de levante, de la dirección en la que se hallaba La Meca, para volver cada uno a su ocupación. Todos los miembros del ejército —a excepción de los pocos centinelas imprescindibles— habían dejado caer el silencio sobre el cerco de Almería antes de llevar a cabo el tercer rezo de la jornada, y ahora, poco a poco, regresaban los sonidos de un ejército en campaña. Se oyeron los martillazos de los ingenieros que ajustaban las máquinas y de los carpinteros que afianzaban la empalizada. Un destacamento de forrajeadores abandonaba el lugar hacia poniente en busca de comida para las caballerías, y una barcaza recorría la línea de playa para trasladar algún mensaje entre las galeras de la flota de Ceuta.

Utmán paseó la vista por el sinuoso foso de campaña que bordeaba la albarrada almohade: una fortaleza que encerraba otra fortaleza. Siguiendo el consejo del gran jeque Umar Intí, el joven sayyid se había empleado a fondo, y su primera decisión al llegar a dos tiros de flecha de Almería había sido rodear la ciudad con una empalizada. Entre esta y la medina estaba emplazado el campamento almohade, en un altozano, perfectamente ordenado por cabilas almohades y árabes y por las tropas de refuerzo andalusíes de Málaga y Granada. Frente a él, los cristianos habían dejado la ciudad a su suerte y se habían encerrado en la alcazaba. Fuerzas almohades de infantería dominaban las casas de la medina con instrucciones de no dejar entrar ni salir a nadie del recinto asediado, mientras que los pobladores habían sido obligados a abandonar la ciudad y abrazar de inmediato el Tawhid bajo pena de muerte. El sayyid no quería destrozar una medina que ambicionaba añadir a su gobierno, por eso había mandado concentrar todas las máquinas de asedio fuera, junto a la cerca de madera, para castigar un mismo sector de la muralla de la alcazaba. Varios impactos exitosos habían tenido lugar en los días anteriores, y los cristianos encerrados se afanaban en intentar recomponer los daños causados bajo el ataque de los proyectiles enemigos. El ejército almohade aguardaba paciente y vigilaba más hacia fuera que hacia dentro. El foso había sido excavado para evitar sorpresas, y Utmán mandaba continuamente patrullas a caballo para vigilar sobre todo los caminos del norte, por donde podían esperar ayuda los cristianos sitiados. Máxime cuando se sabía que un mensajero había podido escapar al principio del asedio. Mejor, que vieran lo que se les venía encima.

Aquel día fue el que Utmán esperaba. Una de las patrullas le anunció que a pocas millas se aproximaba la vanguardia de un gran ejército.

—¿Cómo de grande? —había preguntado el sayyid.

—Yo diría que como el nuestro. Estandartes cristianos, y otros andalusíes de color negro.

La respuesta del almohade había sido acertada y significativa. Utmán sonrió complacido. Los estandartes negros no podían ser otros que los de ese necio rey Lobo, y, tal como había oído decir, venía acompañando a los perros infieles del que se hacía llamar emperador de León.

Utmán había tomado precauciones especiales porque llevaba tiempo esperando la ayuda cristiana. Su ejército estaba en una posición inmejorable, perfectamente cubierto por el foso y la empalizada, en altura y formado, sereno y bien abastecido. El sayyid ordenó pasar el aviso a sus jeques para que estuvieran atentos y siguió mirando hacia el norte, a la espera de ver por sí mismo aquellos estandartes negros y la reacción de sus enemigos al encontrarse con la sorpresita que les había preparado.

El emperador Alfonso, su hijo mayor Sancho y Mardánish encabezaban la columna, protegidos a distancia por sus mesnadas y abierto el camino por andalusíes a caballo que habían ocupado las alturas antes de la llegada del ejército. Llevaban sus monturas al paso, en silencio, a la espera de que las sinuosidades del camino les mostraran lo que los exploradores les habían adelantado. Tras ellos venían doce mil hombres traídos por el emperador y su hijo, reclutados a toda prisa por las ciudades que iban recorriendo en su camino de Zamora a Almería. Los cristianos se habían unido a Mardánish en Guadix, acrecentando el ejército de seis mil guerreros que había podido reclutar el rey Lobo. Parte de las provisiones que debían haber sido destinadas a la gran campaña contra Granada viajaban ahora con aquel ejército de auxilio, cargadas en carromatos y acémilas en la retaguardia de la columna. Miles de monedas gastadas en carne salada, queso, ajos, cebollas, bizcocho y legumbres.

Mardánish observó de reojo al emperador. Alfonso de León parecía haber envejecido medio siglo desde la última vez. Profundas arrugas marcaban su rostro y le habían invadido la piel unas pequeñas manchitas oscuras. Le faltaba mucho pelo y su adelgazamiento era más que evidente. En cuanto a Sancho, su cambio era igualmente notorio, y tampoco para mejor. Ya no se trataba de aquel muchacho risueño al que Mardánish conociera en el asedio de Jaén en 1151. Sancho era un hombre de veintitrés años amargado por la prematura muerte de su esposa en el sobreparto del pequeño heredero Alfonso. Su mirada era triste, y su padre y él componían una pareja de aspecto desesperanzador.

Almería surgió de repente, y ofreció como primera estampa el campamento almohade, que se enseñoreaba del paisaje. Un murmullo de decepción iba recorriendo el ejército de auxilio conforme los soldados llegaban a la vista de su destino: un mar de estandartes colocados a distancias regulares que marcaban la procedencia de cada tribu africana, algo imposible de interpretar todavía para Mardánish, y aquellas enormes banderas blancas con versículos coránicos grabados. El rey Lobo suspiró. Después de la pequeña escaramuza a las puertas de Jaén en 1151, era la primera vez que tenía ante sí al tan famoso ejército africano de Abd al-Mumín.

Armengol de Urgel llegó a caballo desde la parte media de la columna, en la que viajaban las fuerzas castellanas. Por una vez llegaba sin la compañía de su hermano, al que había dejado al frente de su hueste. El conde chascó la lengua a la vista de la impresionante línea de asedio.

—Vaya. No lo han hecho mal.

Mardánish asintió. No era posible calcular el número de los almohades por causa de la empalizada, pero era capaz de hacerse una idea al ver los estandartes y los picos de las tiendas. Además, mucho más allá, en el mar, se observaba la flota enemiga fondeada a lo largo de la costa, salpicada la superficie del agua con algunas barcas que cruzaban de un lugar a otro. El rey Lobo miró con gesto interrogante al conde de Urgel, pues sabía de su fama como estratega.

—¿Qué se puede hacer contra eso?

—No disponemos de embarcaciones. —Armengol examinó con ojo experto el doble bloqueo de Almería—. Tal vez podríamos recurrir al príncipe de Aragón. No sería capaz de negar ayuda al emperador; pero, claro, otra cosa sería trabarse en combate con semejante armada. Además, tardaría meses en estar en condiciones de mandarnos aquí su flota… Y tampoco vendría en persona, ni traería un gran ejército. No con los navarros en pie de guerra en su frontera. Es una pena. Privados de esas naves, los almohades del cerco pasarían de ser sitiadores a sitiados.

—Entonces solo nos queda expugnar la empalizada —concluyó Mardánish.

—Desde luego.

El rey Lobo ordenó a al-Asad formar un destacamento de caballería para acercarse a la posición almohade y examinarla. El León de Guadix puso al mando de la patrulla a uno de sus hombres y le dio lo mejor de sus jinetes andalusíes, con ágiles animales y armamento ligero; salieron dando un rodeo para no alertar demasiado pronto al enemigo. Mientras tanto, a órdenes del emperador, los demás empezaron a repartirse el terreno para asentar el campamento. Hamusk quedó encargado de preparar el lugar de la forma más segura posible, y Mardánish aprovechó la ocasión para entrevistarse con Sancho a solas.

—Tu padre no ha dicho palabra desde Guadix. Estoy preocupado por él. No tiene buen aspecto —confesó el rey Lobo.

Sancho le miró con expresión vacía.

—Está enfermo. Mal de corazón.

—¿De corazón?

—Sí. Los médicos dicen que pasa en ocasiones. De vez en cuando parece desfallecer… Un fuerte dolor en el pecho, falta de aire, sudores… Se desvanece y queda como muerto. La última vez fue cuando recibió la noticia de este asedio. Cayó fulminado en presencia del conde de Urgel.

El rey Lobo pensó en la faz pálida y triste del emperador durante el viaje hasta aquel lugar. En verdad daba la impresión de estar dispuesto para recibir a la muerte. La pena y la preocupación invadieron por igual a Mardánish.

—¿Y tú? ¿Estás bien, Sancho?

—No estoy seguro. No me siento capaz de mantener la obra de mi padre…

—Tu hermano Fernando te ayudará. Será una labor en familia —quiso animarle el rey Lobo. Sancho, sin embargo, miró a Mardánish con una sombra de escepticismo.

—Fernando… Sí, como rey de León… No sé, está rodeado de gente muy ambiciosa. Y además, que Dios me perdone, pero es como si… —El joven cristiano detuvo la charla.

—¿Qué?

—Como si… estuviera deseando que nuestro padre muera.

Sancho se alejó con paso cansino y sin despedirse de Mardánish. Este observó al joven. Su decepción crecía. ¿Dónde estaban el júbilo y las esperanzas que habían reinado en el asedio de Jaén o en la reunión de Lorca? Vio pasar a Fernando, que se había mantenido distante durante todo el viaje y ahora también acampaba aparte, con su particular corte de consejeros y nobles gallegos y leoneses. También vio que Armengol de Urgel caminaba ahora junto a él. Desde luego, Fernando no parecía tan abatido como su padre o su hermano mayor. Un chico listo a pesar de su juventud; seguro de sí mismo… Mardánish se preguntó si Sancho y Fernando serían capaces de continuar con la labor de su padre, que había alcanzado la preeminencia sobre los demás reinos de la Península, cristianos y mahometanos. Si no era así, el primero en acusar los problemas sería el Sharq al-Ándalus. La prueba era aquella misma expedición, a la que no acudirían los otros reinos católicos, demasiado ocupados en mirarse entre sí a cara de perro. ¿Estaban locos esos tipos del norte? ¿Acaso no veían dónde estaba el verdadero peligro? Y ahora aquello: Castilla y León, a punto de tomar caminos diferentes…

No. Definitivamente, no era una buena idea repartir el imperio. Miró arriba, a las nubes grises que ahora empezaban a ocultar el sol. No le pareció un buen presagio.

Tres jinetes volvieron de la misión de reconocimiento. Dos de ellos, al igual que los caballos, traían varias flechas clavadas. El único que regresaba indemne fue el encargado de entregar el informe de la descalabrada patrulla. El andalusí, por pura inercia, se dirigió de inmediato al pabellón del rey Lobo, marcado por un gran estandarte negro con la estrella plateada de los Banú Mardánish. El muchacho, con la tez pálida y un notorio temblor en los labios, lanzó un tropel de frases desatinadas. El propio rey le dio de beber y le pidió que se calmara. Mientras el jinete aspiraba el aire a bocanadas, el emperador y su alférez se acercaron con paso rápido. Mardánish no pudo evitar darse cuenta de que el abatido Alfonso llegaba apoyado en el brazo del noble Gonzalo de Marañón. Tras ambos venía Sancho. Ni rastro del segundón Fernando.

—Nos han sorprendido al acercarnos —logró hacerse entender el andalusí—. Nos han acribillado a flechazos. Muchos, muchos proyectiles.

—Pero ¿por qué os habéis acercado tanto a la empalizada? ¿Dónde está vuestro sentido común? —reprochó el alférez cristiano.

—No, no nos hemos acercado… Los almohades nos aguardaban. Había varios grupos de arqueros escondidos. Una emboscada. Tratábamos de huir de unos, y otros nos disparaban desde un lugar distinto. El cerco de Almería es una gran trampa.

Armengol de Urgel llegaba en ese momento. Pudo oír las últimas palabras del jinete, al que se dio permiso para retirarse a descansar. En lugar de ello, el guerrero corrió a interesarse por su caballo herido.

—Los almohades han venido a conquistar Almería, pero también han llegado dispuestos a enfrentarse a nosotros. Han tomado tantas precauciones hacia fuera como hacia dentro —opinó el conde.

—Pero el efecto sorpresa ya ha pasado —repuso el alférez Marañón mientras el emperador y su hijo Sancho escuchaban sin decir palabra—. Ahora podemos lanzar a nuestros hombres contra esos arqueros destacados y masacrarlos poco a poco.

—¿Y si tienen más trampas? —se preocupó Mardánish, que no quería ver a sus patrullas de caballería ligera aniquiladas en una operación menor.

—Los hombres de Almería necesitan ayuda —habló por fin el soberano, y consiguió un respetuoso silencio a su alrededor. La conversación se desarrollaba a las puertas de la tienda de Mardánish, de modo que varios guerreros asistían a ella ligeramente apartados, con el semblante serio por el fracaso de los exploradores andalusíes—. Llevan cercados demasiado tiempo y deben de estar al límite de sus posibilidades. No temáis, amigos míos, pues aunque Dios parece apretar, nos ayudará a guardar Almería —miró al cielo con gesto fatigado—, porque tú, oh Señor, eres mi antorcha, y tú iluminarás mis tinieblas. Porque contigo correré armado y saltaré la muralla.

Se hizo un espeso silencio. Nadie remató con un amén los versículos del emperador. Ni siquiera el joven Sancho. Armengol, temeroso de que las esperanzas de todo un ejército fueran a construirse sobre la simple fe de un anciano, tomó la palabra:

—Sin duda Dios nos acompañará en el asalto, pero hay que hacer una estimación de las fuerzas enemigas. —Abrió ambos brazos con las palmas de las manos hacia arriba—. No podemos llegar hasta el ejército almohade y encontrar que nos doblan en número. Además, están en una posición muy ventajosa. No nos precipitemos.

El silencio volvió al improvisado consejo de guerra. Más y más guerreros musulmanes y cristianos se iban arremolinando. Esperaban con gesto preocupado. Se daban cuenta de que la situación no era aquella a la que estaban acostumbrados por los asedios de los años anteriores. Ahora el ejército que debía salvar Almería había sido recibido a flechazos. Habían sufrido un descalabro y no tenían otro remedio que mantenerse a la espera, con la sensación de que eran dominados por los africanos. El taciturno emperador reparó en las caras preocupadas y las miradas bajas. Maldijo su vanidad. La arrogancia con la que había vivido los últimos años. Había subestimado a su enemigo. Peor que eso: ni siquiera lo había tomado en cuenta. Hizo un gesto de hastío, como si nada le importara ya. Pero él era el emperador. Debía continuar.

—Conde de Urgel, amigo mío, necesitamos una estrategia.

—Propongo asegurar nuestra posición —contestó con seguridad Armengol—. Que no nos vean dudar. Cerquemos esa albarrada almohade, como ellos han hecho con Almería. No servirá para presionarlos porque no podemos rodearlos por la parte del mar; y tampoco los mataremos de hambre, puesto que ellos tienen su flota. Pero con el paso de los días no les quedará más remedio que revelar las posiciones de sus arqueros ocultos o cualquier otra trampa. También podemos mandar patrullas con mucha precaución para observar el terreno. Pero nada de caballería ligera. Infantes bien armados que avancen con lentitud y sean capaces de aguantar acometidas. Cuando podamos evaluar el número de almohades de ese ejército, decidiremos si debemos atacar o esperar refuerzos. Cualquier cosa menos quedarnos aquí, mirándonos unos a otros.

El emperador asintió, aunque se dio cuenta de que aquello requería tiempo. Un tiempo que los cristianos sitiados tal vez no pudieran permitirse. Recordó la campaña de diez años atrás para conquistar Almería, en compañía de un gran ejército que contaba con la presencia del príncipe de Aragón y del rey de Navarra. Ahora ninguno de los dos querría desguarnecer sus territorios para acudir al sur, mucho menos en el caso del navarro, perjudicado por el reciente pacto entre Alfonso de León y Ramón Berenguer. Problemas, problemas y problemas. El emperador miró cansinamente hacia el cerro ocupado por los africanos. Así que ese era el auténtico ejército almohade. No aquellas pequeñas guarniciones de Jaén, Andújar o Pedroche… Notó un ligero pinchazo en el pecho y suspiró, lamentándose en silencio del inconveniente con el que tendrían que lidiar sus hijos Sancho y Fernando.