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Capítulo 17

El cazador cazado

PRIMAVERA de 1157. Murcia

Los banquetes seguidos de caóticas orgías en el alcázar de Murcia se habían convertido en costumbre. Todos los jueves, antes de que musulmanes, judíos y cristianos celebraran en tres días seguidos su festividad de la semana, Mardánish organizaba un abundante ágape amenizado por los versos lánguidos y armoniosos de poetas como Ibn Mujdar o el propio Abú Amir; los postres, el momento que todos esperaban, eran deleitados por jóvenes doncellas y efebos que batían los tambores y los panderos, pulsaban laúdes y tocaban la flauta. Grupos de danzarinas de todo el Sharq acudían contratadas por Abú Amir, que también ejercía como maestro de ceremonias y árbitro de elegancia. A las granadinas de aquella primera ocasión siguieron un coro de esclavas etíopes, y a este, otro de muchachas de Denia, de Lorca, de Guadix… Las fiestas del rey Lobo empezaron a hacerse famosas. Además de los señores cristianos y musulmanes de su ejército, muchos visires, ricos comerciantes judíos, genoveses y pisanos solicitaban ser invitados a aquellos convites en los que el vino y la lujuria se convertían inevitablemente en protagonistas. Así mostraba agradecimiento el rey Lobo a sus amigos. Uno de los últimos en adherirse a su causa, por fin, había sido Armengol de Urgel. La alegría de Mardánish había sido tal que ni siquiera había preguntado al conde qué razones le habían movido a cambiar sus pasadas reticencias por una alianza sin límites. El rey del Sharq tampoco se preguntaba por qué cada jueves, mientras él mismo y sus invitados copulaban con un elenco de bellezas entre los restos de los banquetes y las copas de vino, el conde de Urgel se iba de la fiesta y desaparecía de la vista de todos. La orgía terminaba con una amalgama de cuerpos embriagados, desnudos y cálidos que dormían entremezclados, unos apoyando sus cabezas sobre los vientres de otros, con las piernas extendidas sobre senos desprovistos de ropa o los brazos alrededor de cinturas húmedas de vino, miel y sudor.

Pero aquel día Abú Amir no cayó en el sopor. Necesitado de aire fresco, pasó sus pies con sumo cuidado por encima de al-Asad, que, completamente borracho, dormitaba tendido entre las piernas abiertas de una exuberante ramera de piel oscura; esquivó el rechoncho cuerpo de Hamusk y apartó sin hacer ruido una silla, procurando no rozar con ella a dos de las mujeres que habían acabado entrelazadas con Pedro de Azagra. El navarro, retraído al principio, ya no se avergonzaba de yacer, como todos, a la vista del resto de los comensales. Abú Amir sonrió y miró atrás antes de salir de la sala de banquetes; se preguntó si no estaría llevando su afán por el placer demasiado lejos. Pero ¿acaso no tenían razón el poeta de Alcira y el viejo rey sevillano cuando aconsejaban a los demás seguir su ejemplo?

Bebe a traguitos el vino en tanto que la brisa es dulce.

Arrójate en la vida como sobre una presa, pues su duración es efímera.

¿Te dejarías llevar por la tristeza hasta la muerte

cuando el laúd y el vino fresco están aquí y te esperan?

Alejó el pensamiento con un manotazo y se dirigió al patio cercano, el del harén, para despejarse con el agua de la fuente. Le extrañó no ver a los eunucos que guardaban aquel lugar vedado a casi todos. Ningún hombre, salvo él mismo y el propio Mardánish, podía entrar en el espacio del alcázar reservado a las esposas y concubinas del rey Lobo, y precisamente los eunucos, aquellos seres desprovistos de lujuria, eran los encargados de hacer que se cumpliese el precepto. Al salir de debajo de las arquerías de yeso tropezó con el conde de Urgel. Armengol enrojeció y se colocó el flequillo, inusualmente desordenado sobre sus cejas.

—Amigo Abú Amir, perdóname —dijo el de Urgel, y continuó su camino. El médico le siguió con la vista mientras el conde se perdía rumbo a los aposentos que ocupaba en el alcázar. Observó las ropas del cristiano, mal compuestas para lo que este acostumbraba, y lo primero que pensó fue que quizás Armengol hubiera conseguido seducir a alguna de las esclavas del harén. Tal vez, incluso, el de Urgel se estaba acostando con una doncella de Zobeyda. ¿Sería posible? De repente, cuando vio la faz desencajada del cristiano que se volvía a mirarlo antes de desaparecer, lo entendió todo. Ahogó un juramento y tomó el camino de las dependencias más lujosas. Entró sin contemplaciones y reparó en las habitaciones que flanqueaban el pasillo. Vacías. Las hermosas doncellas de Zobeyda no estaban. Apartó sus temores con un suspiro de alivio: se dio cuenta de que los celos le habían invadido por un momento, al imaginar a Adelagia en brazos de Armengol de Urgel. De las cuatro doncellas de la favorita, la pelirroja era la más cara a su corazón. Pero si no había eunucos y no estaban las doncellas… Sus temores crecieron. Empezó a sudar. Tragó saliva, deseoso de equivocarse; entró como un huracán en el aposento privado de Zobeyda y la sorprendió totalmente desnuda sobre su lecho, con el sutil velo que hacía las veces de mosquitera apartado a un lado.

La favorita se sobresaltó, agarró las sábanas y se cubrió los pechos, bañados aún en brillante humedad. Abú Amir, que consideraba a Zobeyda como una mezcla de hija y hermana, ni siquiera reparó en aquella belleza desnuda de veintiséis años. Ni se le ocurrió tampoco pensar qué ocurriría si un eunuco o una sirvienta lo sorprendían allí en aquel momento. La favorita sujetó la sábana con ambas manos sobre su cuello y miró acusadoramente al consejero, aunque de inmediato adivinó a qué se debía aquella turbulenta visita y el gesto de reproche de Abú Amir.

—¿Por qué?

—¿Por qué no? —preguntó a su vez Zobeyda, con el rostro congestionado por la vergüenza y el disgusto—. Dime, ¿qué acabas de hacer en esa sala, a la vista de todos y aturdido por el hálito del vino? ¿Qué ha estado haciendo mi esposo? ¿Y mi padre?

—No se te ocurra comparar ambas cosas. Esos banquetes se han convertido en una herramienta, niña. No es solo placer por placer. Mantiene hechizados a esos hombres, a los que tu esposo necesita para defender su reino y, ¿por qué no aspirar a ello?, para engrandecerlo. ¡Todo sea por el reino!

—¡Todo sea por el reino! —repitió ella en tono amargamente jocoso.

—Sí, el reino. El reino necesita a esos cristianos. Lejos de aquí viven atrapados en su mundo hipócrita, mientras que junto al rey Lobo hallan lo que jamás podrán encontrar en sus fortalezas rodeadas de miseria, monasterios, pecado, penitencia… Fíjate en Pedro de Azagra, sin ir más lejos. Su padre murió hace poco y él heredó grandes señoríos en Navarra. ¿Sabías que ha habido guerra entre los aragoneses y los navarros? ¿Y no te preguntas por qué Azagra no acudió? ¿Por qué no nos dejó atrás? ¿Y qué me dices del Calvo? Ese tipo dará la vida por tu esposo, que le ha mostrado un paraíso en la tierra, y más aún por ti, pues te adora como a su Virgen María. Ah, si supiera lo que ha ocurrido aquí…

—¿Y el conde de Urgel? —atajó ella, enrojecida la tez por la vergüenza y por la ira—. ¿Ninguno de vosotros se ha preguntado por qué ese hombre, al que consideráis imprescindible para nuestra defensa, se ha avenido a permanecer al lado de Mardánish?

Abú Amir cerró los ojos. Ahora comprendía totalmente la jugada de Zobeyda.

—Niña, niña… Estás loca. Si esa concubina, Tarub, supiera esto, ¿cuánto crees que tardaría en delatarte? ¿Confías acaso en las demás mujeres? Y los eunucos… No quiero saber qué engaños habrás usado para quitarlos de en medio, pero ya los conoces: son peores incluso que Tarub. Ah, por mi vida… Si hasta tu propio esposo podría sorprenderte en el lecho con ese…

—Todo eso es precio bajo a cambio de lo que ganamos, Abú Amir.

—¿Precio, dices? ¿Precio? ¿Es esto un negocio? Sí, ya veo… Te has vendido, niña. No me atrevo a decir la palabra que define tu acción. Te has convertido en una… —El médico detuvo su frase y negó con la cabeza.

—Una adúltera, dilo —completó ella—. Una puta, mejor. Sí, una vulgar meretriz, puesto que me acuesto con Armengol de Urgel a cambio de un precio.

—No he dicho eso.

—Lo digo yo porque es verdad. Soy una puta infiel. Pero ya sabes: ¡todo sea por el reino!

Día siguiente

Mardánish comprobó las cifras anotadas en filas y columnas en el papel entregado por uno de sus visires. El hombre hizo una inclinación y abandonó la estancia. Mientras tanto, Pedro de Azagra observaba ensimismado los rayos de luz que se colaban por entre las celosías. Ribeteó con el dedo el dibujo que uno de esos rayos imprimía en la mesa de la sala de consejos. A su lado, Álvar Rodríguez se frotaba las sienes, incapaz de zafarse del dolor de cabeza provocado por la resaca. Se pasó la lengua por los labios para humedecerlos, pero no lo consiguió.

—Hoy es viernes, amigo Mardánish —dijo Armengol de Urgel—. ¿No cumples tus obligaciones religiosas?

El rey Lobo gruñó una respuesta ininteligible. Él también estaba aturdido por la resaca y le costaba concentrarse en la relación numérica que ahora examinaba.

—Lo primero es lo primero —respondió por él Abú Amir, y observó fijamente al conde de Urgel.

—¿Lo primero es lo primero? ¿Los trámites de palacio antes que Dios? —Armengol sonrió con su acostumbrado gesto irónico. A su lado, Galcerán de Sales le imitó—. En verdad esos almohades os mandarán degollar. O crucificar, o quemar, o lo que quiera que hagan con quienes no cumplen su deber. No sois muy piadosos.

—Es peliagudo cumplir enteramente cada deber en estos tiempos difíciles, y más raro todavía es ser piadoso —repuso el consejero sin apartar sus ojos de los del conde—. ¿Quién no ha mentido alguna vez a un amigo? ¿Quién no ha renunciado a la piedad por el placer o por un precio?

La mirada de Armengol destelló por un instante. Intentaba mantener oculto el inoportuno encontronazo en la entrada del harén, o al menos quitarle importancia. ¿Qué sabía Abú Amir? El hermano del conde, Galcerán, miraba a ambos alternativamente, ignorante de la naturaleza de aquella tensión hilada entre el andalusí y el cristiano. Álvar el Calvo intervino para, sin saberlo, templar aquella peligrosa conversación.

—Abú Amir, buen amigo, tú no sabes nada de esposas, ni cercanas ni lejanas. Y eso es extraño, por mi fe. Creía que para vosotros los sarracenos era un pecado permanecer soltero. Aunque no te culpo, pues de otro modo quizá no disfrutarías de esas amantes que tienes, ¿eh? Pero si a nadie como a ti he visto disfrutar de las muchachas que nos amenizan los banquetes…

Pedro de Azagra rio por lo bajo, pero al consejero no pareció hacerle gracia el comentario del Calvo.

—Ah, todos somos pecadores sin importar nuestro credo, ¿verdad? —Abú Amir mantenía la mirada desafiante hacia el conde de Urgel—. Todos menos nuestro buen amigo Armengol. ¿Os habéis fijado en que jamás toca a ninguna de las muchachas que vienen a las fiestas de los jueves? ¿Acaso no tiene mérito su abstinencia, tan lejos como está de su hogar y de su prometida cristiana?

—Bah, bien por él. A más tocamos los demás —replicó el gigante Álvar, y rio junto con Azagra.

El sonido del papel arrugándose entre las manos de Mardánish interrumpió las palabras y las miradas desafiantes entre Abú Amir y Armengol.

—En esta relación —habló con voz ronca el rey Lobo— figura el dinero recaudado, el pago que destinaré a cada contingente, lo que he gastado en pertrechos, en servidores, en provisiones, en armas… Por supuesto, también está la suma de nuestras fuerzas; y no son despreciables. Con semejante ejército, mayor aún del que reunimos para tomar Guadix, podremos encarar el ataque a Granada. Y tras Granada caerá Málaga. Con Almería en poder de nuestro emperador, la retaguardia estará asegurada; y podremos decir entonces que dominamos todo el oriente de la Península, y seremos capaces de prepararnos para actuar conjuntamente. El Guadalquivir nos conducirá hacia Córdoba y Sevilla.

»Mi suegro Hamusk y su inseparable al-Asad han partido de buena mañana, tras vencer esta maldita resaca, para preparar sus huestes en Segura y Guadix. Yo también me dispongo a aprestar mis tropas, que pondré al mando del arráez Óbayd. Solo me queda contar con vuestras mesnadas, amigos míos. Entonces dejaremos de lado las palabras y haremos que hablen las lanzas.

—Bien dicho —afirmó Álvar Rodríguez—. Mis hombres del norte llegarán el próximo verano, y a mi llamada también acudirán las milicias de Toledo, siempre fieles y queridas.

—Yo cuento con el compromiso de mis huestes navarras —añadió Azagra—. Sé que esto me costará el disgusto de mi rey, pero igualmente lucharán por ti.

—Bien. —Mardánish se frotó las manos—. ¿También dispondremos de tus tropas, amigo Armengol?

—Por supuesto —aseguró el conde de Urgel, que aún no había apartado la mirada de Abú Amir—. Tengo pensado seguir a tu lado por mucho tiempo. Mucho, mucho tiempo.

El consejero resopló por lo bajo y deseó que esa misma campaña militar terminara con la muerte de Armengol de Urgel. No podía soportar la imagen de Zobeyda y aquel cristiano entregados a la cópula. Le dolía tanto como si la favorita fuera su propia hija. Al mismo tiempo, la sonrisa del rey Lobo iluminó la sala de consejos casi tanto como los haces de luz que penetraban por entre aquellas figuras geométricas que decoraban la pared. Entonces hizo su entrada el visir que había entregado la relación de tropas a Mardánish. Con el rostro congestionado, recorrió uno de los laterales de la mesa. Apretó los labios y anunció que no era portador de buenas nuevas.

—Mi rey, los almohades asedian Almería por tierra y por mar. La guarnición se ha refugiado en la alcazaba y ha mandado un mensajero que consiguió romper el cerco. Piden tu ayuda, mi señor, y te ruegan que avises al emperador.

Un silencio tenso siguió al mensaje. El visir se inclinó, esperando la reacción de su rey sin querer mirarle a los ojos. Los rayos de sol dejaron de dibujar figuras como si, uno a uno, los huecos practicados en la techumbre fueran cubiertos por una cortina. La sombra cubría por momentos la luz que iluminaba la sala de consejos. Almería sitiada. Los almohades atacaban directamente una plaza en poder cristiano.

—Hemos perdido la iniciativa —reconoció Armengol de Urgel, y empezó a tamborilear con los dedos sobre la mesa.

—Dios mío —susurró Azagra—, el cazador es cazado.

—¿Sabemos el tamaño del ejército almohade? —preguntó Mardánish, que no quería perder la esperanza. El visir negó con la cabeza.

—Hay que ir para allá. —Al ponerse en pie, Álvar Rodríguez llenó el espacio con su descomunal figura—. Y hay que mandar aviso al emperador.

—El emperador está en Zamora, o esa intención tenía —se oyó por fin la voz de Galcerán de Sales.

—Demasiado lejos —susurró el conde de Urgel—. No llegará a tiempo.

—No sabemos si nos enfrentamos a un gran ejército —repuso Mardánish—. Quizá sean las fuerzas de Ibn Igit que recuperaron Pedroche. Nada que temer.

—Exacto. —Álvar el Calvo comenzaba a mostrarse inquieto—. Vayamos ya y aplastemos a esos tipos.

Armengol de Urgel dio un suave golpe en la mesa y se puso en pie. Su hermano, naturalmente, hizo otro tanto.

—Yo mismo marcharé a dar aviso al emperador —anunció—. A mi paso iré ordenando en su nombre que se preparen tropas en Castilla. Dirigíos al sur y esperadnos en Guadix. Vendremos a marchas forzadas. Pedro, ¿podría tu gente llegar en poco tiempo?

Azagra se encogió de hombros.

—Mandaré un correo a toda prisa, pero tal como están las cosas en la frontera con Aragón…

—No vale la pena que el conde de Sarria lo intente siquiera. Sus tierras están demasiado alejadas —siguió con sus cálculos Armengol de Urgel.

El rey Lobo descendió de su estrado con la decisión pintada en su gesto. La resaca se había desvanecido en un instante, y ahora sus ojos solo despedían una angustiosa sensación de urgencia.

—Bien, amigo Armengol. En tus manos queda que regreses a tiempo con el socorro para Almería. Si fallamos, estaremos a la defensiva.

El conde de Urgel asintió y miró de reojo a Abú Amir. Las comisuras de sus labios se elevaron de forma casi imperceptible, y en su mente evocó la imagen de Zobeyda, espléndida, seductora, única. Irresistible en su desnudez, pero sumisa a sus deseos. Ahora tenía una razón de mucho peso para no considerar la petición de Mardánish como algo secundario.

—Volveré pronto —prometió Armengol—, y traeré conmigo al propio emperador.