Imagen
Capítulo 16

Los hijos del califa

INVIERNO de 1157. Inmediaciones de Sevilla

Algo más de medio año había transcurrido desde la toma de Tavira, y el sayyid Yusuf no había vuelto a entrar en acción. Con dieciocho años recién cumplidos, su barba se resistía a cubrir por completo su rostro, y aunque habría sido motivo de ejecución inmediata de haber transcendido, no eran pocos los hombres que se reían de la cara de niño del joven hijo del califa.

En ese tiempo, Yusuf se había preocupado de seguir los consejos de su padre. Al parecer, la fama de los almohades se extendía sembrando el temor, lo cual no era desde luego malo; pero esa misma fama hablaba de ellos como de cabreros incultos y bárbaros, dados solamente a derramar sangre, esclavizar niños, someter mujeres y destruir ciudades. Que la chusma andalusí pensara tal cosa podía venir bien en según qué situación, pero Abd al-Mumín sabía que dominar al-Ándalus sería muy difícil si no conseguía ganarse a la clase burocrática, auténtica intermediaria entre el poder absoluto y el pueblo. No era que esperara grandes cosas de ellos, sino la simple figuración en puestos de poca importancia. El califa situaba en las ciudades conquistadas a hombres de su confianza, por supuesto: cada tálib y cada hafiz, los prebostes del nuevo régimen, trabajaban para consolidar la posición almohade, pero Abd al-Mumín se había dado cuenta de que mantener cierta apariencia de respeto por el anterior funcionariado suavizaba el reemplazo en el poder. Por eso había encargado a sus hijos sayyides, gobernadores en las plazas más importantes del al-Ándalus almohade, que se rodearan de filósofos, poetas y pensadores andalusíes. Que fingieran amor por el arte y la ciencia y, siempre sin permitir que se sobrepasaran ciertos límites, que se impulsara una especie de fachada erudita. Yusuf y Utmán, como hijos obedientes, se habían aplicado de inmediato a la tarea, y ya contaban con sendas cortes repletas de artistas, teólogos y filósofos. Bien, eso implicaba tener que soportar también a un número nada despreciable de parásitos imitadores con aires de grandeza, pero para eso estaba la potestad de cada sayyid de cortar algunos cuellos de vez en cuando. Convenía que la gente no olvidara quién tenía el poder y qué se podía hacer con él. Lo cierto era que a Yusuf no le había desagradado nada la idea. Pasar los días en la corte de Sevilla oyendo las declamaciones, debates y encendidas proclamas de sus nuevos esbirros le libraba de su otra ocupación obligada: dominar por las armas a la población aún insumisa. Tanto se había aficionado que ya empezaba a manejar con cierta soltura intelectual las corrientes de sus recién adquiridos prosélitos. Eso hizo correr rumores entre los talaba. Habladurías que apuntaban a la blandura de Yusuf, que parecía encontrarse más a gusto debatiendo problemas de astronomía que degollando insurrectos.

Aun así, el hijo del califa no había podido evitar por más tiempo lo inevitable: aquel invierno, los insufribles cristianos abulenses, demasiado ansiosos para aguantar el invierno en sus casas, habían vuelto a abandonar las parameras y montes nevados y se dirigían a hostigar los territorios almohades. De haber ocurrido en otro sitio, Yusuf habría dejado que su fogoso hermano Utmán, ávido siempre de lucha, se encargara del asunto; pero resultaba que el lugar atormentado era la propia Sevilla, cuyos alrededores estaban soportando una atrevida e intensa razia de las milicias de Ávila. Ya había oído hablar de aquellos desvergonzados abulenses, que cada poco tiempo, por su cuenta y riesgo, organizaban una cabalgada y penetraban con profundidad en territorio almohade, robaban ganado, quemaban tierras, mataban a los hombres del califa y, si podían, incluso tomaban en un rápido asalto alguna plaza para a continuación regresar a Ávila con el botín.

Pero esta vez no iba a ser igual. Yusuf conocía por sus historiadores cómo funcionaban los ejércitos cristianos: un enorme gentío de chusma campesina armada con aperos de labranza y un reducido grupo de orgullosos y afeminados nobles que montaban a caballo y cargaban sin orden. Eso era lo que se enseñaba en Marrakech. Nada grave, desde luego. Los almorávides, cuyas huestes habían caído como tallos segados por una hoz ante el empuje almohade, habían sido capaces de vencer varias veces a esos cristianos, así que ¿qué no podrían lograr los almohades, sin duda los mejores soldados del orbe, amados además por el Único y dirigidos por uno de los hijos del califa? El propio Abd al-Mumín lo había dicho: barrería a los cristianos y derruiría sus iglesias hasta los cimientos. Y Abd al-Mumín jamás se equivocaba ni se dejaba llevar por la vanagloria, pues estaba protegido del error y del pecado por el mismo Dios. Semejante garantía de infalibilidad debería haber sido un alivio para el sayyid Yusuf, pero el joven heredero del califa no podía evitar que sus piernas y su vientre temblaran violentamente mientras esperaba, montado en su caballo, a que las milicias de Ávila aparecieran en aquella llanura.

A su espalda, sobre una colina, se erguía la pequeña fortaleza de Zagbula. Estaba en el itinerario que los abulenses habían seguido, y era un objetivo lógico para la ya larga cabalgada a la que estaban sometiendo las tierras de Sevilla. Yusuf había salido al frente de las mejores tropas disponibles, y a ellas había unido ahora las fuerzas andalusíes sometidas del Garb, inseguro a pesar de todo de que aquellos cristianos fueran tan fáciles de derrotar. La fuerza que Yusuf había congregado no era gran cosa comparada con el ejército almohade que guerreaba en África, pero tampoco se trataba de la pequeña tropa que sistemáticamente se solía dejar en cada guarnición, demasiado exigua para aguantar una acometida seria. Pequeños enfrentamientos, escaramuzas, asaltos a plazas mal guardadas… Eso había ocurrido una y otra vez desde que el Tawhid desembarcó en al-Ándalus, pero ahora, por fin, dos fuerzas se enfrentarían en campo abierto en algo que, sin llegar a ser una gran batalla campal, constituiría un choque lo suficientemente llamativo como para asentar su mérito. A partir de esa jornada ya no sería el joven, blando e imberbe hijo del califa, sino Yusuf, el vencedor de los cristianos.

El único jinete destacado, encaramado en el filo de una suave elevación, se movió inquieto. Se puso la mano en la frente en un gesto instintivo a pesar de que tenía el sol a la espalda, tiró de las riendas y galopó a toda velocidad hacia la línea almohade. El caballero, un andalusí del Garb escogido para la misión de reconocimiento por su experiencia con los cristianos, refrenó su montura frente a la menuda guardia negra del gobernador de Sevilla.

—Ya vienen, mi señor —anunció con voz intranquila—. Los infantes corren para alcanzar la cima de la loma, y los caballeros llegan detrás al paso.

Un nudo atoró la garganta de Yusuf. El momento había llegado. Repasó de nuevo la estrategia que había ideado y se preguntó si funcionaría tan bien como aseguraban los historiadores de su padre. Había cedido las alturas a los cristianos para que pudieran cargar a su estilo, de forma ruda y precipitada. La fuerza almohade, férreamente situada frente a los infieles, absorbería el ataque con su acostumbrado valor, y la hueste del Garb, que Yusuf había colocado tras las cabilas, rodearía al enemigo y lo atacaría por retaguardia.

El caballo del sayyid piafó nervioso al oler el miedo de su jinete y retrocedió unos pasos. De inmediato, los negros sudaneses del Majzén, a pie, le imitaron para mantener el cuadro de seguridad que habían establecido en torno de Yusuf. Los abulenses aparecieron en aquel instante sobre la loma. Lo hicieron sin orden, pero se detuvieron allá arriba hasta cubrir con sus siluetas toda la línea del horizonte. Empuñaban astas rematadas con anchas y curvas hojas de hierro, lanzas, mazas y espadas de un solo filo. Yusuf miró a Maymún ibn Hamdún, el hafiz nombrado señor de Silves. El gobernador de Sevilla le había otorgado el mando de la caballería andalusí del Garb en la esperanza de que supiera hacerla maniobrar. El hafiz, mucho más entero que Yusuf, entendió la mirada nerviosa de su señor y ordenó a sus jinetes que ocuparan posiciones a retaguardia de la línea almohade.

Arriba, los abulenses hicieron sitio para que pasaran entre ellos los caballeros villanos de Ávila, nobles de baja alcurnia enriquecidos con el pillaje y curtidos en decenas de cabalgadas; guerreros sin pendón pero con una gran astucia y deseosos, como siempre, de superar en sus gestas a la pretenciosa caballería nobiliaria, la que poseía castillos y tierras, rodeaba al emperador y miraba a las milicias concejiles por encima del hombro.

A los gritos de los jeques, los miembros de las cabilas bereberes harga e hintata pusieron rodilla en tierra y asentaron sus escudos, apoyaron las conteras de sus lanzas en el suelo y las apuntaron en dirección a los de Ávila. Tras ellos, otros almohades se aprestaron con jabalinas a recibir al enemigo. Formaron así su particular cuadro de combate, el que les había permitido acabar con el dominio almorávide en África. Luego empezó una tensa espera mientras los cristianos parecían debatir cómo enfrentar a aquel pequeño ejército que les había cortado el paso junto a Zagbula. Yusuf aprovechó para inspirar con profundidad, aunque solo conseguía que una pequeña corriente de aire llegara a sus pulmones. Los infantes abulenses y los almohades estaban más o menos igualados en número, aunque los cristianos no parecían guardar orden alguno. Se fijó también en la caballería cristiana y calculó que su número era aproximadamente la mitad de sus jinetes andalusíes. Aquello le tranquilizó un tanto e incluso dibujó una sonrisa bajo su poco poblada barba. Lamentó no tener unos buenos tambores para guerrear al más puro estilo de su padre, marcando el ritmo al que morían sus enemigos.

Una sonora invocación a Cristo, a Alfonso de León y a Ávila recorrió el pelado y reseco paisaje, apenas salpicado por algunas encinas y un par de olivos solitarios entre las areniscas carmesíes y terrosas, y la caballería villana se lanzó a la carga por la poco acusada pendiente, bajando los jinetes sus lanzas al unísono. Yusuf sintió erizársele el vello, y su montura lo acusó y pateó de nuevo. El griterío cristiano creció, en contraste con el silencio de las cabilas. Tras los almohades, los caballeros andalusíes se aupaban sobre los estribos y preparaban sus lanzas. Algunos, los pocos que llevaban arcos, procuraron mantener quietos a sus caballos y lanzaron una andanada escasa e insegura que pintó una parábola en el cielo invernizo. Un par de jinetes abulenses cayeron y rodaron bajo las pezuñas de los caballos que guiaban sus compañeros, inclinados sobre los arzones y con las lanzas enristradas. Yusuf apretó los dientes. Maldijo por lo bajo al ver el corto resultado de aquella pobre defensa a distancia. Los caballos cristianos cobraban velocidad y levantaban una espesa cortina de polvo tras ellos. Mantenían la línea con un éxito razonable, pero se veía claramente que la anchura de su formación era mucho menor que la de los infantes almohades. Y por si eso no fuera suficiente, los abulenses se apretujaron entre ellos y se dirigieron a un punto situado a la derecha desde la vista de Yusuf. El sayyid observó a su lugarteniente almohade, el hafiz Maymún, que ordenaba a sus caballeros del Garb separarse en dos haces para rodear el combate que se aproximaba. Las primeras azagayas salieron disparadas desde la línea almohade, y una decena de abulenses fueron derribados. Pero los cristianos llegaban a muy buena velocidad; no hubo tiempo para una segunda descarga.

El choque fue brutal, tal como todos esperaban, y muy concentrado. Los hombres de la cabila harga, que ocupaban el sector derecho de la línea bereber, fueron los que sufrieron el impacto y salieron arrojados hacia atrás como peleles, rotas sus lanzas y descoyuntados sus miembros por la fuerza de los caballos cristianos lanzados a la carrera cuesta abajo. Tan fuerte fue el encuentro que casi todos los jinetes abulenses penetraron en la formación almohade, la superaron y la rompieron por aquel sitio en el que habían condensado su ímpetu. Yusuf abrió la boca en un gesto de estupor e incredulidad, y vio cómo los caballos cristianos saltaban y pisoteaban a los bereberes. En ese momento, los jinetes del Garb salieron a toda prisa hacia los flancos, tal como se les había ordenado. Yusuf se vio enfrentado a varios caballeros cristianos que, en lugar de volverse para seguir luchando contra los infantes, se dirigieron a él. Un grito de espanto escapó de la boca del sayyid y tiró de las riendas para dar la vuelta a su montura. El caballo derribó en el movimiento a uno de los Ábid al-Majzén, pero el esclavo sudanés se recuperó de inmediato para cumplir su misión de proteger hasta la última gota de su sangre al hijo del califa. Yusuf espoleó a su caballo mientras boqueaba en busca de aire. Cabalgó sin mirar atrás. Notó cómo sus sienes batían como tambores y sus oídos se taponaban. Un temblor desbocado recorría todo su cuerpo y el corazón parecía chillarle en el pecho. Ponte a salvo, le decía. No caigas aquí, en esta tierra maldita. Rebasó la figura del castillo de Zagbula y siguió huyendo, ajeno a lo que ocurría en el campo de batalla.

Mientras tanto, los infantes abulenses, que habían descendido la ladera a toda carrera ocultos por la nube de polvo, llegaron hasta la refriega y se unieron a la caballería cristiana. Maymún ibn Hamdún gritó desesperado. Ordenó a sus jinetes rodear a los de Ávila, pero muchos de ellos habían advertido la fuga del sayyid. Miraban tras de sí, a la silueta cada vez más pequeña de Yusuf, el hijo del califa. Su presunto líder se daba a la fuga en los primeros momentos del combate. ¿Qué hacían ellos allí? Su vista fue luego hacia el hafiz Maymún, que se desgañitaba para que rodearan a los abulenses. Pero ¿para qué? Al fin y al cabo, aquellos cristianos de Ávila eran más paisanos suyos que los bereberes de piel oscura que ahora caían bajo las hojas ensangrentadas… Primero uno de los andalusíes picó espuelas y salió a todo galope, y pronto le imitó un segundo. El tercero y el cuarto se dieron a la fuga a la vez, y los demás abandonaron el lugar en tropel, mientras algunos de ellos arrojaban las armas. Maymún ibn Hamdún lanzó un grito de rabia que nadie pudo oír, porque los chillidos de dolor y muerte dominaban el combate. El hafiz intentó localizar con la mirada al cobarde del sayyid, pero ya había desaparecido. Luego observó tras él a la guardia negra; los esclavos del Majzén se habían llevado por delante a una docena larga de caballeros abulenses, pero todos yacían igualmente atravesados en tierra, algunos de ellos con horribles mutilaciones. Pensó por un momento en unirse a sus hombres del Garb en la huida, pero enseguida le vino a la mente su propia ejecución ante los talaba, con una hoja afilada cortando su garganta mientras le obligaban a tener la vista fija en un ejemplar enjoyado del Corán… Eso era lo único que podía esperar si huía. Y por Dios todopoderoso, él era un guerrero almohade, todo un hafiz, defensor del Tawhid…

Maymún desenfundó su espada y se metió al galope en lo más rudo del combate. Atropelló a abulenses y bereberes, cercenó a su paso miembros y alguna que otra cabeza. Un instante antes de morir, atravesado por las lanzas y tajado por las cuchillas cristianas, percibió con un punto de amargura que su cadáver no descansaría sobre la amada arena africana.

Día siguiente. Inmediaciones de Almería

Ajeno a la derrota de las fuerzas de su hermano y a la vergonzosa huida de este, el sayyid Utmán, gobernador de Málaga, Granada y otras ciudades a ambos lados del Estrecho, dirigía un destacamento de caballería rumbo a Almería.

Con el paso de los años, las diferencias entre Utmán y su hermano Yusuf se habían acentuado de tal modo que nadie habría dicho que los había engendrado el mismo padre. Nada podía reprocharse a sus diferentes madres, pues como todo fiel al Tawhid sabe, ¿qué es la mujer, más que mero recipiente? Así pues, solo a Dios podía agradecerse que a uno lo hubiera dotado para los menesteres de la corte y a otro para el polvoriento campo de batalla. Y para esto, para embrazar escudo y empuñar espada, para dirigir los escuadrones de Dios y someter al enemigo, estaba hecho Utmán. A pesar de tener únicamente dieciséis años, la barba negra y frondosa le ocultaba ya medio rostro. Cabalgaba seguro al frente de sus tropas masmudas, y él mismo decidía el camino sin contar con los exploradores, a los que se limitaba a usar para asegurarse de que no había presencia hostil en su ruta.

Utmán se había hecho hombre en al-Ándalus en todos los aspectos. Tenía la misma determinación que dos años y medio antes, cuando tomó posesión del gobierno de Granada, pero allí había ocurrido algo más, algo que no estaba previsto en los planes de dominación de su padre. Hafsa, aquella poetisa de la que de inmediato había quedado prendado, era, como casi todas las granadinas, una mujer de belleza radiante pero discreta, como una pequeña joya reservada tan solo para ser observada por los ojos más expertos. Utmán había decidido al momento convertirla en su amante, y le importó muy poco que aquella relación fuera considerada impía hasta en los propios círculos almohades. Alguna ventaja debía de tener ser el hijo del califa. Tampoco tuvo mucho peso el hecho de que Hafsa estuviera unida sentimentalmente y de forma pública al también poeta y secretario particular del sayyid Abú Yafar. Utmán había pisoteado ese amor, y ahora obligaba a plegarse a sus deseos tanto a Hafsa como a su antiguo amante. Así, un bereber adolescente había convertido en su compañera de cama a una noble granadina que lo superaba en edad. Por otra parte, tener a sus pies a dos de los más famosos poetas de al-Ándalus le había facilitado la labor recientemente ordenada por el califa, la de hacerse rodear de un círculo de intelectuales, en su caso, encabezado por su consejero andalusí de mayor confianza, Ibn Tufayl. Solo debía cuidarse de no cometer el error que más inquietaba al califa: el mismo que habían cometido antes, uno tras otro, todos los musulmanes llegados a al-Ándalus en los últimos cuatrocientos años. Pero él no caería en ese hechizo. No se dejaría someter por el placer del vino ni por el olor a azahar, por el color de los mirtos o los paseos en barca, la poesía fatua o la negrura de las miradas femeninas… No. Los andalusíes le servían a él, y no al revés. Por eso debía permanecer alerta. Ser frío y no ceder a la tentación. Hacer oídos sordos a los susurros que se deslizaban entre los arrayanes de Granada y Málaga, y recrear en su memoria los riscos del Atlas y las arenas del desierto africano. Aunque, por Dios misericordioso, era tan difícil resistirse a la tentación…

Contempla, para recreo de tus ojos,

un jardín lujuriante sobre el cual la brisa no deja de soplar

ni la lluvia de caer.

Ahora Utmán avanzaba sin apartar su vista de las montañas del norte, apenas pobladas de algarrobos y carrascas, enebros, retamas y espinos negros como los nubarrones que se acercaban desde septentrión. Al otro lado de los montes comenzaban los dominios de aquel andalusí lascivo e insumiso, Mardánish. El sayyid escupió a un lado al pensar en él. El rey Lobo, se hacía llamar, decían que por un pacto firmado con el propio Iblís y que le permitía convertirse en un gran lobo negro para abandonar su palacio y devorar niños por las noches. A Utmán le traían sin cuidado todas aquellas supercherías. Él era un fiel adorador de Dios e hijo del propio príncipe de los creyentes, seguidor de la doctrina del Mahdi, poseedor de la verdad, incapaz de errar, protegido contra el mal.

Porque ahora su objetivo no era Mardánish. Ese rey Lobo, lujurioso y amigo de los cristianos, tendría su merecido sin duda, pero el momento no había llegado. Su padre, Abd al-Mumín, seguía empeñado en África, ocupado en aplastar las frecuentes rebeliones y en asegurar su posición dominante en el Magreb. Esa era la única causa de que Mardánish y sus amigos comedores de cerdo pudieran aún dormir tranquilos.

Uno de los exploradores masmudas llegó al galope e hizo clavar las pezuñas de su montura ante el sayyid. Se bajó el velo que, a la manera almorávide, le cubría la boca y la nariz para no tragar el polvo de aquel paraje pedregoso.

—Mi señor, tras aquella loma —el masmuda señaló a una elevación que se erguía frente a ellos, salpicada de espinos y coronada por una solitaria palmera— quedamos a la vista de Almería. La guarnición cristiana nos ha detectado antes o algún lugareño les ha avisado, porque una fuerza de caballería viene hacia aquí.

Utmán miró a su derecha, al mar, entre las dunas que dibujaban suaves y onduladas curvas hasta descender a la orilla. Algunas barcas de pescadores dejaban una estela plateada al allegarse al puerto de Almería. La fuerza masmuda había llegado bordeando la costa, de modo que el sayyid se explicó de inmediato de dónde había llegado la información.

—¿Son muchos? —preguntó al explorador masmuda.

—Nos igualan.

El sayyid sacó una sonrisa violenta del centro de su crecida barba. Lanzó una mirada alrededor y buscó el terreno que le fuera más favorable para un enfrentamiento con la fuerza almeriense. A un cuarto de milla de distancia pudo ver a un par de pastores de cabras que asistían expectantes. Desde su posición sobre una pequeña colina, sin duda tenían ya a la vista el destacamento cristiano que se acercaba. Los cabreros iban a presenciar una pequeña escaramuza, y eso era algo emocionante para contar, bien diferente al monótono pastar de chivos entre monte bajo y nubes de polvo levantadas por el viento. Utmán ordenó formar una sola línea, partida en dos por un espacio que igualaba la anchura de cada mitad del destacamento. Él se puso al frente de la línea de la derecha y ordenó a la otra cargar contra los cristianos en cuanto rebasaran la loma de la palmera. Los masmudas prepararon sus lanzas y apretaron los tiracoles en torno a sus lorigas.

Los de Almería aparecieron enseguida y les sorprendió hallar tan cerca al destacamento almohade. A una orden de su adalid, apretaron el paso y cobraron velocidad para cargar contra una de las dos líneas bereberes, la que a su vez cargaba ya hacia ellos. Pero el cristiano que comandaba a los de Almería no era un inepto. De inmediato vio cuál era la estrategia de sus enemigos y lanzó varios gritos cortos y precisos para dividir su fuerza y cabalgar por separado.

Utmán blasfemó gravemente, lo que ocasionó más de una mirada sorprendida entre los masmudas. Acababa de fracasar su plan de atacar por el flanco a los cristianos cuando estos se hallaran empeñados en su lucha contra la otra mitad de su fuerza. A pesar de todo, el sayyid adolescente se repuso con rapidez. Ni siquiera había cumplido los diecisiete años, por el Profeta, y aún le quedaba mucho que aprender. Olvidó su irritación y, poseído de gran valor, encabezó la carga.

Los choques entre las cuatro escuadras, dos cristianas y dos almohades, fueron casi simultáneos. En un principio, los de Almería consiguieron ventaja, pero los masmudas llevaban años en guerra y eran comandados por un hombre que peleaba en primera línea. Luchaban con inteligencia, dosificaban sus fuerzas y mantenían la formación. Se habían batido por todo el norte de África desde el comienzo de las campañas de Abd al-Mumín y los demás servidores del Mahdi, y habían sometido tanto a los almorávides como a las tribus rebeldes del Atlas y el desierto. Ahora tenían enfrente a soldados que llevaban mucho tiempo sin probar el combate. Hacía casi diez años que Almería había caído y, desde entonces, la paz cristiana había reinado en la ciudad. Una inexperiencia que los guerreros castellanos acusaban. Poco a poco, la escaramuza se fue decantando por los bereberes, y el adolescente Utmán era de los que más fieramente se batía, ofreciendo a Dios cada muerto que conseguía con su lanza o con su espada. Antes de que los masmudas empezaran a notar el cansancio, el resto del destacamento cristiano, apenas media docena de supervivientes, se dio a la fuga rumbo a Almería. El suelo quedó regado de cadáveres católicos, mientras que las bajas musulmanas habían sido escasas. El sayyid se dirigió al explorador masmuda.

—¡Llévate a diez jinetes en su persecución! ¡Tantea las murallas de Almería, pero evita caer allí!

El jinete obedeció de inmediato y escogió a gritos y con premura a los masmudas que tenía más cerca. Utmán observó de nuevo a los pastores, que incluso se habían sentado sobre unas rocas para presenciar el espectáculo. Ordenó a sus demás hombres ir con él, dejaron atrás a los heridos de uno y otro bando y galoparon hacia los improvisados espectadores. Los pastores se levantaron al ver venir hacia ellos a los guerreros y miraron atrás con nerviosismo. El más joven hizo ademán de huir, pero el otro le retuvo por un brazo; sin duda se daba cuenta de que no valía la pena correr ante los caballos. Sonrió forzadamente cuando el joven sayyid detuvo su montura frente a él. Utmán también sonreía.

—¿Sabéis quiénes somos? —Utmán se expresó con el deje con el que hablaban la lengua árabe en Granada.

El pastor más viejo y templado dudó. Aquellas tierras habían presenciado el paso de almorávides, cristianos y andalusíes, pero era la primera vez que veía esas pieles tan oscuras en hombres tocados con turbantes y con el rostro develado. Dedujo que se trataba de los africanos de quienes tanto se hablaba desde diez años atrás.

—¿Almohades?

Utmán asintió y observó el pequeño rebaño de cabras que pastaban algo más allá, ajenos los animales a la pequeña escaramuza que se había desarrollado a un tiro de piedra. Luego examinó de nuevo a los pastores. No podía saber si eran cristianos o andalusíes, pues todos vestían por igual aquellos jubones de borra sobre la camisa.

—¿Sois de Almería?

—No, mi señor —contestó al fin el pastor en el árabe del lugar. El sayyid amplió su sonrisa—. Somos de Berja. Traemos nuestras cabras a Almería para venderlas. No son rentables y…

Utmán mandó callar al hombre con un gesto y miró alrededor, a la tierra seca que se extendía por doquier. A pesar de su origen bereber, el sayyid se había hecho con facilidad a la riqueza de la vida en Granada.

—No quiero ni imaginar qué miseria padecéis en Berja si tenéis que venir a este secarral a buscaros la vida. Pero tampoco me importa. Lo que me preocupa es la guarnición cristiana de Almería. ¿Qué sabéis de ella?

Los jinetes masmudas habían ido rodeando a la pareja de pastores. El más joven, de seguro el hijo del otro, temblaba notoriamente y miraba con ojos muy abiertos a los guerreros. El lejano baño de sangre de unos instantes antes se volvió ahora cercano. El pastor viejo se dio cuenta de que su vida y la del joven dependían de su respuesta.

—Según dicen hay cristianos, pero no muchos. Al principio, a poco de conquistarla el emperador, la guarnición era crecida. Ahora no.

El sayyid Utmán inspiró con profundidad y miró atrás, a la pequeña elevación por la que habían aparecido los caballeros cristianos. Luego dejó pasar el tiempo mientras sus hombres seguían alrededor de los pastores y los caballos de batalla resoplaban y pateaban la tierra seca. El cabrero mayor aún mantenía la sonrisa forzada, pero el joven no paraba de observar a los jinetes con creciente nerviosismo.

—¿Qué le pasa a este? —preguntó con sorna uno de los masmudas en su algarabía del Atlas.

—Miedo —contestó el sayyid en aquel mismo idioma enrevesado que los pobres pastores no entendían—. Su alma está enferma de miedo. Mejor que cualquier plan de batalla. Mi padre ha sabido usar de él y yo debo aprender a hacer lo mismo. Los ejércitos cristianos o los de ese demonio del rey Lobo pueden pensar en vencernos porque no nos conocen, pero no hay fuerza capaz de resistir ante el miedo. No por mucho tiempo.

El masmuda asintió y enfatizó su mirada fiera para asustar aún más al joven pastor. Este dejó escapar dos lágrimas que causaron la risa de los jinetes. En ese instante, el pequeño destacamento enviado por Utmán a inspeccionar las murallas de Almería volvía al galope. El sayyid se separó de los lugareños y esperó el informe de sus hombres.

—Torres desnudas —anunció el explorador con euforia mal contenida—, apenas un puñado de ballesteros en las murallas. Los arrabales estaban vacíos, lo que demuestra que es cierto: ya nos esperaban. Sin embargo no había hombres listos para una defensa.

—No les ha dado tiempo de prepararse —aventuró el sayyid—. O eso o…

—O no tienen nada que preparar —completó el explorador.

Dos semanas después. Córdoba

El gran jeque Umar Intí era miembro de la cabila hintata. Un hombre cuya extremada delgadez se veía realzada por su altura. Sus pómulos se marcaban y agudizaban sus rasgos, dominados por unos ojos cuya mirada nadie podía soportar. Justo el tipo de mirada que tenían todos los grandes jerarcas de los almohades. Pero además de sus ojos amenazadores, el gran jeque Umar Intí contaba con el irresistible espanto que causaba tan solo oír su nombre.

No era de extrañar. El gran jeque era uno de los diez discípulos incondicionales de la Primera Hora, aquellos a los que el difunto Mahdi Ibn Tumart llamara «la sal de la tierra». Miembro del consejo de los diez elegidos, los hijos de la Yamaa ilustre. Y dos o tres docenas más de sonoros apelativos y largos títulos. Según la doctrina africana, todos los hombres y mujeres del mundo eran esclavos de aquellos diez privilegiados que comenzaron a gestar el gran imperio almohade. De ellos, solo dos permanecían vivos: Abd al-Mumín y el propio Umar Intí. Hasta los hijos del califa, sayyides y gobernadores de las más importantes ciudades almohades, palidecían en presencia del gran jeque, mano derecha del príncipe de los creyentes. El califa había enviado a Umar Intí a Córdoba dos años antes. Su misión: supervisar la labor de los jóvenes sayyides y tomar las decisiones de gran importancia. Y de gran importancia debía de ser la causa de aquella reunión, pues había mandado llamar a su presencia a Yusuf y a Utmán. Los dos jóvenes observaban con veneración al gran jeque, cuya esquelética figura se estiraba hacia las bóvedas del alcázar cordobés.

—Vuestro padre está iracundo. —Clavó su mirada de cuervo sobre los sayyides—. Se pregunta si habrá de esperar a pacificar África para venir en persona y reducir a este puñado de rebeldes. ¡Sus cabezas tendrían que adornar ya las puertas de nuestras medinas!

Utmán aguantaba a pie firme la bronca, con los ojos entrecerrados y maldiciendo para sí. No comprendía la causa de aquello. A su lado, su hermano mayor Yusuf se miraba la punta de los pies y tragaba con dificultad.

—No será necesario que venga —se atrevió a contestar Utmán—. Que nos mande tropas y yo me encargaré de someter a estos infieles.

—Yo soy el hered… —Yusuf se mordió la lengua para acallar su protesta, dirigida al hermano. Recordó que solo unos pocos conocían su designación como sucesor del califa. Utmán pareció no haber entendido el principio de desliz del imberbe sayyid, que se corrigió de inmediato—. Yo soy el mayor de los dos aquí. Yo dirigiré las tropas para rendir a los enemigos de…

—¡Silencio! —reclamó con autoridad el gran jeque Umar Intí—. Es demasiado tarde para promesas que sois incapaces de cumplir. Sobre todo tú, hermano mayor.

Yusuf se sonrojó al ver que el huesudo dedo del jeque le apuntaba directamente al pecho. Utmán frunció el ceño sin saber a qué se refería el viejo compañero del Mahdi.

—La culpa fue de ese hafiz, Maymún… —se excusó el joven gobernador de Sevilla—. Mandó a sus hombres atacar muy tarde, cuando los cristianos ya nos habían agotado gracias a su mayor número. Pudieron permitirse masacrar nuestras cabilas y luego cerraron cómodamente con la caballería del Garb. No es extraño que los exterminaran a todos. Gracias a la misericordia de Dios, bendito sea, que pude escapar tras batirme con esos salvajes politeístas…

—Haré como que no he oído nada, y en honor al respeto que le tengo a tu padre, te pido que de aquí en adelante te abstengas de hablar si vas a mentir. Es vergonzoso, sobre todo porque calumnias a un valiente hafiz capaz de entregar su vida por Dios y por el Tawhid.

Utmán pestañeó por las palabras durísimas que el gran jeque dirigía a su hermano. En cuanto a Yusuf, enrojeció hasta cambiar el color oscuro de su rostro.

—No miento…

—Varios andalusíes fueron capturados cuando intentaban cruzar el Garb para alcanzar territorio cristiano —le interrumpió de nuevo Umar Intí—. Fueron reconocidos como miembros de la fuerza que comandaba el hafiz Maymún ibn Hamdún, gobernador de Silves. No se precisó atormentarlos mucho para que confesaran la verdad. Fueron varios y por separado los que contaron cómo tú, Yusuf, hijo de Abd al-Mumín, huiste en los primeros momentos de la batalla, abandonaste a tus hombres y provocaste la fuga de la caballería andalusí. Me avergüenza reconocer que Maymún ibn Hamdún, inferior a ti en la consideración de Dios, fue el único en caer como un mártir junto a nuestros bravos soldados almohades. La chusma de Ávila, a la que Dios confunda, ha arrasado impunemente las tierras bajo tu mando. ¿Es así como cumples la voluntad de Dios, del Mahdi y del príncipe de los creyentes?

Utmán dejó caer la mandíbula, sorprendido por la cobardía que relataba el gran jeque. Yusuf, por su parte, deseaba que el suelo del alcázar cordobés se abriera para poder hundirse en él.

—¿Por qué me has mandado llamar a mí, ilustre Umar Intí? Yo también mandé palomas a Marrakech, y en mis mensajes se hablaba del éxito de mi descubierta hasta Almería. —Utmán quería dejar claro que no había nada que reprocharle.

—La derrota de Yusuf en Sevilla, oprobio para nosotros —el gran jeque incrustó su mirada carroñera en el gobernador de Granada—, ha sido conocida por vuestro padre al mismo tiempo que tus informes sobre Almería. No esperes que te felicite por esa acción tuya. Derrotar a un miserable destacamento cristiano no es otra cosa que tu deber.

—No he pedido felicitaciones —respondió con tímida ferocidad Utmán—, pero espero que mi honorable padre no me culpe por no haberme enfrentado a un ejército numeroso como la sal del mar. Habría dado mi mano izquierda por ello. Que tampoco me castigue por tomar el castillo de Berja sin sufrir la muerte en combate.

—Guarda la ironía para la ramera granadina a la que sodomizas cada mañana, sayyid —le cortó como un sable el gran jeque. Y como un verdadero sablazo entró el comentario en el ánimo de Utmán. El sayyid se sorprendió ofendido por el desprecio con el que Umar Intí se refería a la poetisa de Granada. Maldita fuera. ¿Es que iba a acabar sintiendo algo de verdad por Hafsa?—. Vuestro padre, como he dicho, está iracundo desde que las palomas mensajeras llevaron a Marrakech las noticias de esta tierra maldita. Y no le falta razón. Ha decidido venir él mismo a acabar con este molesto problema que está resultando al-Ándalus.

Los dos hermanos se miraron entre sí y luego volvieron su vista al gran jeque Umar Intí. Como siempre, fue Utmán quien se decidió a preguntar.

—¿Cuándo vendrá el califa?

—Pronto, espero. Y eso espera él, según me dice en sus mensajes. Quiere fortificar la montaña de Táriq para asegurar el paso de un gran ejército por el Estrecho. Que todos esos reyezuelos infieles empiecen a temblar.

Yusuf pareció alegrarse, aunque la vergüenza por lo ocurrido contra las milicias de Ávila le obligaba a mantener su vista fija aún en el suelo. Utmán continuó con su gesto sardónico.

—¿Cuánto es pronto para el califa? ¿Dos? ¿Cuatro años? Sabemos cuán lentos se desarrollan sus planes.

El gran jeque Umar Intí fulminó a Utmán con la mirada. En un momento tuvo la seguridad de que tendrían enormes problemas cuando el joven y rebelde sayyid se enterase de que su pusilánime hermano Yusuf había sido elegido sucesor del califa. El viejo tampoco comulgaba con aquella decisión que muy pocos conocían. Pero no pensaba contradecir a su viejo amigo Abd al-Mumín, capaz de mandar castrar y linchar a sus propios hermanos o de firmar sin pestañear la condena de muerte de miles de insumisos a su poder, ni entraba en sus planes oponerse al influyente hijastro del califa, Abú Hafs, de quien esperaba crueldades aún mayores. Por otro lado, no tenía nada contra Utmán. A pesar de su juventud, el joven sayyid había demostrado con creces su capacidad para hacerse valer. Sin embargo, el gran jeque no podía dejar que esto se notara, y Utmán era tan arrogante… Le hacía falta sumisión, y el califa confiaba tanto en él que podía permitirse reprender a los propios hijos de Abd al-Mumín.

—Tu altanería, joven sayyid, tendrá enseguida oportunidad de ser adornada con algo más que palabras vacías. Las palomas no solo han traído los planes de tu padre acerca de la montaña de Táriq. El califa manda que la flota de Ceuta se dirija a bloquear Almería. Ya se han dado las órdenes y los barcos están saliendo de nuestros puertos africanos. Antes de cumplir el cerco habrán desembarcado un ejército que Abd al-Mumín reservaba para su campaña de este año en África. Pero ahora lo de Almería tiene prioridad. Tú, Utmán, dirigirás a esos hombres por tierra para completar el asedio.

»El califa quiere resultados ya. Nada de escaramuzas con los cristianos. Almería lleva diez años en poder del perro Alfonso de León ante la mirada indiferente de ese demonio pervertido, traidor al islam, al que llaman rey Lobo.

—¿Comandaré el ejército? —repitió Utmán entusiasmado—. ¿De cuántos hombres hablamos?

—No menos de veinte mil. Máquinas, ingenieros para el cerco, provisiones… Deberás fortificar tu posición, porque el califa espera que los cristianos acudan a ayudar a sus hombres. En los mensajes que mandaste a Marrakech afirmabas que la guarnición de la ciudad es muy pobre…

—Así es, gran jeque. Lo comprobé personalmente.

—Bien. No obstante, Abd al-Mumín ha mandado reclutar levas para un segundo ejército de refuerzo. Yo mismo lo dirigiré si te ves incapaz de reducir Almería antes de que el verano termine.

—¿Debo ir yo también? —preguntó con timidez Yusuf.

—No. —La contundencia del gran jeque Umar Intí seguía siendo insultante—. Volverás a Sevilla y rezarás. Busca en tu interior y pregunta por qué Dios ha permitido que la cobardía domine tu corazón. Si Almería se rinde, acudirás a recibir la pleitesía de los que allí queden.

Utmán respingó.

—¿Cómo? ¿Voy a dirigir yo la campaña pero él se llevará la palma del triunfo?

El gran jeque esperaba esa reacción. Se trataba de una injusticia evidente y el enojo del joven gobernador de Granada era comprensible, pero no se le podía informar aún del glorioso destino que el califa había dictado para el miedoso Yusuf. Sumisión. Eso era lo que hacía falta. Les hacía falta a todos. El viejo entrecruzó sus largos y afilados dedos, abrió mucho los ojos y se encaró a poca distancia con el sayyid adolescente. Utmán pareció menguar ante la imponente presencia de Umar Intí.

—Obedecerás los designios de tu padre, que son los designios de Dios.