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Capítulo 15

A degüello

VERANO de 1156. Costa sur del Garb al-Ándalus

La galera, empujada por un viento que parecía insuflado por Dios, cortaba el mar del modo en que un cuchillo bien afilado habría tajado un pedazo de sebo, sin apenas levantar las olas. Encaramado en la proa, con la vista fija en el horizonte, un sayyid almohade esperaba su bautismo en el verdadero servicio del Altísimo.

Yusuf, hijo de Abd al-Mumín, volvió la cabeza atrás y miró por sobre el gentío armado y silencioso que abarrotaba la cubierta. El viento que empujaba la galera también le traía el olor acre de los vómitos. Agarrándose las tripas, los guerreros africanos se vaciaban inclinados sobre la borda sin emitir un quejido. Se trataba de hombres habituados a pisar la fina arena del desierto o las duras rocas de las montañas, y les era imposible retener el contenido de sus estómagos mientras, con la angustia trabada en los rostros, intentaban permanecer en pie en aquella cubierta oscilante y resbaladiza. Tras su galera, la capitana de la flota de Ceuta, una fila de embarcaciones igualmente repletas de guerreros recorría la costa sur de al-Ándalus hacia poniente. El sayyid, que había vomitado hasta la extenuación hacía ya rato, se aproximó a su piloto; este lo miró sin abandonar el sempiterno aire de temor con el que todos se dirigían a los hijos del califa.

—¿Cuánto queda? —La voz de Yusuf, juvenil, había enronquecido con cada arcada.

—Muy poco, mi señor —contestó el piloto de inmediato, como disculpándose porque su destino estuviera demasiado alejado—. En cuanto lleguemos a la desembocadura de la ría podremos ver nuestros estandartes.

—Así lo espero. Por tu bien.

El marino palideció. Sabía que no había peor error que provocar la ira del califa o de cualquiera de sus hijos. Tragó saliva con dificultad y decidió entretener la mente del sayyid con la esperanza.

—Descuida, mi señor. En muy poco tiempo podrás pisar tierra firme.

Yusuf asintió, devolvió la mirada al horizonte acuoso y buscó con ojos ávidos el desagüe de la ría de la que hablaba el experimentado piloto. A pesar del mal rato, largo y vomitivo, que le suponía ese viaje por mar, el sayyid se sentía satisfecho: su voz no había temblado con la amenaza velada a aquel marinero, y había podido ver el miedo reflejado en sus ojos. Eso se esperaba de él, sin duda.

El joven acababa de ser nombrado heredero secreto del califa y todavía no había digerido toda la grandeza que aquello significaba. Hacía apenas unos días, hasta él mismo pensaba que su hermano mayor, Muhammad, sería el legatario del imperio que su padre estaba construyendo sobre cimientos de sangre en África. Y en realidad así se había hecho público tres años antes, cuando el primogénito fue nombrado heredero en Salé. Pero Muhammad no era puro. No era piadoso. No era limpio. Ser hijo del califa le venía grande, mucho más ser el único heredero de la auténtica Tierra de Dios. Muhammad bebía hasta embriagarse, abusaba de su posición, difamaba a los más osados jeques y reclamaba para sí a las mejores mujeres en cada saco, e incluso se atrevía a arrebatar a sus visires aquellas a las que ya habían escogido. Se decía también que esquilmaba el tesoro, que prevaricaba y que había malgastado el dinero del califa, del príncipe de los creyentes; lo que era tanto como decir que le había robado a Dios.

Yusuf era el segundo de los hijos del califa, y si el primogénito no estaba a la altura…

Utmán era el tercero. El más audaz de todos, aunque también demasiado alocado. Tampoco era extraño: Utmán, a pesar de ser ya gobernador de varias ciudades a ambos lados del Estrecho, solo tenía dieciséis años.

El califa tenía más hijos, muchos más. Sin embargo, quien más influía en sus decisiones no era un hijo, sino un hijastro: Abú Hafs. La madre de Abú Hafs había enviudado de su primer esposo, un hermano de Abd al-Mumín, y, según la costumbre, había desposado después al califa. De esta forma, Abú Hafs entró en la familia. Fue después cuando nació Yusuf, ya con la sangre de Abd al-Mumín. Por eso Abú Hafs, aunque mayor que los demás hermanos, carecía de derecho a suceder al príncipe de los creyentes; pero para Abd al-Mumín no había supuesto ningún problema prestarle oídos. De hecho se decía en círculos reducidos de la corte que había sido él, el influyente Abú Hafs, quien convenció al califa de revocar secretamente el nombramiento de Muhammad para que la dignidad recayera sobre Yusuf.

Yusuf hizo rechinar los dientes. Esa gran dignidad debía mantenerse por el momento oculta: muy pocos sabían que él era quien un día gobernaría sobre el mundo entero. Porque eso era lo que significaba su nombramiento. El imperio que su padre estaba edificando no se detendría jamás, pues el mandato de Dios era extender la fe verdadera por todo el orbe, por encima de unos y otros, falsos creyentes e infieles, fueran o no gentes del Libro. Sin medias tintas: islam o muerte. No, mejor: Tawhid o muerte.

El califa, pues, había cedido a las confabulaciones de Abú Hafs, pero con la condición de que no se hiciera pública su decisión. Demasiado tenía con las constantes rebeliones de las tribus del Atlas y del desierto como para que ahora, encima, sus propios hombres vieran con malos ojos este cambio y no lo aceptaran. Ni siquiera a Utmán le habían comunicado los nuevos planes. Yusuf había sido nombrado gobernador de Sevilla y en tal concepto había cruzado el Estrecho para empezar su misión: debía ponerse en primera fila en el ejército de Dios.

Pero había algo peor que la disciplina de domar su vanidad, de mantenerse en silencio hasta que llegara el momento de ser nombrado califa. El sayyid apenas podía superar su miedo y su impotencia. Con diecisiete años, sus espaldas eran aún demasiado estrechas para soportar semejante responsabilidad. Yusuf se recolocó el turbante, que el viento de popa sacudía ligeramente. Su tez era oscura, casi negra, al igual que la incipiente barba que no terminaba de cubrir su rostro. Aunque clavaba la mirada bajo unas cejas pobladas y rectas, no conseguía imprimir a su gesto la ferocidad de la que carecía, y que sí tenían su padre Abd al-Mumín, su hermano Utmán y, sobre todo, su hermanastro Abú Hafs. Tocó con nerviosismo el pomo de su espada y aspiró el aire salado con fuerza, aunque por alguna razón no conseguía llenar sus pulmones. Un grito le alertó y recorrió con la vista la línea de costa, que ahora la flota dejaba a estribor. Sus ojos inexpertos, no hechos a la guerra ni a la navegación, tardaron en situar lo que varios marineros africanos señalaban.

Tavira era puerto rebelde, obstinadamente decidido a no dejarse regir por el Tawhid. Hacía cinco años que su régulo, Ibn al-Munib, se había postrado ante el califa, pero una y otra vez surgía algún bandido levantisco que desafiaba la autoridad almohade. En esta ocasión se trataba de un tipo cuyo nombre Yusuf no conseguía retener, una especie de pescador de aquel lugar que, convertido en capitán de la pequeña flotilla de Tavira, recorría las aguas próximas al Estrecho y ejercía la piratería. Nada que no pudiera solucionarse con rapidez: un trabajo fácil. Por eso precisamente se lo había encomendado el califa a Yusuf, seguro.

En tierra, los estandartes blancos, rojos y verdes ondeaban a lo lejos y marcaban la situación de las tiendas almohades. Tavira se levantaba sobre un humilde cerro a la orilla de un río cuyo último trecho discurría por terreno pantanoso y se ensanchaba para formar una ría que arrojaba sus aguas al Atlántico. El cerco terrestre estaba completo desde tiempo atrás, y los almohades se las habían arreglado para bloquear el río en su parte alta, pero los de Tavira encontraban fácil avituallamiento al recurrir a sus embarcaciones, que alcanzaban la ría protegidas por el impracticable terreno pantanoso. Así, los arqueros sitiadores no podían hostigar a las barcazas que salían y entraban. Allí se las podía adivinar ahora, encalladas en el puerto arenoso que quedaba resguardado por la proximidad de la frágil muralla.

La flota continuaba su avance en columna y la galera capitana se aproximaba al estuario. A bordo de las naves, los guerreros de las cabilas almohades ajustaban sus correajes y los velados rumat desenfundaban sus arcos. El joven sayyid observó a su piloto y lo descubrió expectante, con las cejas enarcadas mientras se pasaba la lengua por los labios.

—Mi señor —empezó tímidamente el marino—, bien sabe Dios que no soy más que un pobre ignorante en las cosas de la guerra y, por eso, estoy seguro de que tu gran inteligencia tiene reservado un plan. Sin duda prefieres que pasemos de largo la ría de Tavira… ¿Tal vez para engañar al enemigo?

Yusuf no entendió al principio. Miró al ancho brazo de agua, que ya casi dejaban a estribor, y luego volvió a mirar a su piloto. Más arriba, junto a las murallas, los de Tavira debían de estar afanándose por sacar las barcazas al agua, avisados para evitar el bloqueo total que en buena lógica se les venía encima. Yusuf tardó aún un tiempo en reaccionar.

—No hay plan. Nuestra misión es completar el cerco y tomar Tavira.

—Entonces, mi señor, creo que deberíamos haber virado ya para penetrar en la ría. Los piratas habrán conseguido sacar de su puerto algunas barcas…

—¡Ordena virar la nave! —se dio por fin cuenta Yusuf de su error—. ¿Es que tengo que pensarlo yo todo? ¿Qué es esto, piloto? ¿Tu fe y tu lealtad no son lo suficientemente fuertes? ¡Tal vez necesites un poco de estímulo! ¿Qué tal si mando cortarte los pulgares?

El piloto palideció y mandó a gritos caer a estribor. Los marineros almohades, que esperaban la orden desde hacía un rato, cumplieron al instante y consiguieron que la galera girase lentamente. El resto de la flota repitió la maniobra, y la columna de embarcaciones viró hacia el vasto pedazo de mar que penetraba en las costas del Garb antes de confundirse con el río. Yusuf podía imaginar los rostros aterrorizados de los villanos corriente arriba, junto a las murallas. Ante la maniobra de las galeras almohades, vistas a lo lejos, las fuerzas terrestres de asedio lanzaron un ataque total contra la ciudad.

El sayyid tragó saliva. No estaba seguro de haber resultado convincente con el piloto. Así actuaba Abd al-Mumín con todos: susurraba para intimidar, y gritaba y amenazaba cuando las cosas se torcían. Por lo general, el resultado no se hacía esperar: la gente corría de un lado para otro hasta que el mundo volvía a funcionar bien. Pero Yusuf había balbuceado… ¿Se habría dado cuenta el piloto? ¿Lo habrían notado los demás marineros?

Algunos de los miembros de la guardia personal del califa, que ahora acompañaban a Yusuf, avanzaron por la cubierta hasta la proa y lo rodearon. El sayyid se sobresaltó al verlos. Su presencia era imponente. Altos como torres y de músculos relucientes, su piel negra estaba perlada de sudor y de sal. Los esclavos del Majzén eran la tropa de élite del imperio almohade. Esclavos sudaneses, reclutados en su infancia de entre los más fuertes y rápidos, seleccionados y duramente entrenados para la única misión de luchar y morir por el príncipe de los creyentes. Iban desnudos de cintura para arriba salvo por las correas de cuero que se cruzaban sobre su pecho, y a sus flancos sostenían dagas y espadas de ancha hoja y un solo filo. Empuñaban largas lanzas de asta tan gruesa que las manos de un hombre normal habrían sido incapaces de sostenerlas, y llevaban sobre la cabeza yelmos redondos atados a la barbilla. Únicamente una decena de aquellos imponentes guerreros viajaba con la flota, pero su sola presencia atraía las miradas de todos.

Las galeras, ayudadas por los remeros para vencer la débil corriente, llevaban un rato internadas en el río, y por fin se aproximaban a las barcas que habían conseguido abandonar la playa de Tavira. Los piratas, constreñidos por las orillas, intentaron maniobrar fiándose de la agilidad de sus embarcaciones, pero los arqueros rumat del ejército almohade tiraron a placer desde sus bordas, situadas a mayor altura que las pequeñas lanchas de los tavirenses. Cuando los pilotos caían, las galeras embestían a las embarcaciones y las hacían zozobrar, y supervivientes y cadáveres se hundían a su paso. Ni uno solo de los que intentaban huir lo consiguió.

—¡A tierra! —ordenó Yusuf, no muy seguro de lo que quería.

La orden era precipitada. Las galeras no habían fondeado aún; muchas acababan de virar a babor para buscar la orilla cercana a las murallas y otras todavía navegaban por la parte central del río, de modo que los que obedecieron la orden del sayyid se encontraron totalmente sumergidos. El peso de sus armas y protecciones los llevó al fondo. La sangre y las aguas turbias los hicieron desaparecer, y sus gritos de angustia se convirtieron en gorgoteos que no llegaban a la superficie. Así, otros los siguieron ignorantes de lo que les esperaba. Se ahogaron decenas antes de que alguien diera la voz de alarma y los soldados dejaran de saltar por las bordas. Otros más avispados, al ver el destino de sus alocados compañeros, prefirieron desobedecer y esperar. Los guardias negros se miraron entre sí. Como encargados de la protección personal del sayyid, no debían abandonarle. Más de uno pensó que aquel muchacho inexperto los llevaba a una muerte inútil y segura, pero aquello no los preocupaba. Hacía mucho que habían asumido que ese era su destino: caer por Dios y por el príncipe de los creyentes.

Por fin, las primeras proas se elevaron sobre el agua al hallar el fondo arenoso y se detuvieron con un crujir de tablas. De inmediato, los atabaleros que viajaban en las embarcaciones comenzaron un frenético tamborileo que voló sobre la playa y recorrió cada casa de Tavira, anunciando que la muerte llegaba desde el mar. Una andanada de flechas barrió la playa ribereña y mató a los primeros defensores de Tavira, que habían salido a proteger el frustrado embarque de sus paisanos. A continuación saltaron a tierra algunos guerreros almohades, felices de poder abandonar aquella maldita cubierta de tablas que era incapaz de permanecer quieta. Hombres de tierra adentro, sus pieles oscuras los delataban como miembros de alguna cabila del Atlas, y los gritos ululantes que lanzaron mientras salían del agua contribuyeron a sembrar el pánico entre los pobladores de Tavira. Enseguida, varios de los lugareños arrojaron las armas y se postraron de rodillas. Desatendían así la puerta aún abierta por la que habían abandonado la ciudad, extendían las manos frente a sí e inclinaban la cerviz. Solicitaban el amán. La compasión y la paz que todo musulmán podía pedir a cambio de su rendición. Yusuf los vio desde su galera y se decidió a bajar. Lo hizo torpemente, agarrándose a la borda sin terminar de saltar. Al final, por pura vergüenza, se soltó al ver que su guardia negra se posaba con seguridad sobre la arena y salpicaba en el agua poco profunda. Yusuf desenfundó su espada y anduvo con pretendida firmeza hacia los que se acababan de rendir. Al tiempo que lo hacía, rodeado por los negros sudaneses, se preguntó qué haría su padre en un momento así.

Un silbido agudo recorrió el aire y la pluma tintada de una flecha rozó el turbante del sayyid. Yusuf no fue consciente de ello hasta que miró atrás y vio el proyectil clavado en las tablas de la galera que acababa de abandonar. Palideció tanto que su piel negruzca se volvió gris, y apuntó con la espada hacia el origen del ataque. La hoja de acero tembló mientras gritaba.

—¡Estúpidos! ¡Quedan rebeldes en pie de guerra dentro de Tavira! ¡Acabad con la resistencia! ¡Matadlos a todos!

Los miembros de las cabilas se adentraron en la ciudad, dejada a su suerte por los aterrorizados porteros. Los almohades, que levantaban la arena y hacían crujir los juncos con cada pisada, se metieron entre las casas encaladas y patearon las puertas, se colaron en las viviendas y repitieron el mismo rito sanguinario una y otra vez. Un sinfín de gritos de terror y de ruegos de clemencia se concertó mientras los atacantes conseguían llegar a las demás puertas de la villa. La oleada de los sitiadores entró para unirse al saqueo de Tavira.

Yusuf sonrió complacido. Ante él, los que se habían rendido continuaban postrados, con sus armas tiradas en la arena de la playa fluvial. Amán, decían. Concédenos el amán. Los sudaneses, que empuñaban las lanzas en posición de ataque con las fibrosas piernas bien asentadas y las rodillas dobladas, aguardaban sus órdenes. El joven príncipe señaló con la barbilla a los tavireños suplicantes.

—Degüello.

Murcia

Zobeyda tocó con las yemas de los dedos la parte posterior del tapiz. Acercó la cara a la pequeña rendija que la rica prenda dejaba al colgar sobre la pared de la sala de banquetes y localizó el estrado de su esposo, situado en la cabecera de la larga mesa. En el maylís del Alcázar Mayor se celebraba otra de aquellas fiestas descomedidas. La excusa había sido el nacimiento de Azcam, el último retoño de los Banú Mardánish, parido unos meses atrás por la esposa Lama; pero, como siempre, el banquete devenía en un caos lascivo regado por el nabid y el vino especiado. Mardánish estaba ya borracho y sujetaba una copa plateada con la muñeca lánguida. El licor se vertía lentamente sobre el suelo mientras un ritmo frenético llenaba el aire. Alrededor de los comensales, varias muchachas granadinas medio desnudas bailaban unidas por las manos, formaban un corro que se movía por la sala y esquivaban a duras penas los pellizcos que Álvar el Calvo y al-Asad les lanzaban a las nalgas. No era difícil saber cómo iba a acabar la fiesta organizada por el rey Lobo para dar la bienvenida a sus amigos cristianos, sobre todo porque la propia Zobeyda había planeado parte de la celebración.

La favorita se movió a un lado y obtuvo otra perspectiva de la mesa. Allí estaba, recostado sobre su silla, con una media sonrisa socarrona pintada en el rostro. La tez blanca, cuidadosamente afeitada. El cabello negro, peinado a la perfección, con un flequillo recortado a la perfección que, aun así, retocaba con suaves pases de los dedos índice y medio, como si conservar aquella línea recta sobre las cejas fuera su obsesión. Zobeyda susurró tras el tapiz.

—Armengol de Urgel.

Junto a él estaba su hermano, Galcerán de Sales. Enormes ojeras amoratadas y gesto de estupor, la boca entreabierta y la cabeza dando bandazos a uno y otro lado. La fiel y ardorosa Adelagia había cumplido al pie de la letra las órdenes de Zobeyda, y el hermano del conde convalecía ahora de una noche de pasión tan larga e intensa que el pobre era incapaz de permanecer despierto. No pasó mucho tiempo antes de que Galcerán, derrengado, se excusara. Abandonó la reunión ante la mirada de su hermano, que casi no denotó extrañeza. Zobeyda sonrió tras el tapiz y dio un último repaso mental a su plan antes de poner en práctica la parte más peligrosa.

La alianza estaba casi cerrada. Álvar Rodríguez se había reafirmado en su compromiso y juraba que haría venir una buena hueste para valer a Mardánish. Por ansia de gloria y por fervor hacia la dama de sus sueños, Zobeyda. Pedro de Azagra también estaba convencido. Fuera por amistad al rey Lobo, fuera por la promesa de gobernar Albarracín, el navarro había jurado igualmente servir en el ejército del Sharq.

Solo Armengol, el conde de Urgel, seguía resistiéndose. Su inclinación resultaba aún menos dubitativa que antes, puesto que ahora sus intereses resbalaban hacia Fernando, heredero del reino de León. El de Urgel estaba casi convencido de quién era el señor al que debía servir. Zobeyda podía leerlo en los gestos aburridos del conde. Seguro que su espíritu volaba ya lejos. Pronto, su hermano Galcerán y él abandonarían el Sharq, y con ellos toda la inmensa hueste que capitaneaban. Zobeyda observó con rabia a Armengol. ¿Por qué él, precisamente él, tenía que ser una pieza indispensable para el ejército de su esposo?

Se dijo que no valía la pena preguntárselo más. El conde de Urgel necesitaba un empujón para cambiar sus planes. Zobeyda ya conocía su punto débil y estaba dispuesta a explotarlo. Su reino no caería por no contar con aquel orgulloso noble entre sus filas. No aún. No ahora, cuando la profecía de Maricasca corría el riesgo de no cumplirse. Se apartó del tapiz y recorrió el pasillo secreto y oscuro que la devolvía al harén. Ahora tenía que hacer dos cosas: conseguir que los eunucos se retiraran, y enviar a la fiesta a las mensajeras del amor y del placer.

La entrada fue sublime. Como si el cielo se hubiera abierto y un coro de ángeles cayera abriendo sus alas blancas con suavidad, y se posara en la tierra para deleite de los mortales. Llevaban túnicas valencianas, ajustadas con bandas a la cintura y a los senos al modo de las antiguas patricias; las cabelleras de las cuatro estaban recogidas en trenzas, y revelaban en toda su extensión una cascada de joyas que, a su paso por la iluminada sala de banquetes, destellaban al recibir los rayos perdidos del sol vespertino. Las muchachas que hacían sonar la música cambiaron el ritmo frenético por otro más suave, y las granadinas que habían deleitado hasta ese momento a los convidados, aunque hermosas como rosas salvajes, detuvieron su danza al palidecer su belleza por la de las doncellas de Zobeyda.

Sauda, Zeynab, Adelagia y Marjanna se abstuvieron de ejecutar una danza vertiginosa y tampoco bailaron alrededor de la mesa. En lugar de ello, se movieron con serpentina lentitud mientras las granadinas se dejaban por fin atrapar por el Calvo, al-Asad, Óbayd, Azagra y Abú Amir: la orgía estaba servida. Solo entonces las doncellas de la favorita se dirigieron hacia el conde de Urgel. Hamusk reía, y sus carcajadas estentóreas hacían temblar la mesa; una de las granadinas se había arrodillado ante él y rebuscaba entre sus ropas, pero el señor de Segura estaba tan ebrio que se venció hacia atrás y cayó. Siguió riendo en el suelo, subyugado por el vino y la fatiga, y poco a poco se durmió. La granadina que le había tocado en suerte se encogió de hombros y se unió a una de sus compañeras, que acariciaba el pelo de Abú Amir. De entre los invitados, solo el conde de Urgel quedaba ahora sin atender por fémina alguna. Observaba con una mezcla de aprensión y burla el desenfreno que se desarrollaba en la sala de banquetes. En cuanto a Mardánish, la copa cayó de su mano y su cabeza se venció a un lado. Zobeyda sonrió desde detrás del tapiz: no podía haber calculado mejor el momento.

La persa Marjanna fue la primera en llegar hasta el conde, que observaba al cuarteto de bellezas de reojo, sin moverse un ápice de su silla. La muchacha pasó tras Armengol y dejó que sus trenzas morenas acariciaran el pelo del conde. La reacción inmediata del noble fue arreglar el desaguisado devolviendo el flequillo a su sitio. La persa miró hacia el tapiz de Damasco que había frente a ella, sabedora de que su señora estaba tras él. Esto no va a ser fácil, parecía querer decir con los ojos.

Enfrente del conde, al-Asad apartó su vista de la granadina a la que poseía salvajemente encima de la mesa. El León de Guadix se movía a un ritmo delirante y hacía que la muchacha se agitara con cada embestida. Detuvo un momento sus empujones mientras observaba embelesado a Marjanna, cuyos magníficos senos querían romper el tejido valenciano de su túnica.

—Tienes… una belleza tras de ti, amigo mío —avisó con voz ronca al conde—. Parece estar llamándote a gritos —tomó aire—. ¿A qué esperas para agarrar esos pechos fabulosos…? Ah, qué dulce ha de ser la miel que se derrame de ellos… Pero ¿es que no tienes sangre?

La única respuesta de Armengol fue otra de sus medias sonrisas. Señaló a la granadina tumbada en la mesa, con su pelo extendido sobre la fruta y las bandejas vacías y las piernas abrazadas al León de Guadix.

—No soy un animal —respondió con orgullo. Al-Asad ignoró el comentario y volvió a ensartar a la muchacha como si realmente fuera un león. La granadina unió sus gemidos al coro de suspiros, quejidos de gozo y obscenidades a media voz que se oían por toda la sala, entre las sillas, encima de las alfombras, en los rincones…

Marjanna se sentó en la mesa y cogió una copa mediada de nabid, el licor de dátiles, pasas y miel. Con ensayada lentitud se derramó el líquido por encima y mojó la túnica. La tela se transparentó mientras se pegaba a la piel morena, y los pezones de la muchacha se remarcaron como puntas de flecha y apuntaron al rostro del conde. El de Urgel aguantó el temblor de sus ojos y hurtó la mirada. Al-Asad babeaba al otro lado de la mesa mientras la cadencia de sus envites crecía. La granadina a la que poseía chillaba sin freno, sus uñas se clavaban en la madera mojada y las copas empezaban a caer sobre las alfombras. Pedro de Azagra, más discreto, se llevaba a una muchacha de la mano para buscar un rincón oculto a las miradas, pero la sala toda era un caótico lecho en el que hombres y mujeres se tendían, montaban unas sobre otros o se poseían en pie, y mezclaban los gemidos y los gritos con la música que seguía saliendo de las flautas, laúdes y panderetas. Zeynab se aproximó entonces a auxiliar a Marjanna en su tarea de seducir al de Urgel. Puso su mano en el hombro izquierdo del conde y, al pasar tras él, acarició su nuca con suavidad. Armengol no pudo evitar el estremecimiento al contacto de la piel de la eslava. La muchacha acercó su boca al oído del conde.

—¿Cuántas veces una muchacha como esta ha pasado la noche sirviéndote el vino de su mirada? ¿Cuántas te han servido el vino de su propia copa, o mejor aún, de su boca?

Zeynab se esmeró en rozar la oreja de Armengol al hablar. Un grueso goterón de sudor apareció en el recto borde del flequillo del conde, que se agitó en su silla. Luego, ante su propia cara, la rubia eslava atrapó con ambas manos los senos de Marjanna y los estrujó como si fueran naranjas maduras de las que quisiera extraer el jugo. Lanzó una mirada de ladino reproche a Armengol.

—Veo un vergel adonde ya ha llegado el tiempo de la cosecha —recitó mientras exprimía los pechos persas—, mas no veo jardinero que extienda hacia sus frutos la mano.

Al-Asad, cumplida ya su feroz cabalgada, dejó a la granadina tendida encima de la mesa y gruñó como un animal.

—¡Por Dios, conde…! ¡Haz algo o lo haré yo!

Armengol no sonrió esta vez ni fue capaz de hurtar su mirada. Tenía los ojos fijos en los pechos de Marjanna, voluptuosos, grandes y húmedos, transparentados por el nabid que manchaba su ropa y amasados con lenta lascivia por Zeynab. La eslava, que miraba por el rabillo del ojo, se unió en un intenso beso con su compañera. Sus labios se confundieron, se separaron levemente y dejaron asomar las lenguas entrelazadas. Ahora eran ambas mujeres quienes miraban al de Urgel al tiempo que se besaban y le incitaban a unirse a ellas. El conde sintió su virilidad pulsar con fuerza y lanzar el eco de cada latido a sus sienes. Agarró una copa y bebió de un trago su contenido. La negra Sauda se apresuró a coger entonces la mano de Armengol y tiró con suavidad. Por fin, el conde se dejó llevar. Adelagia agarró la otra mano, se la apretó contra el pecho y miró al noble como si suplicara que la poseyera encima de aquella mesa, igual que al-Asad había hecho unos instantes antes con la granadina. Era demasiado para el de Urgel. Dio un empujón a la pelirroja, apartó a patadas escabeles, cojines y copas derramadas, y salió a toda prisa del salón. Enjugó el sudor de su frente con el dorso de la mano sin importarle arruinar su flequillo. Dejó atrás el coro de suspiros y siseos con la sensación de que escapaba del propio infierno. Anduvo sin rumbo, con el rostro acalorado y su miembro endurecido. Buscó apoyo en las columnas decoradas con arabescos y se restregó los ojos, incapaz de borrar de sus retinas aquellas dos lenguas de mujer enredadas. ¿Qué clase de hechiceras infieles eran? Estaba arrebatado y no podía pensar con claridad. Ni siquiera sabía en qué lugar del alcázar se encontraba. Vio luz al fondo de un corredor y fue hacia allá. Necesitaba con urgencia aire fresco.

—Rameras del demonio.

La luz provenía de un patio. Salió a él y descubrió con alborozo una fuente en el centro. Se apresuró para mojar su cara y su nuca. Necesitaba curarse de la fiebre del pecado, aquella sensación animal que casi le había vencido. No podía expulsar de sus retinas la obscena visión de la rubia y la persa entregadas a su juego lujurioso. Aquello le iba a costar cientos de confesiones y penitencias.

—¿Mi señor Armengol?

La voz había sonado dócil, muy bien entonada, a la espalda del conde. El de Urgel se volvió por instinto, dominado aún por la emoción salvaje. En cuanto la vio supo quién era, porque así se la habían descrito: con la cabellera oscura, tan negra como las tinieblas de lo desconocido, suelta hasta rozar su cintura, salpicada de gladiolos y meciéndose por la corriente que discurría entre los soportales; su rostro era blanco como el día más luminoso, y en él amanecían sus ojos, soles azabache de brillo imposible; el color de sus pómulos era el del vino más dulce, y la nariz, tan recta como el filo de la mejor espada. Cubría sus piernas con un etéreo paño, sujeto a la cintura por un cinto recamado del que pendían pequeños amuletos tintineantes, y su busto con un corto sidar que dejaba al descubierto el vientre, dominado su albor por un ombligo pequeño y circundado de dibujos de alheña. Letras indescifrables y paganas. Una invisible nube de agua de azahar subyugaba los sentidos del conde.

Armengol de Urgel supo que su voluntad desfallecía. El corazón le golpeaba el pecho con tal fuerza que toda Murcia debía de estar enterándose. Zobeyda extendió el brazo e hizo sonar las pulseras que lo rodeaban. Ofreció su mano al conde, y este no pudo hacer otra cosa que aceptarla. Ella tiró de él. Lo obligó a seguirla por debajo de los arcos ricamente adornados. Armengol observó la cintura desnuda de la favorita, con aquella curva que descendía desde la espalda y se volvía rabiosa antes de crecer de nuevo bajo la seda de suave brocado. La excitación del conde creció al imaginar las piernas largas y firmes como columnas, que escondían en su más sombrío rincón la fuente de todo gozo. Entraron en los aposentos y, en la penumbra, los negros ojos de Zobeyda se volvieron letales y derrotaron el ápice de resistencia que pudiera quedar en el corazón de Armengol de Urgel. El conde no podía pensar en otra cosa que en cumplir todos y cada uno de los deseos de aquella mujer.