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Capítulo 14

De esposas, concubinas y amantes

OTOÑO de 1155. Murcia

Zobeyda recorría intrigada los pasillos del alcázar.

Desde el episodio de la pelea con Tarub, la favorita vivía sin abandonar prácticamente las estancias del harén, al igual que hacían las demás esposas de Mardánish. En los últimos días, con la llegada de las lluvias, que habían servido como carta de presentación al otoño, ni siquiera salía ya para visitar el hammam o distribuir limosnas. Encargaba a alguna de sus doncellas que recorriera las calles bajo fuerte escolta y que se ocupara de las dádivas, algo que sabía que mantenía la estima de la favorita entre el pueblo. Al mismo tiempo, Mardánish había aumentado el ritmo de visitas a sus otras mujeres, lo que había derivado en una relación algo más distante con Zobeyda. Y eso que ella, a diferencia de la envidiosa Tarub, no sentía celos al saber que su marido yacía en brazos de las otras esposas y concubinas. Sabía que el rey Lobo cumplía con su deber, pues así se hacía siempre por obligación de ley y para mantener unidas al trono a las familias poderosas de cuyo seno habían salido las pretendientes. Incluso se convenció para no temer las palabras que la quejosa umm walad pudiera susurrar en el oído del rey mientras se entregaba a él. Se esforzó en moderar esa vanidad que tal vez no había sabido controlar. Quizá, después de todo, el presagio de Maricasca hallaría otro camino para ser cumplido. ¿Quién era ella, sino otra más de las esposas del rey Lobo?

Y pese a todo, ahora había sido llamada por Mardánish para dirigirse a su sala de consejos. Ella acudía, por supuesto. Caminaba ligera, tocando apenas el suelo con los pies cubiertos por sus sandalias de suela de corcho, mientras apretaba un alherze de pergamino virgen con una invocación a los genios del río Segura. Vestía una túnica bordada con hilo de plata y cubría su pelo trenzado con un pañuelo transparente que volaba tras sus pasos y que había prendido al cabello con una diadema enjoyada. Bajo los arcos de un corredor, una sombra rojiza cruzó ante ella sin verla, y Zobeyda llamó su atención en voz baja.

—Adelagia.

La italiana reparó en su señora y al sonreír mostró una fila de dientes blancos y perfectamente alineados. Se acercó a ella y ambas se reunieron en una nube de perfume de agua de rosas. Los ojos verdes de la pelirroja brillaban con picardía. Zobeyda sabía que su doncella había cautivado el corazón de Galcerán de Sales, aunque parecía que el cristiano se mostraba remiso a hablar de su hermano. Se lo habían tomado con calma no obstante. Con el fin del verano, los señores cristianos habían regresado cada uno a su hogar del norte, pero Galcerán había solicitado permanecer en el alcázar algún tiempo más. Zobeyda, que conocía las dotes de persuasión de Adelagia, no encontró extraño que el cristiano quisiera quedarse a disfrutar del otoño templado de Murcia en brazos de la muchacha.

—Mi señora, vengo del aposento de Galcerán de Sales. Esta vez me he empleado con afán. Tanto que estoy exhausta.

Las dos mujeres intercambiaron una risita maliciosa. Zobeyda sabía que su doncella italiana era con mucho la más fogosa de las cuatro. Si ella estaba derrengada, imaginaba en qué estado se encontraría el pobre y a la vez afortunado Galcerán.

—¿Y bien?

—Por fin lo tengo. Armengol de Urgel es un caballero sin tacha. Jamás yerra, no pierde ocasión de ir a misa y nunca se emborracha. Nadie ha visto una sola mancha en sus ropas o un cabello descolocado en su cabeza. Es impecable en el trato con todos: ni muy exagerado ni muy apático. Se ha prometido hace poco con Dulce, la hermana del príncipe de Aragón, una mujer tan piadosa y recta como él.

Zobeyda frunció el ceño. Adelagia le pintaba el retrato de un hombre sin fallos, sin puntos débiles: algo que no existía.

—¿Qué busca? ¿Qué ambiciona?

—Poder, sin duda —aseguró la pelirroja—. Luchará al lado de los cristianos si hay perspectiva de ganancia. Valdrá a tu esposo si él le ofrece más. Su vista está puesta en las grandes ciudades del sur: Granada, Sevilla, Córdoba… Pero su ánimo se inclina a marchar a tierra de cristianos. El joven Fernando, el hijo del emperador, le reclama. Por lo visto lo valora mucho, y también a su hueste. Le ha prometido honores y gloria. Según Galcerán, lo más seguro es que acaben yéndose.

—¿Y no hay manera de tentarle? ¿Qué podría ofrecerle mi esposo para que no marchara? —Zobeyda comenzaba a impacientarse. El rey Lobo la esperaba, y asumía que la había llamado para algo importante.

Adelagia bajó aún más la voz y aproximó la boca al oído de su señora.

—Lo que nuestro rey puede ofrecerle son solo promesas. Pero te diré lo que no sospechas. Hay algo que desvela a Armengol de Urgel. Algo que ha conseguido conmoverle como nada antes. Tú.

La favorita se echó hacia atrás sorprendida. Arrugó la nariz para dar a entender a su doncella que no comprendía sus palabras.

—Pero si jamás hemos estado cara a cara…

—Ha oído hablar mucho de ti, y él pone de su parte al preguntar a todo el mundo. Está convencido de que eres la mujer más hermosa sobre la tierra. Es algo extraño, según dice Galcerán. Te has convertido para él en una especie de sueño prohibido. Al parecer ardía en deseos de conocerte cuando los dos hermanos llegaron aquí en verano, pero por aquel entonces tú no te dejabas ver…

—Cierto.

—Es muy raro. Si estuvieras a su alcance, tal vez no te ambicionaría. Pero eres casi inaccesible. Lejana. Como una quimera. Ejerces una influencia… —Adelagia rebuscó en su mente para hallar la palabra exacta— enfermiza. Sí. Eso es.

Zobeyda no abandonó su gesto sorprendido. El único punto débil de Armengol de Urgel era precisamente ella. Aquello la ponía en una situación nueva, desconocida. La cristiana pelirroja la miraba interrogante, a la espera de nuevas órdenes; pero por primera vez en mucho tiempo, la favorita estaba desconcertada.

—¿Y no será que le ocurre como a Álvar? Estos caballeros del norte están embobados con esas trovas que llegan de más allá de los Pirineos. Tal vez quiera hacer de mí una dama de sus sueños o algo parecido.

—Esto no tiene nada que ver con trovas ni cantares, mi señora. Armengol de Urgel no es de esos. Su mente es fría, y sus fines están bien claros. Quiere siempre lo mejor, y se le ha metido en la cabeza que lo mejor eres tú. Estoy segura de que te quiere en su lecho, no en sus sueños. Es como dice el verso: Si le estás vedada, redobla su amor por ti, pues lo que más ama el hombre es lo prohibido.

Zobeyda asintió. Se preguntó qué opinaría Mardánish de aquello si lo supiera. Una cosa eran las formas corteses de Álvar el Calvo y la reverencia idílica que rendía a la favorita, algo no reñido con la lealtad al rey Lobo. Y otra cosa muy diferente, pretenderla como amante o soñar con poseerla. Eso era pura traición. Estaban pisando terreno muy resbaladizo.

—¿Adónde ibas ahora, Adelagia?

—A la Arrixaca. Necesito ir a una iglesia y ser oída en confesión. —La doncella volvió a sonreír—. He pecado hoy en el lecho lo suficiente como para morir siete veces y ser arrojada todas ellas al infierno.

—Ve, mi buena amiga, pero disponte a seguir pecando. Necesito a ese Galcerán atado a tus deseos. Aún más, quiero que lo pongas a tus pies. Que solo viva para ti.

Adelagia asintió con suficiencia. Aquello estaba hecho.

Zobeyda entró sin anunciarse en la sala de consejos del alcázar. Su rostro, que todavía reflejaba la sombra de la sorpresa que le había dado Adelagia, se iluminó al ver allí a su maestro y buen amigo Abú Amir. El médico estaba pletórico, con la tez tostada e incluso algo más delgado. Parecía haber rejuvenecido al menos cinco años. Abú Amir también se alegró. Mardánish no ocupaba su trono, elevado sobre atrio y colocado en la cabecera de una mesa de bella factura cuyas patas de ébano imitaban la figura de cuatro lobos, un capricho que había mandado tallar recientemente. El salón, sin ser tan lujoso ni grande como el maylís de los banquetes, no carecía de una ornamentación fabulosa. En este caso, la gigantesca estrella de ocho puntas no se hallaba en el techo abovedado, sino tras el trono, de modo que pareciera que la cabeza del rey Lobo ocupaba el centro de aquella figura geométrica. Los juegos de luces, hábilmente creados mediante la orientación de los rayos del sol a través de las celosías y sus reflejos en las paredes, confluían en el sitial para darle una apariencia fastuosa. El salón solo se usaba para reuniones especiales y recepciones del rey, puesto que el verdadero gobierno de la ciudad, el cotidiano, quedaba a cargo de los visires, que se reunían en Dar as-Sugrá, el alcázar pequeño al norte de la ciudad. Cuando los visires venían a rendir cuentas ante Mardánish o ante su primer consejero, Abú Amir, se acostumbraba a seguir una solemne ceremonia destinada a revestir al rey del aura de la majestuosidad. En esta ocasión, sin embargo, Mardánish prescindía de todo protocolo. Había ocupado una silla a un lado de la mesa del consejo, y enfrente de él estaba sentado Abú Amir, que se levantó para posar una rodilla en tierra en señal de saludo a su señora.

—Te he mandado llamar —comenzó sin más formalidad Mardánish— porque sabía que te alegraría ver de nuevo a Abú Amir, y porque he recibido dos misivas. Una nos trae buenas noticias, la otra no.

El rey Lobo miró a los ojos de su favorita, interrogándola en silencio sobre qué orden quería dar a todo aquello. Zobeyda acusó la frialdad con la que su esposo se dirigía a ella, así que desvió la vista hacia su gran amigo.

—Dime cómo te fue todo por Valencia.

Abú Amir se volvió a sentar, aunque a su sagacidad no se le escapó la distancia que ahora había entre Mardánish y la favorita. Zobeyda tomó asiento frente al médico y consejero, al lado de su esposo, y este le llenó una copa de plata de moscatel valenciano, recién traído por el médico, y del cual ya disfrutaban los dos hombres. La favorita bebió a pequeños sorbos y no pudo evitar un suspiro de aprobación.

—No he mencionado nada en mi correspondencia con el rey porque preferí limitarme a los asuntos del visirato, pero ahora puedo ofrecerte la buena nueva: tu querida munya de Marchalenes ya no existe. En su lugar se alza ahora un hermoso palacio… O se alzará, aunque las obras van muy avanzadas. Todos los trabajadores saben que es deseo tuyo —Abú Amir se volvió un instante a Mardánish—, y tuyo, mi señor, que sea un lugar expresamente dedicado a la pequeña Zayda. De hecho, todos lo llaman ya la Zaydía.

El rey Lobo y su favorita hicieron un gesto de asentimiento simultáneo. A ambos les gustó aquel título para el palacio.

—Querías también entrevistarte con el traidor Ibn Silbán —intervino el rey Lobo—. Accedí a mantenerlo con vida todo este tiempo porque así me lo rogaste. No me has comentado nada al respecto en tus cartas. Es verdad que tus informes sobre la marcha del gobierno en nuestras ciudades eran importantes, pero lo cierto es que siento curiosidad por ese rebelde. Espero que tu visita a las mazmorras sirviera de algo.

Abú Amir se bebió media copa de moscatel antes de hablar. Degustó el líquido al inundar su boca y bajar por su garganta. Inevitablemente, aquel dulce licor le recordaba otro sabor, el de una bella y apasionada danzarina de Valencia…

—No sé si fui un tonto al esperar de ese loco algo más que burdas ambiciones humanas —reconoció el médico—. En verdad estaba sorprendido por cómo el Tawhid está siendo abrazado por todos aquellos que ven pasar sobre sí la sombra de Abd al-Mumín. Yo pensaba que debía de haber algo más para que nuestros hermanos andalusíes renunciaran a su paraíso terrenal y abrazaran una vida de resignación y esclavitud.

—Ah —le interrumpió el rey Lobo—. Quizás esperabas ver a un iluminado, a alguien elegido por Dios…

—En cierto modo así fue. Ibn Silbán está perturbado, aunque no sé si se debe al fanatismo o al tiempo de encierro en las mazmorras de Valencia. Desvaría y agoniza a un tiempo, rodeado de inmundicia, medio ciego y desesperado. Pese a todo, en un corto momento de lucidez, pude ver en él algo que me atemoriza tanto como la locura mística desbocada. El traidor me habló de ingentes e imparables hordas de almohades, de ejércitos irresistibles, sujetos a los solos deseos de Abd al-Mumín. Aunque sabía que el riesgo de alzar Valencia contra ti era muy alto y que sus posibilidades de triunfar, casi nulas, se arriesgó a hacerlo… ¿Comprendes la razón?

Mardánish y Zobeyda cruzaron una mirada preocupada. De forma inconsciente los invadió la misma sensación que dos años antes, cuando en el patio del harén pudieron leer juntos la carta escrita por el propio califa Abd al-Mumín. Eso trajo a la mente de Mardánish el resto de noticias que quería compartir con su favorita y su consejero. El rey Lobo sacó un rollo de papel de una de sus mangas, lo extendió entre Zobeyda y el médico y pasó la mano sobre él para alisarlo.

—Pensaba dejar que decidieras qué noticias querías saber primero, amor mío, pero creo que esto viene a afirmar lo que insinúa nuestro amigo Abú Amir.

»La carta es de tu padre, Hamusk. Me anuncia que los almohades han salido de Córdoba bajo el mando de su gobernador africano, un tal Ibn Igit. En un tiempo mucho menor del que tuvo que emplear el emperador Alfonso, nuestros enemigos han recuperado Pedroche, Montoro y Almodóvar. Han barrido de un plumazo a los cristianos y se han enseñoreado de nuevo del Alto Guadalquivir. Ahora amenazan las ciudades y fortalezas que aún conserva Alfonso de León. También se han dirigido al Garb y se han hecho con varias plazas portuguesas. Igualmente, sin problemas.

Abú Amir digirió la noticia con rapidez. Desde su entrevista con el cautivo Ibn Silbán, había asumido que la amenaza almohade, antes lejana y poco preocupante, ya no era tal. Ahora su sombra se adivinaba en lontananza, crecía poco a poco y se extendía sobre el horizonte. Lo cubría todo y oscurecía a su paso la campiña para convertirla en un desierto inhóspito. Se sirvió con celeridad otra copa de moscatel y la deglutió de un trago, sin recordar esta vez a bailarina alguna.

—¿Qué harás?

La pregunta de Zobeyda resonó en el alto techo de la sala, donde muy pronto Mardánish reuniría a sus visires para forzar la maquinaria destinada a recaudar impuestos, reclutar levas y habilitar su instrucción.

—Nuestros preparativos continuarán. —El rey Lobo habló pausadamente por si Abú Amir quería proponer algo—. Pero ahora nuestro objetivo no es la conquista de Granada, sino la defensa del Sharq al-Ándalus. Más que nunca, necesito a mi lado a los mejores.

—Al conde de Urgel —completó Zobeyda antes de darse cuenta de que ella no tenía por qué conocer aquella información. Mardánish mostró su sorpresa, pero pronto recuperó el gesto frío.

—Has vuelto a usar los escondrijos de detrás de los tapices —adivinó.

Zobeyda miró hacia el otro extremo de la sala con el rostro arrebolado.

—Desde lo de Tarub apenas salgo de mis habitaciones…

Abú Amir asistía en silencio a la tensa conversación entre marido y mujer. Ahora ya era evidente la dolorosa tirantez que había entre los dos esposos. Le pareció tan extraño que no pudo evitar la pregunta:

—¿Qué pasa con Tarub?

El rey Lobo hurtó la mirada para evadir la respuesta. En lugar de continuar la charla por aquel camino, pasó al último asunto de aquella lacónica reunión.

—He recibido otra misiva, escrita por fin sobre papel de Játiva del que regalé al emperador. Está decidido: el reparto entre sus hijos ha sido hecho. Sancho heredará Castilla, con su Extremadura y la Trasierra. Fernando reinará en el resto. Adiós al sueño del imperio. Dos reinos, hermanos pero separados.

—Fernando… —repitió la favorita—, rey…

—Rey de León, sí.

La vista de Zobeyda se perdió entre el polvo en suspensión, que relucía al atravesar los rayos de sol. Fernando en posesión de un reino. En cuanto ciñera corona, Armengol correría a su lado, sin duda. Y dejaría desamparado al Sharq. Abú Amir se extrañó del repentino silencio de la favorita.

—¿Tanto te afecta que el imperio se divida?

Ella trató de disimular.

—Ah… Claro. No es una buena noticia. Hasta yo sé que eso debilitará a los cristianos.

—No sufras en demasía, amor —intervino el rey Lobo—. El emperador aún vive, y su voluntad es fuerte. Además, tengo una noticia que te alegrará: el joven Sancho, primogénito del emperador y rey de Castilla, tiene ya un heredero. Le han llamado Alfonso, como a su abuelo.

En verdad los negros ojos de Zobeyda relucieron con la nueva. Sus labios se estiraron en una tenue sonrisa y sus dedos se cerraron con fuerza sobre el alherze, pero entonces se dio cuenta de que ella jamás había revelado a su esposo nada sobre sus planes para Zayda.

—Ambos sabemos qué esperanzas tienes a ese respecto, ¿no es así? —Mardánish consultó con gesto interrogante a su consejero y este solo pudo asentir.

—¿Se lo has dicho tú, Abú Amir? —preguntó Zobeyda. El consejero negó enérgicamente—. Ah, ya sé. Ha sido Tarub. Ella, que me espía…

—Del mismo modo que tú espías a otros tras el tapiz del baño de Diana —la interrumpió Mardánish. Ella bajó la mirada y, por primera vez en lo que llevaban de reunión, el rey apartó el gesto frío de su rostro y posó una mano sobre el hombro de ella—. Pero es mi deber, por el amor que te profeso, advertirte de lo descabellado de tu idea.

—¿Descabellado? —protestó ella—. Nada de eso. La unión de nuestras familias creará una alianza a la que nadie en la Península podría enfrentarse.

—Esa alianza ya existe… —insistió el rey Lobo.

—¡No es suficiente! ¡Sabes lo poderosos que son los lazos de sangre! Los hijos que nacieran de esa unión no tendrían que preocuparse de enemigos de ningún credo. Si tú mismo has debido viajar a la Marca Superior y acantonar un ejército para mantener tus territorios a salvo de las ambiciones del príncipe de Aragón… Si sabes muy bien que el emperador no llevaría vuestra alianza de ahora tan lejos como para enfrentarse a Ramón Berenguer…

—La verdad, es tentador imaginarlo —intervino Abú Amir—: Desde las frías costas del norte hasta las playas de levante, la misma sangre repartida por Castilla y el Sharq cruzaría la Península. Un reino sin parangón.

—Zobeyda, lo tuyo son sueños sin fundamento por mucho que tienten a Abú Amir —siguió en sus trece Mardánish—. Aprecio al emperador y mantendré mi fidelidad hacia él, así como hacia sus hijos, pero no pienso entregarle mi reino ni dárselo a Sancho para engrandecer el suyo.

—¿Entregar el reino? —Zobeyda buscó de nuevo con su mirada hipnótica los ojos de su esposo—. El reino pertenecería a tu estirpe, cuya sangre se habría fundido con la del emperador de León. Ambos lados unidos. Como antes se unieron nuestros enemigos. Abú Amir —se dirigió ahora al consejero—. Cuéntale el poder que emana de los lazos entre Barcelona y Aragón. Cuéntale cuánto nos perjudica.

El médico frunció el ceño, pero de inmediato la luz de la comprensión iluminó sus ojos entrecerrados.

—Te refieres al fruto del matrimonio entre Ramón Berenguer y la reina Petronila.

—Ese fruto no existe, que yo sepa —cortó Mardánish.

—Aunque viva en un harén, no me pasan desapercibidas las cosas del mundo —se impuso de nuevo la voz de Zobeyda—. ¿Has olvidado ya quién resolvió la crisis de Valencia? No creas que la política me es ajena, mucho menos la de nuestros adversarios. La unión de Aragón y Barcelona tiene como objeto depositar ambas dignidades sobre una sola cabeza, la que nazca del matrimonio entre Ramón Berenguer y Petronila de Aragón. Los resultados de ese negocio se han mostrado ante ti. Ese conde codicioso, convertido ahora en príncipe, reúne bajo su cetro a aragoneses y barceloneses. Y así se permite usurpar tus territorios mientras te exige parias y sonríe, porque sabe que no intentarás recobrar lo que te quita. Su ambición te ha sido revelada; conoces su intención de incorporar el Sharq a sus tierras; reparte comarcas que te pertenecen aun antes de haberlas conquistado. ¿Crees que el hijo que nazca de esa unión será diferente? Siempre deberás mirar al norte con temor, a la espera de que las huestes enemigas penetren en tus tierras, las devasten y planten su estandarte. Espera, ¿he dicho siempre? No, pues el destino cambiaría si nosotros imitáramos a nuestros adversarios. Zayda es la llave de nuestra salvación. Gracias a ella prevaleceremos ante nuestros adversarios.

—El ejército de la Marca Superior ha resuelto el problema aragonés. Desde que acantoné mis fuerzas en Albarracín, Ramón Berenguer se ha detenido —siguió argumentando el rey Lobo, aunque su firmeza ya no parecía tan asentada.

—¿Es que no has escuchado lo que tu consejero Abú Amir ha venido a contarte? ¿Acaso no nos has hablado de una carta de mi padre que relata cuán fácilmente avanza Abd al-Mumín? Has conseguido detener el vuelo del halcón aragonés que espera al acecho en las montañas del norte, pero un león africano se acerca y lo desgarra todo desde el sur. Recurrirás al pago de tropas extranjeras y prometerás tierras para que poderosos señores cristianos luchen a tu lado, pero ¿por cuánto tiempo podrás retenerlos en tu ejército?

Mardánish se levantó sin ocultar su enojo. Su esposa cuestionaba sus decisiones delante de su principal consejero, y lo peor era que lo que ella decía tenía mucho sentido.

—Jamás aceptarán los vasallos del emperador que una mahometana se despose con el heredero de Castilla. No querrán que llegue a ser más que su concubina. Y si conviertes a la pequeña Zayda en cristiana, nuestro pueblo perderá su confianza en nosotros.

—Puede hacerse —insistía ella—. Puede hacerse.

—Pues bien, hazlo tú —sentenció Mardánish—. Prepara a Zayda para ser la concubina de un señor cristiano, y permite que yo me ocupe de Hilal y haga de él un heredero valiente y audaz.

El rey Lobo dejó sus palabras en el aire y abandonó el salón. Abú Amir se fijó en el rostro de Zobeyda, que en lugar de mostrar enojo relucía de alegría. La favorita miró al consejero.

—¿Qué? —quiso saber este.

—Considera a Hilal su heredero… ¿Lo has oído? Aún soy la favorita. Aún podré conseguir esa unión.

Abú Amir se pasó la mano por la fina barba y examinó el brillo que despedían aquellos ojos negros.

—A veces me pregunto quién decide la política de la que tanto hablas, niña. No sé si en verdad intentas conservar este paraíso o simplemente luchas por que se haga la voluntad de Maricasca.