Ansias de guerra
VERANO de 1155. Sitio de Andújar
El emperador Alfonso pidió el odre a uno de los sirvientes que le rodeaban. Bebió ávidamente, aunque no consiguió arrancarse la sed. Devolvió el recipiente al nervioso muchacho que se lo había dado y con un gesto ordenó a todos los presentes que se apartaran de la fila de caballeros que le flanqueaba. La línea se alargaba y sembraba el paisaje de los estandartes que, desplegados y en manos de cada adalid, crujían al viento. El hierro relucía al recibir los rayos del sol, que se elevaba desde un lado de aquella impresionante formación. Frente a ellos, la larga muralla de la ciudad mostraba su perfil repleto de torres cuadradas en cuyas azoteas ondeaban las banderas blancas de los almohades, cruzadas por arabescos que nadie en el ejército cristiano sabía interpretar.
Armengol, ya conde de Urgel, recorrió las filas al trote mientras enarbolaba con orgullo el gallardete de su señorío. Refrenó la montura y sonrió, a la espera de que el emperador Alfonso requiriera sus servicios como estratega. Un simple asentimiento dio a entender al de Urgel que su plan sería aceptado de inmediato.
—El foso es ridículo, por lo que no representará problema alguno —habló con su habitual suficiencia Armengol. El soberano de León y Castilla atendía sin quitar la vista de las murallas de Andújar—. Lanzaremos un ataque simultáneo desde cuatro direcciones, de modo que los defensores tengan que dividir sus fuerzas. Los hombres, incluso los que esperan protegidos por los escarpes del Guadalquivir, irán provistos de escalas. Ya están dadas las órdenes y solo aguardamos la señal de vuestro alférez, mi señor.
Alfonso asintió sin más. Sabía por sus agentes que la guarnición almohade de la ciudad era tan exigua como de costumbre. La lenta y pesada burocracia de Abd al-Mumín no podía atender a los muchos requerimientos que suponía mantener todas aquellas fortalezas sin una presencia significativa de tropas, así que debía conformarse con centrar su defensa en las grandes ciudades como Sevilla, Córdoba, Málaga, Jaén o Granada.
El asedio llevaba meses establecido, concretamente desde principio de verano. Andújar se había convertido en pieza clave para el dominio de aquel territorio, que permitiría a la Trasierra castellana colarse a través de Sierra Morena y desparramarse en el valle del Alto Guadalquivir. El ejército cristiano era tan grande que se había alcanzado un cerco absoluto, y este había sido precedido de una tala bestial del arbolado circundante. Los troncos muertos de los olivos yacían ahora por doquier, y sobre sus tocones se apoyaban los parapetos erigidos por la infantería del emperador. Nada de ingenios esta vez. Simple rendición por hambre o caída por asalto. Al final se había optado por una solución que incluía las dos tácticas. El emperador sujetaba las bridas de su caballo, que barruntaba la acción, y observaba a las tropas de a pie listas para internarse a la carrera en la tierra de nadie. Casi podía oler el miedo de sus hombres, muchos de los cuales no volverían vivos o enteros a sus hogares.
El soberano, flanqueado por su mayordomo Ponce de Cabrera y su alférez Nuño Pérez de Lara, miró a ambos lados, a las huestes de los Castro, los Lara, los Girón y las demás grandes y belicosas familias de Castilla que habían venido a valerle, así como a los nobles leoneses y gallegos, los Traba, Goteriz, Bragancia o al propio Álvar Rodríguez, todos con sus mesnadas. En el ala derecha, alargando la línea de la orgullosa caballería cristiana, formaban los vasallos navarros del emperador, con Pedro de Azagra y García Almoravid a la cabeza. Por el flanco izquierdo, las numerosísimas tropas del conde de Urgel completaban la línea. Ante ellos, al sur, se erguían temerosas las murallas de Andújar. Armengol, que ahora se hacía acompañar de su hermano Galcerán de Sales, había dejado claro que solo podrían maniobrar montados por el norte de la ciudad, ya que el río Guadalquivir cercaba el perímetro a poniente, mediodía y levante.
El emperador sintió un ligero pinchazo en el pecho. Apretó los labios, pero disimuló el agudo dolor que ahora se estiraba y le cortaba la respiración, y luego se dilataba por el hombro y brazo izquierdos. Era la segunda vez que le ocurría aquello ese año. ¿O quizá la tercera? La primera había sido al enterarse de lo ocurrido en el vecino y joven reino de Portugal, en la ciudad de Trancoso: Abú Muhammad, el gobernador almohade de Sevilla, había salido de la gran ciudad con su ejército, lo había reforzado a su paso por Córdoba y se había alargado en un fulgurante ataque hasta la ciudad portuguesa, que tomó de inmediato. Todos los cristianos fueron sacados de las murallas y degollados sin piedad, para a continuación cargar de argollas y cadenas a mujeres y niños y, tras arrastrarlos en una penosa marcha de regreso a Sevilla, venderlos como esclavos. Alfonso de León quedó fuertemente impresionado por la noticia. Sabía lo ocurrido con la rebelde Niebla, pero imaginaba que los almohades se limitaban a sembrar el ejemplo entre los musulmanes para disuadir a otros de traicionar el Tawhid. Sin embargo, ahora veía clara la estrategia de Abd al-Mumín.
La opresión del pecho pasó poco a poco, y el emperador hizo un significativo gesto a su alférez, que de inmediato elevó el estandarte. Los primeros en lanzarse al ataque, como siempre, fueron los hombres de las milicias de Ávila y Toledo. El griterío se extendió por el campo talado y, desde los cuatro puntos cardinales, los peones se abalanzaron sobre Andújar. Todavía quietos en la línea, los caballeros intentaban calmar a los nerviosos destreros y exigían a gritos los últimos retoques a sus sirvientes. Los ventalles se enlazaron, se calaron los yelmos y se embrazaron los escudos.
Una tímida andanada de flechas y piedras abandonó las almenas de Andújar, y algunos infantes quedaron postrados en el suelo mientras sus compañeros, con las escalas a cuestas y vociferando como posesos, se apresuraban a salvar las últimas varas de distancia. El conde Armengol de Urgel sonrió desde su posición a la izquierda de la línea. El portón situado enfrente de ellos se abría, y algunos arqueros almohades asomaban tímidamente para apuntar con sus armas a los infantes de las milicias de Segovia, que atacaban aquel sector.
Con un potente grito, el de Urgel consiguió que todos sus hombres levantaran sus lanzas y las agitaran para desenvolver los pendones de sus puntas herradas. El resto del ejército volvió la vista y admiró con un punto de envidia la coordinación del ala izquierda. Armengol se adelantó unos pasos tras clavar con suavidad sus espuelas en los costados del destrero, y su hermano Galcerán hizo lo propio. Cada uno de ellos mandaba un haz de caballeros enfundados en cotas de malla.
El portón de Andújar terminó de abrirse, y los almohades formaron una disciplinada línea doble, con algunos arqueros situados delante, rodilla en tierra, y otros en pie tras ellos. La primera andanada tuvo la virtud de hacer vacilar el embate de los segovianos, que dejaron varios cadáveres sembrados en la tierra de nadie. Con movimientos mecánicos, los bereberes tomaron nuevas flechas de sus aljabas y las colocaron simultáneamente en los arcos. La segunda marea de puntas de hierro consiguió detener la carga de los segovianos y los obligó a dispersarse o tenderse en el suelo. Eran con mucho los cristianos que más bajas habían sufrido, de modo que ahora se abría un espacio vacío en las caóticas líneas de infantes que aún no habían alcanzado las murallas.
—¡Es una salida! —Armengol de Urgel gritaba a su hermano para que le oyese en medio del bullicio que llegaba hasta las líneas de caballeros—. ¡Han abierto camino a sus jinetes!
Galcerán de Sales, un remedo del conde en su imagen y no mucho más joven que él, asintió. Ambos hermanos avanzaron al paso, y arrastraron tras ellos en cadenciosa y lenta marcha a sus caballeros.
El vaticinio del conde no erró en lo más mínimo. Las dos líneas de arqueros almohades se deshicieron en un momento, y una columna de jinetes salió a toda prisa y dibujó una parábola sobre el suelo polvoriento. Únicamente había un camino que tomar, y por eso tiraron de las riendas para dirigir sus monturas hacia la caballería cristiana, y saltaron por encima de los segovianos postrados en el suelo, que solo pudieron ver impotentes cómo el escuadrón enemigo los sobrepasaba sin siquiera atenderlos. El emperador Alfonso miró con nerviosismo mal contenido a su ala izquierda, cuyo comandante, el conde Armengol, había solicitado el honor de encabezar la carga en vanguardia. Luego se fijó en la columna almohade, con sus jinetes vestidos de blanco, sus adargas adornadas con lazos que volaban dibujando estelas, con sus lanzas cortas. Con su fanatismo suicida.
Armengol lanzó un nuevo grito, repetido de inmediato por Galcerán de Sales, y ambos hermanos se dejaron absorber por la línea de hierro. Los jinetes galopaban ahora juntos, tanto que los estribos de cada uno se rozaban con los de los compañeros que le flanqueaban. La velocidad de los destreros aumentó, y una nube de polvo empezó a levantarse y a formar una cortina que separaba ya a la vanguardia del resto de la caballería. El emperador movió su lanza y señaló a Álvar Rodríguez.
—¡Únete a los navarros y disponte a cargar tras Urgel!
El Calvo asintió, tiró de las riendas a su derecha e hizo cabecear a su caballo para transmitir la orden a Pedro de Azagra y a su paisano García Almoravid. La vista del emperador volvió ansiosa al inminente choque: los jinetes almohades habían conseguido formar una línea. Pero la longitud de la marea cristiana doblaba a la sarracena. El resultado de aquel combate estaba sellado.
Los almohades no tenían sitio para maniobrar, así que olvidaron todo flanqueo y se hundieron de lleno en la línea de caballería. Algunos arrojaron sus lanzas antes de impactar con un ruido sordo contra los jinetes cristianos, y otros prefirieron imitar a sus enemigos y aguantar el choque asta en ristre. Al mismo tiempo, los abulenses y toledanos apoyaban sus escalas en las almenas de Andújar, y los segovianos supervivientes reanudaban su carrera para pasar a cuchillo a aquellos malditos arqueros, ahora dispersos, que intentaban regresar a la ciudad.
Álvar Rodríguez suspiró decepcionado. La carga de Armengol de Urgel había sido impecable, y los jinetes africanos sencillamente habían desaparecido. Aquello era poco más o menos la misma inmolación almohade que ya había visto en Jaén años antes. Movió la cabeza con lentitud de un lado a otro y se preguntó cómo aquellos tipos de piel oscura podían haber construido un imperio más allá del mar. Y cómo, por Santiago Apóstol, se atrevían a pensar que podían enfrentarse al poderío de los reinos cristianos de la Península.
Mes y medio después. Murcia
El maylís de banquetes del alcázar de Murcia rebosaba. Jóvenes sirvientes recorrían toda la longitud de la estancia con las jarras y escanciaban el líquido en las copas de plata, mientras las bandejas eran puestas ante los comensales. Cordero cocinado con miel e higos de Elche, pavos tan gordos que parecían avestruces, buñuelos de berenjena, almojábanas y pastelillos desaparecían de inmediato engullidos por los recios guerreros, felices de haber dejado atrás la comida de campaña de aquel verano. Mardánish, con un codo apoyado en el reposabrazos de ébano, mascaba almástiga y observaba entre curioso y divertido el banquete. Desde el otro extremo de la sala llegaba el sonido del rabel y el pandero, acariciados con delicadeza por dos jóvenes mancebas murcianas.
Álvar Rodríguez devoró uno de aquellos capones como si fuera una galleta y suspiró. Esperaba ver a la bellísima Zobeyda, dama a la que se había consagrado a pesar de que, respetuoso con su condición de esposa de Mardánish, pensara en ella como en una especie de diosa inaccesible. Era como una de aquellas damas de los poemas franceses, los que traían los juglares y que hablaban de cortes maravillosas que desbordaban de lujo, de caballeros fuertes como leones, capaces de matar de un tajo a decenas de enemigos. Bien pensado, aquel palacio de Mardánish se parecía en cierto modo a los escenarios fantásticos de esas historias. Y presidida por Zobeyda, toda una corte de damas y doncellas desplegaba su donosura para quien, como Álvar el Calvo, estuviera dispuesto a dejarse llevar por aquel código llegado desde tierras norteñas, pues:
levantarse o acostarse tiene poco valor para aquel
que no tiene dama a la que se someta.
Pero aquella era una fiesta reservada a los hombres, por supuesto. Si acaso, las muchachas que hacían sonar sus instrumentos y tal vez alguna que otra bailarina a la que Mardánish reservaba para el final del convite entrarían a mezclarse con todos aquellos varones hastiados de guerra, vino y grasa. El Calvo pensó en su esposa, Sancha, a quien apenas había visto desde que, hacía ya cinco años, contrajeran matrimonio. La pobre señora no era ni de lejos tan agraciada como la favorita Zobeyda, pero al menos era una mujer piadosa y, más importante aún, hija de la mismísima infanta Teresa de Portugal. Sancha le había recibido a su vuelta de Murcia sin recriminarle todos aquellos meses de separación, habiendo asumido que su esposo tenía deberes como caballero en las fronteras con el islam. Su cortísima visita al norte le había supuesto a Álvar al menos la alegría de ver cómo su pequeño primogénito crecía. El joven Rodrigo se le parecía en lo glotón, y diríase que también en lo inquieto. Sin duda sería un buen conde de Sarria…
Apartó a su familia de la mente de un plumazo. Él no era hombre de hogar. No valía para recorrer sus tierras, alejadas del peligro, ni para asegurarse de que sus vasallos pagasen los tributos, ni para defender algo que no había necesidad de defender. Él era Álvar el Calvo y su sola fama bastaba para que las tierras que poseía se vieran libres de todo riesgo. No, su sitio estaba aquí, al mediodía, en la frontera con los almohades. Aquí se sentía más cercano a aquellos héroes de trova a los que él admiraba, aquí se celebraban esas estupendas fiestas cortesanas, aquí podía compartir el fragor del combate y el vino de la alegría con otros paladines como él. La vida servía, pues, para arrancarle a espadazos la gloria. Lejos de casa. Lejos de familias, de esposas y chiquillos. Lucha y placer. Sonrió a su amigo Pedro de Azagra, sentado enfrente de él, elevó su copa plateada para ofrecerle un callado brindis y, cuando fue correspondido por el navarro, trasegó de golpe todo el vino.
El verano tocaba ya a su fin. Atrás habían dejado la campaña del emperador, harto satisfactoria en cuanto a resultados: Andújar, Santa Eufemia, Pedroche, Montoro, Almodóvar, Linares y otras pequeñas plazas cercanas habían caído en poder de Alfonso de León. Unidas así a Baeza y Úbeda, que pertenecían al emperador desde la conquista de Almería, podía decirse que el camino estaba ya expedito para una campaña seria y definitiva. El paso de Sierra Morena era castellano, y las guarniciones aseguraban el enclave en el Alto Guadalquivir. Logrado el objetivo de la campaña, el emperador había regresado a tierras cristianas: su nieto iba a nacer en breve, con lo que el joven Sancho tendría por fin heredero, pero la madre no gozaba de buena salud. Alfonso de León pensó que lo mejor sería estar al lado de su hijo en un momento tan emotivo, y pospuso la continuación de la campaña contra los almohades. Licenció al ejército, que también regresó, y declinó la invitación de Mardánish de volver por Murcia para celebrar las recientes victorias. Sin embargo, los condes de Urgel y Sarria y Pedro de Azagra sí habían aceptado la invitación; y allí estaban, bebiendo y comiendo por la guerra.
Guerra. Guerra era lo que se avecinaba; lo que deseaba Álvar Rodríguez. Guerra para ganar gloria y honor, para emular a su abuelo e incluso superarle. Lo tenía decidido; su esposa Sancha debería esperar. Lucharía contra los almohades junto a su señor Alfonso, y si el emperador no se decidía a continuar hostigando a aquellos africanos, Mardánish lo acogería gustoso entre sus huestes.
Sentado junto al inmenso Álvar, el conde Armengol de Urgel comía con mesura. Se llevaba apenas la copa a los labios y observaba con sus ojos de halcón a los demás invitados de Mardánish. Su mente estaba puesta también en la guerra, pues al igual que el Calvo, veía en ella la forma más rápida de alcanzar sus metas. Pero Armengol no buscaba fama, gloria ni aventuras que pudieran ser cantadas por los trovadores. Lo que él ansiaba eran tierras y poder. Se había destacado en aquella campaña, como estratega y como comandante de la mejor tropa, y esperaba que con el tiempo el emperador le otorgase la tenencia de algunas de las ciudades. El conde de Urgel no se conformaba con minucias, que era lo que para él representaban Andújar o Linares. Su mirada clara y perspicaz se fijaba en la rutilante Córdoba o en la preciosa Sevilla. Armengol de Urgel se sobresaltó cuando Álvar se levantó de repente, elevó su copa de nuevo llena y gritó con su potente vozarrón:
—¡Por la guerra! ¡Guerra contra los almohades!
Los demás invitados le acompañaron en el brindis, sonoro y rudo, al que siguió el breve silencio durante el que los hombres de armas deglutieron el vino de Mardánish. Las notas de rabel sonaron por un instante diáfanas, cristalinas, antes de que un sonido grave anunciara que cada hombre había dejado su copa vacía sobre la mesa. Mardánish aprovechó el momento para dirigirse a los guerreros cristianos.
—¡Convoqué este banquete para celebrar el nacimiento de mi nuevo hijo varón, Beder, y el embarazo de mi esposa Lama, pero qué buena excusa es añadir la guerra a nuestra celebración! ¡Sin duda, amigos míos, os gustará saber que pronto empezaremos los preparativos para dirigirnos contra Granada! ¡Cuánto me gustaría contar con vuestros brazos a mi lado!
—¡Cuenta con el mío, desde luego! —se apresuró a contestar el Calvo.
Azagra levantó su copa, aunque vacía, hacia el rey Lobo.
—¡Y conmigo!
Todas las miradas confluyeron ahora en Armengol de Urgel. El conde mantenía los labios apretados y la vista puesta en Mardánish mientras se pasaba la mano por el flequillo. A su derecha, Galcerán de Sales aguardaba respetuoso, sin atreverse a hablar. Hamusk, que había acudido desde sus tierras de Segura y que ahora se hacía acompañar por el caíd de Guadix, al-Asad, también miraba inquisitivo a Armengol. Al fondo, Óbayd era el único que parecía ajeno a la silenciosa pregunta que todos formulaban al comandante más destacado de la pasada campaña.
—Nuestro señor Alfonso —habló por fin el de Urgel de forma pausada— ha de explotar el triunfo de este año. Por el momento estoy a su servicio.
Mardánish ensanchó aún más la sonrisa para ocultar su decepción. Con un gesto indicó a los efebos que rellenaran las copas.
—Yo mismo acudiré al lado del emperador si precisa mi ayuda —aclaró el rey Lobo—, pero hay que reconocer que las plazas almohades han caído a sus pies este verano con gran facilidad. En realidad habría hecho falta solo la mitad de su ejército para alcanzar sus objetivos…
—Plazas sin importancia —se atrevió Armengol a interrumpir a su anfitrión—. Sabes muy bien que sus intentos contra Jaén se han estrellado en varias ocasiones. Y cuando arremeta contra Córdoba, la cosa tampoco será tan fácil.
El rey Lobo torció un poco su sonrisa. Las fuerzas de Azagra y el Calvo eran estupendas y contaba con ellas, pero no bastaban para poder iniciar la campaña contra Granada. Ni siquiera uniéndolas a sus ejércitos, comandados por Hamusk, al-Asad y el arráez Óbayd. Necesitaba a Armengol de Urgel. Estaba seguro de que con él podría empujar sus fronteras y pasar sobre Granada e incluso Málaga. Mardánish estudió el rostro, rasurado a la perfección, del conde de Urgel, su pelo de impecable peinado y el flequillo exquisitamente colocado sobre sus cejas. Un hombre cuyas tierras estaban enclavadas entre los territorios de Ramón Berenguer, privadas de toda posibilidad de engrandecimiento…
—Al igual que ocurriría con mis grandes amigos Pedro de Azagra y Álvar Rodríguez —insistió Mardánish—, estaría dispuesto a recompensarte con largueza.
El comentario consiguió su efecto, tanto en Armengol como en su hermano, que parpadeó de forma perceptible. Todos continuaron en silencio, a la espera de la respuesta del de Urgel. Las muchachas tocaban su música mientras tanto, y envolvían en una atmósfera onírica aquella sala cruzada de brillos policromos.
—Tu propuesta es tentadora, lo reconozco —respondió Armengol sin dejar de retocarse el pelo—. Pero afirmas que te dispones a preparar tu campaña. ¿De cuánto tiempo estamos hablando para estar en condiciones de dirigirte contra Granada?
Mardánish se removió ligeramente incómodo. A pesar de todo, conquistar una plaza como Granada requería esfuerzo, y más ahora que gran parte de sus tropas estaban concentradas en la Marca Superior. Debían permanecer allí, presentando un frente sólido ante el príncipe de Aragón para que este se mantuviera quieto y dejara de atacar las tierras del Sharq al-Ándalus. De momento, había ordenado comenzar una campaña de reclutamiento entre los recién llegados a sus tierras, así como recaudar nuevos impuestos para costear la empresa. Pensaba dedicar un año entero a la instrucción de tropas, preparación de armas y acumulación de provisiones. No quería presentar al conde de Urgel un plazo decepcionante, pero al mismo tiempo necesitaba darle algo que le persuadiera de continuar a su lado. Estaba seguro de que Granada no podría resistir si contaba con la ayuda de Armengol.
—En dos años estaremos frente a las murallas de Granada —aseguró el rey Lobo—. Y ese mismo verano asediaremos Málaga.
Armengol de Urgel sonrió al tiempo que arqueaba las cejas. Daba la clara impresión de que no creía las palabras de Mardánish.
—Utmán, uno de los hijos del califa Abd al-Mumín, está en Granada —repuso—. Su padre no permitirá que llegues hasta el mar tras pasar sobre el cadáver de un sayyid almohade.
Hamusk entró en la conversación en ese instante, deseoso al igual que Mardánish de que Armengol de Urgel se uniera a sus tropas.
—Abd al-Mumín está demasiado ocupado en África como para entretenerse en defender las ciudades de al-Ándalus. Por eso no ha enviado refuerzos a Andújar y a las demás plazas que habéis tomado en los últimos meses. Este año, sin ir más lejos, ha tenido que hacer frente a una rebelión alentada por dos hermanos suyos. El califa ha conseguido abortarla antes de que la gente se alzara en armas, pero eso debe darnos a todos una idea de cómo están las cosas en el imperio almohade. ¿Nunca os habéis preguntado por qué se limita a mantener pequeñas guarniciones en las ciudades de la Península? Necesita a su ejército en África. Debemos aprovechar la situación.
—¿Qué ha pasado con esos hermanos rebeldes del califa? —preguntó intrigado Azagra.
—Ah, ya conocéis a ese Abd al-Mumín. Mandó detener a cientos de personas, incluidos esos hermanos suyos. Luego reunió al pueblo, entregó armas a la gente y la animó a ir a la prisión a hacer justicia. Los presos fueron sacados en grupos, castrados y linchados.
Las muchachas que frotaban las cuerdas del rabel y golpeaban el pandero dejaron de tocar para unirse al tenso silencio que ahora se había adueñado de la sala de banquetes.
—Si eso es lo que hace con sus propios hermanos… —reflexionó en voz alta Azagra.
—Bien, si la rebelión en África ya ha sido abortada, nada impedirá al califa enviar tropas a su hijo —concluyó Armengol de Urgel.
—En realidad, y aparte de súbditos particularmente levantiscos, a Abd al-Mumín le quedan aún tribus por pacificar. Su imperio africano no está ni mucho menos asegurado. Insisto en aprovechar el momento —dijo Hamusk. Mardánish asintió desde su sitial.
Armengol y su hermano cruzaron una mirada indecisa. A ellos les importaba poco la situación del califa almohade, puesto que estaban dispuestos a guerrear de cualquier forma. Lo que necesitaban saber era en qué ejército había más posibilidades de medrar: en el del emperador o en el de Mardánish. Tras unos instantes de callada reflexión, el conde de Urgel se dirigió al rey Lobo.
—Debo pensarlo y, por supuesto, consultarlo con el emperador. De hecho, si me perdonas, mi hermano y yo nos vamos a retirar para hablar de este asunto.
Mardánish asintió sonriente. Algo había logrado. Armengol y Galcerán se alzaron, se despidieron de los presentes y abandonaron la sala con paso firme, lo que demostraba que se habían moderado ejemplarmente con el vino, mientras que los demás comensales estaban ya medio borrachos.
—Necesitamos al conde de Urgel —afirmó Azagra cuando los pasos de los dos hombres se apagaron rumbo a los aposentos reservados para ellos en el alcázar—. Lo he visto dirigir a su mesnada este verano, y es imparable. —Luego se dirigió al rey Lobo directamente—: Pero recuerda, amigo Mardánish, que tanto Álvar como yo estamos a tu lado, y que nuestras fuerzas son respetables.
El rey del Sharq sonrió. Sin duda, Azagra no olvidaba la propuesta que Mardánish le había hecho en Albarracín: la enriscada ciudad de Santa María a cambio de su ayuda para conquistar Granada.
—A ambos os considero ya como de mi familia.
Los dos cristianos aludidos levantaron sus copas. La del Calvo tembló un poco entre sus manazas y unas gotas de líquido se derramaron. En ese momento intervino Óbayd, que habló con voz pastosa y atropellada.
—Ah, bienvenidos entonces a la familia. Aquí todos tenéis cabida. Es más, dentro de poco, cualquiera de vosotros podría sustituirme.
Las dos muchachas encargadas de la música, que se disponían a reanudar el toque de los instrumentos al ver que el ambiente volvía a alegrarse, se pararon en seco. Un nuevo y tirante silencio llenó la sala de banquetes.
—No sé a qué viene eso —reprochó Mardánish—. Tú también eres de mi familia, y no creo haberte tratado…
—¡Yo ya no soy de tu familia! —atajó Óbayd, que se levantó de su sitio y se tambaleó, por lo que tuvo que apoyarse en la mesa para seguir hablando—. Mi hermana, tu esposa, murió al dar a luz a tu heredero, ¿recuerdas? Y el niño también murió. Poco tardaste en sustituirlos a ambos. Ya no somos cuñados.
El silencio se espesó como si fuera neblina. Hamusk entornó los ojos y examinó concienzudamente la mirada ida del joven arráez. El rey Lobo enrojeció, más de vergüenza que de ira. No podía negar que todo había ocurrido muy rápido, y eso había dado la impresión en su día de que las muertes de Fátima y del pequeño Abd Allah no le habían causado gran desasosiego. Sin embargo, era la primera vez que el arráez Óbayd le hacía ese reproche. Mardánish se dio cuenta de que era el vino el que ponía sobre la mesa las frustraciones del joven guerrero andalusí.
—Sigues siendo mi arráez y mi amigo. Sigues siendo de mi familia —insistió el rey Lobo.
—Hasta que alguien ocupe mi puesto —espetó el embriagado Óbayd—. Quizás ese conde cristiano de Urgel… Si yo hubiera caído en Guadix, no habrías esperado ni…
—Basta ya, desvergonzado —intervino Hamusk, que ahora hablaba sin separar los dientes—. Si fuera por mí, pagarías tu falta de respeto de inmediato.
—¡Silencio! ¡Los dos! —se impuso Mardánish—. No acepto fisuras en mi ejército, ni sospechas absurdas, ni rivalidades. Óbayd seguirá siendo el arráez de mis fuerzas andalusíes, y nadie lo sustituirá mientras viva y me guarde lealtad. Pero no permitiré que se falte al respeto que se me debe, ¿está claro?
El joven arráez se dio la vuelta y tiró su copa de vino al golpearla con la mano. Se movió con pasos inseguros hacia la puerta, aunque se detuvo al pasar junto a Hamusk. Al-Asad, sentado al lado del señor de Segura, se levantó con un gesto retador hacia Óbayd. Su rostro cruzado de cicatrices parecía burlarse de él. El arráez le sostuvo la mirada, como si en realidad el duelo singular ante las murallas de Guadix, en el que al-Asad le había derrotado, continuara ahora en el alcázar murciano.
—¿Y tú? —balbuceó Óbayd—, ¿eres el perro del Mochico?
Fue Álvar Rodríguez quien, atento a lo que estaba ocurriendo, se interpuso con rapidez entre Hamusk y al-Asad, por un lado, y Óbayd por el otro. El señor de Segura destilaba rabia y su cara enrojecía mientras las venas del cuello se le hinchaban. El Calvo, aprovechando su tamaño, levantó en volandas al arráez, le obligó a salir de la sala y ambos desaparecieron del lugar.
Mardánish maldijo en voz baja. Lo que él necesitaba era la unión de sus comandantes y la adición del conde de Urgel. En lugar de eso no veía más que dudas y porfía.
Zobeyda se retiró de la parte trasera del tapiz con la cabeza baja. En la oscuridad del pasadizo mantuvo el oído alerta, pero estaba claro que el banquete había terminado. Oyó los pasos inseguros de los últimos comensales, que se dirigían a la salida, y los ruidos de las copas y bandejas que los sirvientes, azorados por la escena presenciada, iban retirando ya.
La favorita lo había escuchado todo escondida tras el tapiz del baño de Diana, como en otras ocasiones. Su principal motivo para hacerlo era enterarse de si el conde de Urgel, de quien tan bien se hablaba, aceptaría unirse al fin a las fuerzas de Mardánish. Pero de repente se había encontrado con aquella escena vergonzosa: su padre, Hamusk, no ocultaba el desprecio que sentía por Óbayd, y aprovechaba cualquier ocasión para humillarlo, como acababa de hacer ahora. El joven arráez, por su parte, seguía resentido por la fría actuación del rey al sustituir tan rápidamente a su hermana, y de algún modo se consideraba perjudicado por aquello. Zobeyda no necesitaba reflexionar mucho para darse cuenta de que ella, nadie más que ella, era la causa de aquel desprecio del arráez.
Fuera como fuese, tan solo Azagra y el Calvo habían demostrado una unión sin fisuras bajo el mando del rey Lobo. ¿Cómo iba a enfrentarse en esas condiciones a los almohades?
La favorita recorrió el corto corredor a oscuras y, discretamente, asomó tras otro tapiz que comunicaba con las estancias del harén. Caminó cabizbaja hacia el patio y, de soslayo, llegó a atisbar una sombra furtiva que desaparecía tras los arcos entrecruzados. Tarub. Otro problema absurdo.
—¡Deja ya de seguirme! —gritó.
La sombra salió de detrás de una columna. A la luz de la luna, Tarub reveló su rostro congestionado por la ira. Atraído por el grito de la favorita, un eunuco se asomó a la entrada del harén, iluminada por dos pequeños hachones.
—Eres demasiado vanidosa, mi reina —se burló la concubina, pero lo hizo en voz muy baja, de modo que solo Zobeyda pudo oírla—. Crees que todos te seguimos. Tal vez piensas que estoy enamorada de ti, como esas perras que te acompañan a todas partes. —Tarub se acercaba despacio y, de reojo, comprobaba que el eunuco seguía vigilándolas. Cruzó el patio y se detuvo frente a la favorita—. Pero yo no soy una puta lujuriosa como tú, yo soy…
La bofetada restalló en la noche murciana. La cara de la concubina se contrajo al recibir el golpe y tuvo que dar un par de pasos a un lado para mantener el equilibrio. El eunuco abrió mucho la boca y se esfumó a la carrera.
—¡Eres una esclava, Tarub! —Zobeyda arrastró las palabras. Las clavó en los oídos de la umm walad como si fueran dagas—. No te atrevas a insultarme. No vuelvas a hacerlo.
Los ojos de la concubina, arrasados en lágrimas de ira, quedaron fijos en los de la favorita. Su mano, posada en el pómulo que había recibido la bofetada, dejó de temblar. Apretó los dedos contra su propia piel y las uñas abrieron cuatro surcos en su cara. Zobeyda dio un paso atrás. La sangre de Tarub resbaló y manchó su gilala blanca. Los dedos, agarrotados, se deslizaron hacia abajo y siguieron desgarrando la mejilla. Se oyeron pasos en el corredor, y la concubina se dejó caer. Quedó sentada en la hierba, con la cara marcada por los cuatro largos arañazos. Las lágrimas brotaron ahora con fuerza, y su mirada de odio se disfrazó de miedo e incomprensión.
—¿Qué pasa aquí?
Zobeyda se volvió. Mardánish llegaba, y le seguía el eunuco que había sorprendido la discusión de las dos mujeres. Varios guardias asomaron en la entrada del patio pero, respetuosos con la prohibición del harén, se quedaron allí. Tarub extendió su brazo derecho y un dedo manchado de sangre señaló a la favorita.
—Me ha pegado. Mi señor, por favor, dile que deje de maltratarme. ¿Por qué, mi señora? ¿Por qué haces esto?
—Maldita zorra… —rezongó Zobeyda, y miró a su esposo—. Eso se lo ha hecho ella. Está loca.
El rey observaba a las dos alternativamente. Negó con la cabeza y se dirigió al eunuco.
—Dices que lo has visto. ¿No?
—Sí, mi rey. Tu favorita agredió a la umm walad.
Zobeyda dio un paso hacia los dos hombres.
—Un momento… ¿Qué es esto? ¿Las palabras de dos esclavos valen más que la mía?
Mardánish bajó la cabeza y se apretó las sienes con ambas manos. El vino no llegaba a nublar su entendimiento, pero la escena de odio entre el ebrio Óbayd y su suegro todavía le mantenía enojado.
—No me ayudas mucho, amada mía —murmuró el rey, y prestó su mano a Tarub para ayudarla a levantarse. La concubina lloraba en silencio y su mirada temerosa seguía dirigida a Zobeyda. Parecía un perro apaleado por un amo poco considerado—. Mi arráez se siente despreciado por tu llegada, y la familia de Óbayd es poderosa y amada por el pueblo. Necesito su apoyo. Necesito todo el apoyo que pueda lograr. Y tu padre insiste en enfrentarse a él. Ahora tú maltratas a Tarub… Ella es umm walad. La madre de mi hijo Gánim. —Las palabras iban precipitándose de los labios del rey, y también se oían con fuerza creciente. Pasó la mano por la mejilla herida de la concubina y, tras retirarla, miró sus dedos teñidos de sangre—. No necesito que sembréis la división en mi reino. Preciso todo el auxilio posible. ¡Todo!
Zobeyda fruncía el ceño. Ya no prestaba atención a la actuación de Tarub, sino a la cólera en aumento de Mardánish. Solo la inseguridad podía ponerle en tal estado. Ella tenía la posibilidad de defenderse. Decir que aquello era una farsa, e incluso tratar de demostrarlo. Pero su esposo la estaba acusando, y eso espoleó su orgullo. Alzó la barbilla y disimuló el dolor por el injusto reproche que le hacía.
—Has bebido, esposo mío. De otro modo, advertirías que yo soy quien más desea la unión, la felicidad y la prosperidad.
—Basta ya. Ni siquiera eres capaz de guardar la paz en el harén. Retírate. Retiraos las dos.
Zobeyda suspiró resignada y tomó el camino de sus aposentos. No quiso mirar atrás. Intentó convencerse de que las dudas de Mardánish eran efecto del vino. Que él seguía confiando en ella, como siempre. Una vez en su cámara, se miró la palma de la mano, aún caliente por el tremendo bofetón que había propinado a la insidiosa Tarub. Había sentido alivio al hacerlo. Y tal vez el alivio hubiera sido mayor si ella misma hubiera marcado la cara de esa esclava resentida. Claro que, entonces, el rey tenía razón. Quizás ella era como su padre, Hamusk, y no podía evitar sembrar la discordia. ¿Era así?
No. No podía ser. O mejor: no debía ser. Había que arreglarlo. Tenía que compensar sus faltas, y también quizá las de su padre. Se hizo servir una cena frugal que tomó en solitario. Intentaba despejar su mente, apartar de ella las envidias y rencores que debilitaban la corte del rey. Volvió sobre las palabras de Armengol de Urgel, pero sobre todo le inquietaban las de Azagra: «Necesitamos al conde de Urgel». Zobeyda bebió despacio su jarabe de granada y miel. Álvar el Calvo, su respetuoso admirador, parecía guiado por el ansia de hazañas, mientras que Pedro de Azagra se dejaba cautivar por la riqueza del Sharq al-Ándalus; más que nada por la ciudad de Albarracín, de la que se había enamorado. En cuanto al conde de Urgel… ¿Qué podría atraer al conde de Urgel? Gloria, aventuras, riqueza… ¿Qué?
Dejó su copa en la mesa. Recordaba ahora la cara a la que había espiado por la rendija que el tapiz dejaba al oscilar sobre la pared. Armengol era un tipo de mirada dura e inteligente, de modales y aspecto exquisitos. Uno de esos que observaba su entorno con cuidado y que ocultaba sus pensamientos. Parecía impenetrable. Aquello no sería fácil. Ojalá ese conde fuera tan transparente como su hermano Galcerán, siempre a su lado, observándolo con admiración, atento a sus palabras… De repente, Zobeyda vio clara la vía que buscaba.
—¡Adelagia! —gritó, y se levantó de la mesa para salir de su estancia privada.
La joven italiana acudió de inmediato. Masticaba un pedazo de bollo perfumado con almizcle que sujetaba entre dos dedos. La favorita le hizo un gesto para que se aproximara y ambas se refugiaron bajo la sombra de una de las bóvedas, adornada en sus yeserías con motivos florales.
—Sí, mi señora.
—Galcerán de Sales —susurró Zobeyda—. El hermano del conde de Urgel. Un hombre simple, según parece. Pero no es ese nuestro objetivo, sino el propio conde. Sin embargo, este no es tan sencillo como Galcerán. El conde a través de su hermano.
Adelagia, que no había dejado de comerse el sabroso pastelillo, asentía ante las frases cortas y acompañadas de gestos de la favorita. La muchacha comprendió de inmediato lo que Zobeyda buscaba.
—Haré hablar a ese Galcerán, no lo dudes —contestó la italiana con gran seguridad—. Me contará lo que sabe de su hermano. Y también lo que no sabe. Confía en mí.