Del paraíso al infierno
AL mismo tiempo. Valencia
La bella danzarina Kawhala era de Úbeda, aunque llevaba años viviendo en Valencia, pues había huido de su ciudad en cuanto comprendió que, de una parte o de otra, su cartel como mujer de costumbres licenciosas sería mal visto por almohades, demasiado bien por cristianos.
Kawhala también cantaba, y manejaba con tanta soltura el sable cuando se arrancaba a bailar que muchos pensaban que había recibido enseñanzas de esgrima. Por eso no le había costado encontrar empleo bien remunerado en una de las mejores tabernas de Valencia. Abú Amir era visitante conocido de aquel local provisto de habitaciones en su planta superior y conocido como El Charrán, al que no dejaba de ir cuando aparecía por Valencia. Esta vez no había sido diferente: tras un viaje de varias semanas con apacibles y largos descansos en Denia, Játiva y Alcira, Abú Amir, vestido con ligera zihara y blusa blancas, acababa de llegar a la Joya del Turia, y antes incluso de dirigirse al alcázar para entrevistarse con el gobernador Abúl-Hachach, había acudido a El Charrán y se había sorprendido con la nueva adquisición del local. Porque era la primera vez que veía a la danzarina, o al menos la primera vez que reparaba en ella. Kawhala, cubierta tan solo por pañuelos de seda hábilmente colocados para apenas ocultar sus encantos, había hipnotizado con sus contoneos al puñado de adinerados mercaderes genoveses que frecuentaban el local casi en exclusiva. Las leyes que prohibían a los cristianos emparejarse con las musulmanas eran seguidas con cierta laxitud en cuanto a los encuentros furtivos, pero al menos en público se respetaban. Y desde luego aquella taberna tenía fama en toda Valencia por su seriedad, de modo que cuando Abú Amir quiso conocer más de cerca a la bailarina, no necesitó quitarse de encima a la legión de abrumados genoveses que habían dejado un rastro de baba en las mesas ante el sensual baile de Kawhala. Ella se dejó vencer enseguida por los hábiles requiebros del médico y aceptó sin apenas resistencia la invitación para seguir su baile en privado. La reputación de Abú Amir había bastado, asimismo, para que el dueño de El Charrán mirara para otro lado cuando ambos, el médico y la bailarina, subieron a los aposentos intercambiando miradas y susurros al oído en cada escalón. Abú Amir, por otra parte, y como siempre, había sido discreto, así que el tabernero no tendría que soportar que nadie hablase de su local como de un lupanar.
Arriba, junto a un lecho y frente a la celosía de la cámara, mientras el húmedo calor del Sharq al-Ándalus despertaba la sed y agitaba los corazones, Kawhala bailó una última pieza acompañada a las palmas por Abú Amir. Los molinetes de la muchacha hacían oscilar las llamas de las velas aromáticas, con lo que la propia luz la acompañaba en su danza y jugaba con las sombras. La joven, de pelo ondulado y labios carnosos, se despojó de varios de los pañuelos de seda al tiempo que giraba y se doblaba, y dejó alrededor de su piel la tela justa para derrotar cualquier voluntad. Su cabello, enrojecido por la henna macerada, se abrió como un abanico y tiñó el aposento del mismo color que tenían los atardeceres valencianos. Kawhala bailó hasta que el calor pudo con ella y se dejó caer en la cama. Entonces pidió por compasión al médico un poco de vino. Tamizadas por los cortinajes llegaban las voces apagadas de los viandantes, que abandonaban sus hogares para disfrutar de la calurosa noche en compañía. Abú Amir se apresuró a cumplir lo que aquella apasionada morena le ordenaba, y pronto le alargó una copa repleta que, a su ruego, le había subido el solícito tabernero. Ella se incorporó, ligeramente sofocada.
—Este moscatel retiene desde la cepa la sangre caliente del Mediterráneo, como la que corre por mis venas.
Kawhala soltó una risita.
—¿Eres poeta acaso? —preguntó antes de dar un largo sorbo que dejó mojados sus labios.
Abú Amir asintió. Con habilidad y delicadeza exquisitas arrancó el último pañuelo que envolvía el torso de la danzarina, con lo que dejó al descubierto los pechos redondos y provocadores, esculpidos, como el resto del cuerpo de Kawhala, por la práctica de la danza. La joven sonrió, devolvió la copa a Abú Amir y apoyó los codos en las sábanas como si ofreciera su busto al médico para ser juzgado. Él inclinó levemente el cáliz sobre la piel de la morena bailarina y dejó caer apenas unas gotas en el profundo valle que separaba ambos senos. Kawhala cerró los ojos al tiempo que un súbito escalofrío recorría su piel. Abú Amir moduló su voz en un susurro solo perceptible por la danzarina.
—Deja que entre tus pechos circule este licor que se asemeja al sol, y que escapa a las miradas y rehúsa ser tocado.
Un gemido escapó de la suculenta boca de la ubetense cuando el borde frío de la copa rozó uno de sus pezones. El moscatel resbaló, tiñó de caoba la perlada piel de Kawhala y dejó un reguero de frescor. Abú Amir sonrió cuando la respiración de la mujer se agitó y asomó la punta de la lengua entre sus labios.
—Sigue —pidió ella con un hilo de voz.
—La vida no está más que en el trago de esta noche, o en mi boca, que con los dientes reemplaza el vino con la saliva.
Para acompañar el verso, Abú Amir mordió con suavidad el pezón mojado de moscatel de Kawhala. La danzarina sujetó el cabello del médico y apretó la cabeza contra su pecho. Fuera, en la noche mediterránea, se oían timbales y risas.
Abú Amir, dispuesto a no desperdiciar una gota del líquido, recorrió con la lengua el reguero que había ido dejando el dulce moscatel, dibujando un diminuto arroyo que nacía en el pezón enhiesto, descendía la rotunda curva de aquella montaña y se vertía sobre el valle. Los labios del médico quedaban momentáneamente prendidos a la piel de Kawhala, jugaban con el pegajoso licor y hacían temblar a la danzarina; luego resbalaban a lo largo del vientre, y empujaban el dorado néctar al tiempo que besaba el monte de Venus o se recreaba en el ombligo, pequeño y delicado. Al topar con el obstáculo de la ropa que aún cubría las caderas de Kawhala, Abú Amir despojó a la danzarina del resto de los pañuelos con manos versadas, y la dejó desnuda sobre la cama mientras terminaba de derramar el brebaje color madera sobre su vientre. Kawhala se estremeció, incitada por la súbita frescura del moscatel en su piel, y luego sintió cómo resbalaba lentamente por entre sus muslos. La danzarina se sirvió de su destreza para separar despacio las piernas, largas, torneadas y brillantes, e irguió el torso para forzar el derrame del líquido. La copa de plata cayó vacía al suelo, y el médico, en persecución ávida del vino dulce, arrancó un chillido de placer a la muchacha. Los labios de él se alternaban en hablar y en apurar la copa, servida ahora en el ardiente y suave cáliz de la bailarina.
—Quiero recordar esta noche en el futuro, cuando el tiempo haya volado llevándose mi felicidad. Desearé entonces llorar los días y los siglos que no volverán —dijo antes de enterrar de nuevo la cabeza entre los muslos de Kawhala. La muchacha apoyó ambas palmas sobre las sábanas y arqueó la cintura para que el moscatel buscara nuevos recovecos en su cuerpo. La bailarina se estremecía y hacía vibrar sus pechos redondos y enhiestos mientras su respiración se apresuraba. Abú Amir alzó la cara y miró a los ojos entrecerrados de Kawhala—. Saboreo el vino que me verterá, mañana y tarde, la mano de mi experta amante. Yo te besaré, querida mía, rama ligera y flexible que se curva graciosamente… ¿Deseas alegría y gozo? ¿Querrías gustar los dulces besos de mi boca, saciada de moscatel?
—Sí, bésame —rogó Kawhala sin poder contener la sacudida que recorría su piel.
Abú Amir sonrió de nuevo, y agradeció al destino que le permitiera vivir aquellos momentos. Borró de su mente toda sombra que le recordara el terror que se cernía desde el sur y volvió a hundirse en la dulce copa de amor de Kawhala.
Día siguiente
El aroma del jugoso sexo de Kawhala, mezclado con el olor dulce del moscatel, enturbió la cabeza de Abú Amir hasta bien entrada la mañana. Cuando el médico abandonó el aposento y bajó a la taberna de El Charrán, los comerciantes genoveses habían sido sustituidos por algunos mercaderes del zoco que interrumpían sus ventas para tomar un tentempié o para saciar su sed, torturada por el despiadado sol valenciano. Abú Amir recorrió las calles entre los gritos de los vendedores ambulantes que ofrecían alhucema, galletas de sésamo y albahaca. Fue reconocido al llegar a la puerta de las murallas del alcázar, y el mismo Abúl-Hachach salió a recibir al consejero de su hermano. El gobernador de Valencia, a pesar de guardar cierto parecido con Mardánish, era de menor altura y mayor diámetro. Tanto por sus maneras como por sus vestimentas estaba claro que imitaba al rey Lobo, pero carecía de naturalidad y evitaba mirar a los ojos cuando hablaba. Tras las preceptivas preguntas por la salud y la familia, la conversación derivó, aún en la misma puerta del recinto amurallado, hacia el motivo que había movido a Abú Amir a viajar a Valencia.
—Tu hermano, que Dios le proteja y le dé sabiduría, ha ordenado ampliar su munya de Marchalenes para construir allí un palacio —explicó el médico. Abúl-Hachach asintió.
—Naturalmente. Es el lugar preferido por mi cuñada en toda la ciudad.
—Supongo que me proporcionarás trabajadores y materiales de obra.
—Por supuesto. Desde que Málaga cayó han llegado muchos refugiados en busca de trabajo, así que no me costará suministrarte una buena partida de obreros. Por lo demás, muévete como por tu casa. Valencia es tan tuya como mía.
Abú Amir sonrió por el fatuo comentario. Abúl-Hachach era poco menos que un pelele, como había demostrado durante la rebelión de tres años antes. Si tenía algún poder sobre Valencia, se debía a que la sombra de su hermano era suficientemente larga y vigorosa.
—No esperaba menos —agradeció el médico con una breve inclinación—. Y ahora te quiero pedir un favor personal: desearía visitar a uno de tus prisioneros.
Abúl-Hachach torció la boca. Su vista se desvió instintivamente hacia la recia mole del edificio, bajo el cual se hundían las oscuras y famosas mazmorras valencianas, de las que todos hablaban con una pizca de temor reverencial. El gobernador, que jamás las había visitado, sintió un escalofrío. Lo que se decía de aquellos agujeros infectos era horrible.
—¿Algún amigo o pariente? Tal vez yo podría mediar…
—No, no —se apresuró a negar Abú Amir—. Se trata del rebelde Ibn Silbán. Es de vital importancia que hable con él. Espero que el tiempo de encierro le haya hecho reflexionar y esté dispuesto a darme alguna información que pueda ser útil a tu hermano. El rey dio orden de que se le mantuviera vivo. Supongo que se habrá cumplido.
—Ah, claro. —Abúl-Hachach hizo una seña para que dos de los guardianes del alcázar, atentos a la conversación, se acercaran—. Sí, no temas. Ese rebelde sigue vivo. Nadie de fuera le trae alimentos, por cierto; y ya sabes que los presos no reciben comida a cargo del tesoro. Este ha sido una excepción, y ahora veo que fue idea tuya. Pero te aviso, Abú Amir: tal vez no encuentres al mismo hombre que fue capturado tras la rebelión. En fin, no quiero saber qué pretendes. Yo me retiro de nuevo a mis aposentos, pues tengo que atender asuntos de gobierno, como imaginas.
—Imagino, imagino —respondió sonriente Abú Amir.
Abúl-Hachach dejó orden a los guardias de que acompañaran a Abú Amir a las mazmorras. Después desapareció a toda velocidad y con el gesto de aprensión aún aferrado a su rostro. El médico resopló y se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano. Pidió a los guardianes que le mostraran la celda de Ibn Silbán.
El camino fue descendente en todo momento, y en un principio pareció que al menos el viaje libraría a los viajeros durante un rato de los rigores del sol valenciano. Sin embargo, el frescor de los primeros e inclinados tramos de escalera excavada en la piedra cedió pronto a un ambiente húmedo y de creciente calor. Un hedor se arrastraba por los regueros de agua sucia que se acumulaban a los lados de los pasillos y corrían hacia lo profundo tras filtrarse por entre las piedras. Los guardianes se habían repartido: uno precedía a Abú Amir con una antorcha en la mano y el otro cerraba la marcha también con un hachón encendido. La luz bailaba al paso de ambos hombres y dibujaba sombras que se escondían tras los recovecos. El médico esperaba enfrentarse a una sinfonía de quejidos, gritos y peticiones de piedad de los cautivos. En lugar de eso encontró un escalofriante silencio, solo roto ahora por los pasos de los tres visitantes. Antes de llegar a la primera hilera de mazmorras toparon con el carcelero de servicio, un hombre rechoncho que sin duda olía a sudor, aunque podía disimularlo gracias al otro olor, mucho más fuerte y penetrante, que ascendía desde las celdas. El tipo se levantó al ver llegar a los guardias, oyó sus preguntas y mostró una desordenada fila de dientes amarillos mientras señalaba al fondo del corredor.
—La escalera. Bajo este sótano, al final del pasillo. Es la última mazmorra. —Entregó a Abú Amir una llave enmohecida e impregnada de algo que el médico se negó a intentar identificar.
Los guardianes asintieron, retomaron el camino y pasaron junto a puertas de recia madera trabadas con pestillos de hierro oxidado. Al otro lado, adivinaba Abú Amir, se pudría algún desgraciado. El hedor creció y se coló como una estocada por las fosas nasales del médico cuando descendieron el último tramo de escaleras, mucho más empinado y angosto. Uno de los guardianes, el que cerraba la corta comitiva, escupió varias veces. Abú Amir se cubrió la boca con una mano mientras con la otra seguía sujetando con gran repulsión la llave húmeda y viscosa. La propia peste se habría espantado de aquella fetidez, que mezclaba el olor de excrementos humanos con una humedad caliente empeñada en agarrarse a la ropa, serpentear por la piel e instalarse en la garganta.
El guardián que caminaba tras el médico acabó con su provisión de saliva y lanzó al suelo rocoso un vómito repentino que le hizo encorvarse. El otro guardián entregó su antorcha a Abú Amir. Su gesto era suficientemente claro: no iría más allá. El médico aceptó la luz sin rechistar mientras el primer guardián seguía vomitando a sus espaldas. Así pues, siguió en solitario e intentó prepararse para lo que escondía la oscuridad. Como médico, se suponía que sus escrúpulos no se detenían ante nada, por desagradable que fuera. Pero lo que inundaba el viciado aire de aquella gruta siniestra iba más allá del puro hedor. Parecía que el propio espanto, la agonía silenciosa de los condenados, el arrepentimiento y la impotencia se hubieran mezclado en una infusión única y odiosa que contagiaba a todo aquel que se atrevía a penetrar en ese agujero.
Al toparse con la última mazmorra, la que cortaba de golpe el corredor, Abú Amir tomó conciencia de nuevo del asco inmenso que le provocaba manejar la pegajosa llave y recordó con una mezcla de angustia y premura la suavidad de la piel de Kawhala. Se dijo que tras aquella oscura experiencia pasaría el resto de la mañana en un hammam, limpiando su cuerpo hasta que los poros le gritaran de dolor, luego yacería con la danzarina toda la tarde y cerraría su mente para negar que en algún momento de su vida hubiera estado en aquellas mazmorras. Introdujo la llave y tuvo que forzar el giro. Un desagradable chirrido precedió al sonido metálico que le indicaba que la pesada y medio podrida puerta de madera estaba ya abierta. En ese instante, Abú Amir se dio cuenta de que los dos guardianes habían desaparecido del pasillo, y la luz de su antorcha se iba difuminando mientras los pasos se perdían escaleras arriba.
El médico dejó la llave metida en la cerradura y empujó la puerta, pero encontró resistencia. Se aplicó con más fuerza y la pieza cedió al fin, apenas una rendija no mayor que un puño. La mazmorra vomitó un vahído que cogió por sorpresa a Abú Amir. Un repentino mareo le atacó, y se dobló por el golpe de tos que intentó arrancar el efluvio vivo que violaba sus pulmones. Se apartó de la puerta y aspiró el aire a bocanadas, pero tuvo que interrumpirse para toser de nuevo. Dos gruesos lagrimones resbalaron por sus mejillas cuando creyó recuperarse. Aquello estaba resultando mucho más duro de lo pensado. Empujó de nuevo la puerta, esta vez con un pie, para lograr que se abriera del todo, y se hizo atrás mientras aquella hediondez se escurría hacia fuera. Un negro pensamiento trató de colarse en su mente y le incitó a imaginar cómo sería vivir durante años en aquella atmósfera viscosa y carente de luz. Para huir de ello intentó traer al recuerdo a Kawhala, pero descubrió que no conseguía evocar su imagen. Era como si algo tan bello, aun figurado, se negara a descender a aquel pozo de inmundicia y desesperación. Por fin, Abú Amir se adelantó despacio y metió la antorcha por el hueco de la puerta antes de franquearla él mismo. Se inclinó, pues el vano era bajo incluso para un hombre de estatura mediana; entornó los ojos y movió su luz a los lados, pero solo conseguía distinguir una pared de roca que devolvía el brillo del fuego. Una voz rasgada y muy débil llegó desde el fondo, más allá del haz de claridad que a duras penas lograba extender el hachón.
—¿Qué? ¿Quién?
Sonaba a derrota. Ni el anciano más decrépito en los instantes postreros de su vida habría hablado con tal debilidad. Una suerte de compasión empezó a sustituir a la aprensión, y Abú Amir dio dos pasos más para penetrar en la mazmorra. Descubrió con sorpresa que se estaba acostumbrando a respirar aquel tufo insufrible cuando distinguió un bulto recostado contra la pared opuesta. Los ojos del médico recorrieron el espacio circundante, negro como la desesperación. Aquel sector de las mazmorras carecía de la más mínima ventilación, y por tanto también de luz. Ibn Silbán vivía en oscuridad perpetua.
—Soy Abú Amir, consejero de tu señor, el rey Mardánish. —El médico intentó mostrar un tono firme y autoritario, pero su voz salía ronca, achicada por aquel ambiente opresivo.
El retorcido bulto intentó un gemido de asentimiento. Abú Amir vaciló un momento y culminó su aproximación. Consiguió al fin que el cautivo quedara a merced de la luz. Ibn Silbán, si es que aquel fardo todavía respondía a ese nombre, estaba sentado en el suelo y contra la pared, con la espalda encorvada y las rodillas plegadas. Se cubría con una sola pieza de basta tela que tal vez en un tiempo fue de color claro, pero que ahora se mostraba gris, negruzca en algunos retazos. De vez en cuando, un insecto revoloteaba alrededor del fuego y se posaba en el pelo cano, largo y enredado del prisionero, que ocultaba su cabeza entre los brazos para huir del súbito resplandor.
—La luz… —musitó el cautivo—. Es mucha…, mucha luz.
Abú Amir rezongó y apartó la antorcha a su derecha. Al hacerlo iluminó un hueco en el suelo. En el borde, excrementos antiguos y ennegrecidos se alternaban con otros más recientes y concentraban una nube de moscas. El médico contuvo una arcada salvaje e imaginó qué habría ocurrido de haber caminado en la oscuridad hasta aquel pozo.
—Necesito hablar contigo —recuperó el habla Abú Amir tras vencer la náusea, aunque se notó balbuceante—. Es sobre los almohades.
—Los almohades, seguidores del imán infalible… —recitó Ibn Silbán como si canturrease una tonadilla infantil—. ¿Ya están aquí? ¿Ha venido Abd al-Mumín?
—Todavía no. —Abú Amir conseguía poco a poco moderar su voz y su ánimo—. ¿Por qué? ¿Aún esperas a los almohades?
Por fin, Ibn Silbán descubrió su cara, aunque tuvo que entornar los ojos por la luminosidad de la antorcha. El médico supuso que durante todos aquellos años, la única luz que el preso había visto era la de la rendija de la puerta al abrirse lo justo para arrojarle la comida y el agua. El antiguo rebelde tenía el rostro surcado de arrugas y llagas, aunque la mayor parte de la cara estaba ocupada por una barba tan espesa, grasienta y enmarañada como su cabello.
—¿Qué si los espero? Pues claro. —El cautivo carraspeó para aclararse la garganta. Junto a él, en el rincón de la mazmorra, había una pequeña jarra de cantos mellados, pero yacía tumbada en el suelo, con profusión de moscas volando de ella a las heces y haciendo el camino de vuelta—. Está escrito que el Mahdi ha de llegar para mostrar el camino recto. Sus emisarios… —Ibn Silbán tosió un par de veces y se pasó la lengua por los labios agrietados antes de continuar—. Sus emisarios llegarán. Yo he sido fiel al Mahdi, deben de saberlo.
—Claro que lo saben —decidió seguirle la corriente Abú Amir—. Pero cuéntame tus méritos para que no caigan en el olvido. Que los emisarios del Mahdi puedan recompensarte según tu comportamiento.
—Sí, sí —asintió con entusiasmo Ibn Silbán, y se removió dentro de su mortaja—. Yo soy buen creyente y como tal me comporté. En lugar de huir a la tierra sagrada de los almohades, intenté traer aquí esa tierra sagrada. Traté de hacer de esta ciudad impía un lugar cristalino, un sitio en el que los verdaderos creyentes pudieran vivir bajo el auténtico mensaje del islam. Llevé a los míos por el camino recto, y muchos de los que estaban equivocados también me siguieron…, pero otros no. Los desviados mancillaron de nuevo la ciudad, que yo había reservado como regalo para mi señor Abd al-Mumín, que Dios ilumine su camino. Vertieron la sangre inocente incluso en las mezquitas y escupieron blasfemias horribles, mientras que yo, verdadero fiel, fui tenido por traidor y castigado. Castigado por obedecer los dictados de Dios, alabado sea… ¡Por obedecer a Dios!
El grito de Ibn Silbán sobresaltó a Abú Amir. El prisionero sufrió un nuevo ataque de tos que se fue calmando pero dejó un hilo rechinante en su respiración. El oído experto del médico reconoció de inmediato la afección pulmonar, y supuso que esa no sería la única enfermedad que padecía el cautivo.
—¿Quién te impulsó a extender la obra de Abd al-Mumín? ¿Quién te iluminó?
El preso pareció rebuscar en su mente. Dejó que su mirada nublada se perdiera en la oscuridad y de nuevo la lengua apareció para intentar humedecer sus labios cruzados de pústulas.
—Los propios pecadores. Ellos, con su iniquidad, me mostraron el camino. Esos tibios que dicen sus oraciones, sí, y que cumplen con los preceptos, pero que ignoran a quienes los rodean. No basta con ser un buen musulmán. Hay que procurar que todos los demás lo sean. Hombres y mujeres transgreden la ley, tratan con los enemigos de Dios, abandonan la guerra santa, corrompen las mezquitas…
—Basta —cortó Abú Amir—. Me dices lo mismo que predican esos fanáticos atacados por la fiebre. Cuando Abd al-Mumín llegue ante mi puerta, yo también repetiré esas palabras y así me salvaré aunque por dentro esté maldiciendo al mismo Profeta. Pero tiene que haber algo más. Algo que te hizo pensar que de veras valía la pena renunciar a todo por servir al príncipe de los creyentes.
Una vez más, Ibn Silbán entró en aquella especie de trance de indecisión. Sin duda, pensó el médico, la mente del pobre cautivo estaba ya perdida, trastornada en un encierro que no permitía diferenciar la noche del día. ¿Sería ese hombre consciente del tiempo que llevaba allí metido?
—¿Renunciar a todo? —Ibn Silbán fue capaz de emitir un gruñido que guardaba cierto parecido con una risa socarrona. De pronto sus ojos abandonaron la bruma que los mantenía perdidos en la negrura y se clavaron con fijeza en los de Abú Amir. Era como si el auténtico hombre quisiera escapar del cuerpo maltrecho y perturbado del cautivo sin remisión—. ¿Quién renuncia a todo? ¿Renuncia a todo la frágil barca que, sabiendo que sucumbirá ante la fuerza irrefrenable de la tempestad, se queda en el puerto? ¿Renuncia acaso la mosca que a la vista de la telaraña desvía su vuelo y prefiere posarse en el dulce apetitoso? ¿Renuncié yo, que conozco todo el irresistible poder de los seguidores del Mahdi?
Abú Amir se echó hacia atrás y perdió de vista por un momento la mirada extraña y repentinamente lúcida de Ibn Silbán. El condenado débil y atormentado se había convertido en alguien retador, perspicaz, incluso humillante en su tono.
—El irresistible poder de los seguidores del Mahdi… —repitió el médico.
—Yo conozco ese poder, sí —siguió Ibn Silbán, ahora con la tez oculta por la oscuridad—. Por eso sé que triunfará. He luchado a sus órdenes y he asistido a sus victorias. Sus seguidores son como la arena del desierto, y no hay nada que pueda resistirse a eso. ¿Los cristianos? Ja. Infieles codiciosos y sucios, incapaces de hacer otra cosa que fornicar, comer cerdo y luchar entre ellos para arrebatarse las riquezas unos a otros. Ellos no aguantarán tampoco el empuje de Abd al-Mumín. Por eso la renuncia no está del lado de quienes le obedecen, sino de los que desoyen su mensaje. Los almohades llegarán. Llegarán, tan seguro como que yo me pudro en este pozo de mierda. Y cuando lleguen ajustarán cuentas.
Abú Amir acercó de nuevo la antorcha a su interlocutor. Ibn Silbán se reía a través de sus labios recortados y sus encías desnudas. Y aunque su cuerpo no tenía fuerzas para que la risa saliera al exterior, las carcajadas parecían resonar en la mente del médico.
—Pero entonces es porque ellos son más fuertes —repuso el médico—. Y todo ese cuento del islam primordial, de los verdaderos creyentes…
—El verdadero creyente es el que puede creer. Y los muertos no creen —apuntilló el preso—. Tú lo verás con tus propios ojos. Todos cederán al viento que llega: o bien se inclinarán ante él, o bien serán arrastrados. Cuando contemples los tallos caer cercenados al paso del segador, pregúntate qué destino escoges. En cuanto a mí, te diré qué camino elegí: el de la fidelidad al orden almohade. Mis méritos serán expuestos sobre la mesa cuando Abd al-Mumín se imponga, y entonces, como todos, recibiré mi recompensa.
Otra náusea, esta vez de rabia, salió del estómago del médico y ascendió hasta llegar a su garganta.
—¡Hipócrita! ¡¡Maldito hipócrita!!
Ibn Silbán sufrió una nueva transformación ante la súbita y airada reacción de Abú Amir. Volvió a ocultar el rostro entre los brazos y su risa muda se convirtió en un quejido lastimero y quebradizo que derivó en sollozo.
—No… —recobró el tono afligido y sumiso—. Yo soy fiel devoto. Un verdadero creyente…
—¡Falacias! ¡Mentiras! Os servís de esos verdaderos creyentes, pero después de todo sois iguales que aquellos a quienes denostáis. Buscáis el poder. Solo el poder.
—No… No el poder. —Los ojos del cautivo se elevaron tímidamente, cubiertos otra vez por el velo de la locura. El médico comprendió que el preso había recaído en aquel hoyo de desesperanza a cuyo borde se había conseguido asomar unos instantes antes para mostrar su verdadera faz—. Busco la salvación. El perdón.
Abú Amir notó que su corazón crujía al encogerse de rabia. Se volvió, y esta vez fue capaz de mover la puerta sin esfuerzo. Cerró y giró la llave con saña, como si así pudiera sellar todavía más la reclusión del rebelde. Incluso deseó que Ibn Silbán viviera aún muchos años, y que su carne resistiera toda la putridez que pudiese contener el pozo negro de aquella mazmorra. Que su sufrimiento no tuviera fin. Que sus destellos de lucidez aguantaran entre las brumas de la locura. Que cada día pudiese tomar conciencia de cuánto horror le restaba por soportar. Ahora, preso de una ira que casi no podía dominar, el hedor, las moscas, los excrementos y la oscuridad no le parecían a Abú Amir tormento tan extremo. Al igual que Ibn Silbán contenía en sí las dos caras de una moneda, la del manipulador interesado y la del ignorante fanático, así también había conseguido despertar en la serena naturaleza del médico una faz oculta, oscura y vengativa. Una a la que no importaba si era el tirano ambicioso o el radical inculto el que se disponía a acabar con su mundo. Cuando subía los escalones rumbo a la luz, Abú Amir ya tenía decidido que la sentencia del traidor Ibn Silbán no se demoraría un día más.