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Capítulo 11

Un niño llega a Granada

AL mismo tiempo. Granada

Un tenso silencio se extendía por toda la alcazaba granadina. De afinar el oído, podía incluso escucharse el sonido de las chicharras que se tostaban al otro lado de las murallas. Hasta tan solo un día antes, alrededor de aquel lugar había reinado la belleza, y así lo habían cantado los panegiristas del poder almorávide:

Los ojos de los hombres se vuelven hacia Granada,

pues ella es el jardín que despliega sus flores como un manto estriado.

Sin embargo el salón principal de la munya, ayer decorado con todo lujo, permanecía ahora gris, revestido tan solo por blancos estandartes almohades en cuyas leyendas se cantaba el triunfo del príncipe de los creyentes y se reconocía la superioridad máxima del Tawhid y sus servidores. Los funcionarios de Granada, tan nerviosos que muchos no podían refrenar sus temblores, esperaban con la rodilla ya en tierra, reunidos frente al trono de madera noble mientras se lanzaban miradas furtivas unos a otros. A su alrededor, varios soldados almohades de las tribus masmudas los vigilaban con gesto en el que se mezclaba la burla y la curiosidad. Allí, entre aquellos escribanos, consejeros, secretarios, alfaquíes, alcabaleros, poetas y notarios, había muchos almorávides allanados, andalusíes de dudosa fidelidad, judíos con vanas esperanzas e incluso una mujer.

Los masmudas rompieron la densidad del silencio al envararse, hicieron sonar sus ropajes y aseguraron las conteras de sus lanzas en el suelo de piedra. Unos pasos ligeros fueron acercándose y resonaron en la estancia. Nadie se atrevió a mirar hacia el recién llegado.

—Soy vuestro nuevo gobernador, el sayyid Utmán, hijo de Abd al-Mumín. —La voz, aunque juvenil, sonaba firme y rebotaba por el eco en las paredes y el techo abovedado—. Vuestro amo, el califa y príncipe de los creyentes, me envía en nombre de Dios, el Único, para que me asegure de que Granada realmente acata la fe sagrada.

Algunas cabezas se alzaron intrigadas por la juventud que aquella seguridad no podía ocultar. Una de ellas fue la de la única mujer, situada en la última fila. Utmán observó con ojos penetrantes y claros que destacaban sobre su piel oscura, y se fijó en cada uno de aquellos que por fin levantaban la cara. El nuevo sayyid tenía solo catorce años, pero un arranque de bozo cubría ya su labio superior y se alargaba tímidamente desde las patillas. Algunos de los granadinos curvaron en un gesto imperceptible la comisura de sus labios. Aquel jovenzuelo no sería difícil de manejar. Eso pensaban.

—Sé bienvenido a Granada, ilustre sayyid. Que Dios nos premie a todos con muchos años bajo tu guía —se atrevió a decir uno de los funcionarios. Utmán clavó en él sus ojos, que refulgían como brasas en aquella sala oscurecida por el temor.

—No me gustan los aduladores. Tal vez, al mirarme, alguno de vosotros ha pensado que mi juventud me convierte en alguien… manipulable. Pues bien, dejadme deciros que no es la primera ciudad que gobierno. —Utmán, vestido con una túnica ancha y larga que arrastraba por el suelo, echó las manos atrás y anduvo hacia un lado mientras algunas de las cabezas levantadas volvían a inclinarse—. Podéis preguntar a mis hombres, aquí presentes, por la dieta de los cuervos en Ceuta, Málaga o Algeciras. Están goooordos. —El sayyid, en un deje propio de su edad, alargó las sílabas de la última palabra y se pasó la mano por la barriga—. Gordos, sí, pues se han alimentado de aquellos que osaron intentar… ¡De aquellos que solamente intentaron…! —Un respingo conmovió a todos cuando Utmán alzó la voz, pero luego la volvió a bajar hasta el tono inicial—, que intentaron, sí, dirigir mi ánimo. Mi ánimo solo lo dirige Dios, alabado sea. Y yo soy el único intérprete de su dirección, salvo que mi ilustre padre el califa o alguno de sus allegados estén conmigo. Tú, el que me ha dado la bienvenida. Álzate.

El interpelado sintió cómo se le hacía el vacío en el estómago. Ya estaba arrepentido de haber hablado, pero ahora se maldecía en silencio mientras reunía fuerzas para obedecer. Aquel arrapiezo no parecía reaccionar bien ante la tibieza. Se elevó, pero sus ojos continuaron fijos en el suelo.

—Mi señor, perdona mi atrevimiento, no era mi intención adularte ni influir…

—¡Silencio! —le cortó el sayyid—. Tu nombre y tu oficio.

—Ibn Tufayl, mi señor. Hasta hace poco, consejero del derrocado señor de Guadix, Ibn Milhán.

Utmán alzó las cejas y sonrió.

—Ah, recibí noticias de que Ibn Milhán había viajado a Marrakech para ponerse a las órdenes de mi padre. También se nos contó cómo Guadix había caído en poder de ese renegado…, ¿cómo se llama?

—Mardánish, mi señor. Dice de sí mismo que es el rey del Sharq al-Ándalus.

—Sí, Mardánish… Bien, también he oído hablar de ti, puedes estar tranquilo: lo que me han contado es bueno. Ven a mi lado.

Ibn Tufayl suspiró con alivio. Por suerte, su fama le precedía. De otro modo, ¿qué habría podido pasar por la mente de aquel mozalbete caprichoso? Quizá le habría mandado a alimentar a los cuervos de Granada con su propia carne. Llegó de inmediato hasta el sayyid, y descubrió con algo de asombro que el muchacho era tan alto como él, aunque sus miembros y su torso aún eran delgados y desgarbados, como correspondía a su juventud. Utmán habló en voz baja con Ibn Tufayl, de modo que nadie más le oyera.

—Serás mi consejero aquí en Granada, al igual que lo fuiste de Ibn Milhán en Guadix. No obstante, espero que no tengas que negociar para entregar la ciudad, como ocurrió allí. Dime, ¿por qué no acompañaste a tu señor a África? ¿Por qué Granada?

—Soy andalusí, mi señor. Esta es mi patria. —Utmán frunció el ceño al oír la respuesta, y el gesto no pasó desapercibido para Ibn Tufayl. De todos era sabido que los bereberes se tenían por superiores a los andalusíes. El de Guadix se apresuró a matizar su respuesta para no romper la racha de suerte—. Aunque tampoco quise prestar obediencia a Mardánish. Granada era el sitio ideal, pues su corte es famosa por cobijar a muchos poetas y estudiosos. Y además todos sabíamos que era cuestión de tiempo que cayera bajo el legítimo poder del califa. Esperaba este momento, mi señor, puedes creerme. Y créeme también, alejando toda sombra de duda: no soy un adulador, y pienso servirte con lealtad.

—Y dime otra cosa. ¿A qué es debido que ese demonio de Mardánish te dejara partir con vida? He oído decir que es implacable con todo aquel que no le presta obediencia.

Ibn Tufayl se encogió de hombros.

—Fue ecuánime cuando tomó Guadix, mi señor. Se llegó a un acuerdo y cumplió lo estipulado. Otra cosa es su suegro, ese Hamusk.

Utmán asintió pensativo. A pesar de su edad, estaba aprendiendo a juzgar a las personas. Ibn Tufayl no se había reprimido al reconocer su amor a al-Ándalus, y tampoco había aceptado reconocer que Mardánish era tan cruel como se decía. Sinceridad. Decidió confiar en él. Luego señaló a todos los que todavía seguían a la espera con la rodilla en tierra. Muchos habían vuelto a levantar la cabeza y observaban al sayyid y a Ibn Tufayl, aunque no podían oír su susurrante conversación.

—Necesito otro consejero de confianza. ¿A quién me recomiendas?

Ibn Tufayl sonrió, henchido de orgullo al ser consultado por el mismísimo hijo del califa. Desde luego, era una buena señal. No debía decepcionarle. Dudó un instante mientras meditaba la respuesta.

—Allí, Abú Yafar ibn Saíd. Muy agudo. Quizás un poco mundano, pero inteligente. Sobre todo conoce muy bien Granada y, lo que es más importante, a los granadinos. Proviene de una familia muy noble. Sus parientes siempre han ocupado puestos de relevancia en la corte.

El sayyid asintió y repitió en alto el nombre que le había dado Ibn Tufayl. Un hombre de apariencia muy cuidada y gran apostura se levantó y anduvo dubitativo hasta colocarse frente a Utmán. Se inclinó y mantuvo la reverencia.

—A partir de ahora, ambos me asesoraréis según vuestro conocimiento de Granada. Sedme fieles y seréis recompensados. —Ambos asintieron, aun dándose cuenta de lo ridículo que resultaba que dos hombres maduros se plegaran así a los deseos de un púber—. Y empezaremos por el principio. Cristianos y judíos. ¿Queda alguno en Granada?

Ibn Tufayl se vio sorprendido por la pregunta. Abú Yafar, que se sentía en la necesidad de hacerse valer, contestó con rapidez.

—Solo los que se disponen a acatar con lealtad el poder de tu padre, ilustre sayyid.

—Bien. ¿Alguno de ellos entre los hombres que hay en esta sala?

—Sí, tres judíos. Todos ellos personas de probada rectitud y…

—Mañana antes del alba, los tres, junto con los demás hebreos que siguen en Granada, serán recibidos en el seno del Tawhid y recitarán ante mí la profesión de fe islámica. Ya que tenían intención de ser leales, y en muestra de mi misericordia, les daré la opción de abandonar Granada y dirigirse a tierra de infieles si prefieren obstinarse en su falsa religión. Algo inútil, pues tarde o temprano toda esta península será dominada por mi padre… En fin, acabo de llegar y quiero dar buena impresión. ¿No os parece, mis consejeros?

Ibn Tufayl siguió callado. Esperaba algo parecido. Fue de nuevo Abú Yafar quien, al cabo de unos instantes de reflexión, se atrevió a contestar.

—Pero, mi señor, muchos de estos judíos se han mantenido en su fe a pesar de los almorávides y han confiado en tu magnanimidad. No aceptarán abrazar el islam.

—Si han confiado en mi magnanimidad, no puedo defraudarlos por muy infieles que sean. Por eso les ofrezco la salida de marchar. Te lo repito, Abú Yafar, mañana al alba solo quedarán musulmanes en Granada.

—Mañana al alba… En tan poco tiempo no podrán recoger sus pertenencias.

Utmán alzó la mano con gesto de hastío.

—Basta. No tienen derecho a detraer nada de tierra de Dios, alabado sea. Que se vayan con sus amigos infieles y confíen en su caridad. O que abracen el Tawhid.

Abú Yafar asintió con simulada firmeza, decidido a no tentar más a la suerte. Estaba claro que su actividad de consejero no iba a incluir oponerse a su sayyid más allá de lo que aquel crío considerase razonable.

—Mañana al alba solo habrá musulmanes en Granada, mi señor… —el granadino se interrumpió, asaltado por una súbita duda—, salvo que alguno de los infieles haya decidido no convertirse y se niegue a abandonar la ciudad, en cuyo caso…

—En cuyo caso será crucificado de inmediato. Si son varios, sus crucifixiones se llevarán a cabo tras tortura pública en diferentes sitios de Granada. Quiero que se dé ejemplo. Y seguimos. Esa mujer. ¿Qué hace en mi corte?

Abú Yafar tragó saliva sin disimulo. La respuesta de aquel muchacho al ordenar las crucifixiones le había dejado sin aire, pero la alusión a la mujer le cortó la respiración. Utmán se extrañó ante la reacción de su nuevo consejero. Ibn Tufayl intervino de inmediato.

—Es Hafsa bint al-Hach, mi señor, una noble doncella. Y de origen bereber, como tú mismo. No tiene más que diecinueve años, pero, como tú mismo, es muy perspicaz, te lo aseguro. Su opinión ha de ser tenida en cuenta. —El de Guadix vio que sus argumentos no parecían calar mucho en el púber, así que desvió su estrategia. Utmán podía ser joven, pero no dejaba de ser un varón—. Pero antes de tomar una decisión, deberías verla de cerca. ¡Hafsa! ¡Tu nuevo señor, el ilustre sayyid, te reclama a su lado! ¡Ven sin tardanza!

La aludida se levantó y corrió a pasitos cortos, sin hacer ruido, porque se movía con los pies descalzos. Llevaba el pelo cubierto por un velo, pero de inmediato su belleza relumbró y apartó las sombras a su paso. Se movió con la ligereza de una gacela por entre los hombres arrodillados y se postró ante el sayyid, apoyando en el suelo unas manos de dedos finos y largos rematados por uñas cuidadas y pintadas de un carmesí intenso. Utmán se vio con la mujer a sus pies, rodeado por una nube de ámbar alzada por su súbita llegada; se sintió embriagado, incapaz de reaccionar. Ibn Tufayl sonrió sin que su nuevo señor le viera, satisfecho de que su rápida treta hubiera servido. En cuanto a Abú Yafar, seguía lívido, como si hubiera visto a la muerte de frente.

—Álzate, mujer —ordenó el sayyid.

Hafsa se levantó como si su cuerpo fuera ingrávido. Su cabeza quedó a la altura de la del muchacho. La granadina era morena de piel, pero sus ojos verdes, enmarcados por el polvo de antimonio que oscurecía párpados y pestañas, parecían iluminar todo el rostro. Tenía los labios carnosos y el mentón ovalado, y su nariz levemente aguileña le daba un aspecto ilustre que era refrendado por el resto de su porte. Utmán enrojeció y bajó la vista, solo para toparse con la turgencia de unos senos que empujaban la tela de la túnica, y que subían y bajaban por la nerviosa respiración de la mujer. Subían y bajaban. Subían y bajaban. El joven Utmán cogió a Ibn Tufayl por el brazo y se apartó de Hafsa y del desvaído Abú Yafar.

—¿Hafsa? —preguntó en voz baja el muchacho.

—Hafsa bint al-Hach —repitió el de Guadix—. Sus poesías son las mejores de Granada. No, de todo al-Ándalus. También instruye, y lo hace muy bien. El Tawhid volaría de mente en mente si Hafsa lo enseñara en la madrasa de Marrakech. O aquí, en Granada.

—Eso no me parece bien… —La voz del sayyid había perdido ya su firmeza. Ibn Tufayl continuaba sonriendo por dentro. Sabía que Hafsa iba a causar ese efecto en Utmán—. Una mujer enseñando… Una mujer en mi corte… Una mujer.

—Muy hermosa, ¿verdad?

—Mucho —reconoció Utmán, pero respingó, como si hubiera sido cogido en falta—. Aunque sigue siendo un ser impuro… Y además, ¿por qué Abú Yafar se ha quedado como muerto?

—Está enamorado de Hafsa, como media Granada. Seguramente temía que desataras tu ira contra ella.

Utmán, que todavía no se había atrevido a girar la vista de nuevo hacia la mujer, negó en silencio para luego asentir. Ibn Tufayl detectó que la mente aún infantil del nuevo gobernador era escenario de un conflicto. Por fin el sayyid miró a Hafsa, que permanecía allí, a la espera, con aquellos ojos verdes que refulgían y un atribulado Abú Yafar a su lado, dominado por su presencia. El joven Utmán sintió un hormigueo en el estómago al verse asaeteado por la mirada de la granadina y, en un atisbo relampagueante y nada propio de su edad, comprendió por un momento por qué los almorávides habían terminado cediendo a la magia hipnótica de al-Ándalus.

Abú Yafar continuaba pálido cuando, tras abandonar la Alcazaba Vieja de Granada, fue recibido por la multitud arracimada en los caminos de subida. Muchos de los villanos aclamaban el nuevo poder dando vivas a Utmán y a su padre, el califa, pero otros tantos esperaban en silencio o hablaban en susurros mientras sonreían falsamente para escenificar su adhesión al régimen almohade. Algunos ciudadanos reconocieron a Abú Yafar, que ya había formado parte de la corte almorávide, y palmearon sus hombros al abrirle camino. El poeta, ahora secretario personal del sayyid, sintió náuseas al pasar por entre la multitud. Unos días atrás, muchos de ellos lloriqueaban temerosos de lo que iba a significar la llegada de los almohades. De repente, Abú Yafar sintió un tirón en sus ropas y se volvió. Al punto reconoció la cara crispada de quien reclamaba su atención, un hombre vestido con jubón amarillo bajo el que se bamboleaba una oronda panza. Era Sahr ibn Dahri, un judío que hasta el día anterior había ostentado el cargo de almojarife, nada menos que tesorero del gobierno. Ahora, con la llegada de los almohades y los rumores sobre su intolerancia, Ibn Dahri se había alejado de la corte a la espera de que le fueran reconocidos sus servicios con la anterior administración. Abú Yafar, que había trabado amistad con Ibn Dahri durante la estancia de ambos en la corte, empujó al hebreo para apartarle del gentío y le hizo retroceder hasta el rincón formado por la pared encalada de una casucha y el vallado de madera del corral adyacente. Allí el poeta miró a ambos lados para asegurarse de que nadie podía oírlos. El escándalo que formaba la chusma cercana ayudaba, pero aun así Abú Yafar habló en voz baja y vigiló de reojo los alrededores.

—Amigo mío, el nuevo sayyid ordena que todos los judíos de Granada hagáis profesión de fe islámica. Mañana, cuando acabe la oración del alba, todos los infieles que no hayan abandonado Granada serán detenidos. Se los torturará y crucificará. Debes convertirte.

El hebreo dejó caer la mandíbula inferior y siguió agarrando con fuerza los ropajes de Abú Yafar.

—¿Cómo que me convierta? ¿Cómo que abandonar Granada? ¿Tortura y crucifixión? Pero mi esposa, mis hijos… Mis amigos. ¿Por qué? ¡Somos gentes del Libro!

—Más bajo, más bajo. —Abú Yafar acompañó su ruego con un gesto de ambas manos y echó una mirada hacia atrás—. Ya lo sabíamos. Os lo avisé. Estos almohades han hecho lo mismo en todas partes. Deberías haberte ido con todos los demás. Los que os habéis quedado os arriesgabais a esto.

—No podía irme —gimoteó el judío, que sentía flojear las rodillas—. Todo lo que tengo, mi casa, mis animales, mis negocios… Todo está aquí. Además se me deben tener en cuenta los servicios prestados. He obrado rectamente. He trabajado para el gobierno. ¿Es que eso no vale nada?

—Ya no. Es una nueva era. Un nuevo orden. Por eso no tienen consideración con las gentes del Libro. Para ellos esta es su nueva tierra sagrada, su Hiyaz. Y no consentirán infieles.

—Tenías razón. Debí haberte escuchado. Si nos hubiéramos marchado… Ahora no tenemos tiempo. —Ibn Dahri venció los hombros y miró al suelo. La primera lágrima asomó enseguida—. Nos tendremos que ir con lo puesto y dejar atrás todo.

—Bueno, tampoco es preciso —trató de animarle el poeta—. Conviértete. Convertíos todos. Así podréis quedaros y conservar vuestras posesiones.

Ibn Dahri volvió a mirar a Abú Yafar. Sonrió con amargura mientras las lágrimas seguían brotando.

—Soy judío, como mi padre y mi abuelo. Y siempre lo seré, al igual que mis hijos y mis nietos. ¿Debo escoger entre mi fe y mis posesiones? Así sea. Marcharé a las tierras de ese Mardánish. Allí aceptan a todos, dicen. O puedo viajar a Toledo. Tengo parientes en la judería…

—No, no. —Abú Yafar le agarró por los hombros y le zarandeó suavemente, como para hacerle despertar de una pesadilla—. Escúchame, amigo mío. No debes escoger entre tu fe y tus posesiones. Escenificad vuestra sumisión. Haced creer a esos africanos que os convertís. Ya está. Respetarán vuestra vida y conservaréis vuestras propiedades. Dios no te culpará por eso. Puedes rezarle según la costumbre de tus antepasados, solo que ahora deberás hacerlo con cuidado. Vamos. No desesperes. Será un placer compartir un rato de vez en cuando en la mezquita. ¿No te ves capaz de eso? Además, no será por mucho tiempo…

Abú Yafar calló de repente. Su mirada se había extraviado en los tablones medio carcomidos que cerraban el corral cercano. Ibn Dahri entornó los ojos.

—¿No será por mucho tiempo? ¿Qué quieres decir?

—Ese Mardánish del que hablas… Codicia Granada. Debemos confiar en él.

—No te entiendo, amigo mío —confesó el judío—. Tal como lo dices, lo más sensato también para ti habría sido abandonar Granada, como tantos otros, e irte a vivir a Murcia o Valencia, con ese Mardánish.

—Como a ti, son muchas las cosas que me atan a esta ciudad. Mi familia, mis tierras… y ella, claro.

El hebreo asintió mientras se restregaba la cara con el dorso de una mano.

—Hafsa —dijo tras sorberse los mocos.

—Hafsa. Ese cerdo africano no deja de ser un crío, pero la ha mirado como si…

Ibn Dahri asintió, respetando el súbito silencio del poeta. Ahora empezaba a comprender por qué ese ánimo en no dejarse vencer por las imposiciones de los nuevos dueños de Granada.

—Debes tener cuidado. —Ahora era el judío el que aconsejaba al musulmán—. Si se encapricha de Hafsa y se entera de lo vuestro, puedes tener problemas. Recuerda la historia del rey David y Betsabé.

—Lo sé, lo sé. La situación es extraña. Ese arrapiezo ha aceptado que Hafsa se quede en la corte. Conociendo a los almohades y su aversión por las mujeres, eso quiere decir que se ha prendado de ella. Pero también me acaba de nombrar su secretario personal. Como ves, amigo mío, tú y los tuyos no sois los únicos que van a fingir de ahora en adelante.

—Sin embargo, insisto, has dicho que esto no iba a durar mucho tiempo… Y has añadido que debemos confiar en Mardánish.

Abú Yafar asintió. Reflexionó un instante mientras se acariciaba la barba perfectamente perfilada, y decidió que aquel judío podía cumplir una interesante parte en sus planes.

—Irás ahora a hablar con tu gente, amigo mío. No dejes que a nadie le venza el desaliento. Ni te olvides de uno solo de los hebreos de Granada. Promételes que todo se arreglará. Deben convertirse al islam antes del alba de mañana. No, espera. Eso sería muy sospechoso… Escoge a aquellos en los que más confíes, los que más tengan que perder si se van. Pero no avises a todos los judíos. No sería creíble una conversión absoluta. Ese africano debe ver cómo algunos se van. Sí, eso es. —Los ojos de Abú Yafar brillaron mientras hablaba. Su mente funcionaba ahora tan bien como cuando componía sus alabanzas a la belleza de Hafsa—. El arrapiezo del sayyid no debe sospechar nada. Luego aguardaremos. Vosotros actuaréis como piadosos creyentes, y ya sabréis qué hacer en la intimidad de vuestros hogares. En cuanto a ti, hay que buscarte un oficio, puesto que has dejado de ser almojarife… Pero mi nuevo puesto en la corte me otorga prebendas. Trabajarás para mí. Y deberás hacerlo bien, porque en el momento adecuado… En el momento adecuado, amigo mío, jugarás tu papel para que todo vuelva a la normalidad.