Noticias lejanas, temores cercanos
UNAS semanas después. Alrededores de Murcia
Mardánish observaba ensimismado las obras en su nuevo Qasr ibn Saad, el palacio fortificado que había mandado construir para solaz propio y como futuro regalo a Hilal, el hermano gemelo de Zayda. Completaba así la simetría con la proyectada ampliación de la munya de Marchalenes, que regalaría a la pequeña. Con aquellos dos palacios, uno a poca distancia de Murcia y otro junto a Valencia, pretendía asegurar a su favorita que los hijos habidos con ella eran especiales. Muy pronto, esperaba, podría construir una tercera munya para Safiyya. Quizás en Granada, si todo salía según sus planes. Desde luego, amaba a Gánim y Azzobair, sus otros dos vástagos. Su esposa Layla se hallaba en ese momento encinta, y las viejas parteras aseguraban que se trataba de un varón. Y más que vendrían. Pero Hilal, como sus hermanas, era especial. Tal vez se tratara solo del parecido con su madre, o quizá era la forma enérgica que tenía desde recién nacido de reclamar el pecho de la nodriza. En verdad, Mardánish no había siquiera pensado en su sucesión, pues, como guerrero tagrí, un sentimiento de perpetua precariedad dominaba su vida. Era la impronta del soldado de frontera que penetra en el territorio enemigo sabiendo que tal vez no vuelva a ver a su familia, o que defiende los muros del alcázar con el temor de que, con la derrota, todo su linaje se extinga o pase a engrosar las filas de esclavos y rehenes del enemigo. Mardánish jamás había pensado en su niñez en convertirse en rey, y menos de un territorio tan extenso y próspero como el suyo. Su vida había transcurrido entre soldados, en cuarteles o en torreones. Había compartido el rancho de la guarnición, vivido muchas veces en las mismas condiciones que los guerreros y participado en sus pesares y alegrías. Con apenas diez años, cuando residía en el alcázar de Fraga, pudo ver desde sus murallas cómo el ejército del Batallador, el viejo rey Alfonso de Aragón, asediaba la ciudad. Recordaba con un regusto amargo el terror que se expandió por todas partes, y cómo los pobladores se despidieron de sus familias con la seguridad de que la muerte se avecinaba. Muy poco tiempo antes, el rey de Aragón había puesto sitio a la cercana Mequinenza y, tras tomar la ciudad y como castigo a la resistencia ofrecida, había ordenado perpetrar una auténtica matanza.
El padre de Mardánish, Saad, era en aquel tiempo el caíd de Fraga, al servicio aún de los señores almorávides, y como guerrero tagrí de rancia estirpe no estaba dispuesto a entregarse al rey Alfonso. Desde las almenas de aquellas murallas había enseñado a su hijo cómo los cristianos completaban el cerco, le había explicado cómo distinguir sus errores y aciertos, y también le había contado que no debía compartir el temor de los villanos, que desconocían el arte de la guerra. La crueldad, decía Saad ibn Mardánish, era necesaria a veces y podía usarse como una herramienta más del guerrero. El rey de Aragón se servía de ella, pero, cuidado, era arma que se adaptaba bien a cualquier mano.
El ejército almorávide de rescate se había presentado por sorpresa frente a Fraga. Fuerzas llegadas de Córdoba, del Sharq y de Lérida confluyeron ante un confiado Alfonso de Aragón, afamado guerrero que se sentía invulnerable. Pero el momento del rey Batallador había llegado. Sus fuerzas se estrellaron contra el ejército almorávide y fracasaron. Al mismo tiempo, Saad ibn Mardánish abandonó la seguridad de Fraga al frente de sus hombres y atacó las líneas de asedio, donde se habían erigido pabellones, se guardaban a buen recaudo los bastimentos y esperaban los servidores y acompañantes, incluidas mujeres, del ejército cristiano. Todos fueron aniquilados por el caíd de Fraga, y este demostró así que la mejor arma contra el terror es un terror aún más fuerte. Alfonso de Aragón, herido él mismo por las armas musulmanas y aplastada su moral por la pérdida, se retiró para morir a los pocos días. Mardánish, que asistió a lo ocurrido desde las almenas de Fraga, jamás podría olvidar la carnicería en el campamento cristiano, ni cómo el temor de los ciudadanos se transformó en ira ciega, ansia de venganza y locura de sangre, que se descargó contra los pobres desgraciados que huían de las filas de Aragón para caer bajo los cuchillos y horcas del pueblo.
Ahora, dos decenios después de aquello, un nuevo enemigo amenazaba con sembrar el terror en el corazón de la gente. El miedo a los cristianos había sido reemplazado por el que precedía a las oscuras fuerzas del Mahdi y sus sucesores. Mardánish se preguntó si su hijo, Hilal, debería ver también desde las murallas de Murcia o de aquel mismo palacio cómo él, el rey Lobo, defendía el Sharq de los africanos almohades. Se preguntó si sus amigos cristianos estarían junto a él cuando los necesitara. Sonrió al recordar a Álvar Rodríguez, que en esos momentos debía de hallarse en sus tierras cruzadas por montañas y bosques, tal vez gozando de su esposa Sancha, acostumbrada a largas ausencias. El Calvo había abandonado el Sharq junto con Pedro Ruiz de Azagra para dirigirse cada uno a su hogar, enterados ambos de que el emperador Alfonso rumiaba una ofensiva contra posiciones a mediodía de la Sierra Morena. Tanto uno como otro querían pasar un tiempo en sus casas antes de reemprender la marcha, pero prometieron al rey Lobo volver a reunirse en breve.
Un pequeño revuelo distrajo a Mardánish. Esquivó algunas de las herramientas de los yeseros y dirigió su vista hacia el camino de Murcia. Desde la pequeña altura del recinto interior, asomado a una de las torres cuadradas que jalonaban la muralla, el rey Lobo observó a un jinete que cabalgaba desde la capital. Le seguían un par de ellos más, a los que reconoció como soldados de la guardia por sus vestiduras. Los tres bordeaban la alberca que se unía al palacete mediante un acueducto y que completaba la red de irrigación de la inmensa llanura cultivada. Al forzar la vista, Mardánish identificó de inmediato el atavío ajado y maltratado del jinete de vanguardia. Sonrió y bajó de la torre para dirigirse con ligereza hasta la entrada del recinto exterior.
Cuando el rey Lobo llegó, el guerrero deslustrado ya había subido la escalera de madera que daba acceso al portón. Aquella escala era móvil, de manera que, en caso de peligro, el enemigo se encontrara con un fuerte desnivel batido desde las murallas, salpicadas de torres cada mínimo trecho al curioso estilo que imponía Mardánish. El rey indicó a sus escoltas que permitieran pasar al recién llegado. Este se descubrió y dejó al aire su enmarañada y abundante melena negra.
—Al-Asad, León de Guadix, sé bienvenido. —El rey Lobo tendió su mano.
El guerrero sonrió, clavó una rodilla en tierra y saludó a Mardánish.
—Tu suegro Hamusk te envía saludos. Ambos te deseamos una vida larga y feliz, mi señor. Esperaba verte en tu alcázar, pero cuando me han dicho que estabas aquí, no he aguardado ni un momento.
Mardánish hizo un gesto para que al-Asad le siguiera, y ambos se resguardaron del sol en una de las salas, ya terminadas pero faltas de ornamento, que servirían para alojamiento de la guarnición. Ordenó a uno de sus soldados que consiguiera vino o agua para apagar la sed del paladín de Guadix.
—Importantes han de ser las noticias que me traes cuando no has podido esperar a que regresara a Murcia —supuso Mardánish.
—Bien podría habértelas dado allí. Pero ya me conoces. No me gusta el lujo de estos palacios. Prefiero cabalgar y cumplir mi misión. Tiempo habrá para descansar.
El soldado apareció con un odre de agua y se disculpó porque los trabajadores no contaban con vino en las obras. Al-Asad bebió, y el líquido chorreó por su barba y mojó los ropajes polvorientos e impregnados de olor a bosta de caballo.
—Habla cuando estés saciado —invitó Mardánish.
—Granada se ha entregado a los almohades —anunció sin más ceremonia el guerrero tras limpiarse la barba con el dorso de la mano.
El rey Lobo dejó caer la cabeza hacia delante. Suspiró por algo que, lo sabía, tenía que llegar.
—¿No ha habido resistencia?
—Nada. Los mandatarios salieron de la ciudad para recibir a sus nuevos amos y les entregaron regalos. Les ofrecieron Granada y prometieron todos abrazar de inmediato el Tawhid. Uno de los hijos del califa, Utmán, llegará en breve para tomar el mando de la ciudad.
»Hemos cesado las algaras cerca de Granada en tanto no nos des tu permiso para continuarlas. Los almohades tampoco nos han hostigado ni se han acercado a Guadix. Tu suegro, al conocer la noticia, vino de inmediato a asegurarse por sí mismo y me contó algo que puede explicar por qué Granada se ha entregado con tanta rapidez: un tal al-Wuhaybí se rebeló hace poco en Niebla contra los almohades. Se levantó contra la guarnición y tuvo cierto éxito, así que pronto cundió su ejemplo, se le unieron otros y cerraron la ciudad. Cuando le llegó la noticia, Abd al-Mumín ordenó recobrarla a cualquier precio, y envió al gobernador de Córdoba, Yumur, para someter a los rebeldes. Si no me equivoco, es la primera nueva que tenemos acerca de un movimiento militar serio de esos africanos en tierras de al-Ándalus. Yumur consiguió batir la ciudad y entró. Allí arrinconó a un buen número de resistentes. Venció e hizo miles de cautivos, tanto dentro como fuera de Niebla. A continuación los reunió y los pasó a cuchillo. A todos.
Mardánish escuchaba con atención el relato del guerrero. Aquella primera, fulgurante y cruel acción había tenido lugar lejos, casi en el Garb, el extremo occidental de al-Ándalus. Pero su eco, por lo visto, había recorrido distancias con enorme rapidez. Además venía a coincidir con la otra funesta noticia que al-Asad traía; al ganar Granada, los almohades acababan de plantarse a las puertas del Sharq con una rotunda carta de presentación. Aun con todo, aquellas nuevas tenían un aire remoto, como si no fueran más que cotilleos susurrados, casi punteados aquí y allá. Se hablaba de invasiones, rebeliones y matanzas, pero alrededor de Murcia todo era feracidad, paz, verdor, correr de agua y alegría.
—Vivimos bien. —Mardánish fijó la vista en las deslucidas ropas del guerrero de Guadix—. Demasiado bien. Nos hemos acostumbrado al lujo y al placer, y casi hemos olvidado que somos seres humanos. Todos los habitantes de Niebla degollados… Parece que lo que me cuentas sea parte de una antigua crónica. Se me antoja inconcebible que algo de eso pueda ocurrir aquí, en Murcia.
—Murcia está a salvo, mi señor —aseguró al-Asad—. Hamusk me ha mostrado su firme intención de acosar a esos africanos en cuanto nos des tu permiso. Yo me uniré a él, por supuesto. También se dice que tu aliado, el emperador cristiano, prepara una ofensiva. Dime qué debemos hacer y se cumplirá.
Mardánish asintió pensativo. Lo que había oído eran, ciertamente, noticias lejanas, pero pronto podrían conocer el alcance del poder almohade, real y cercano.
—Por el momento esperaremos. Que el emperador mueva sus piezas y veremos cómo reaccionan los africanos. Ahora te ordeno que vuelvas a Murcia y descanses. Mi alcázar es tuyo, amigo mío.
Dos días después. Murcia
¿Qué habrán de sentir quienes tenían
la copa en la mano
y se distraían con la música
de flautas y laúdes?
A todos estaban sordos sus oídos,
salvo a sus melodías,
y no oían suras ni versículos sagrados…
Los rodeaba toda clase de ilusos,
y no sabían que era el peligro
lo que su mundo engalanaba.
Di a quienes duermen:
la mañana ha llegado, ¡despertad!
Ha pasado la noche, ya es el alba;
mirad la aurora, una espada en manos de un rey
que en Dios busca la ayuda y la victoria en su ejército.
Mardánish dejó que el vino acariciara sus labios, resbalara por su garganta y le llenara el pecho de frescor. Luego enrolló el pergamino que acababa de llegar desde Valladolid, firmado por su amigo, el emperador Alfonso. El rey Lobo asintió, sumido en sus propios pensamientos. Su vista vagó entre los destellos arrancados a los azulejos de la sala de banquetes, y aspiró el aroma a limón que se colaba por las cercanas celosías. Desde la llegada de al-Asad, apenas un par de días antes, todos aquellos detalles llamaban mucho más su atención. Olía cada flor, y descubría un matiz distinto al ya acostumbrado; buscaba en cada joya un rincón secreto que le brindara un brillo desconocido y gozaba del cariño de sus hijos con intensidad incrementada. Se propuso aumentar las visitas a sus esposas, a todas ellas, en lugar de dedicarse casi en exclusiva al aposento de Zobeyda, como llevaba un tiempo haciendo. El sentido de la vida propio del tagrí renacía; surgía la sensación de ligereza, la idea de fragilidad que rodeaba todos aquellos lujos. La premura que da el saber que todo puede acabarse de un momento a otro. Miró de nuevo el rollo de pergamino y sonrió. Decidió que enviaría al emperador un cargamento de papel de Játiva como regalo, para que pudiera escribir sus misivas sin recurrir al tosco material en el que le había hecho llegar las últimas noticias. Alfonso de León le anunciaba sus próximos movimientos. Demostraba así, una vez más, la confianza que tenía en el rey Lobo. Pero antes le ponía al tanto de las nuevas en tierras cristianas.
El padre de Armengol de Urgel acababa de morir, con lo que el noble se había convertido en conde. Y si la política del progenitor era ya cercana a los intereses de León y Castilla, la del hijo aún lo era más. El emperador enfatizaba en el mensaje la importancia del conde de Urgel, pues tenía a su servicio una hueste nada despreciable. Aquellas palabras parecían indicar a Mardánish que acercar definitivamente a Armengol a su amistad sería una buena idea. Además le hablaba de las gratas impresiones que le habían hecho llegar tanto Álvar Rodríguez, de quien hablaba como un enamorado del Sharq, como Pedro de Azagra, una importante pieza según el emperador por su influencia en Navarra. Alfonso felicitaba a Mardánish por haberse sabido ganar la amistad de ambos y le aseguraba que semejantes paladines, el Calvo, el conde de Urgel y Pedro de Azagra, conformarían un trío invencible que podría ponerse a las órdenes del rey del Sharq y apuntalar la seguridad del reino. Al final de la carta estaba la confirmación de la noticia que más esperaba Mardánish: a finales de año, el emperador recorrería la Extremadura y la Trasierra para preparar una importante campaña y reuniría a sus huestes en Toledo. Había llegado el momento de mostrar a Abd al-Mumín qué era lo que podía esperar en la Península. No requería la ayuda de Mardánish, pero creía acertado avisarle ahora por la cercanía de los almohades a sus territorios.
—Nunca han estado tan cerca —murmuró Mardánish, sabedor de que el emperador desconocía lo ocurrido en Granada en el momento de redactar la carta.