La princesa Zayda
FINALES del verano de 1153. Santa María de Albarracín
La caída de Málaga tuvo consecuencias que se dejaron sentir en el Sharq al-Ándalus a los pocos días y se extendieron durante toda la estación fría.
Poco a poco al principio, en mayor cantidad después, familias enteras cruzaban la frontera y aparecían en tierras de Guadix. Las patrullas bajo mando de al-Asad, el hábil paladín de la ciudad que solo pudo ser derrotado por el Calvo, interceptaron de inmediato a los viajeros y dieron aviso a Murcia: se trataba de una columna intermitente de huidos que buscaban refugio en unas tierras que, según lo que habían oído, florecían de prosperidad y necesitaban cada vez más mano de obra para sus extensos cultivos, para sus huertas, sus construcciones y su ejército. Mardánish devolvió de inmediato a los correos con orden de permitir el paso por sus dominios a los fugitivos, e instruyó a los oficiales de su gobierno para que procuraran establecer a los recién llegados de forma repartida. Hubo quien, en los primeros días de aquella avalancha humana, temió que los arrabales de Murcia, Lorca u Orihuela se llenaran de pordioseros y ladronzuelos, pero pronto comprobaron que los refugiados llegaban con sus pertenencias, y no pocos de ellos eran alarifes, médicos, maestros, artesanos y alfaquíes. La columna se ramificó y atravesó los dominios de Mardánish. Cada nueva familia representaba una casa en un arrabal de Murcia, Valencia, Denia o Alcira, y, al mismo tiempo, una fuente de ingresos. Enseguida los constructores se aplicaron a la tarea de ampliar los barrios, de preparar nuevas mezquitas, de allanar los caminos y ampliar las murallas. Los alcabaleros encontraron contribuyentes que, recién llegados, se aprovechaban de la bonanza del Sharq pero también aportaban mediante el impuesto nuevas riquezas al tesoro.
Con el paso del invierno, la columna de malagueños fue decreciendo. Los más rezagados, que no habían encontrado un hogar a su medida en la cercana pero cristiana Almería, tomaron el camino del Sharq, y a ellos se unieron aquellos granadinos que veían cómo su ciudad se disponía a correr la misma suerte que Málaga. Todos habían oído hablar de la dureza del régimen almohade, algo a lo que los andalusíes y almorávides de las dos ciudades no estaban dispuestos a someterse salvo perspectiva de ganancia personal; también precedía a la llegada de los africanos su intolerancia total con las gentes del Libro: cristianos y judíos serían compelidos de inmediato a la conversión o al destierro, so pena de muerte inmediata tras la expropiación de todos sus bienes. En contraste, los rumores de comerciantes y viajeros hablaban de un paraíso de riqueza en las tierras del rey Lobo, un lugar donde no se atendía al credo de las personas para entorpecer o favorecer sus vidas. En las puertas de Málaga, y más tarde en las de Granada, predicadores de largas barbas y gesto iracundo advertían a aquellos que marchaban de que se dirigían al infierno, un reino maldito del que Dios había sido desterrado, donde podrían ser degollados mientras oraban en la mezquita y en el que se verían obligados a rendir pleitesía a un soberano loco y lujurioso, mitad humano y mitad lobo, que copulaba con hombres, mujeres, niños y animales.
Pero los más distinguidos estudiantes, filósofos y poetas salían por esas mismas puertas entre las familias cargadas de fardos y montadas en carros y acémilas, se reían en las barbas de los fanáticos de sus predicciones apocalípticas y tranquilizaban a los fugitivos al asegurarles que en las tierras del Sharq hallarían paz, garantizada por la amistad entre el rey Lobo y el emperador de los cristianos, y una riqueza sin par, proporcionada por aquella nueva sangre que fluía por las arterias de al-Ándalus y que regaría las huertas feraces, los campos cultivados, los mercados en los que jamás se agotaba el género, las ciudades rebosantes de lujo, los puertos en los que se acumulaba la mercancía… Bastaba con que los más cultos, que habían vaciado Málaga y ahora abandonaban Granada, recorrieran las filas de emigrados, señalasen hacia el norte y los miraran con ojos brillantes de esperanza para que sus ansias reverdecieran. Dos palabras eran todo lo que precisaban para espolear a quienes huían de los almohades.
Felicidad y prosperidad.
Verano de 1154. Murcia
Abú Amir salió al patio ajardinado del Alcázar Mayor y se acercó sonriente a Zobeyda, que jugueteaba feliz con la pequeña Zayda. La figura de la favorita se reponía de su reciente embarazo, y el fruto de aquellos nueve meses, una preciosa niña de piel rosada, mamaba con avidez en una esquina del patio, agarrada con fuerza a las vestiduras de la rubicunda nodriza que también había alimentado en su día a Hilal y Zayda. La pequeña, con el mismo cabello rubio que sus hermanos mayores, había recibido el nombre de Safiyya, y colgado de un cordón llevaba ya, por indicación de su madre, un alherze de caña, tinta de azafrán valenciano y papel de Játiva. Toda precaución era poca contra el mal de ojo. Sobre todo si Tarub andaba cerca.
Los pequeños Gánim y Azzobair compartían su juego con Hilal bajo la atenta mirada de las nodrizas y eunucos encargados de su cuidado, mientras las mujeres y concubinas de Mardánish se solazaban sentadas en la hierba, dejaban que el sol se posara sobre sus rostros o bien se refrescaban a la sombra de las columnas de alabastro. Tan solo la huraña Tarub faltaba en aquella alborozada reunión.
—Parto para Valencia, niña. Vengo a despedirme —anunció Abú Amir a la favorita mientras removía el pelo claro y abundante de Zayda. La niña, de ojos rasgados y expresivos, sonrió al médico, tomó uno de los gladiolos que adornaban el cabello de Zobeyda y corrió hacia su hermanita Safiyya, a quien gustaba de observar con curiosidad mientras se enganchaba a los grandes pechos de la nodriza.
—¿Qué vas a hacer allí, Abú Amir?
—Tengo un deseo personal que satisfacer y un encargo de tu esposo. Desde la caída de Málaga no han dejado de llegar refugiados, como ya sabes. Y también sabes que muchos de ellos son personas de bien, grata compañía para un pobre solitario como yo; gentes con las que puede ser un placer charlar mientras uno toma una jarra de vino en una taberna o acude al hammam.
»A todos les he planteado las mismas preguntas: les he pedido que me hablaran de los almohades. Quiero saber hasta dónde llega su amenaza y qué métodos usan. Deseo conocer de qué hablan, cómo convencen, qué esperan. No busco descubrir lo que ya sé: que su arma es el miedo. Pero sí me gustaría aprender a manejarlo para poder defenderme y luchar mejor contra ellos, y sobre todo tener presente qué nos darán y qué nos quitarán si finalmente acceden a nosotros. Los hombres de ese Abd al-Mumín están consiguiendo reducir las grandes ciudades de al-Ándalus sin marchar con poderosos ejércitos sobre ellas, sin necesidad siquiera de que el califa tenga que cruzar el Estrecho. Se le someten como una virgen anhelante se entregaría a su esposo en la noche de bodas. Bien se diría que Sevilla, Córdoba o Málaga se han arrancado sus vestiduras y han mostrado sus encantos cuando han abierto las puertas. Que han inclinado la cerviz ante el Tawhid. En este momento, también Granada se desviste con lentitud y expone sus pechos como si fueran copas rebosantes de miel. Se dispone a postrarse y a esperar la embestida de Abd al-Mumín. Cuando eso ocurra, el califa africano buscará a su siguiente concubina en nosotros. Y ese día, con las tropas almohades prestas ante el Sharq, quiero saber qué nos disponemos a perder. Necesito estar preparado.
»Sin embargo, esa es una sabiduría que no he podido extraer de los malagueños: abandonaron su ciudad antes de que los africanos se hicieran con ella. Tampoco puedo sacar nada de los granadinos que llegan ahora, pues ninguno de ellos ha querido escuchar a los radicales que esperan presenciar el advenimiento de la última hora. Quienes les prestaron oídos se quedaron en Málaga o siguen en Granada, preparando las bodas de la virgen con su añorado califa. Y desde luego no seré yo quien tome el camino del mediodía para estudiar las razones del miedo en el banquete de ese casamiento. Por ello buscaré en Valencia al único hombre vivo al que conozco y al que puedo acceder que halló tal convicción en el advenimiento de Abd al-Mumín como para cometer traición, rebelarse e inundar de sangre el cauce del Turia.
—Ibn Silbán —completó Zobeyda—. Sigue vivo, si nada ha cambiado, en las mazmorras del alcázar. Allí espera una sentencia que Mardánish se demora en pronunciar.
—Ha sido así por petición mía. Estos tres años de oscuridad y miseria en prisión habrán bastado, espero, para ablandar su ánimo.
La favorita movió la cabeza de lado a lado, como si desaprobara las inquietudes de su maestro y amigo.
—Tú, Abú Amir, eres un hombre que ama la vida. Disfrutas de sus placeres como nadie al que yo conozca, y eso incluye a mi esposo, que jamás se harta de amor, de vino o de guerra. Te he visto retirarte al lecho con todas mis doncellas cuando cualquier hombre del Sharq daría un brazo y una pierna por acostarse con una sola de ellas. Gozas de tu posición, sacias tu sed con el vino más preciado y matas el hambre con manjares que cuestan tesoros. ¿No temes enfrentarte a la cara de ese miedo?
—Te mentiría si te dijera que no, niña. Pero necesito ver esa cara. Quiero ser capaz de reconocerla cuando llame a mi puerta, precisamente porque ese será el momento en el que ponga fin a todo. Tú lo has dicho, vivo en un océano de felicidad al que jamás renunciaré. Ah, ¿acaso no conoces el dicho del poeta? Lloramos por lo que ha desaparecido, estamos preocupados por lo que ocurre, nos atormentamos por lo que esperamos y nuestra existencia no tiene nunca tranquilidad.
Zobeyda miró fijamente a su maestro e intentó encontrar en sus ojos un atisbo de esperanza. Las confesiones de Abú Amir señalaban lo que ella intentaba ignorar: que el jardín de felicidad y prosperidad tenía los días contados. Prefirió no pensar en ello y agarrarse a sus ilusiones.
—¿Cuál es la otra razón que te lleva a Valencia? ¿Puedo conocer el encargo de mi esposo?
—Por supuesto, ya que no es otro que tu deseo expreso de hacer de tu munya de Marchalenes un palacio digno de ti.
La favorita sonrió complacida y señaló a la pequeña Zayda, que aún contemplaba asombrada cómo su hermanita se alimentaba en el regazo de la nodriza.
—Digno de ella —corrigió al consejero—. Manda que lo adornen con los más bellos tapices, y que sus jardines estén poblados por los árboles más altos. Que las aguas de sus fuentes se asemejen al propio paraíso. Usa tu ingenio, Abú Amir, pero logra que ese palacio sea tan hermoso como para cautivar el corazón de un rey cristiano.
El médico frunció el ceño.
—¿Un rey cristiano?
—Sí. Puede que nosotros debamos padecer el castigo a nuestros pecados entregándonos a Abd al-Mumín, pero sé que ella, sangre de mi sangre, será reina.
Abú Amir sonrió con ironía.
—La profecía de esa vieja bruja todavía te tiene engañada. No puedo entender que alguien con tu claridad de juicio siga creyendo en supercherías…
—No se trata solo de Maricasca —le interrumpió Zobeyda—. Lo que pretendo no es tan descabellado al fin y al cabo. Quiero lo mejor para mis hijos, y sé que el futuro depara algo grande a Zayda.
—Por supuesto. Es la hija de Zobeyda, la favorita del rey Lobo. ¿No es suficientemente grande?
—Sabes que no —se quejó ella con un deje de amargura—. Aunque hay quien me llama reina, no lo soy. Mi nombre pasará desapercibido, oculto por el de mi esposo. Ni siquiera tengo mi puesto asegurado. Mardánish no tiene la obligación de mantenerme como su favorita, ni de nombrar heredero suyo a Hilal.
Abú Amir reflexionó un instante, aunque no era necesario devanarse mucho los sesos para suponer que las demás esposas del rey, e incluso la amargada Tarub, desgarrada por los celos y la ira, aguardaban su ocasión. El del harén era un pequeño mundo en apariencia dichoso, pleno de goces y belleza. Pero en sus rincones disimulaba la envidia y la traición.
—En parte te comprendo. —El médico se pellizcó la recortada barba rematada en punta—. El propio Mardánish llegó a ser rey por aclamación de las tropas y por la elección del viejo Ibn Iyad en su lecho de muerte. Tu esposo valora este hecho y sabe que no hay reinado más merecido que el ganado por virtudes, no por nacimiento. Pero conozco al rey, y sé que tú eres y seguirás siendo su más amada esposa. Y Hilal también ocupa un lugar excelso en su corazón. Además, todo el Sharq te adora. Las mujeres intentan imitar la moda que has traído, la mitad de los hombres están enamorados de ti y la otra mitad sueñan con tus doncellas. Te identifican con la prosperidad del reino y hasta creen que te deben su felicidad. Mardánish es consciente de ello, te lo aseguro. Y, por si fuera poco, el aplastamiento de la rebelión en Valencia te ha hecho ganar el respeto de todos.
—Ah, ya. —Zobeyda hizo un gesto para quitar importancia a todo aquello—. Pero la fortuna que hoy me sonríe puede darme la espalda mañana. Yo no soy reina en verdad, pero ella —volvió a apuntar a Zayda— sí lo será.
Abú Amir se recostó contra la pileta de la fuente.
—¿A qué te refieres?
—A que el destino parece llevarla a ello. Incluso su nombre, Zayda, parece un augurio más de Maricasca. ¿No conoces la vieja historia de la hija de al-Mutamid de Sevilla?
El médico sonrió sin ocultar su sempiterno escepticismo.
—¿Pretendes que tu hija emule a la princesa Zayda? Entonces esperarás que seduzca a un rey cristiano y le dé un heredero. Tus supersticiones pueden parecerme graciosas, pero esto ya es preocupante. No es propio de ti fantasear de ese modo. La princesa Zayda no pasó de ser una concubina, y su hijo murió antes de poder heredar. No es una historia con final feliz.
—Mi pequeña conseguirá lo que la vieja princesa solo pudo acariciar —aseguró la favorita con mirada de ensoñación—. Los jóvenes hijos del emperador, Sancho y Fernando, están llamados a ser reyes. Ambos son, como su padre, amigos y aliados de Mardánish, y saben que el Sharq no es el viejo y débil reino de al-Mutamid. Los territorios de mi esposo son tan amplios como algunos de los reinos cristianos, y mucho más ricos.
»Figúrate que el propio Sancho, que tomó como esposa hace tres años a la hermana del rey de Navarra, tenga pronto un hijo varón. Figúrate también que ese hijo varón sepa darse cuenta de la excepcional ventaja que supondría reunir en férrea alianza sus territorios con el Sharq al-Ándalus. Eso le daría la primacía total e indiscutible sobre toda la Península. Imagina truncadas las esperanzas del odioso príncipe de Aragón y sus sucesores, cortado su camino de rapiña por un nuevo reino que abarcaría la tierra entre todos los mares que nos circundan… Piensa en el poderoso frente que entonces se presentaría ante esos almohades. ¿Qué rey no sabría ver esta gran oportunidad? Así quedarían unidos los dos lados. Este, bajo la égida del Profeta, y el otro, bajo la del Mesías. Una profecía cumplida.
»Mi pequeña Zayda puede ser una pieza clave en el futuro. Afortunadamente se adivina en ella una belleza que le enseñaré a aprovechar, y todo lo que la rodee debe servir a este fin, incluido ese palacio de Marchalenes. Lo harás a medida de Zayda, como una cajita de lujo que sirviera de recipiente a la joya más preciada.
—De modo que Zayda es la sangre de tu sangre. La que unirá este lado con el otro.
—Así se ve mucho más claro que en la cueva de Maricasca. Dime, pues: ¿edificarás un palacio digno de una reina de ambos mundos?
Zobeyda esperó el gesto de asentimiento de Abú Amir. Tras recibirlo, se separó de la fuente y fue al lugar en el que la pequeña Zayda, con sus cabellos rubios relucientes al sol, seguía mirando absorta a su voraz hermanita. El médico contempló a aquella cría de cara alegre, bonita, menuda y curiosa. Así que ese era el camino imaginado por la favorita. Por las venas de aquella cría corría ahora su sangre, que un día se uniría a la de un rey. ¿El presagio de una vieja bruja loca destinaba a la niña a convertirse en puente entre dos mundos? Zobeyda parecía resuelta a que aquello se cumpliera.
Abú Amir se disponía a abandonar el patio e iniciar su viaje a Valencia cuando reparó en otra figura femenina, oculta en la sombra que proporcionaban los arcos entrecruzados que rodeaban el jardín. La amargada Tarub espiaba a Zobeyda, clavaba su mirada en ella como si fuera un puñal emponzoñado. Hincaba las uñas en una columna mientras apretaba los dientes y masticaba el odio que le despertaba la favorita.