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Capítulo 8

A cualquier precio

FINALES del verano de 1153. Santa María de Albarracín

La campiña y los bosques se llenaban de color en la Marca Superior, en un ciclo sin fin que nada sabía de conquistas y alianzas, de cristianos, andalusíes y almohades.

A semanas de distancia de allí, en la capital del Sharq, el tiempo disipó el recuerdo de los malos agüeros y del incidente del anciano ante la comitiva de Zobeyda. Abú Amir procuró que toda Murcia supiera de la generosidad y misericordia de la favorita, a quien atribuyó la decisión tomada respecto de aquel viejo fanático que la había llamado perra lujuriosa y había comparado al rey Mardánish con el propio Satán: la familia del anciano fue invitada a sacarlo de Murcia y llevarlo a alguna aldea apartada de las ciudades y las rutas y, a poder ser, poco poblada. La propia escolta personal de Zobeyda acompañó al anciano y a algunos de sus familiares por las calles de la ciudad y, justo en la puerta, le fue entregada una bolsa con dinero para poder establecerse. La noticia de cómo había saldado Zobeyda esa cuenta recorrió Murcia, saltó las murallas y se extendió del mismo modo que se había extendido la forma de acabar con la rebelión de Ibn Silbán en Valencia. Si la favorita de Mardánish aparecía ya a los ojos de sus súbditos como una mujer excepcional, ahora todos la adoraban hasta rozar la idolatría. Justo el resultado contrario al esperado por el anciano fanático.

Pero todos estos hechos eran aún ignorados por Mardánish. Su convalecencia lo había retenido en Santa María de Albarracín hasta el final del verano, momento en el que los médicos juzgaron adecuado su regreso a Murcia. Durante el tiempo aquel, tanto Álvar Rodríguez como Pedro de Azagra se dedicaron a la actividad para la que habían viajado: cazar. Y si bien el Calvo añoraba el lujo y los placeres de Valencia y Murcia, imposibles de hallar en la tierra de frontera que era Albarracín, Pedro Ruiz de Azagra se vio prendido por un profundo apego a aquella ciudad enriscada y protegida casi más por la naturaleza que por sus recias murallas.

Unos días antes de la partida de Mardánish llegó el nuevo gobernador, bajo cuyo mando había puesto el rey del Sharq tanto Albarracín como Alpuente y los territorios circundantes, incluida la pequeña aldea de Tirwal. El escogido, siguiendo el consejo de Abú Amir, había sido el tagrí expulsado de Lérida, al-Ansarí. El cadí, que guardaba suficiente odio hacia el príncipe de Aragón como para esmerarse en la defensa de la Marca Superior, arribó acompañado de un contingente avanzado, tomó posesión del cargo y empezó los preparativos para acoger al resto del ejército procedente de Valencia, Murbíter, Cuenca y Segorbe. De este modo, tranquila la frontera a poniente por la segura presencia de los vecinos castellanos, quedaba el norte presto a la defensa contra el embaucador Ramón Berenguer. El príncipe de Aragón seguía aireando públicamente su respeto por el acuerdo de paz contraído con Mardánish mientras guarnecía sus nuevas posesiones en el Ebro con frailes guerreros y las preparaba como bases para continuar la conquista.

El día de la partida, Pedro Ruiz de Azagra solicitó quedar un momento a solas en el adarve del alcázar; desde allí se dominaba como desde un otero la medina de Albarracín, su cimiento pétreo y la fría corriente del Guadalaviar, que rodeaba casi todo el perímetro amurallado. Azagra disfrutaba de la fresca madrugada de fines de verano y contemplaba aquella belleza de la que se había enamorado a los pocos instantes de llegar. Oyó pasos a su espalda, se dio la vuelta y descubrió a un sonriente Mardánish, que caminaba tranquilo mientras, a través de las almenas, descubría el desenfreno de colores que ya vestía los bosques circundantes.

—No es necesario que digas que añorarás Albarracín —afirmó el rey del Sharq.

—Es un sueño. Daría todos los señoríos que por herencia me corresponden a cambio de este lugar tocado por el dedo de Dios.

—Ramón Berenguer también daría gran parte de lo suyo por Albarracín —advirtió Mardánish—. Dominar esta ciudad es dominar mi Marca Superior. Esto es inexpugnable, pero el príncipe de Aragón no podrá llevar la conquista al mediodía si no somete antes Albarracín.

Pedro de Azagra asintió. Aquella vieja ciudad había sido la capital de todo un reino ismaelita, y ahora dominaba lo que llamaban la Sahla as-Sharq, el camino que cualquier ejército debería seguir para avanzar hacia Valencia. Sus riquezas eran innegables y podían apreciarse a un golpe de vista. A su espalda, las montañas ofrecían todo un tesoro maderero y servían como nacimiento a múltiples corrientes que más tarde se convertían en ríos de impresionante caudal, mientras que la llanura que se extendía a levante mostraba enormes cultivos de cereal y vegas repletas de árboles frutales. Para Pedro de Azagra, de un carácter más austero que su valiente y desenfadado compañero Álvar Rodríguez, Santa María de Albarracín brindaba templanza a la par que prosperidad. Casi podía adivinar la gelidez que dominaría las alturas y escarcharía los márgenes del Guadalaviar en el invierno; la tranquilidad de los días entre los graznidos de las águilas y las tareas del campo al acabar la estación fría los había podido experimentar ya, al igual que las madrugadas de caza o las largas tardes de contemplación en la pequeña y cercana iglesia de Santa María, de la que Azagra se había convertido en cumplido devoto. El templo, tan viejo que su origen se perdía en el reino de los antiguos godos, le ofrecía el recogimiento que su alma necesitaba, y había conservado como un talismán su nombre cristiano a pesar de la dominación musulmana.

—En verdad ese súbdito tuyo, al-Ansarí, es afortunado por el servicio que le has encomendado. —Azagra tenía la vista fija en la corriente del río, que discurría allá abajo por entre las rocas y los huertos.

Mardánish entornó los ojos. Se acordó de las palabras de Abú Amir, que le había recomendado atraer hacia sí a las huestes cristianas para reforzar las fronteras del mediodía e incluso poder seguir las conquistas. También recordó que, ante su insinuación en el salón de banquetes del alcázar de Murcia, Pedro de Azagra se había mostrado remiso a comprometerse.

—¿Qué me dirías, amigo mío, si yo te ofreciera la tenencia de Albarracín a cambio de tu ayuda en Granada?

Pedro de Azagra miró extrañado a Mardánish.

—¿Cómo? Jamás se vio algo semejante.

—Eso no será un obstáculo —aseguró el rey del Sharq—. Desde que me recogisteis en aquel roquedal a la orilla del río, más muerto que vivo y abrazado al cadáver de ese lobo negro, sé que podré hacer cualquier cosa que me proponga.

—Aquello fue suerte, amigo Mardánish. Mucha suerte. Lo mismo que tu recuperación, que atribuyo a mis largas oraciones a Nuestra Santa Madre, la Virgen. Para ella no debes de ser un infiel.

—¿Suerte? Un excelente rastreador, amigo Pedro —le señaló—, y un buen médico que me atendió. Nada de suerte. Pero dale las gracias de todos modos a la Virgen cuando vuelvas a hablar con ella. Y pídele también que nuestro ejército crezca. Porque así podremos conquistar Granada, y tú tendrás Albarracín.

Otoño de 1153. Murcia

Mardánish, Álvar Rodríguez y Pedro de Azagra entraron en Murcia con el otoño agarrado a las murallas.

Sabedor ya, por las cartas de Abú Amir, del golpe de efecto que había supuesto su hazaña y de que esta había sido elevada al rango de fábula, el rey del Sharq hizo formar a sus soldados en el camino flanqueado de frutales y huertos que entraba en la medina desde Valencia. Labriegos, pastores y ciudadanos del arrabal de la Arrixaca se apiñaban ya mucho antes de cruzar la muralla para dar la bienvenida a su señor. Pero Mardánish, en su amor al lujo y al espectáculo, había previsto algo más: Zobeyda, vestida con un hermoso brial rojo de talle estrecho y tocada con una miqná de seda transparente cuyo extremo envolvía su cara, aguardaba a su esposo en el cruce del camino con el de la senda que llevaba a Dar as-Sugrá, el pequeño alcázar del norte. La favorita montaba a la amazona, al modo cristiano, en una bonita yegua torda vistosamente enjaezada. La escoltaba una sección de la guardia, y un paje, también vestido al modo católico, sujetaba las riendas de la montura y sería el encargado de guiarla hasta dentro de la medina, que cruzarían para llegar al Alcázar Mayor. Zobeyda llevaba trabada su capa negra con una fíbula plateada. La prenda se extendía sobre la grupa de la yegua y parecía flotar alrededor como si fuera una gualdrapa. En cuanto a Mardánish, él también cumplía con su propia tradición y lucía un atavío cristiano, con pellizón estrecho con cuello, mangas bordadas y espada sujeta al cinto; y sobre los hombros, atada al pecho, lucía su prenda estrella: un manto blanco en cuyo arranque estaba cosida la piel del lobo negro, de modo que la cabeza del animal asomaba sobre el hombro izquierdo del rey.

Cuando la comitiva de Mardánish llegó al cruce, el rey lanzó una mirada llena de intenciones que le fue devuelta por Zobeyda, pero atentos al protocolo que ellos mismos se habían marcado, se abstuvieron de cruzar palabra. Al iniciar el paso la yegua para flanquear al rey, la favorita alzó la cabeza y mostró orgullosa al esposo su vientre abultado. Mardánish comprendió de inmediato y notó el orgullo trepar desde el corazón y fluir con una sonrisa de satisfacción y amor hacia su favorita. Pedro Ruiz de Azagra y Álvar Rodríguez también se apercibieron de inmediato del cambio operado en la anatomía de Zobeyda, y ambos cruzaron un gesto de entendimiento.

La comitiva, ya completa, atravesó el arrabal, hizo su entrada triunfal y recibió una lluvia de pétalos y aclamaciones. De inmediato, desde los atiborrados adarves y por las calles más angostas, de celosía en celosía y de puerta en puerta, se extendió un grito que todos acabaron coreando.

—¡Rey Lobo! ¡Rey Lobo!

Mardánish saludaba a un lado y Zobeyda, a otro, y tras ellos los dos nobles cristianos también recibían los parabienes de la multitud. El Calvo, contento de volver a un ambiente sofisticado, recorría con la mirada el gentío en busca de mujeres hermosas, mientras que Azagra, más sosegado, hacía continuas y ligeras inclinaciones de cabeza al tiempo que su imaginación volaba lejos, a Santa María de Albarracín. La comitiva se detuvo un poco antes de llegar a la mezquita aljama, justo cuando las calles se ensanchaban para dar paso al barrio más noble de Murcia. En aquel mismo lugar, escenario de la desagradable escena de unos meses atrás, Abú Amir había previsto un pequeño espectáculo que ayudara a asociar en las mentes de los murcianos la presencia de su rey con la alegría y la belleza de la ciudad. Fue el propio médico y consejero quien, tras interceptar las monturas de Mardánish y Zobeyda, ocupó el centro de la abarrotada plaza. Frente a él, los guardias de la escolta cumplieron la misión que Abú Amir les había encomendado con discreción, y abrieron un círculo amplio. Alrededor se congregaba curioso el gentío, que no sabía si mirar al rey con la piel del lobo negro, a la favorita con su preñez o al espacio creado ante ellos.

De repente, algunas de las personas que se encontraban entre el público dejaron caer los mantos oscuros que las cubrían, y bajo ellos aparecieron ropajes de colores verdes y rojizos. Eran muchachos provistos de laúdes, flautas y panderos. La voz de Abú Amir se impuso al murmullo de expectación:

—¡Bajo el reino del Lobo, todo rastro de tiranía ha desaparecido, salvo el que proviene de los grandes ojos de hurí de las jóvenes hermosas!

Aquella era la señal. Los mancebos aprestaron sus instrumentos, se colaron por entre los guardias y, tras mirarse unos a otros una sola vez para marcar el inicio, comenzaron una melodía lenta, con notas alargadas y débiles que poco a poco fueron acortándose y ganando ritmo y fuerza para crear una melodía alegre y pegadiza. Los murcianos, instintivamente, se arrancaron a acompañar con las palmas los toques de laúd, y movieron las cabezas y los hombros según la cadencia que marcaban las flautas y las panderetas. Los músicos, efebos de sonrisa permanente, atrajeron de inmediato las miradas de las matronas y de algún que otro patrón. Cuando el ritmo de las palmas se extendió por toda la plaza, otras figuras embozadas se colaron en el círculo, sobrepasaron a los músicos y dibujaron un pequeño corro que levantó la expectación del público. Muchos murcianos pugnaban a codazos por ganar un lugar o por no cederlo; desde las ventanas y azoteas, los privilegiados señalaban a los recién aparecidos, que, aún con sus capuchas caladas, alargaban la espera mediante el realce del misterio.

Por fin cayeron los mantos y orlaron de negro el corro, y el misterio se descubrió. Un alocado griterío se extendió por el lugar cuando las cuatro doncellas de Zobeyda aparecieron cubiertas de cendales tan sutiles que abandonaban todos sus encantos a la contemplación ajena. Con los senos apenas tapados, dejaban al descubierto sus ombligos y cedían la desnudez de sus muslos por los flancos de aquellos velos transparentes; estrechaban con ceñidores sus caderas, y brazaletes y pulseras resonaban en pantorrillas y muñecas. El coro de bellezas se unió a la melodía, y las cuatro hicieron sonar los pequeños címbalos plateados prendidos en sus dedos.

La primera en iniciar la danza fue la persa Marjanna, que meció sus abundantes pechos mientras giraba y sonreía provocativamente a todos los hombres que la rodeaban. Después fue la rubia Zeynab quien se unió a la esclava morena, alargó sus piernas interminables y clavó los ojos de un azul claro en los muchachos y en los soldados; ambas marcaron con súbitos golpes de cadera el ritmo de la percusión, sus cuerpos se curvaron hasta lo imposible y apretaron los torsos contra la gasa para insinuar orgullosas sus encantos. La tercera en añadirse fue Adelagia, cuyo pelo rojo, peinado en una trenza, estaba cubierto de flores y lazos. La cristiana se sumó en la danza oriental a Marjanna y Zeynab, y las tres giraron sobre sí mismas y alrededor de Sauda, que permanecía quieta, replegada sobre sí misma, añadiendo un punto más de misterio africano al baile. Las tres danzarinas abrieron su círculo y se acercaron a los soldados y al público. Hombres y muchachos forzaban su cuello e intentaban aprovechar cualquier molinete de las bailarinas para intentar atisbar entre sus ropas; ellas, pícaras, jugueteaban con el deseo de todos, ocultaban apenas sus senos de maquillados pezones, arrojaban besos a hombres y mujeres y se rozaban impúdicamente con músicos y guardianes.

Cuando la excitación podía ya cortarse, la africana Sauda despertó de su fingido letargo, quebró la danza oriental y reclamó para su baile salvaje toda la atención. Los panderos aumentaron su cadencia, murmullos de admiración recorrieron el lugar mientras la muchacha se desplazaba con una agilidad inverosímil, se agazapaba con languidez felina y luego saltaba para rozar con su cabellera ensortijada los rostros de los asistentes. Sus cendales flotaban tras ella y se igualaban a la neblina, y su cuerpo esbelto de músculos remarcados casi podía escapar de las vestiduras. La sugestión era tal que los murcianos podrían haber jurado que olían el aroma de las profundas y recónditas selvas que habían visto nacer a la muchacha. La música se aceleró, y los giros de la doncella se volvieron frenéticos, con lo que despertó gritos de admiración entre un público tan entusiasmado que dejó de tocar palmas y aguardó expectante para ver hasta dónde podía llegar la africana con sus movimientos imposibles. La apoteosis estalló cuando, de golpe, callaron los instrumentos; el silencio y el asombro eran más reveladores que cualquier ovación, y el espectáculo acabó con Sauda erguida en el centro del círculo, con un brazo estirado y el dedo índice apuntando hacia el cielo, su piel brillante por el esfuerzo y una blanquísima sonrisa destacando sobre su agraciado rostro azabache. Adelagia, Marjanna y Zeynab, que formaban ahora un triángulo perfecto, habían quedado postradas de rodillas, con las manos extendidas hacia su compañera, como sacerdotisas paganas que adoraran a una diosa ancestral. Toda la calle prorrumpió entonces en un sonoro aplauso al que se unieron de inmediato Zobeyda, Mardánish y los nobles cristianos. La favorita miró emocionada y sonriente a sus doncellas, que le lanzaron a través del aire una lluvia de besos antes de desaparecer junto a los músicos, encerrados todos en un férreo cuadro de soldados armados.

—¡Bravo, Abú Amir! —felicitó el rey al médico con sincera aprobación. Este hizo una reverencia y se apartó. La guardia retornó a la ocupación de abrir un pasillo para que la comitiva llegara hasta el alcázar.

Si en la mente de alguno aún quedaba un poso de las oscuras promesas de castigo de aquel viejo fanático y agorero, ahora se había disipado. En raras ocasiones podía el populacho disfrutar con un espectáculo de tal calidad; con las mismísimas doncellas de Zobeyda, de fama mítica, bailando para el pueblo en presencia de Mardánish, el rey Lobo. Todos reanudaron sus vítores al seguir a la comitiva por el tramo final de su recorrido. Una sensación de euforia colectiva se extendía por las calles de la ciudad. Diríase incluso que la felicidad abría las alas y volaba para recorrer todo el Sharq al-Ándalus. Nadie podía arrebatar aquella alegría al pueblo, que se veía eternamente dichoso, disfrutando del paraíso en el que se había convertido el reino. Las alabanzas al rey Lobo continuaron hasta que la comitiva desapareció tras la muralla del Alcázar Mayor, pero los murcianos siguieron con sus gritos, animándose unos a otros, congratulándose por el tiempo feliz que les había tocado vivir. Se abrazaban mientras la nueva cantinela salía a voz en grito de sus pulmones. Coreaban el lema de aquella utopía y se disponían a apurar hasta la última gota de su cáliz.

—¡Felicidad y prosperidad! ¡¡Felicidad y prosperidad!!

El alba saludó el lecho de Zobeyda con rayos impertinentes que se colaban por entre las celosías con forma de estrellas de ocho puntas. Las sábanas se tiñeron de luz y los cantos de currucas y mosquiteros acariciaron los sentidos de ambos amantes. Mardánish, desnudo junto a su esposa, dejó que sus ojos vagaran por el techo del aposento, decorado con un fresco estrellado. Sus dedos recorrieron inconscientemente las cicatrices que el lobo negro le había dejado en el pecho y los brazos, y volvió la cabeza para admirar la belleza salvaje de su amada.

Zobeyda aún dormía, caótica la negrura del kohl alrededor de sus ojos cerrados y enredado el oscuro cabello, como correspondía a la noche de indómita pasión que había concluido apenas un susurro antes. El vientre de la favorita, redondeado por la nueva vida que crecía en su interior, embellecía su figura. La ennoblecía. Y a ello también contribuían los senos ligeramente recrecidos y el inusual sonrojo de las mejillas, señales de su nuevo estado. Mardánish suspiró; leyó las invocaciones que, con caracteres antiguos, se había hecho pintar la favorita sobre los hombros. Exvotos a dioses paganos y genios olvidados, a Shams, Manawat y al-Uzzá. Y recorrió con la vista aquel cuerpo mimado cuyos rincones más secretos conocía de memoria. Se tenía por el hombre más afortunado del mundo y se decía que nada podía arruinar su felicidad. Aquella vida que Zobeyda alimentaba en su vientre era el blasón de su reino, el símbolo de que su sueño se cumplía sin remisión.

Se incorporó con lentitud, en silencio para no despertar a la amada. Sobre una mesita baja, una gran copa de plata contenía los restos de vino de dátiles que habían compartido antes de entregarse al deseo. Salió sin preocuparse de su desnudez y atravesó el corredor de puertas entreabiertas. Tendidas en sus lechos dormían también las hermosas doncellas de Zobeyda, cubiertas a medias por sus sábanas. Al pasar junto al aposento de Adelagia, vio a esta abrazada en dulce sueño a Abú Amir. Mardánish, sonriente, compartió la felicidad de su consejero, médico y amigo. Salió al patio y se acercó al surtidor central, en el que introdujo los dedos. El frescor del otoño erizó su vello y le arrancó un escalofrío cuando el viento se coló por entre las columnas, las higueras y los arcos entrecruzados.

—Mi señor, al fin te encuentro.

Mardánish se volvió. Uno de los sirvientes del alcázar, un joven que solía hacer de copero, acababa de aparecer en el patio con un pliego y mantenía una larga reverencia. El rey del Sharq se adelantó hacia él.

—¿Qué ocurre?

—Acaba de llegar un correo de Guadix. —El sirviente se alzó y alargó el pliego a su rey—. Ha entregado esto. Dice que es de parte del califa almohade, traído desde Málaga tras cruzar el Estrecho.

—¿De Málaga?

El muchacho asintió cohibido por la visión de Mardánish, no tanto por su descarada desnudez como por las tremendas cicatrices que cruzaban su torso, sus hombros y sus brazos. Había oído hablar del ya mítico episodio del lobo negro, pero ahora podría confirmar con su testimonio en los mentideros de Murcia que sí, que la lucha con la bestia había sido real y que las marcas quedarían para siempre en la piel de su señor.

El rey Lobo soltó un gruñido, tomó el pliego y, con un gesto, dio permiso al sirviente para retirarse. Observó el sello rojo y cuadrado que mantenía el rollo envuelto y leyó la epigrafía trazada con cursiva:

Allahu rabbu-na, Muhammad rasulu-na, al-Mahdi imamu-na.

«Dios es nuestro señor, Mahoma es nuestro profeta, el Mahdi es nuestro imán.»

Mardánish escupió a uno de los cuatro canalillos que nacían a los pies del surtidor. Quebró el sello y desplegó con furia mal contenida el mensaje. El tosco pergamino crujió al extenderse ante el rostro del rey Lobo. Este recorrió con la vista las líneas trazadas con esmero y apretó los dientes con fuerza a medida que avanzaba en la lectura de la misiva. Zobeyda, con aquel encanto salvaje de melena revuelta y orla anárquica y negra en la mirada, apareció envuelta en una sábana que sujetaba con ambas manos sobre el pecho. Caminó descalza sobre la hierba, al llegar junto a su esposo abrió la sábana y lo cubrió con ella. Ambos quedaron así envueltos por la misma prenda.

—Es una carta de Abd al-Mumín —explicó él sin necesidad de que ella mostrara su curiosidad—. Dice que me espera desde hace tiempo, y que ya todos los señores de al-Ándalus le han rendido pleitesía menos yo. Pregunta por qué prefiero tratar con infieles y también si son reales todos los rumores que ha oído: si es cierto que no le considero el verdadero príncipe de los creyentes y sucesor del Mahdi. Si es verdad que permito que se mancille el nombre de Dios y que dejo que cristianos y judíos vivan en mis tierras. Dice que no puede creer que sea cierto eso de que la degradación nos inunda como el estiércol, que nos revolcamos en nuestra inmundicia y nos amancebamos a la luz del día, hombres con hombres, mujeres con mujeres…

»Málaga ha abrazado ya el Tawhid, y en breve Granada se sumará a la tierra bendecida por Dios y purificada por el ilustre credo del Mahdi. Eso dice. Me conmina a viajar de inmediato a Marrakech, donde debo presentar mi sumisión y mostrarle mis tierras y mis ejércitos para que tome posesión de ellos. Juntos, dice el califa, aplastaremos a los reyezuelos infieles y recuperaremos al-Ándalus para el islam, de cuyo seno jamás debió haber salido.

Zobeyda se apretó contra el cuerpo de su esposo, presa de un súbito temor.

—Málaga ha caído… —repitió la favorita.

—Y ahora se dispone a ir contra Granada. Y sé que Abd al-Mumín ni siquiera ha abandonado África. Se ha limitado a enviar a sus hombres de confianza para subyugar al-Ándalus.

—¿Qué haremos?

Mardánish se mordió el labio inferior mientras repasaba las letras garabateadas en aquel rudo pergamino.

—He de convocar a mi ejército y a mis aliados. Necesito contar de nuevo con las huestes de mis amigos cristianos.

—Pero Álvar y Azagra no tienen aquí a sus hombres, y el de Urgel marchó con todo el ejército a Castilla. —La ansiedad de Zobeyda crecía bajo la sábana—. ¿Podrás reunirlos antes de que los almohades tomen Granada?

—Tal vez… Es difícil decirlo. Además, antes debo convencer al emperador Alfonso, y puede que él también se sienta amenazado por Abd al-Mumín… O quizá debería dirigirme directamente a Pedro de Azagra. Le he tentado con Santa María de Albarracín, pero no le veo convencido. Armengol de Urgel también acudiría en mi ayuda si le ofreciera algo. En cuanto al Calvo, creo que puedo contar con él incondicionalmente. Sea como sea, los tres esperarán a que el emperador tome una decisión, y para entonces podría ser demasiado tarde.

—Pero si Granada cae, los almohades estarán a nuestras puertas —repuso ella—. De cualquier modo necesitas tener aquí a ese ejército. Al precio que sea.

—¿Al precio que sea?

—Sí, a cualquier precio.

Mardánish, enrabietado, se separó de Zobeyda y salió del palio protector de la sábana y del calor de su esposa. Anduvo por el patio y apretó en su mano el pergamino, haciéndolo crepitar. Málaga y Granada eran ciudades aisladas, aun con todo su poderío. Ambas eran como frutas maduras que colgaban de la rama más baja del árbol, dispuestas a entrar en la cesta del primero que se atreviese a recolectarlas. Era cuestión de tiempo y de audacia que una y otra cayeran del lado de Abd al-Mumín o bien del de Mardánish. Quizás el propio emperador podría haber jugado su baza, como había ocurrido con Almería años atrás.

—Pero mi reino no es una ciudad aislada —continuó sus pensamientos en voz alta—. El califa de los cabreros no se atreverá a atacarme, a enfrentarse con todas las fuerzas del Sharq al-Ándalus…

Zobeyda, invadida aún de un ligero temblor, se arrebujó más en la sábana y marcó con ella la redondez de su embarazo.

—Esa carta no parece escrita por un pusilánime. Las amenazas que contiene apenas están veladas. Abd al-Mumín quiere tu sumisión nada menos que para enfrentarse a los cristianos. —La favorita avanzó con pasos cortos hasta donde estaba su esposo y lo observó con fijeza, cruzando ambos sus miradas, clara una y oscura la otra, día y noche. Luz y sombra—. Dime, mi amado: si el cabrero sueña con derrotar a esos reyezuelos infieles, como él los llama… Si realmente pretende vencer a Portugal, a León y a Castilla, a Aragón y a Barcelona… ¿Dudas de que arremeterá contra nuestra tierra?

Mardánish resopló y dejó caer el pergamino. Ahora notaba más el frío de la mañana y le empezaba a embargar la necesidad de volver junto a Zobeyda, de recoger su calor y sentirla cerca. Regresó a su regazo y se apretó contra el abultado vientre de la favorita.

—Tienes razón, como siempre —reconoció él—. Por eso seguiré tu consejo. Traeré de vuelta a mis aliados con todas sus fuerzas… a cualquier precio.

Zobeyda se abrazó al rey Lobo y apoyó la cabeza en su hombro. Sintió la rugosidad de las cicatrices dejadas por la bestia negra. Las últimas palabras resonaron en su mente como el canto del almuédano o las campanas de una iglesia.

A cualquier precio.