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Capítulo 7

De huríes y agoreros

UNAS semanas después. Murcia

El alcázar de Mardánish disponía de un espléndido hammam, pero a Zobeyda le encantaba aliñar su vida con la mayor variedad posible. Por ello, especialmente cuando el tiempo se volvía caluroso, gustaba de acudir a uno u otro de los baños públicos de Murcia, repitiendo sus visitas sobre todo al de Yusuf el Rumí, un tipo rechoncho y bonachón que hervía de felicidad cada vez que un mensajero le anunciaba la llegada de la favorita. Aquello significaba que el baño quedaba cerrado al público, con el consiguiente enojo de los clientes; pero el donativo de Zobeyda solía compensar con creces las pérdidas de dinero, y además otorgaba al hammam del Rumí la fama de ser el establecimiento más frecuentado por la esposa predilecta de Mardánish.

Aquella mañana, Zobeyda había acudido al hammam del Rumí acompañada de su escolta personal, que de inmediato tomó las calles y esquinas que rodeaban el baño. La litera de Zobeyda descansaba junto a los porteadores en la calle, y Yusuf aguardaba en una taberna cercana, inflándose a almojábanas y saboreando por adelantado el pago que la favorita haría de sus servicios. Junto a él esperaba el resto del personal del baño, pues Zobeyda contaba con sus propias asistentas: las doncellas de su séquito, de las que andaba enamorado todo murciano en edad núbil. Una de ellas, Adelagia, salió del hammam y, tras requerir como escolta la compañía de un par de guardias, entró en la taberna y exigió tres jarras de vino aromatizado con cardamomo, jarabe de manzana y agua de flor de azahar. Ante la admiración de los hombres que bebían en el local, la doncella probó aquellas delicias y dejó al dueño en pago varios de aquellos apreciados morabetinos que circulaban ya por todos los reinos cristianos de la Península. Adelagia abandonó la taberna portando con gran elegancia la bandeja y las jarras, movió insinuante las caderas y cautivó los corazones de todos, sin reparar en lo pecaminoso de que aquel espacio de uso exclusivamente masculino se viera invadido por una doncella que, a más de exigente, iba destocada y a medio vestir.

Mientras tanto, la favorita afrontaba en el hammam del Rumí la última parte de su sesión. En la sala central del local, y tras haber recibido el agua purificadora, Zobeyda yacía desnuda y tumbada boca abajo sobre un banco. Sonreía al observar entre las nubes de vapor la inscripción que presidía la sala, sobre una banda enmarcada con tiras de hojas labradas en el yeso. El Rumí homenajeaba a la favorita, su clienta y mecenas, con el lema que Zobeyda hacía reflejar en todas las construcciones que iniciaba su esposo: al-yumn wal Iqbal.

La felicidad y la prosperidad.

La negra esclava Sauda conversaba animadamente con Zeynab, la eslava de largo cabello rubio, en uno de los rincones de la sala, templada por el suave calor que ascendía desde el hipocausto. Marjanna, la voluptuosa persa de largo pelo negro, nariz recta y gesto melancólico, masajeaba la espalda de Zobeyda y extendía el aceite por su piel, hacía resbalar las manos lentamente, friccionaba, estiraba los músculos para suavizarlos y se recreaba en aquellos lugares que sabía despertaban el goce de su señora. La luz descendía perezosa desde las aberturas estrelladas de la alta bóveda que cubría la sala y rebotaba en el mosaico del suelo, cuyas teselas representaban una escena antigua con varios músicos que tañían laúdes y tocaban flautas mientras un único bailarín semidesnudo evolucionaba entre los artistas.

Zobeyda emitió un pequeño quejido que hizo que la persa detuviera su masaje.

—¿Te he hecho daño, mi señora?

Sauda, alarmada, apoyó las manos en una de las columnas pegadas a la pared. Entornó los ojos y miró a Zobeyda.

—No, no —contestó la favorita con voz débil—. Ha sido un súbito pinchazo aquí. —Apoyó una mano en el banco y se incorporó de lado. Señaló la suave curva del vientre.

Sauda y Zeynab se acercaron, y Marjanna rodeó el banco para observar con atención el punto que marcaba la favorita. Las cuatro mujeres lucían su desnudez en la penumbra, con la piel lustrosa y templada por el baño y las cremas.

—Has comido demasiado dulce —le reprochó la eslava mientras acariciaba con suavidad el foco del dolor—. Te lo he advertido, pero como nunca me haces caso…

—Bebe un poco de limonada —aconsejó la persa—. Y cúbrete. Quizá te has enfriado.

—No es nada de eso —dijo con voz experta Sauda. El blanco de su mirada contrastaba en la sombra con su piel negrísima y brillante por los aceites. Apartó la mano de Zeynab y recorrió con las yemas de los dedos la piel de Zobeyda. Luego le agarró la cara con ambas manos y examinó sus ojos.

—¿Qué? —requirió la persa, impaciente.

—Estás preñada, mi señora —sentenció la africana.

Zeynab se tapó la boca antes de soltar un grito de alegría. Marjanna, por su parte, imitó el examen de Sauda y miró a los ojos de su señora.

—¿Cómo puedes saberlo?

—Lo sabe sin más —dijo con seguridad Zobeyda, que conocía las habilidades de Sauda. La africana misma le había contado cómo su madre, una bruja nacida en una vieja y recóndita tribu, recibía a veces las visitas de los muertos, que le hacían confidencias. La negra Sauda, capturada siendo apenas una adolescente, había tenido tiempo de aprender los trucos de su madre, muy útiles para todo menester femenino, y preparaba pócimas que, siempre contra el consejo de Abú Amir, usaba para calmar los dolores menstruales de su señora o de las demás doncellas. Zobeyda sabía, no obstante, que las habilidades de Sauda con los bebedizos podían llegar más lejos aún. Hasta el más allá, de hecho, pues la negra y hermosa esclava gustaba de experimentar con todo lo relacionado con las serpientes y sus venenos. En el propio harén guardaba la muchacha sus cestas con aquellos escurridizos y peligrosos bichos llegados de cualquier rincón de África y de Asia a los que alimentaba con pajarillos y ratones. Ahora Sauda asomó la punta de la lengua como si fuera una de sus apreciadas serpientes mientras seguía palpando el vientre de Zobeyda. La esclava asintió.

—No hay duda. Algo crece aquí dentro.

—Pero si tu esposo solo ha pasado una noche contigo en varios meses —recordó Zeynab—. Ah, claro, aquel día en tus aposentos…

Marjanna sonrió con picardía y se sentó en el banco, junto a Zobeyda. La relación de la favorita y sus doncellas iba más allá del simple servicio, por lo que entre ellas se permitían confidencias que serían impensables con otras personas, y que despertaban la maledicencia y la envidia de las demás mujeres, concubinas y criadas del harén.

—O a lo mejor tienes un amante, mi señora, y no nos has dicho nada. ¿Es eso?

La negra se tapó la cara escandalizada por el comentario de la persa. La favorita y la eslava rieron.

—No tengo amantes. Mi amante es mi esposo, que me visita en medio de la noche como si mi amor fuera un trofeo prohibido.

Las tres esclavas abrazaron a Zobeyda simultáneamente, contentas por la feliz noticia, cuando se oyeron unos golpecitos en la puerta de la sala. La voz de Adelagia sonó al otro lado.

—Mi señora Zobeyda, Abú Amir está aquí y necesita verte.

La favorita recibió los besos de sus doncellas y pidió a Zeynab que le llevara sus ropas. La eslava recorrió la sala, pasó al recibidor y volvió con una túnica que entre las tres pusieron a su señora. La prenda, larga hasta los pies, era de un blanco inmaculado. Zobeyda acudió a la llamada de Abú Amir y lo encontró coqueteando con su doncella, que todavía sostenía las jarras de vino, jarabe y agua. Adelagia no era esclava, como las otras sirvientas de Zobeyda, sino una joven italiana libre, hija de un comerciante pisano de los que abrían oficina de negocios en Murcia. La muchacha, que lucía una espectacular melena rojiza y rizada, había entrado al servicio de Zobeyda por petición propia, encantada con todo lo que se decía acerca de la escogida corte de doncellas de la esposa de Mardánish.

Abú Amir soltó la barbilla de Adelagia, que sostenía con dos dedos mientras la requebraba en voz baja con alguno de sus versos. La doncella, arrebolada, sonrió a su señora y abandonó la alcoba para reunirse con sus compañeras.

—Creía que la italiana ya formaba parte de tus trofeos —dijo Zobeyda, que con el rostro limpio de maquillaje no perdía un ápice de belleza.

—Así es —reconoció sin alarde Abú Amir—, aunque su recuerdo se mantiene caliente en mi lecho. Es un dulce que deseo probar de nuevo.

Zobeyda se aseguró de que nadie escuchaba su conversación. Abú Amir había acudido al hammam cuando este estaba cerrado para el disfrute exclusivo de la favorita, lo que implicaba que tenía algo importante que decirle.

—¿Y bien?

—Ayer, hacia el crepúsculo, llegó una caravana procedente de Valencia —empezó Abú Amir—. Comerciantes de loza, creo. Coincidimos en una taberna justo antes del cierre y nos tomamos la última juntos. Los comerciantes andaban ya algo borrachos, pero sabes que yo aguanto bastante bien el vino.

»Pues bien, escucha las nuevas: se dice que tu esposo, que está de visita en sus dominios de la Marca Superior, se halla convaleciente tras sufrir el ataque de una manada de lobos y pasar mucho tiempo en solitario, herido y abandonado a su suerte en la sierra.

—¡No! —Zobeyda abrió mucho sus negros ojos y un escalofrío recorrió su piel, pero Abú Amir se apresuró a ensanchar su sonrisa y puso ambas manos sobre los hombros de la favorita.

—Calma, niña. Ya sabes cómo los rumores crecen y se transforman, más cuando llegan de lejos. Tu esposo no corre peligro.

»Según cuentan, Mardánish salió de caza para librar a las aldeas de la Marca de una numerosa manada de lobos que devastaba los ganados y que ya había devorado a no pocos niños e incluso a algún hombre. El caso es que tu esposo se separó de la partida de caza, le sorprendió la noche y no pudo reunirse con los otros. Por lo que parece, Mardánish siguió el rastro de los animales y los localizó en un desfiladero, al lado de un río. Acabó con muchos de ellos a flechazos, pues ya sabes lo hábil que es en esos menesteres. Sin embargo, los lobos, a cuya cabeza se hallaba un enorme animal negro que por lo visto se alimentaba solo de carne humana, atacaron al caballo de tu esposo y lo desmontaron. Mardánish tuvo que hacerles frente cuando ya lo habían rodeado, armado con un simple cuchillo. Al final, solo el lobo negro y él quedaron en pie y frente a frente. Ambos arremetieron y lucharon. Venció tu esposo, pero resultó herido de tal suerte que allí mismo estuvo a punto de ceder a las tinieblas, abrazado al cadáver acuchillado de ese lobo negro.

Zobeyda escuchaba sin ocultar su estupor, con las manos unidas junto al pecho y la boca entreabierta.

—Lo que cuentas parece más una de esas leyendas de las montañas que una historia real —adujo pese a todo.

—Así es, sin duda. Tendremos que esperar a que él mismo nos explique qué sucedió. Por de pronto ha pasado varios días en Albarracín al cuidado de médicos de allí. La noticia ha recorrido la Marca Superior, y la piel del lobo negro ha sido mostrada como un trofeo por todas las aldeas. La gente está alborozada. La manada ha desaparecido y ahora respiran tranquilos. Adoran a Mardánish… Ya sabes cómo es esto. Lo más seguro es que entre unos y otros se hayan inventado esa truculenta historia. Pero también sabes que las fábulas no brotan si no hay algo de cierto en su siembra.

»Por toda la Marca Superior llaman ya a tu esposo rey Lobo. Incluso, según mis amigos de borrachera de anoche, el apodo ha recorrido Segorbe, Murbíter y Valencia. Creo que en breve el propio Abd al-Mumín conocerá la hazaña, aunque para cuando llegue hasta él, la manada constará de miles de animales y ese lobo negro será una mezcla de león y serpiente con alas que lanza fuego por la boca.

Abú Amir, que no dejaba de calcular las ventajas del episodio del lobo, caminaba desde el hammam de Yusuf el Rumí rumbo al Alcázar Mayor, palacio fortificado en el que el rey tenía su residencia oficial. La medina, con forma de ancho triángulo, tenía su cúspide en el alcázar y apuntaba hacia el río Segura más allá de las murallas. El hammam no estaba lejos, pero conforme las calles confluían en la zona noble de la ciudad, la aglomeración crecía, proliferaban las tabernas y puestos ambulantes, y también se apreciaba el deseo de notoriedad de algunos, que se reunían con sus allegados en plazoletas y rincones para hablar en voz alta. A poca distancia del baño, Abú Amir oyó de labios de un vendedor de pollos una nueva versión de aquella fábula del lobo negro, que todos escuchaban con asombro y mal disimulado alivio. Su rey era todo un semidiós capaz de enfrentarse a las bestias más sanguinarias: ahora el príncipe de Aragón se lo pensaría antes de seguir incordiando a Mardánish. El médico sonrió al ver la rapidez con la que el rumor se extendía, y también por los nuevos aditamentos que cada uno añadía a la historia al contarla a los demás. Se detuvo a la puerta de una taberna, donde un conocido tratante de loza le invitó a acompañarle y brindó por el rey Lobo.

—¿No te han llegado las noticias, buen Abú Amir? Nuestro rey es como un héroe legendario. Vence a hombres y bestias.

—Algo he oído. —El médico aceptó un cuenco de vino y se dispuso a colaborar en la propaganda que la fortuna ponía a sus pies—. Y no esperaba menos. Dicen, por cierto, que incluso a la muerte derrotó, pues cuando lo hallaron abrazado a aquella fiera monstruosa, la vida casi había huido de él. Pero el destino ha hecho que su fortaleza sea única. Yo, que como bien sabes soy su médico personal, doy fe de que la naturaleza del rey es titánica. No he conocido jamás a nadie con tanta resistencia. Su voluntad es férrea. Nada puede oponerse a él.

Otros murcianos se acercaron mientras Abú Amir hablaba. El médico, que veía por el rabillo del ojo cómo le prestaban atención, siguió desgranando el panegírico de su señor. Nunca estaba de más afirmar en el corazón de los súbditos el amor y la admiración hacia el rey.

Al tiempo que Abú Amir brindaba con los demás, la expectación en la calle crecía. La guardia personal de Zobeyda llegaba, los soldados de la escolta se abrían paso a codazos y azotaban con las conteras de sus lanzas las nalgas de los paseantes. Al tumulto se añadieron pronto los habitantes de las casas, que se asomaban para ver pasar el cortejo. Muchas mujeres, adolescentes la mayor parte, pugnaban por colocarse en primera fila a ambos lados de la calle. Se despojaban de sus velos las que los llevaban colocados y se atusaban el cabello todas. Aquella ceremonia se repetía siempre que la favorita recorría Murcia, pues era del dominio público que Zobeyda reclutaba para su séquito a las más bellas, y que estas tenían garantizada una vida de lujo y placer en el Alcázar Mayor. Abú Amir, que siempre andaba atento a las mujeres hermosas, aprovechó su altura para otear a las aspirantes. Cualquier momento era bueno para localizar a alguna joven murciana cuya existencia desconociera.

Los vítores aumentaron cuando se acercó el palanquín llevado por cuatro fornidos esclavos de piel negra. El sudor que hacía brillar sus músculos despertó la admiración de las mujeres que alcahueteaban desde detrás de las celosías y en las azoteas. El rostro de Zobeyda, velado esta vez como simple toque de seducción, afloró por entre los cortinajes de la litera con el siempre presente deseo de enamorar al pueblo. Sus cuidados en el baño habían continuado de manos de sus doncellas, y ahora su mirada aparecía brillante y clara por efecto del kohl. Asomó un brazo para saludar, e hizo que la túnica resbalara para mostrarlo desnudo y perfectamente decorado con henna. Agitó la mano hacia la gente e hizo vibrar sus pulseras, lo que pareció encandilar a los hombres que abarrotaban la calle. Al saludo respondieron todos con aclamaciones y deseos de larga vida a la favorita.

Tras el palanquín de Zobeyda venían caminando sus cuatro doncellas, protegidas por las filas de guardianes mientras recibían las miradas envidiosas o lujuriosas de unas y otros. Su hermosura, incluida la de la cristiana Adelagia, también venía tan solo insinuada, cubiertas como iban todas con sus túnicas y velos. Cada una de ellas llevaba una bolsita repleta de monedas; cuando localizaban entre el gentío a algún mendigo o veían una mano estirada en actitud pedigüeña, acudían para, entre los brazos fuertes y armados de los soldados de escolta, entregar la limosna. Los guardias ponían empeño en espantar a los pilluelos que se hacían pasar por pobres para sacar tajada del desfile real, y las doncellas, por su parte, recibían con mirada risueña los requiebros de los hombres y las llamadas de atención de las jóvenes aspirantes al cortejo. Al pasar a la altura de Abú Amir, la pelirroja italiana lo reconoció y guiñó un ojo enmarcado en kohl.

Una voz chillona y aguda empezó a imponerse en la explanada que se abría frente a la mezquita aljama, a cuyo lado había que pasar para entrar en el alcázar. Los guardias, alarmados, frenaron a los porteadores y se adelantaron para ver qué ocurría. Abú Amir también sintió curiosidad y avanzó en paralelo a los soldados, recorriendo la calle por entre el gentío y los toldos de las cererías, puestos de libros y perfumerías. El disturbio tenía lugar en la puerta de una taberna. Un tablero de ajedrez yacía tirado en el suelo y sus piezas, desperdigadas por la calle. La gente había hecho un corro que a Abú Amir le resultó gracioso, pues parecía que los murcianos no quisieran pisar las pequeñas tallas de madera. También habían rodado por el suelo los taburetes de los jugadores, y una mesa se hallaba volcada junto a una jarra rota y un par de cuencos cuyo rojo contenido discurría hacia el centro de la vía.

—¡No sé qué más señales necesitáis, necios! —tronaba un anciano cubierto por un amplio burnús de lana cuya gran capucha caía sobre su espalda. El hombre, de pelo y barba larguísimos y grises, abría unos ojos inyectados en sangre que parecían ir a saltar de sus órbitas, y al hablar escupía a los viandantes más cercanos. Estos miraban con aprensión a aquel loco vociferante mientras se restregaban la cara y las ropas.

—¡Lunático! —le insultó un murciano desde el anonimato de la muchedumbre.

—¡Así llamaron al Profeta, la paz con él! —se defendió el viejo—. ¡Lunático! ¡Pero él trajo la cordura a este mundo, aunque bien se ve que vosotros os esforzáis por destruir su obra!

Abú Amir reconoció al anciano a pesar de la congestión del rostro y las facciones crispadas. Se trataba de un viejo predicador que solía desgranar sus críticas a Mardánish en las cercanías de la aljama, aunque hasta aquel día se había limitado a hablar para pequeños corros de insatisfechos y no iba más allá de recomendar la práctica de los preceptos que consideraba injustamente relegados a las mezquitas. Uno de los jugadores de ajedrez señaló al tablero, manchado de vino y polvo.

—Pero ¿qué molestia te causamos? Solo jugábamos una partida mientras degustábamos un par de vasos…

—¡Juego del demonio! —volvió a escupir el viejo—. ¡Regado por caldo del demonio! ¡Todos vosotros! —Apuntó a los murcianos que se arremolinaban, los más de ellos divertidos por el espectáculo—. ¡Pecadores! ¡Os habéis apartado de la senda! ¡No he visto a nadie postrarse ante Dios para orar, pero adoráis a esa perra! —miró hacia donde seguía detenido el cortejo de Zobeyda—, ¡y babeáis ante sus furcias lujuriosas! ¡Condenación para todos!

Un coro de protestas se alzó ante los insultos que el anciano dedicaba a la favorita y su séquito, y algunos de los guardianes hicieron ademán de adelantarse para castigar sus palabras. Abú Amir salió de entre la chusma e hizo un gesto al capitán de la guardia para contener a sus hombres y al resto de la gente. Se encaró con el viejo, aunque usó un tono conciliador.

—Vuelve a casa, anciano, y vive tu fe como te plazca. Es lo mismo que hacemos todos, y somos felices.

—¡Tú, Abú Amir! —Dos surcos blancos se iban formando en las comisuras de los labios de aquel hombre, y sus puños temblaban al alzarlos mientras vociferaba—. ¡Tú eres el peor de todos! ¡Tú, que te atreves a humillar a los hombres santos y blasfemas de continuo! ¡Eres capaz, junto con esa perra en permanente celo —apuntó otra vez al palanquín de Zobeyda, ahora oculto por la aglomeración de murcianos—, de condenar a toda esta gente a las llamas de la perdición solo por procurar placer a tu insulsa vida! ¡Yo clamo contra ti por ser un zindiq! ¡En cualquier otro lugar en el que se amara a Dios, tus huesos blanquearían expuestos al sol! ¡Yo te digo que Dios te cortará en siete pedazos para que cada uno de ellos pase por una de las puertas del infierno!

—¡Lo sé, viejo! Y lo reconozco: soy un zindiq. Un renegado de la fe de Dios. Pero lo acepto con resignación. Y deberías alegrarte, pues así, mientras miríadas de pecadores nos alimentamos de azufre hirviente y somos regados con fuego por toda la eternidad, tú podrás disfrutar de las huríes de ojos negros y grandes que Dios te dará por ser un buen creyente… Claro que, ahora que lo pienso, ¿qué mayor lujuria que pretender el disfrute de esas beldades por tiempo perpetuo? ¿Imaginas ya qué harás con sus cuerpos virginales? ¿Y tú te burlas de nuestra lascivia de pobres andrajosos condenados al infierno?

Algunos de los murcianos rieron ante las palabras del médico.

—¡Sacrílego! ¿Cómo te atreves a burlarte de las palabras de Dios? Ah, en verdad os digo que la hora se aproxima. Está más cerca que nunca. Lo veo en todos vosotros —el anciano apuntó con un dedo arrugado y retorcido como un sarmiento a los hombres y mujeres allí arremolinados—, que habéis caído en la ignorancia y os olvidáis de Dios, honrado y ensalzado sea por siempre. Tenéis por bien lo que es malo y rechazáis por malo lo bueno. Os dejáis llevar por el vino y por esas cuatro perras extranjeras, pecadoras, a cuyo frente está la perra máxima. ¡Fornicio! ¡Embriaguez! ¡Blasfemia!

»Pero no temáis aquellos que, aun piadosos, calláis por no sufrir la ira de estos demonios, pues la salvación está cerca. Dios responde a las plegarias de los justos, y para combatirlos a ellos, sirvientes del anticristo —el viejo señaló ahora a Abú Amir mientras paseaba su mirada enfervorecida por los rostros de los murcianos—, ha enviado al Mahdi y sus sucesores… ¡Ellos nos salvarán de que llegue la hora y todos seamos tragados por el abismo! ¡Olvidaréis los horrores del tormento y al ángel de la muerte cuando el guardián del paraíso os introduzca en el jardín de la salvación!

»¿Acaso lo dudáis? Para mí está muy claro, desde luego. Acabo de oír la última falacia que esperaba escuchar: que vuestro señor de la inmundicia, amigo de los cristianos y fornicador empedernido, se hace llamar rey de los lobos. ¡Ja! ¡De los lobos y las ratas, de los gusanos y las lombrices! ¡No solo abraza la causa de nuestros enemigos y abandona a Dios: es que además se jacta de ello! ¡Y vosotros, estúpidos, aquí estáis, entregándoos al vino, dejando a vuestras mujeres frecuentar las tabernas y las esquinas como vulgares meretrices, adorando a una perra lujuriosa y postrándoos ante sus putas!; ¡y mientras tanto las mezquitas permanecen vacías, descuidáis vuestras oraciones, abandonáis las armas y ofrecéis a los cristianos casa y riqueza! ¡Dadles también a vuestros hijos para que los degüellen y a vuestras hijas para que las conviertan en sus concubinas!

Abú Amir lanzó una significativa mirada al capitán de la guardia, y este ordenó con un gesto a dos de sus hombres que prendieran al anciano. El mismo médico se acercó a él y advirtió en voz baja a los soldados:

—Con suavidad. No lo lastiméis. Llevadlo a su casa y que permanezca en ella.

Los guardias asintieron, pero el viejo, llevado ahora casi en volandas para sacarlo del lugar, aguzó sus gritos y redobló los escupitajos que lanzaba al chillar.

—¡Atended a las señales! ¡Alejaos de la perra máxima, que profanó una mezquita para degollar a los creyentes! ¡Huid de sus putas blasfemas y del rey de los lobos! ¡¡Salvaos!!

Los murcianos de la calle, poco a poco, habían bajado el tono de sus reproches conforme el anciano hablaba. Algunos de ellos creyeron incluso ver la lógica del discurso apocalíptico del viejo. Abú Amir se dio cuenta de que varios flaqueaban y murmuraban al oído del vecino, así que ocupó el lugar que acababa de abandonar el fanático charlatán, entre las piezas de ajedrez volcadas y los cuencos rotos. Abrió los brazos y sonrió a la gente.

—No os dejéis intimidar por él. Cualquiera de vosotros podría unir cuatro o cinco sucesos e interpretarlos a favor de cualquier causa. Hacedme caso, pues he visto lo que ocurre cuando se cede ante este tipo de agüeros, os lo aseguro. Por culpa de las amenazas de anticristos y loas a ese falso Mahdi almohade, en Valencia pude ver los rostros compungidos de la gente. Lo que antes había sido prosperidad y bienestar se convirtió, de un día para otro, en terror y en muerte. Las cabezas cortadas de muchos valencianos se pudrieron clavadas en picas, a la vista de todos para doblegar su voluntad. Eso es lo que puede ofrecernos ese viejo. Eso es lo que traen los almohades.

»Yo, que os conozco a muchos por haber compartido vuestras alegrías, os exhorto a mirar a vuestro alrededor y os pregunto: ¿de verdad pensáis que todo esto —Abú Amir movió una mano para abarcar cuanto estaba a la vista— es obra de Iblís? Si fuera así, yo mismo además de ese anciano os llamaría blasfemos, pues pretenderíais que el demonio se sobrepone en su voluntad a Dios.

»Ya se han oído antes todos esos embustes: demonios, infiernos, tormentos, anticristo, hora final, el Mahdi… Cada vez que nuestros padres conseguían prosperar y hacer frondoso este jardín, llegaba un nuevo visionario que les prometía las llamas de Iblís si no renunciaban a su paraíso en la tierra, pues eso y no otra cosa es al-Ándalus. Y cuando nuestros padres se sometieron y renunciaron, lo que aquellos visionarios hicieron fue apropiarse del jardín y arrancar los frutos para su propio deleite. Siempre es así. Así fue también en Valencia, cuando aquellos que se rebelaron despojaron a los valencianos de sus riquezas para disfrutar de ellas, aunque no vi que Dios librara al traidor Ibn Silbán de la mazmorra en la que ahora se pudre a la espera de su muerte.

»Pero ¿queréis signos de la hora en la que vivimos? Bien, pues os pido que de nuevo miréis a vuestro alrededor. Nuestra ciudad es envidiada por todos, fieles e infieles. El reino se engrandece y nuestro rey goza de la amistad de los cristianos, con quienes lucha codo con codo. No nos faltan enemigos, desde luego, pues como los lobos rodearon a nuestro señor Mardánish en las frías montañas de septentrión, así otros lobos nos miran con fauces chorreantes. Pero nuestro rey venció a los lobos, ¿no es así?

Se oyeron algunas afirmaciones, y otros asintieron con entusiasmo, deseosos de librarse del mal presagio traído por las palabras del anciano fanático.

—¡Ellos, los almohades, son las alimañas! —dijo un ciudadano—. ¡Y nuestro señor los vencerá y se vestirá con sus pieles!

—Todos nos hemos de enfrentar a las alimañas —añadió Abú Amir—. Por tercera vez os pido que miréis a vuestro alrededor, a la prosperidad de nuestras casas y a la riqueza del mercado. Oled el aroma del vino fresco y admirad la belleza de nuestras mujeres. Oíd la risa de vuestros hijos y probad el sabor de la alegría. También os invito a mirar a esos que auguran la llegada del anticristo, vitorean a su Mahdi almohade y dicen traer la verdadera fe. Fijaos en sus aldeas tristes y paupérrimas y oíd el lamento quedo de sus esposas, que jamás ven la luz del sol. Asombraos por el rostro aterrorizado de sus hijos, que morirán para la gloria de Abd al-Mumín, y saboread la arena de su desierto, que traen para cubrir nuestros jardines. Recordad los ojos nublados de ira de ese viejo que os ha asustado, ved su mente trastornada y escuchad sus palabras, deseosas de infundir el miedo y el remordimiento.

»Y ahora que habéis visto qué hay a uno y otro lado, yo os pregunto: ¿ofreceréis la garganta y dejaréis que las alimañas os la desgarren y beban vuestra sangre? ¿U os enfrentaréis a ellas como nuestro señor Mardánish, para preservar este jardín, a nuestras mujeres y a nuestros hijos?

Todos prorrumpieron en un unánime clamor, alzaron los puños y se dieron ánimos unos a otros. Para apoyar las razones de Abú Amir, Zobeyda ordenó rápidamente a sus doncellas que se descubrieran el rostro y se acercaran a la gente con su más cálida sonrisa, y pidió al capitán de la escolta que repartiera vino de las tabernas próximas a cuenta del tesoro. Lo que unos momentos antes parecía un funeral se había convertido en fiesta. Abú Amir se abrió paso mientras los murcianos le palmeaban la espalda, le felicitaban y le prometían batirse si era preciso para defender al-Ándalus. Llegó hasta el palanquín de Zobeyda y miró entre las cortinas. El rostro de la favorita mostraba el mal rato que había pasado durante aquel episodio.

—¿Lo has oído todo, niña?

—Todo.

—Ese viejo no es el único. Y habrá más cuando los almohades se acerquen.

—Pero ¿seguro que se acercarán? —La voz de la favorita sonó insegura.

—¿Quién lo sabe? Quizá sí, alguna vez logren someter a las tribus de África y se decidan a venir. O puede que no, y se hundan en el pedregal del que han brotado.

—¿Qué debemos hacer con ese viejo? ¿Y con los que son como él?

—Son peligrosos, niña. Si nos deshacemos de ellos, viviremos más tranquilos, pero corremos el riesgo de que nos consideren injustos y crueles.

—El degüello de la aljama de Valencia. Lo dices por eso.

—Ya ves que lo usan como excusa. Pero no tiene mayor importancia. Usarían cualquier otra, como esa fábula de los lobos. Sin embargo, el pueblo es tornadizo. Aman a tu esposo y te aman a ti, pero llegado el momento, el amor y las palabras podrían no ser suficiente medicina. Entonces, y no antes, deberemos correr el riesgo de ser temidos.

Zobeyda suspiró dentro del palanquín mientras fuera continuaba la fiesta. Reflexionó unos instantes antes de hablar.

—Por ahora, pues, dejemos que nos amen y amémoslos.