El lobo negro
UNOS días después. Marca Superior
El caballo de Mardánish piafó un instante antes de seguir subiendo la empinada y terrosa cuesta. El rey del Sharq golpeó cariñosamente el pescuezo del animal y le dijo unas palabras de ánimo. Más atrás, Pedro Ruiz de Azagra y Álvar Rodríguez escalaban la senda de acceso a la aldea que coronaba la colina. Tras ellos venían tres servidores tirando de algunos caballos y de un par de mulos con alforjas. Como avanzada, Mardánish había enviado a media docena de jinetes armados de su escolta para plantar su pabellón, pues no esperaba encontrar aposento adecuado en aquella aldeúcha mal encajada sobre roca y arcilla.
El líder de la pequeña comunidad salió a recibir a Mardánish a la puerta de la cerca que envolvía la aldea. Se trataba de un jefe militar que ejercía el puesto de caíd, pero que a juzgar por su aspecto llevaba mucho tiempo sin saber nada de la guerra.
—Mi señor Abú Abd Allah Muhammad ibn Saad ibn Mardánish, que Dios, ensalzado sea, alargue tu vida y te conceda innumerables hijos. —El caíd se postró en tierra y tocó el suelo arcilloso con la frente; a continuación se levantó, no sin esfuerzo a causa de su redondeada barriga—. Sé bienvenido a Tirwal. Esperamos tu visita desde ayer, y todos los pobladores se disponen a agasajarte con un banquete según nuestras pobres posibilidades. Mi nombre es Abúl-Hassán ibn Yahwar ibn…
Mardánish dejó de prestar atención a la genealogía de aquel hombre, que se alargaba y alargaba como si conociera a todos sus antepasados hasta el mismo Abraham. Desvió la vista y observó la acertada situación de la aldea, en lo alto de una desigual muela y rodeada por una empalizada. Solo era accesible desde una de las laderas, y ello tras escalar la maldita cuesta por la que aún trepaban las mulas con el bagaje. El capitán del destacamento de escolta se presentó de inmediato a su señor, se situó junto al charlatán caíd y se dirigió a Mardánish como si el tal Abúl-Hassán no existiera.
—Tu pabellón está montado, mi señor.
El rey del Sharq descabalgó y entregó las riendas al capitán. Mardánish extendió los brazos a los lados para desperezarse y siguió observando el paisaje que se extendía al pie del cerro. Colinas anaranjadas se alternaban con bosques de pino; un río zigzagueaba allá abajo, al pie del monte, e irrigaba huertas y cultivos. Pedro de Azagra llegó en ese momento, se dejó caer del caballo y se puso a dar saltitos para desentumecer las piernas, cansadas del viaje. Álvar Rodríguez, más pesado, había tenido finalmente que desmontar para ayudar a subir a su cabalgadura hasta la aldea.
—Buen sitio para amurallar una ciudad. Lástima que estas defensas sean lamentables.
—Mi señor, si me lo permites —los abordó de nuevo el caíd—, quisiera contarte las novedades que nos trajeron unos viajantes que pasaron ayer en caravana hacia Segorbe e hicieron noche junto al río, allá abajo. Cristianos de Zaragoza, según dijeron. A mi entender, no de muchas luces, pues a poco que se hubieran desviado, habrían podido pernoctar en alguna de las posadas de la Sahla. Hay que ser poco conocedor…
—¿Por qué no me cuentas esas novedades, sean cuales sean? —interrumpió la charla Mardánish. Azagra ahogó una risotada.
—Ah, sí, claro. Disculpadme, mi señor, pero es que se aprovecha cualquier viajero para hablar un poco. Aquí nos conocemos todos y estamos hartos de charlar siempre de lo mismo: que si a Áhmed le ha nacido una oveja con tres patas, que si el hijo de Habús se cayó al río y se acatarró…
—Si no me dices ya qué paso, ahórrate el resto de la charla —le volvió a cortar el rey del Sharq. El caíd enrojeció y Azagra se apartó para disimular las carcajadas.
—El castillo de Shibrana, en Prades, cayó hace un par de semanas en poder de Ramón Berenguer. Ah, y ha dado Miravete a los frailes guerreros.
Mardánish se abatió al oír la noticia. El caíd, avergonzado de repente por el efecto de su charlatanería de mal fario, miró nervioso a ambos lados y acabó alejándose cabizbajo hacia el interior de la empalizada. Se perdió entre las casas de ladrillo encalado organizadas en torno a unas pocas calles.
—Con esto, Ramón Berenguer queda dueño y señor del Ebro. —El rey del Sharq contempló los cerros anaranjados—. Y además coloca a esos freires, templarios a buen seguro, en su frontera con mis dominios. Su intención jamás ha estado tan clara.
Pedro de Azagra se acercó y palmeó la espalda de Mardánish. En ese momento se unió a ellos Álvar Rodríguez, que jadeaba por el esfuerzo. El navarro habló mientras el Calvo se recuperaba de la acusada subida a Tirwal.
—Como dijo tu consejero Abú Amir, era algo que se daba por sentado. Ahora debes concentrarte en reforzar tu poder, y así no tendrás que lamentarte por otras pérdidas en el futuro. El buen cazador se procura muchos, buenos y fieles perros, así no hay otro rival que le gane las piezas.
El rey asintió y se dispusieron a pasar la noche en aquella aldea erigida en lo alto de la montaña. Pero antes de ello, y consciente de que su principal misión en la Marca Superior era congraciarse con su propia gente, Mardánish invitó a su mesa al lenguaraz caíd de Tirwal y se dispuso a sufrir su monserga interminable hasta que la noche los venciera. Al principio, ciertamente, el caíd pareció animarse por la invitación y empezó a desgranar los avatares de la monótona y aburrida vida en Tirwal. El tal Abúl-Hassán decía ser un guerrero tagrí de amplia experiencia y hondas cicatrices, y afirmaba que, tras un bien merecido descanso después de luchar contra los aragoneses, había decidido aceptar el nombramiento para gobernar aquel villorrio. La importancia de Tirwal, si es que había existido, parecía haberse olvidado en el tiempo. Era como una gran posada para viajeros entre Zaragoza y Valencia, en una tierra fría y carente de riquezas. Sin embargo, aquello mismo la convertía en un lugar tranquilo, el retiro ideal para un viejo guerrero de frontera como aquel caíd parlanchín. Mardánish, que conservaba la potestad de nombrar por sí mismo a los caídes de sus ciudades, aldeas de frontera y fortalezas, no recordaba a aquel hombre, por lo que supuso que su distinción debía de haber sido obra del walí de Albarracín. Además, el caíd no le parecía lo suficientemente viejo como para haber participado en las guerras almorávides contra Aragón. Por eso mismo su atención fue decayendo con la ayuda del vino, hasta que el charlatán, quizás agotados ya sus argumentos de propaganda personal, se acordó de un problema que inquietaba a las gentes de Tirwal, agricultores y pastores los más. Se trataba de una manada de lobos que durante aquel invierno había hostigado a los rebaños. El hecho era que muchas de las ovejas de los villanos se guardaban en majadas al pie del cerro, junto al río, y varias de ellas habían aparecido violentadas, con huellas de animales en las puertas y en la tierra removida de la entrada, y con el ganado aniquilado a dentelladas. Pedro Ruiz de Azagra, que había dirigido partidas de caza de lobos en su Navarra natal, demostró su interés por el asunto al pedir al charlatán que ampliara la noticia. El caíd obedeció presto, orgulloso de que su cháchara despertara el interés de un noble cristiano.
—Se dice que la manada la dirige un lobo negro, grande como una vaca. Es un animal terrible, con los ojos rojos como el sol al atardecer. Ha matado ya a varios hombres.
Azagra arqueó las cejas.
—¿Negro? Jamás vi lobo de tal color. Ni oí de lobos que mataran a hombres, salvo en leyendas. ¿Has visto tú a alguno de esos muertos? ¿Y al lobo?
—Eh, no… —El caíd refrenó su entusiasmo, que le llevaba claramente a exagerarlo todo—. Pero se dice que hay testigos. Que ese lobo negro defiende a su manada y hasta se ha atrevido contra grupos de cazadores… Ahora que lo pienso, sí hay una persona que lo ha visto. Esperad.
El caíd se levantó de la cena de campaña y abandonó el pabellón real sin pedir permiso siquiera. Era evidente que la vida en aquella aldeúcha apartada convertía a sus villanos en seres de curioso comportamiento.
—¿No querías cazar? —dijo Mardánish a Pedro de Azagra.
—Desde luego. El lobo es una buena pieza, pero para cazarlo hace falta un grupo grande y experimentado. Y sobre todo gente ducha con la ballesta. Y yo no lo soy. Además, aunque no se me da mal rastrear, este terreno me es desconocido… Por otra parte, los lobos pueden recorrer millas y millas antes de que logres alcanzarlos.
—Mardánish puede acertar a un lobo con su arco con mejor tino que cualquier ballestero —aseguró Álvar el Calvo—. Yo lo he visto tirar.
—Lo cierto es que matar ese lobo —continuó Azagra— te haría merecedor de elogios por esta gente. Es lo que necesitas.
—¿Esta gente? —Mardánish, que no conseguía arrancarse la amargura por la pérdida de sus últimas posesiones al norte del Ebro, echó un largo trago de aquel vino, de no muy buen sabor, por cierto—. ¿De qué me serviría ser elogiado en una aldea olvidada en medio de ninguna parte?
—No, no. Si es verdad que hay una manada de lobos, ten por seguro que esta no será la única aldea que sufre sus ataques.
Álvar Rodríguez asintió con la cabeza para dar la razón a Azagra. Ambos nobles procedían de tierras de lobos, y conocían el pavor que aquellos animales inspiraban a los campesinos por su capacidad para cubrir grandes distancias. Aquello parecía darles el don de la ubicuidad y los convertía en seres más poderosos y malignos a ojos de los ignorantes. En ese momento volvió el caíd con un labriego, que se quedó tímidamente parado a la entrada del pabellón.
—Es Raimundo, el que vio al lobo negro —presentó el orondo charlatán con una sonrisa de triunfo en la boca—. Es cristiano y porquero… Cuéntaselo, Raimundo.
Mardánish gesticuló para animar al lugareño. El hombre, casi vencido por el apocamiento, habló en voz tan baja que todos se inclinaron hacia delante para poder oírle.
—Había soltado a mi piara por la vega… Fue hace unos días. Nos cayeron por todas partes, pero como yo barruntaba que andaban por allí, llevaba mi honda. Los tuve a raya un rato, pero cada vez se me hacía más difícil encontrar cantos… Entonces asomó el lobo negro. Era el más grande con diferencia, y no hizo ni caso de mi honda. Creo que le acerté, pero aun así él entró y pasó por mi lado, que casi se me escarcha la sangre. Me mató dos cerdas bien hermosas allí mismo.
—¿Hacia dónde huyó la manada? —preguntó Azagra.
El campesino señaló al otro lado del río, al lugar por el que se había ocultado el sol.
—Río arriba.
—Hacia Albarracín —aclaró Mardánish.
—Hay una aldea a medio camino —explicó el caíd, que deseaba ser útil al ver el interés que ponían aquellos nobles—. Sheya. Sin guarnición, pero viven algunos pastores y hortelanos, y leñadores… Seguro que allí saben del lobo negro.
La noche primaveral de Tirwal habría pasado por el más crudo y oscuro invierno en las afortunadas ciudades costeras del Sharq al-Ándalus. Mardánish, que casi se había olvidado de sus años de servicio militar en la Marca Superior, intentaba dormir arrebujado en su manta mientras fuera soplaba un viento ululante que golpeaba la tela del pabellón. Por eso, porque no había conseguido aún pegar ojo, el rey oyó claramente la llamada de auxilio que subía desde la vega.
Se incorporó, aguzó el oído y ladeó la cabeza. Pensó que quizás el viento jugara con los sonidos, pero el segundo grito fue más claro, y se identificaba a la perfección el motivo de la alarma.
El lobo.
Mardánish saltó de su catre de campaña, que aun siendo tal aventajaba en lujo y comodidad a cualquier lecho de Tirwal, y zarandeó sin piedad el bulto que dormía a su lado.
—Nuestra pieza ha venido a visitarnos —dijo a Pedro de Azagra para espabilarle.
Álvar el Calvo, que un instante antes roncaba junto al navarro, se irguió a medias. La luz difusa de la luna llena, colándose ahora por la rendija que entreabría Mardánish, hirió al gigante en el rostro y descubrió un gesto de estupor. El rey del Sharq ya se enfundaba las calzas y las ataba al ceñidor.
—Arriba, señores. Salimos de caza.
Los dos nobles cristianos comenzaban a vestirse presurosos cuando uno de los vigías, alertado también por los gritos, se asomó al interior del pabellón. Su señor se colocaba ya un estrecho jubón sobre la camisa.
—Rápido, apresta tres corceles. Y mi arco —ordenó Mardánish—. Despierta a la gente y reúne perros de los lugareños. Hazlo rápido y procura escoger los mejores.
El soldado asintió y pidió ayuda a un par de compañeros. Un tercer grito de alarma trepó por el arcilloso risco y se coló por entre las casas, pero los habitantes de Tirwal no parecían muy dados a interrumpir su sueño por problemas ajenos. Mardánish colgó una daga de su cinturón y se caló una crespina al más puro estilo cristiano. Salió y comprobó las flechas que el soldado ya había preparado en la aljaba colgada de su silla de montar. Miró atrás, a los dos nobles, que todavía se demoraban, y un cuarto chillido de auxilio, angustioso y apagado, horadó la noche.
—Salgo por delante. Ya me alcanzaréis —decidió, y montó en su corcel de viaje. Un poco más allá, el soldado de guardia abría el portalón de la empalizada.
—¡Cuidado! —avisó el Calvo—. ¡La noche es traicionera!
Mardánish espoleó a su montura por la senda de bajada. Por fortuna, la luna estaba llena y el cielo, raso, por lo que los arbustos que flanqueaban el sendero marcaban la ruta al corcel. Al llegar al pie del cerro, el rey del Sharq trató de orientarse por el sonido. El caballo pateó el suelo nervioso, tal vez olisqueando ya la presencia de los depredadores. Al golpe del viento, las hojas de los árboles siseaban y hacían difícil conocer la procedencia de cualquier ruido.
—¡A mí! ¡El lobo!
El grito venía de la vega del río y se confundía con el vendaval. Mardánish se lanzó hacia allí con los ojos entornados y se esforzó en identificar las sombras en cada recodo del camino. Frenó al animal antes de cruzar un estrecho puente de madera y miró a ambos lados. Las huertas se extendían hasta las líneas de chopos y el agua bisbiseaba al correr. De pronto, el andalusí vislumbró una luz oscilante entre los árboles.
Trató de memorizar la silueta del cerro que se alzaba tras él para tomarla como referencia, e hizo crujir las tablas del puente al atravesarlo. Se inclinó sobre el cuello de su montura para esquivar las ramas bajas de los chopos y se fue acercando a aquella antorcha. Pronto llegó hasta donde un hombre exhausto recorría la orilla. Portaba el hachón llameante en una mano y un bastón de madera en la otra.
—¿Ha sido el lobo? —preguntó Mardánish—. ¿Dónde?
El campesino, que respiraba entrecortadamente por el esfuerzo, alargó la antorcha en la dirección contraria al fluir del río, el lugar del que llegaba el vendaval.
—Son varios —dijo—. No han conseguido llevarme ninguna oveja porque los estaba esperando.
Mardánish no aguardó a más. La senda de los lobos estaba marcada por las hierbas aplastadas y corría paralela a la corriente de agua, río arriba. El caballo se mostraba inquieto, difícil de gobernar. Eso satisfizo al rey: el viento le traía el olor de la manada. El propio terror del animal le ayudaría a orientarse incluso cuando las copas de los chopos, frondosos en el cenit de la primavera, ocultaran la luz lunar. Solo debía obligar a su caballo a cabalgar por la senda que intentaba evitar. Pensó en esperar a Azagra y el Calvo. Pero no. Los lobos se alejaban, y a su frente iría seguramente aquella monstruosa alimaña oscura y asesina. Pedro de Azagra era buen rastreador, él lo había dicho. Sabría seguir la pista del rey en pos de la manada. Y si habían conseguido perros, con más razón. Debía salir ya. Cazar al lobo negro. Mardánish espoleó al caballo y le hizo vencer por fin su miedo a internarse en la oscuridad arbolada, a contrariar el instinto del animal, que le avisaba a gritos de que no debía ir, de que más allá solo esperaban el aliento caliente y hambriento de las fieras, el frío cortante de los colmillos y la muerte. Pero el caballo era una bestia noble y obedeció al jinete. Voló entre los árboles y zigzagueó junto a la corriente del agua, con aquel olor a depredador, cada vez más cercano, entrando en sus ollares.
Cuántas veces, a través de páramos desnudos cubiertos por la noche,
me he visto envuelto en la oscuridad, en tanto que el lobo,
surgido de las tinieblas, rondaba en torno a mí.
Siempre de noche, cuando el levante te humedece el rostro con rocío.
Mardánish, que sigue cabalgando, ha perdido ya la noción del tiempo. El poema del alcireño sobre lobos que acechan en la oscuridad se repite y taladra su mente como un tambor de guerra. En vano se concentra en detectar el sendero lobuno en cada claro entre las frondas, en tratar de penetrar la oscuridad para ver si alcanza ya a la manada y en dominar a su montura, inquieta, que pugna entre la lealtad al amo y el terror a la muerte. En realidad, el rey se está dejando guiar por su instinto, al igual que los lobos. Instinto de un depredador a la caza de otro depredador. De repente, el terreno se hace más áspero y los chopos ceden ante el roquedal. La luna, que entraba oblicua hace unos instantes, forma ahora rincones sombríos por los que Mardánish pasa al galope, apenas atento a la hierba aplastada. El callejón rocoso se curva y recurva y empieza a subir entre sinuosidades. El jinete tiene que adaptar el paso del caballo al terreno. Si había camino, es imposible recobrarlo ya. Quizás ha abandonado la senda, que a buen seguro discurre por una ruta más fácil y sigue las crestas que ahora encajonan el río. Es imposible saberlo cabalgando en tal penumbra. En cierto momento, Mardánish percibe la vacilación de su caballo y se encuentra indeciso. Ha dejado de oír esa susurrante voz interna que le indica la pista correcta. Maldice mientras la montura lanza vaharadas humeantes contra la humedad nocturna; se da cuenta de que los lobos pueden haber cambiado su derrotero y tal vez corren ahora a favor del viento, demostrando así que con su astucia superan a quien se creía hábil cazador. Mardánish tira de las riendas, detiene el corcel y se yergue sobre los estribos, atento a cualquier ruido.
Nada. Mira a su espalda con la débil esperanza de oír aproximarse a sus compañeros de caza. Tampoco. Lo más seguro es que se hayan quedado atrás, incapaces de encontrar el rastro en la oscuridad, o a lo mejor todavía buscan perros que sirvan para la persecución. O tal vez no. Mardánish confía en Azagra, cazador hasta en sueños. El navarro llegará. Pero hasta que eso ocurra, el rey sigue erguido, la respiración contenida, los sentidos atentos. Su incertidumbre crece, pues sigue sin oír nada que le indique qué ruta han tomado los lobos. Si acaso, solo escucha el cercano correr del agua y el siseo de los árboles. Suspira decepcionado. Ha cabalgado un larguísimo trecho. Su caballo está fatigado y hasta parece adivinarse ya un asomo de claridad por levante. Se pregunta cuántas millas habrá recorrido. Entorna los párpados y recorre con la vista el paisaje oscuro que le rodea. Atisba un brillo acuoso. A unos codos, el río salta entre las rocas y refleja a trechos fugaces el perfil lunar.
La sombra pasa rauda a su derecha y arriba. Casi no puede acertar a localizarla antes de que desaparezca tras un ancho y aplanado bloque pétreo. Mardánish blasfema en romance contra el Mesías de los cristianos y luego en árabe contra el Profeta de los musulmanes. Sigue jurando y escupiendo maldiciones mientras saca con rapidez el arco y tantea en la negrura en busca de la aljaba. Sus pupilas dilatadas intentan reconocer el espacio, pero es imposible saber si aquella sombra se ha escondido tras las rocas o se alza desafiante ante él. El caballo resopla frenético y se mueve; piafa fuera de control. Mete los cuartos traseros en el río. Mardánish lo vuelve a la obediencia a golpe de rodilla y casi sin darse cuenta. Su dominio del corcel es tal que lo siente como un añadido suyo. Hombre y bestia casi piensan a la vez, y a pesar del miedo atávico al predador, el caballo se deja dominar una vez más por el jinete. El cuerpo del rey gira sobre la silla, descarga el peso sobre un estribo o inclina el cuerpo a un lado; responde a su oficio y a las jornadas de fatigosa instrucción en la disciplina de la Furusiyya. Su cabeza gira a la derecha, donde el instinto le dice que debe mirar. Allá arriba, sobre una cresta lejana, puede ver entonces las inconfundibles siluetas de varios lobos que se recortan contra la claridad nocturna. Hay al menos media docena, y están demasiado lejos para soñar con batirlos. Sin embargo, no parece lógico que hayan llegado hasta allí subiendo el cauce del río… Hay algo más. Algo aún más inquietante que aquella manada fuera de su alcance. Y está delante. Justo ahí, confundido con la oscuridad. Tan cerca como para aterrorizar al caballo y erizar el vello del jinete sobre la piel.
Entonces lo comprende.
Cala la flecha en la cuerda y templa a medio brazo mientras otea las rocas frente a él. El lobo negro sale a toda velocidad y cruza la corriente de derecha a izquierda. Mardánish tensa y suelta en un instante, pero es consciente de que la flecha sale retrasada. Carga de nuevo, pero en ese momento el caballo pierde pie en la orilla, sus cascos se hunden en el lodo y el animal tropieza.
Mardánish vuelve a maldecir en romance y salta a tierra. Casi no puede distinguir al lobo, oscuro como la misma sombra, mientras trepa entre las rocas. Se mueve ahora lentamente, esforzándose en cada paso. Se esfuma un momento para aparecer al siguiente. El rey del Sharq cruza el río con el agua hasta las rodillas y deja atrás su montura. Trepa por la otra orilla. Apenas es consciente del frío cortante del agua porque su corazón, que arrastra todos sus sentidos, está calado en el arco y a punto de ser disparado. El caballo, libre ahora de su amo y poseído por el horror al lobo, salpica para salir del agua y se da a la fuga. Mardánish tensa con los pies embarrados, pega la cuerda a su pómulo derecho y espera a que el enorme lobo llegue a la cresta de la elevación. En ese momento, el animal se vuelve y lo mira con ojos que reflejan la luz de la luna.
La flecha desgarra el aire, el depredador parece darse cuenta de que ha cometido un error. Su pelo, negro y largo, se agita cuando arranca para esquivar la muerte, pero la punta herrada penetra en la piel y atraviesa una de las patas del lobo, que lanza un aullido lastimero y desaparece al otro lado del penacho rocoso. Mardánish musita la enésima imprecación mientras sube la ladera, resbala cada poco y desprende piedras que ruedan hasta caer al río. A medio camino recuerda que no ha cogido su aljaba, por lo que deja caer el arco, ya inútil, y desenfunda su daga. Jadea cuando alcanza la última cresta antes de la cúspide. Se oye un ladrido lejano, apagado porque suena en la misma dirección en la que corre el viento. Sonríe. Azagra viene con los perros. Tal vez consigan cazar a los demás lobos. Pero este negro no. Este es suyo. Solo del rey. Trepa entre las rocas y los matojos, se encarama en el borde cortante del peñasco y aprieta en su mano derecha el mango de la daga.
Al otro lado, entre dos rocas afiladas como agujas, el enorme lobo negro se lame la pata en el lugar en el que la flecha la ha traspasado. A la vista de Mardánish arruga el hocico y muestra dos enormes caninos amarillentos. Luego aúlla larga y lastimosamente, los demás lobos le responden en la lejanía.
—Te has sacrificado por la manada —le reconoce mientras se acerca con cuidado—. Bravo.
El lobo se revuelve y lanza una dentellada que aún no puede alcanzar al cazador. Es un aviso que el rey del Sharq distingue de inmediato; pero lo único que posee ahora es aquella daga y tiene la obligación de acabar con el animal. Mardánish suspira, agarra fuertemente su arma y encoge las piernas, dispuesto a saltar. El lobo le encara, gruñendo de dolor al arrastrar la pierna herida. Abre sus fauces, y el calor del aliento y el olor a sangre fresca inundan los pulmones del rey.