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Capítulo 5

El paraíso en la tierra

PRIMAVERA de 1153. Murcia

A la vista de las murallas, Mardánish suspiró. Allí estaba su capital, Murcia. Y dentro, su favorita, sus hijos, su palacio, su gente. Ardía en deseos de verlos a todos y de mostrarlos con orgullo a sus nuevos amigos cristianos. Quería que estos se sintieran cautivados por la belleza de su reino. Enseñarles cuánta opulencia guardaba y tentarlos con ella.

Atrás quedaban la frontera sur, pacificada y segura, y los enemigos convertidos en aliados. El más importante, sin duda alguna, el paladín de Guadix. Este resultó ser un veterano mercenario al que todos llamaban al-Asad, el León. El tipo había batallado a sueldo de los almorávides en África, y de allí le venía la fama de hábil y astuto luchador. Sin embargo, el empuje almohade le había obligado a cruzar el Estrecho y, atraído por las riquezas de Guadix, se había establecido en dicha ciudad. Mardánish se alegró de que al-Asad aceptara su propuesta. La nariz le quedó deformada, con un feo corte allí donde el nasal se había hundido en la piel, pero a él no pareció importarle mucho, tal vez porque aquello le daba un aspecto aún más fiero; y a la gente de su jaez, eso era sabido, nunca le venía de más una cicatriz que enrabiara su porte. Esa misma era la causa de que al-Asad, de piel tostada y áspera, de cabello abundante, negro y rizado, gustara de vestir siempre aquella loriga medio rasgada, de embrazar la adarga cubierta de cicatrices y empuñar la espada sin afilar. Lo único que cuidaba era su daga, con la que afirmaba haber degollado a centenares de enemigos. Impresionado por su pasado y por la forma de luchar ante las murallas de Guadix, Mardánish hizo caso omiso a su suegro, que continuaba empeñado en dar un escarmiento usando a al-Asad como ejemplo. El guerrero fue puesto al mando de la guarnición de la ciudad, que ahora pasaba a ser la punta de lanza de Mardánish en el sur, dirigida justo hacia la dubitativa Granada. En cuanto a Ibn Tufayl, tomó el rumbo del mediodía para encontrarse con los almohades, al igual que su señor Ibn Milhán. El hermano del Jardinero, que gobernaba en Baza por él, rindió de inmediato la villa y del mismo modo prefirió el camino del sur. El reino de Mardánish crecía, y las tierras de ambas ciudades aportaban al Sharq las riquezas de sus viñas, olivos, frutales y moreras.

Así las cosas, el emperador Alfonso, que había permanecido en su admirada Lorca con idea de unirse al cerco de Guadix, se vio sorprendido por el rápido desenlace, en nada parecido a su permanente incapacidad para hacerse con Jaén. Asegurada pues la frontera oriental con la línea entre Almería, Guadix y Segura, volvió a finales de año a Toledo acompañado por la mayor parte del ejército empleado por el rey del Sharq, enriquecidos los guerreros por una generosa paga y por el saqueo de las tierras circundantes a Guadix, Baza e incluso Granada. Al viajar de vuelta a sus dominios, el emperador Alfonso recorrió las tierras de Mardánish y fue aclamado en cada aldea.

Pero no todo eran buenas nuevas y felicidad. Unos días después de despedirse de Alfonso de León, Mardánish recibió en Lorca la noticia de que Ramón Berenguer, el príncipe de Aragón, había reanudado sus campañas en las proximidades de Lérida y atacaba las plazas que aún quedaban en poder musulmán. Aquello irritó al rey del Sharq, pues parecía que cada ganancia en el sur se correspondía con una pérdida en el norte; pero le dolía aún más que sus vasallos de la Marca Superior se sintieran abandonados mientras él luchaba por engrandecer su reino en el mediodía. Así pues, tomó la decisión de trasladarse al norte y visitar sus fortalezas más avanzadas en la Marca, especialmente la de Albarracín, que consideraba crucial para mantener su defensa frente a Ramón Berenguer.

A punto de entrar la primavera y dominada ya totalmente la nueva frontera del sur, tanto Pedro Ruiz de Azagra como Álvar Rodríguez acompañaron al rey del Sharq a Murcia con una pequeña hueste. Mardánish deseaba pasar allí unos días con su favorita Zobeyda antes de marchar al norte de su reino, donde había prometido emocionantes jornadas de caza al navarro. Y si Valencia era la Joya del Turia por su belleza, a Murcia se la conocía como al-Bustán, la Huerta. Tanta era su feracidad. Tanta, su fortuna. Azagra y el Calvo quedaron encantados con la capital del Sharq al-Ándalus. La ciudad hervía de riqueza ya antes de llegar a ella. Un dique río arriba retenía el Segura y lo encauzaba por dos grandes acequias, y estas después se dividían como arterias surgidas del corazón del Sharq. Los canales fragmentaban la tierra en parcelas plagadas de pinos, álamos y sauces, y los caminos estaban atestados de comerciantes que o bien recorrían la ruta hacia cualquiera de los puertos de la costa, o bien marchaban hacia el interior, a Castilla, o bien viajaban a abastecer de riquezas llegadas del otro lado del mar a Chinchilla, Elche, Lorca o Caravaca. Dentro de las murallas de Murcia, tanto el Calvo como Azagra se admiraron de la vitalidad de la ciudad y supieron por qué recibía su sobrenombre: las huertas muradas la desbordaban. Los murcianos, al saber que su rey entraba en la villa después de muchos meses de ausencia, le prodigaron un recibimiento florido. Los pobladores se agolpaban a ambos lados de las atestadas y estrechas calles, arrojaban pétalos de rosa a la pequeña comitiva, bendecían el nombre de su rey y saludaban risueños a sus acompañantes. Álvar Rodríguez ya había disfrutado de la hospitalidad de Valencia, y ahora observaba con diversión el asombrado rostro de Pedro de Azagra, para quien todo era nuevo e inesperado. Allí, incluso lo que creían saber resultaba falso; según la ley musulmana, las mujeres libres no podían mostrarse; tenían la obligación de permanecer en el hogar, recluidas tras paredes sin ventanas y, en caso de salir, debían conducirse siempre por calles poco frecuentadas y evitar el gentío y los mercados. Y eso siempre con el rostro cubierto. Solo en el cementerio tenían permitido despojarse del litam. Pero nada de aquello valía en el Sharq al-Ándalus de Mardánish. Pedro de Azagra sonreía azorado a las jóvenes, todas de piel reluciente y hermosura deslumbrante, que caminaban un trecho junto a cada caballo y parecían prometer su amor mientras un suave aroma de agua de manzana flotaba tras ellas. Era como si en aquella ciudad se celebrara la belleza y todos estuvieran obligados a mostrarla. Los comerciantes decoraban las entradas de sus tiendas con la orfebrería más exquisita, y los dones de la tierra lucían coloridos en cestas apiñadas en cada puesto ambulante. Higos de Málaga, cerezas tempranas de Granada, plátanos de Almuñécar. Género que llegaba de toda la Península, cristiana o musulmana, y de allende el mar. Mardánish les explicó sobre la marcha que el zoco no era suficientemente grande para reunir todos los puestos, así que los comercios se alternaban con las viviendas y los palacetes a lo largo y ancho de Murcia. Los dos cristianos pudieron ver cómo las bienvenidas les llegaban también desde las altas celosías, de las que escapaban risas adolescentes. Algunos de aquellos altillos habían sido abiertos y, contra lo prescrito, ventanales luminosos mostraban concurridos grupos de mujeres que asomaban sin pudor alguno sus rostros y cabellos. Los niños corrían al lado de las monturas y estiraban los brazos para ofrecer a los recién llegados una fruta o una flor, y los hombres, elegantemente vestidos, se inclinaban al paso de la comitiva. Azagra pudo ver los jubones amarillos que, por propia voluntad, solían llevar los judíos, agrupados entre los mahometanos y jubilosos igualmente por la llegada de su rey. También pudo observar los crucifijos de madera que pendían de las gargantas de no pocos hombres y mujeres que, aun con todo, parecían por el porte musulmanes. Los comerciantes italianos sonreían del mismo modo desde las ventanas de sus oficinas y alhóndigas, y a través de ellas podían verse los muros interiores de aquellas mansiones, repletas de mercancía almacenada y decoradas con tapices y murales que habrían hecho palidecer los salones reales de los palacios de Navarra o Castilla.

Cuando por fin entraron en el alcázar, tanto Álvar Rodríguez como Pedro de Azagra se lanzaron a hablar con entusiasmo de la prosperidad de Murcia. El navarro no paraba de admirarse de la belleza morena de las muchachas y preguntaba al Calvo si las valencianas eran tan hermosas. En esa discusión estaban cuando, en uno de los salones del alcázar, trinaron los gritos de los chiquillos.

Las ayas de los pequeños dejaron en el suelo a dos de ellos, un niño y una niña de unos tres años, de cabellos rubios y tez clara que de inmediato corrieron hacia Mardánish. El niño adelantó a su hermana y se lanzó en brazos de su padre, que lo acogió con una risotada. Enseguida ocupó el brazo libre con la pequeña. Los dos cristianos observaron el tremendo parecido de los críos entre sí y el Calvo reconoció de inmediato en los rasgos de la niña la belleza inigualable de Zobeyda.

—Os presento a mis dos pesadillas, Hilal y Zayda —mostró orgulloso Mardánish a sus hijos—. Ambos nacieron a la vez.

—¿Tu heredero? —preguntó Azagra.

—Eso deberá ganárselo. Aunque si Hilal tiene la mitad de carácter que su madre, creo que no habrá duda. Pero ved, pues aparte de Zobeyda, tengo dos mujeres y varias concubinas, todas ellas sanas y fuertes. Me han dado ya otros dos hijos, y pienso engendrar más aún.

Las demás ayas le presentaron a dos bebés llamados Gánim y Azzobair, a los que besó en la frente. Cambió unas palabras con las nodrizas y, tras repartir algunas órdenes, quedó de nuevo a solas con Álvar Rodríguez y Pedro de Azagra. Varios sirvientes situados junto a las puertas las fueron abriendo al paso de los tres hombres hasta que llegaron al maylís del alcázar, un espacioso y oblongo salón de banquetes provisto de una larga mesa a cuyo alrededor se extendían sillas de madera labrada. El lugar de honor, en la cabecera de la mesa más alejada de la entrada, lo ocupaba un estrado sobre el que había un suntuoso trono de ébano. A lo largo de cada pared corría un banco que rodeaba la estancia, alicatado con cerámica esmaltada de suaves colores y cubierto de cojines ricamente bordados. El techo se extendía en una bóveda presidida por una imponente estrella de ocho puntas, de la que brotaban nervios plateados que a su vez se deshacían en otros y se perdían en un sinfín de estrellas menores, cientos de ellas, que decoraban el techo a modo de cielo. Aquel motivo geométrico, conformado por la unión de dos cuadrados, podía verse en todas las paredes como raíz de las líneas de arabescos que se entrecruzaban. Tanto el Calvo como Azagra quedaron hipnotizados por la constante repetición de motivos que se proyectaban hasta el infinito y creaban una agradable sensación de armonía. Para rematar aquella placentera languidez, las celosías se alternaban con ventanales ciegos ocupados por brillantes superficies vidriadas, lo que creaba un juego de luces y reflejos que confundía y enviaba los furtivos rayos de sol hacia arriba y a los muros. Así, si ahora destellaba la enorme estrella de los Banú Mardánish, después lo hacían los grandes tapices de seda de Valencia y terciopelo armenio. El Calvo y Azagra observaron extasiados las escenas lascivas bordadas en alfombras y lienzos, pues en ellas se mostraba a cazadores desnudos que asaeteaban ciervos y a jóvenes muchachas que se bañaban en arroyos mientras criaturas extrañas y de rostro humano, pero con atributos de animal, hacían sonar raros flautines.

El rey del Sharq dio un par de palmadas y dos criados se acercaron a la carrera.

—Vino y algunas golosinas para mis invitados. Avisad a Abú Amir. Que venga a mi presencia.

—Es impresionante, por santa María —reconoció Pedro de Azagra—. Tanto lujo raya en el pecado.

Mardánish sonrió ante el comentario.

—No te apures, amigo mío. Hay varias iglesias cristianas en Murcia. Podrás ir allí a pedir perdón por tanto gozo.

Álvar Rodríguez rio mientras pasaba la mano por la suave superficie de la mesa de madera y descubría pequeñas estrellas de ocho puntas de marfil incrustadas en la superficie. Mardánish se sentó en una de las sillas bajas e invitó a sus dos compañeros a hacerlo junto a él.

—La ciudad que he visto al venir hasta este palacio rezuma prosperidad —siguió Azagra, que no abandonaba su sorpresa—. No creo que tenga mucho que envidiar a Roma o Tolosa.

—Ah, exageras, amigo Pedro. —Mardánish hizo un gesto para quitar importancia a todo cuanto le rodeaba—. Esto es casi como un sueño. Algo efímero. Una bella paloma a la que acechan un halcón, un gato montés y un cazador. Sus plumas se dispersarán y caerá atravesada a picotazos, dentelladas o flechazos.

—No puede ser —intervino Álvar Rodríguez—. Nosotros lo evitaremos. Este sueño durará siempre…

—Me gustaría creer eso. —La voz musical de Abú Amir resonó en el salón y sorprendió a los tres guerreros—. Pero las noticias que llegan del norte parecen indicar lo contrario.

Álvar el Calvo se apresuró a estrechar la mano de Abú Amir y se lo presentó a Pedro Ruiz de Azagra. Luego el médico y consejero se inclinó largamente ante su señor y tomó asiento al tiempo que varios sirvientes llegaban con botellas de vidrio dorado, de las que escanciaron vino aromatizado con jengibre en copas de plata. También llevaron bandejas con galletas de sésamo, buñuelos de harina y pasteles de almendra.

—¿Es que hay más noticias de la Marca Superior? —se interesó Mardánish cuando los sirvientes abandonaron la sala.

—Así es —confirmó Abú Amir—. El príncipe de Aragón ha tomado Mora y Miravete, en la ribera del Ebro, y amenaza la fortaleza de Prades.

El rey del Sharq golpeó con el puño sobre la mesa.

—Lo hace poco a poco, poco a poco… —masticó las palabras—. Maldito perro. De nada sirven las palabras del emperador Alfonso, ni las parias que pagamos por su protección. Sin duda sabía que yo me hallaba al sur, en Guadix…

—Era de esperar —opinó Abú Amir—. Todos éramos conscientes de que esas plazas caerían. Cuando Ramón Berenguer tomó Tortosa, la suerte de las ciudades del Ebro quedó sellada. Y a poniente es peor, aunque por el momento se ve frenado por Albarracín.

»No puedes impedir que Prades sea rendida, pero aún puedes mantener a Ramón Berenguer al norte. Sus ataques son restringidos, con pocas fuerzas. Se limita a llegar y hacerse en el momento oportuno con una o dos poblaciones. Renuncia a moverse con un gran ejército por tu territorio, supongo que para evitar el enfrentamiento.

—¿Qué propones?

—Envía fuerzas a la Marca. Sé que piensas dirigirte a Albarracín para dejarte ver por tus vasallos. Bien. Pero haz algo más. Acantona fuerzas allí y demuestra al príncipe de Aragón que a partir de ahora deberá luchar. Lo dijo el poeta: a menudo se tiene en poco al león cuando está recostado. Escucha:

»En Valencia vive Abd al-Wahid al-Ansarí, antiguo cadí de Lérida, un hombre justo y letrado. Al igual que yo, huyó de su tierra por culpa de Ramón Berenguer. Ponlo al frente de tus tropas en Albarracín y Alpuente y mantén bajo su mando un ejército. Tú ahora podrás disponer de guerreros cristianos, así que no te costará destacar a tus vasallos mahometanos a la Marca Superior.

—Pero Granada… —empezó a protestar Mardánish, que pensaba iniciar enseguida la campaña para hacerse con la ciudad del Darro.

—Si Albarracín cae, toda la Marca Superior se habrá perdido. El príncipe de Aragón lo sabe, y tú también.

El rey del Sharq dio un nuevo puñetazo en la mesa, se levantó y anduvo cabizbajo a lo largo de la sala, hacia el trono reservado para él en los banquetes.

—He dispuesto de un hermoso ejército para conquistar Guadix —sus palabras resonaron en las paredes ornamentadas—, pero no puedo contar con él para Granada. El emperador Alfonso tiene sus propias preocupaciones…

—Puedes contar conmigo, ya lo sabes —se alzó en toda su altura Álvar Rodríguez.

—Lo sé, amigo mío. Pero por desgracia no es suficiente. —Mardánish miró desde la distancia a Pedro de Azagra. Este carraspeó y dio un trago al vino aromático.

—Debes convencer a tus aliados cristianos —opinó Abú Amir—. Y has de ofrecer buena paga a sus huestes. No de inmediato, puesto que tus posesiones del mediodía no parecen correr peligro ahora mismo, pero llegará el día en que necesites más tropas. Por de pronto viaja a la Marca Superior, mi señor, tal como habías pensado. Hazte ver por tus vasallos y promételes que instalarás allí un ejército para defenderlos del príncipe de Aragón. Estimula sus corazones, reparte donativos y premia a los desposeídos. Que sientan tu presencia.

Mardánish asintió desde la lejanía del extremo de la sala.

—Mañana mismo saldremos hacia la Marca Superior.

El maylís de banquetes del alcázar de Murcia era el lugar en el que Mardánish preparaba sus fiestas, una de sus debilidades y la razón de que muchos ulemas radicales predicaran contra él. El propio Abú Amir, tan experto en todo lo que apuntara al placer, se encargaba sistemáticamente de organizar los convites y de articular la elegancia de la corte. En aquellas fiestas solía presentar, además, todo un espectáculo para deleitar los sentidos. Abú Amir gustaba de las bailarinas, con las que diseñaba danzas y representaciones, y no pocas veces las hacía aparecer desde dentro de pequeñas estructuras de madera que semejaban castillos o embarcaciones, o las colaba en el salón por sorpresa desde rincones secretos. Uno de esos rincones estaba tras el tapiz del baño de Diana. El motivo, tan irreverente como todo lo que rodeaba a Mardánish, mostraba a la antigua diosa pagana completamente desnuda, poseedora de un cuerpo escultural, derramándose agua por encima de un hombro y rodeada de ninfas mientras, escondido tras un árbol, Acteón la espiaba y se disponía a ganarse su ira.

Cuando Mardánish, Abú Amir, Pedro de Azagra y Álvar Rodríguez abandonaron la sala de banquetes, Zobeyda, que había escuchado toda la conversación oculta tras el tapiz, retrocedió por un oscuro y angosto pasillo hasta desembocar en un corredor y en un patio dominado por una fuente de varios caños que vertía su agua en un estanque diseñado como estrella de ocho puntas. A su alrededor, las higueras se alternaban con granados y parras, y los arrayanes cubrían a trechos los soportales. Entre los árboles, desde la fuente, cuatro canalillos llevaban el líquido hacia los laterales del patio para simbolizar los cuatro ríos del paraíso con su contenido de agua, vino, leche y miel. Zobeyda se encontraba en las dependencias del harén, la parte destinada a residencia de las esposas del rey.

—De nuevo buscando problemas.

Zobeyda se volvió, sorprendida por el comentario. Encubierta por el bosque de columnas de mármol que rodeaban el patio, se hallaba Tarub, una de las concubinas de Mardánish y madre del pequeño Gánim. Eso la convertía en umm walad, una mujer que, a pesar de ser esclava, alcanzaba en prerrogativas a las esposas libres del rey.

—Ah, por favor, Tarub, no me importunes ahora con tus naderías.

La concubina traspasó con la mirada a Zobeyda, a quien consideraba una presuntuosa con ínfulas de reina cristiana. Se acercó a ella y anduvo a su alrededor, se mordió el labio inferior y envidió, como siempre, la abrumadora belleza de la favorita. Tarub también era hermosa, pero su figura había acusado el esfuerzo de llevar en su vientre y dar a luz a Gánim. Sin embargo, lo que más afectaba a su belleza era el permanente gesto de cólera.

—Piensas que puedes hacer lo que te plazca, pero tu dominio se limita al lecho de Mardánish. Nunca ha habido soberana en al-Ándalus, Zobeyda. Ni en África. Solo santas y sabias, y esas se guardaban muy bien en casa. Me avergüenzas. Nos avergüenzas a todas, tú y esas cuatro zorras que te sirven. Desiste ya de comportarte como un hombre y ocupa tu lugar.

—No eres quién para darme órdenes, esclava. Ni lecciones tampoco. Ocupa tú tu lugar con los eunucos y las otras concubinas, y déjame a mí vivir mi vida.

Tarub resopló de ira. Zobeyda la había recibido con desdén cuando llegó al alcázar, y no le importaba recordarle que no era una mujer libre, sino un objeto que Mardánish usaba para su solo disfrute. Que no era como las mujeres libres del rey, y ni de cerca podía compararse con ella, una noble andalusí que además ostentaba el título de favorita. Junto a la misma Zobeyda, las otras dos esposas legítimas, Lama y Layla, ocupaban lujosas estancias del harén, mientras que las concubinas vivían todas en una sola habitación en un rincón del patio. Tanto Tarub como las demás habían sido aceptadas como parte de tratos de amistad con familias principales de Murcia y Cartagena. Para colmo, en los últimos tiempos, Mardánish apenas requería a Tarub a su lecho. El rey no tenía obligaciones más que con sus mujeres libres, pero el hecho de que visitara a las otras concubinas y no a Tarub sumía a esta en la frustración. Una frustración que se traducía en odio hacia las otras esclavas y hacia las esposas libres. Y ese odio se desbordaba cuando se trataba de Zobeyda y de sus dos hijos. Ello le ocasionaba continuos arranques de cólera que colmaban la paciencia de Mardánish. El propio Gánim, a pesar de ser solo un bebé, parecía intimidado por la amargura que su madre destilaba, pues rompía a llorar en cuanto la nodriza lo dejaba en sus manos.

—Tú harás que todo esto se hunda —escupió Tarub sin poder aguantar el resentimiento. Zobeyda bufó hastiada y se dirigió con paso ligero a sus aposentos particulares, seguida por la voz rasgada de la concubina—. Yo también escucho tras las celosías, ¿sabes? Y he oído lo que se dice de ti. Eres una perra supersticiosa e infiel que reza a dioses paganos y copula con sus esclavas. ¡Puta! ¡Arrastrarás al rey al pecado y al vicio! Las buenas gentes se corrompen desde que llegaste a la corte… Ya no cuidan de sus hijos ni trabajan sus tierras; solo quieren yacer desnudos y atiborrarse de carne sangrante. Se emborrachan y eluden sus obligaciones religiosas. Eres un demonio, Zobeyda. ¡Un demonio!

Tarub tropezó con la puerta que se cerraba ante su cara, y la rabiosa mujer arañó la madera mientras escupía su veneno. Después de aporrear e insultar durante un rato, decidió que Zobeyda no valía la pena y regresó por donde había llegado, dispuesta a buscar otra víctima de sus celos.

La favorita esperó recostada contra la hoja de la puerta y suspiró cuando oyó alejarse los pasos de los pies descalzos de Tarub. Ante Zobeyda se alargaba un corredor a cuyos lados se abrían las estancias de sus servidoras personales, las cuatro jóvenes doncellas que gustaba de llevar consigo como asistentas y a las que había educado exquisitamente en el arte de la danza, la música y la poesía, tal como se había hecho con ella en Socovos y en Segura. Aquellas cuatro muchachas, que tanto daban que hablar, poseían además otros dones. Dones que servían a los propósitos de Zobeyda y que despertaban la envidia de las demás mujeres del harén. Anduvo hacia el final del pasillo, donde estaba su aposento privado. Olvidada ya la amargura de Tarub, reflexionaba sobre lo que había escuchado furtivamente oculta tras el tapiz de Diana: todos los esfuerzos que Mardánish hacía para extender el reino hacia el mediodía se veían inútiles al mirar al norte, hacia el odioso príncipe de Aragón. Recordó las palabras de su querido maestro Abú Amir: el Sharq al-Ándalus necesitaba tropas. Pero ¿de dónde sacarlas?

Al abrir la puerta de su aposento, Zobeyda se sobresaltó. Dos de sus doncellas, Zeynab y Sauda, estaban desvistiendo al rey al pie del lecho de la favorita. Ambas sonrieron a Zobeyda al tiempo que despojaban a Mardánish de la última prenda. La favorita se arrojó en brazos de él y buscó con avidez sus labios. La esclava Sauda, de piel negra como el ébano, se tapó la boca mientras reía y tiró de la túnica malagueña que cubría el cuerpo de Zobeyda, haciéndola resbalar por los hombros. En un rincón de la estancia, una ramita de sándalo ardía con lentitud perezosa, y la luz entraba tamizada por una celosía a medio cubrir. Zeynab apartó la seda que rodeaba el vasto lecho de la favorita y colocó delicadamente los cojines. Gateó sobre las sábanas, agarró a su señor por los hombros y lo arrastró hacia atrás. Mardánish quedó sentado y Zobeyda, de pie ante él.

—No he podido esperar más. Hace meses que deseo estar contigo —confesó él.

Ella sonrió y se quitó poco a poco los amuletos, las pulseras y brazaletes al tiempo que Sauda, con manos hábiles, terminaba de desvestirla y liberaba sus cabellos de los gladiolos que lo adornaban. La propia esclava, de ojos grandes y penetrantes que destacaban sobre su piel negra como luceros en una noche sin luna, recogió las joyas y, tras dar un suave beso en la mejilla de su señora, se apartó. Tanto ella como Zeynab iban descalzas, con manos y pies adornados y cubiertas con sutiles gasas que insinuaban cada curva y cada recoveco de su cuerpo.

Zobeyda dejó que Mardánish se regocijara con su cuerpo desnudo. En el vientre, como talismán, se había hecho escribir con alheña un corto versículo apócrifo: «Despierta el dulce deseo y domeña a los mortales». Se sentó a horcajadas sobre su esposo mientras este se vencía, de nuevo arrastrado por Zeynab, y algunos pétalos rebeldes resbalaron hasta posarse suavemente en la piel del rey. Las dos mujeres compartieron un momento de pícara complicidad. Zeynab, la eslava, de piel blanquísima y cabello tan rubio como el trigo, arrastró la trenza que ahora colgaba sobre su señor para acariciar su torso. Tanto ella como Sauda o las demás esclavas habían probado el lecho con Mardánish y Zobeyda infinidad de veces, pero aquella ocasión era solo para ellos dos, para los amantes reyes del Sharq. La eslava besó a su señora de igual modo que había hecho un momento antes Sauda y desapareció del aposento sin hacer el menor ruido.