Duelo en Guadix
PRIMAVERA de 1152. Sitio de Guadix
La alcazaba de Guadix florecía sobre el jardín de su medina, eso nadie podía ponerlo en duda. Y lo que nadie dudaba tampoco era que su defensa se había convertido en algo imposible. Bien parecía que el régulo Ibn Milhán hubiera querido pintar un fresco: aprovechaba el tapial rojo de murallas y torres, y lo combinaba con el verdor feraz de los árboles, enredaderas y plantas colgantes con las que había adornado varias almenas. Además, a diferencia de lo que ocurría con Jaén o Lorca, la alcazaba de Guadix no se elevaba del mismo modo majestuoso sobre la medina. Donde debía erigirse una fortaleza, brotaba una bonita ciudad inundada de frondas y parras, y en lugar de torreones almenados, eran cipreses los que afloraban orgullosos hacia el cielo. Un cielo que en una jornada como aquella, despejada y fresca, permitía divisar hasta las más lejanas montañas del Yábal Shulayr, coronadas de nieve apenas unos días antes.
Ahora, un impresionante asedio venía a sumar los colores de los pabellones y estandartes al abanico de jardines que adornaban la medina y el ya abandonado arrabal. Allí se habían reunido fuerzas venidas desde el condado de Urgel, desde las villas navarras propiedad de los Azagra, vasallos gallegos y toledanos leales a Álvar Rodríguez, el ejército de Hamusk y las huestes de Lorca, Murcia, Orihuela, Elche, Denia, Alicante y Cartagena. Las tiendas se amontonaban entre los terrosos montículos que flanqueaban Guadix, en las orillas del río que regaba el valle y sobre las huertas del arrabal, casi todas destrozadas por el abuso de la numerosa milicia que había acudido al lugar. Alrededor de las murallas de la medina, también rojizas y de aspecto no muy recio, el ejército sitiador había dispuesto un espacio de seguridad constantemente vigilado.
Aquel día era el primero en el que los adalides del ejército se iban a reunir al completo. El último en llegar había sido el propio Mardánish, que mandó por delante a sus jeques pero se detuvo en la cercana Baza para calcular el precio de tomarla por anticipado. Finalmente había decidido que la caída de Guadix precipitaría sin remedio la de su hermana menor y, por eso, se había limitado a dejar junto a Baza un destacamento de caballería con la única misión de dar aviso en caso de novedades.
La tienda de Mardánish no desmerecía del pabellón imperial que Alfonso de León ordenara alzar en Jaén. El alto estandarte se mecía al viento que llegaba fresco desde el sur, y la estrella plateada lucía sobre su campo negro como oscuro presagio para los atemorizados pobladores de Guadix. Dentro de la tienda, multitud de alfombras y tapices ocultaban cada pulgada de espacio y daban la sensación de que los asistentes al consejo de guerra se hallaban en realidad en un lujoso palacio andalusí. Mardánish ordenó servir vino y observó a sus comandantes mientras alzaban las copas y vertían en sus gaznates aquellas primeras libaciones.
Álvar Rodríguez, el Calvo, como conde de Sarria y amigo ya íntimo de Mardánish, ocupaba un lugar de honor a la derecha del rey del Sharq. Naturalmente, él era el más voluminoso de cuantos se hallaban en el consejo, y su cabeza recién afeitada sobresalía hasta casi tocar el techo del pabellón. Contemplaba orgulloso a los nuevos compañeros cristianos cuya presencia había prometido en el otoño anterior el emperador Alfonso. Como guerrero de probada caballerosidad, el Calvo estaba deseando medir sus fuerzas junto a ellos y superarlos en la lid.
Frente a Álvar Rodríguez se erguía Armengol, el hijo primogénito del conde de Urgel. Este se había hecho vasallo del emperador Alfonso, deseoso de buscar nuevos horizontes que su norteño señorío había agotado junto a los Pirineos, y pretendía aprovechar los fuertes lazos familiares que le unían con Castilla. El joven Armengol igualaba en edad a Mardánish y a Álvar Rodríguez, y aunque de porte fibroso, su tamaño era menor que el de ambos. No obstante, se le tenía por astuto estratega y buen conductor de tropas, algo demostrado en las ocasiones en las que había luchado a las órdenes del emperador Alfonso. Ahora miraba con sus ojos claros, pequeños y penetrantes a Mardánish, del que tanto había oído hablar, y se disponía a escuchar con atención mientras se pasaba con frecuencia la mano por el pelo, negro y peinado a la perfección, como si quisiera calibrar constantemente la horizontalidad de su flequillo sobre el rostro anguloso, no exento de atractivo, pero de pómulos demasiado marcados. Levantó la copa hacia el rey del Sharq y fue el primero en hablar:
—Por Guadix, que caerá pronto en nuestras manos.
Todos bebieron e hicieron un gesto común de aprobación ante el buen sabor del vino, obtenido en el propio arrabal de la ciudad cercada.
—¿Se ha hablado ya con Ibn Milhán? —preguntó Mardánish para dar comienzo al consejo.
—En tu ausencia, los jefes del ejército delegaron en mí para ese menester.
El que había hablado ahora era Pedro Ruiz de Azagra. El noble navarro tenía treinta y dos años, lo que le convertía en el más veterano del consejo tras Hamusk. Al igual que Armengol de Urgel, el de Azagra era constante valedor del emperador según la costumbre de su padre, Rodrigo, señor de Tudela, Estella y Gallipienzo, y junto al propio Álvar Rodríguez, héroe de la conquista de Almería, habida por los cristianos cinco años atrás. El navarro gozaba de buena presencia gracias a su cuerpo endurecido en el fragor del combate y, sobre todo, por la práctica de la caza, su afición predilecta. Lucía barba mediada sobre el rostro de gesto franco, y su cabello claro y muy corto destacaba sobre la tez tostada por el sol, lo que demostraba la querencia del noble a pasar mucho tiempo alejado de la comodidad. Mardánish había forjado un inmediato lazo de simpatía mutua con el navarro, mientras que la mirada neutra de Armengol de Urgel constituía una muralla que el rey del Sharq no se atrevía aún a penetrar.
—¿Y bien?
—Ibn Milhán no ha querido ni verme —continuó Azagra—. Actúa como liebre encamada en la espesura, convencida de que así evitará el acoso de los sabuesos y se salvará del cazador. Ha mandado para dialogar a uno de sus visires, un tal Ibn Tufayl. Tipo listo, dicho sea de paso. Se niega a entregar Guadix y Baza, y ofrece el pago de parias a cambio de la retirada del ejército. He tenido la osadía de negarme, perdóname por ello, y entonces ha ofrecido licenciar, con paga a cargo de Guadix, a todo nuestro ejército. Imagina qué riquezas guarda ese Jardinero dentro de la ciudad.
—También te has negado, adivino —sonrió Mardánish.
—Así es. No es necesaria mucha astucia para mirar las murallas de la villa y darse cuenta de que no tiene oportunidad alguna. Todas esas riquezas serán nuestras de un modo u otro. De esta forma se lo he explicado a ese visir, y entonces me ha confesado que tenía orden de negarse a la rendición. Ibn Milhán te admira, Mardánish, pero al mismo tiempo te desprecia y se niega a ser tu vasallo. Te tiene por infiel, y dice que tu reino acabará por enfermar a todo al-Ándalus. Opina que los almohades son una opción mejor que tú.
El rey del Sharq chascó la lengua. Había confiado en que el tamaño de su ejército le permitiría conseguir Guadix sin violencia. Ganar una ciudad por las buenas era mucho más rentable que hacerlo a hierro, fuego y muerte.
—Entonces no hay salida posible salvo continuar el asedio y arreglar esto por las armas —intervino Hamusk, vestido como siempre con sus multicolores y estrafalarias prendas. El suegro de Mardánish se frotó las manos, ávido de un combate que ya echaba de menos. Al hacerlo, los anillos de sus dedos repiquetearon como crótalos de danzarina. El navarro Azagra volvió a hablar:
—Ibn Milhán lo ha previsto, y amenaza con quemar Guadix antes que dejar que la tomemos. Asegura que ha plantado tantos árboles y que los jardines son tan frondosos, que la hoguera se podrá ver desde Marrakech y que el propio Abd al-Mumín vendrá a castigar tus pecados, Mardánish.
Hamusk rio estentóreamente.
—El Jardinero es al menos un tipo gracioso.
—Dudo mucho que cumpla esa amenaza —habló por fin el último asistente al consejo, un joven andalusí llamado Óbayd. Se trataba del descendiente de una vieja y rica familia de murcianos, emparentado con Mardánish al casar a su hermana Fátima con el rey del Sharq cuando este llegó al poder. Fátima había sido la primera esposa de Mardánish y había dado a luz a su primogénito, Abd Allah, pero la muchacha no pudo resistir el parto y murió a la mañana siguiente. El débil pequeño no sobrevivió ni un día a su madre. Aquello no fue tenido por buen augurio, pero Mardánish era un tagrí y no le arredraban las dificultades. Por eso se había apresurado a buscar nueva mujer. Una que le hiciera olvidar el mal trago y devolviera la confianza al pueblo. Y así encontró a Zobeyda. A pesar de todo, el joven Óbayd ocupaba el puesto de arráez de las fuerzas de Mardánish, un cargo de honor que le granjeaba la simpatía de las estirpes más rancias de la nobleza murciana. Azagra asintió ante la afirmación de Óbayd, lo que pareció complacer mucho a este. Con apenas veinte años, sentía fuertes deseos de ser apreciado por los demás adalides y también de demostrar su valía en la lucha.
—¿Por qué, jovencísimo Óbayd, dudas de que el Jardinero vaya a cumplir su palabra? —Hamusk, que no perdía ocasión de zaherir al arráez, enfatizó la palabra jovencísimo.
Óbayd apretó los dientes antes de contestar. Aunque se guardaba de comentarlo en público, y mucho menos ante Mardánish, para él había supuesto casi una ofensa la llegada de Zobeyda a la corte al poco tiempo de morir Fátima. Óbayd no podía evitar el pensamiento de que ahora el pequeño Hilal era el heredero de Mardánish, y aunque las muertes de su hermana y su sobrino no se debían más que a la fatalidad, todo lo relacionado con Zobeyda le irritaba. Y por sobre todo, el enojoso Hamusk, que además parecía notar su animadversión y la alimentaba con frecuentes comentarios malintencionados. Mardánish había tomado otras dos esposas tras Zobeyda, pero ninguna de ellas representaba nada para Óbayd. Zobeyda sí. Zobeyda era lo que su hermana pudo ser y no fue. El joven arráez elevó la barbilla e hizo caer hacia atrás su cabello, que dejaba crecer libre según la costumbre musulmana que ni Mardánish ni Hamusk respetaban.
—Ibn Milhán convierte Guadix en un vergel y llena la ciudad de filósofos como ese Ibn Tufayl, de quien he oído hablar como un hombre culto e inteligente. Ama tanto su posesión que se ofrece a pagar parias a otro andalusí antes que entregarla, cosa que jamás antes había visto. ¿Cómo iba a quemar Guadix alguien así?
—Cierto —se limitó a aceptar Armengol de Urgel.
—No he acabado con lo que tenía que decir —intervino Azagra al notar la malquerencia entre Óbayd y Hamusk—. Tal vez no sea necesario poner a prueba al Jardinero. Ibn Tufayl, por su cuenta y riesgo, me ha propuesto dirimir el pleito mediante tres combates singulares. Dice que si hay que derramar sangre, que no sea mucha…, y sobre todo que no sea la de él. Tiene que consultarlo con su señor Ibn Milhán; mañana al amanecer sabremos si acepta.
Mardánish, esperanzado, asintió.
—¿Condiciones?
—Tres campeones de Guadix contra tres campeones de nuestros ejércitos. Lucharán a pie ante las murallas, uno contra uno siguiendo las reglas del honor. Quien quede en pie reclamará el triunfo y el cumplimiento del pacto: si vencemos nosotros, Guadix será tuya, Mardánish, pero deberás dejar que todos sus pobladores marchen en paz y libertad a donde les plazca, incluidos tus dominios. Si vencen ellos, nos retiramos de la ciudad y tú te comprometes a no volver a atacarla mientras Ibn Milhán viva.
—No es buen trato —opinó Hamusk—. Nuestra ventaja es aplastante. No debemos dejar esto en manos de la suerte o en la habilidad de tres guerreros.
—No es tan malo —terció Armengol de Urgel con una media sonrisa aviesa—. Si vencemos, la ganancia está asegurada; además nos habremos evitado un largo asedio y, es cierto lo que dice ese Tufayl, el derramamiento de sangre. Si perdemos, solo hace falta cumplir la última de las condiciones.
Todos se miraron extrañados.
—¿Qué última parte? —preguntó el joven arráez Óbayd.
—No podremos atacar Guadix mientras Ibn Milhán viva. Pues bien, basta con que ese Jardinero deje de vivir para que el pacto pierda su validez. Entonces nos haremos con la ciudad por la fuerza.
Armengol rubricó su propuesta acabando con el rojo líquido que contenía su copa.
Ibn Tufayl era un hombre de mirada serena. Vestía una larga túnica de lana, y su barba crecía hasta el pecho y le daba el aspecto de un venerable anciano. Se hallaba plantado en la tierra de nadie, el espacio vacío entre las murallas escarlatas de Guadix y las líneas del ejército de asedio. Frente a él se abría en amplio semicírculo la hueste compuesta por cristianos y musulmanes de las distintas compañías de Mardánish, encabezada por él mismo y aguardando en callada reunión el comienzo del lance, si es que al final el reyezuelo Ibn Milhán accedía a ello. La voz de Ibn Tufayl, suavemente moderada y en un árabe culto, se abrió camino en el silencio que presidía el arrabal desmantelado.
—¡Mi señor, Áhmed ibn Muhammad ibn Milhán, al que Dios alargue la vida muchos años, te reta a ti, tirano Mardánish, a que destaques de entre tu miserable ejército a tres paladines! ¡Qué se adelanten a pie y armados y que prometan cumplir las condiciones del duelo!
El rey del Sharq, impávido ante los insultos, ahogó un grito de alegría porque el Jardinero hubiera aceptado el juicio de armas. Ahora no tenía más que reclutar a tres paladines. Se dio la vuelta y miró a las apretadas filas de combatientes. Todos, como él, iban ataviados para la batalla, y sostenían un bosque inmenso de lanzas con las puntas de hierro encarando el cielo y los pendones aún enrollados. Un murmullo señalaba que las palabras árabes de Ibn Tufayl estaban siendo traducidas a las distintas lenguas de los guerreros allí presentes.
El primero en salir de entre la multitud fue el arráez Óbayd. El muchacho vestía larga loriga ceñida por una banda verde cuyos extremos colgaban a un lado, y llevaba el pelo orgullosamente recogido en una trenza que descansaba sobre su hombro derecho. No se cubría con almófar, así que su cara morena y agraciada quedaba visible, pero su cabeza estaba protegida por un yelmo normando, cónico y puntiagudo, de cuyo borde pendía una cortina de malla para proteger el cuello y la nuca. Empuñaba su escudo en forma de cometa y portaba en el flanco una espada aún envainada que pendía del tahalí cruzado. Su voz salió recia de la boca.
—¡Yo lucho si tú me lo permites, mi señor!
Mardánish sonrió ampliamente, ufano de que el primer voluntario fuera un andalusí. De inmediato, irritado por no haber reaccionado antes, apareció Álvar Rodríguez empuñando una enorme maza de guerra y con el escudo colgado a su espalda. Su cráneo rasurado relucía al recibir los rayos del naciente sol, pues el yelmo colgaba del cinturón por las correas. Se puso junto a Óbayd, significando con su presencia que era el segundo duelista.
—Falta uno —requirió Mardánish, dispuesto a situarse él mismo junto a su cuñado y el Calvo si nadie atendía con rapidez. No fue necesario. Un hombre de armas salió de entre las tropas de Azagra con escudo embrazado y hacha sujeta con mano férrea. El navarro avanzó y se colocó al lado de Óbayd.
El rey del Sharq se volvió y enfrentó en la distancia a Ibn Tufayl.
—¡Mis paladines están dispuestos! ¡Prometo que los tres lucharán con honor!
Un creciente murmullo se movió como el oleaje entre las filas del ejército. Los comentarios de admiración se cruzaban con los peregrinos pretextos que cada uno inventaba para explicar por qué no se había presentado voluntario para el trío de campeones. Pero todos los bisbiseos cesaron cuando la puerta de Guadix se abrió lentamente tras el visir Ibn Tufayl. Un hombre apareció a pie y empezó a cruzar la tierra de nadie. No era un guerrero espectacular, ni de gran altura ni hercúleo. Tampoco llevaba armas relucientes y adornadas, como era hábito entre los paladines del islam. Y aun así las miradas confluyeron en él. Un murmullo que no se podía interpretar pareció flotar desde la ciudad cercada. ¿Decepción? ¿Lamentos por la cercana derrota? ¿Oraciones, tal vez? Hasta los sitiadores sintieron compasión por aquel pobre enemigo, el único que se ofrecía a luchar por Guadix y por las propias gentes que atestaban las almenas floridas.
El guerrero, cubierto de una loriga rasgada a trozos, avanzaba con paso firme y empuñaba una espada desenfundada. Llevaba en el brazo izquierdo una adarga de madera recubierta de cuero, de la que colgaban algunos lazos y penachos de desvaídos colores, y su cabeza estaba cubierta por un yelmo abollonado. Parecía el único superviviente de una batalla infernal, e incluso podían verse las muescas en la hoja de su arma y los cortes que cruzaban su adarga. Llegó hasta Ibn Tufayl y le murmuró al oído. El visir mostró su sorpresa con un respingo y miró a las murallas. Luego vaciló durante un instante, pero se encogió de hombros y se dirigió a Mardánish de nuevo.
—¡Nadie en Guadix se atreve a luchar, lo cual me avergüenza! ¡Solo este valiente se enfrentará a tus abominables guerreros uno tras otro, tirano! ¿Lo aceptas?
Mardánish, a cuyas palabras estaban atentos todos los componentes del ejército y los pobladores de Guadix, contestó con cortesía.
—¿Tres de mis paladines contra ese hombre solo? ¡No es justo! ¡Uno contra uno y que Dios decida!
—¡Dios está de nuestra parte, tirano, y tú ya has prometido por tus hombres! —espetó de inmediato Ibn Tufayl—. ¡Este valiente se medirá con tus tres paladines y observarás cómo los desgraciados van cayendo bajo su espada! ¡Nuestro será el triunfo, tuya, la vergüenza y de Dios, la gloria! ¡Espero que te quede el honor suficiente después de eso como para irte y no aparecer jamás por los campos de Guadix!
Mardánish bajó la cabeza. Si el astuto visir lo confiaba todo a un único hombre, debía de tratase de alguien excepcional. Habló de modo que solo le oyeran los tres campeones que formaban a su espalda.
—Sería una vergüenza fracasar…
—¡Sería una vergüenza no luchar! —le cortó el navarro, y salió corriendo hacia la tierra de nadie mientras blandía su hacha y soltaba alaridos. El ejército estalló en un sinfín de vítores para animar al guerrero, y se produjo un pequeño tumulto al intentar cada cual cobrar buena posición para asistir a la lid en primera fila.
El paladín de Guadix se separó de Ibn Tufayl con media docena de pasos laterales, adelantó el pie izquierdo y alzó la adarga ante sí. Su espada se mantenía baja en una posición retrasada y sus ojos se entornaban al calcular la distancia que le restaba al navarro. En cuanto a este, la súbita arrancada le llevó a penetrar en la tierra de nadie. Balanceaba el escudo y el hacha al bracear y, de cuando en cuando, saltaba para esquivar los cimientos arrasados de alguna de las casas del arrabal. Álvar Rodríguez ahuecó la mano izquierda en torno a la boca para gritar:
—¡Más despacio! ¡Calma, o llegarás derrengado!
Pero era inútil. El griterío del ejército apagaba los avisos del Calvo, y el guerrero navarro solo podía oír un murmullo tras él mientras su corazón bombeaba sangre y todo su cuerpo se estremecía con el peso de la cota de malla, el gran escudo alargado y la voluminosa hacha de guerra. Acalló sus aullidos y empezó a jadear antes de llegar a distancia de cierre con el paladín de Guadix.
El joven Óbayd dio la espalda al encuentro de ambos luchadores, desenfundó su espada y se puso frente a Álvar Rodríguez.
—Permíteme ir en segundo lugar.
El Calvo observó al muchacho, cuyos ojos brillaban por la tensión del momento. Adivinó en ellos la necesidad de hazañas que él ya había vivido con intensidad. Óbayd, como arráez de Mardánish, necesitaba ganar fama y respeto entre la inmensa multitud de hombres de armas que allí se reunían.
—Acude con calma y vigila sus movimientos —aconsejó Álvar—. Olvida a todos los que estamos aquí y concéntrate en la lucha.
Óbayd asintió ante las recomendaciones del gigante. En ese momento llegó hasta ellos el eco del primer golpe de combate. El navarro había descargado su hacha con fuerza y dejándose llevar por la inercia de la carrera, y el de Guadix había interpuesto su adarga en oblicuo, con la intención de desviar el golpe más que de detenerlo. El hacha resonó al impactar en tierra, y el cristiano trastabilló arrastrado por el peso del arma. Entonces el paladín de Ibn Milhán, en un gesto de arrogancia, abrió los brazos y extendió a los lados adarga y espada mientras encaraba a la muchedumbre del ejército de Mardánish. Tras él, el soldado navarro se recomponía de su traspié y se daba la vuelta. Sus hombros subían y bajaban por el esfuerzo de la carrera, y mantenía el escudo de lágrima peligrosamente bajo mientras el hierro de su arma tocaba casi el suelo. Óbayd comprendió por qué el Calvo le había aconsejado calma.
El de Guadix encaró al navarro y fintó un par de veces. En la primera ocasión, el cristiano retrocedió, pero en la segunda quiso contraatacar con un hachazo de través. El musulmán se limitó a inclinar el cuerpo hacia atrás y esquivó con limpieza el paso del hierro.
Los gritos de ánimo del ejército sitiador empezaron a transformarse en murmullos de desencanto. La salvaje arrancada del navarro, que parecía ir a embestir a su adversario y acabar con él a la primera arremetida, se estaba convirtiendo en un espectáculo penoso: el cristiano se había consumido con el inútil esfuerzo de la carrera y ahora no podía sacar partido al peso asesino de su arma, convertida en un lastre. Mientras tanto, el paladín de Guadix permanecía fresco y dejaba que el navarro cediera fuerzas. Así pareció por fin comprenderlo este, porque se agazapó en ademán defensivo. Sin embargo, el luchador musulmán, cuya baza estaba ya claramente expuesta, no permitió que el cristiano descansara. Fintó una vez, haciendo respingar al navarro; fintó una segunda, y en esta ocasión el cristiano no se dejó engañar; la tercera finta no fue tal. La hoja de la espada andalusí describió un arco vertical y cayó sobre el canto superior del escudo navarro, elevado en un agónico intento por parar el súbito ataque. El siguiente golpe, velada la visión del guerrero, llegó a ras de suelo y tajó su pierna izquierda. El movimiento había sido realizado con elegancia por el andalusí, tras recuperar el tajo vertical y flexionar las piernas para buscar la parte expuesta del enemigo. El navarro, sin fuerzas para gritar, cayó y su hacha rebotó contra el suelo de aquella tierra de nadie. Los vítores se elevaron ahora desde las almenas de Guadix y su paladín hizo un nuevo gesto de desafío hacia el ejército de Mardánish.
Óbayd traga saliva con dificultad. Una punzada de miedo recorre su piel y eriza su vello mientras el sudor le recorre las manos y cae por el arriaz de su espada. Observa la hoja, bellamente labrada, impoluto el filo en toda su recta extensión. Hamusk, a la diestra de Mardánish, adivina lo que pasa por la mente del arráez.
—Adelante, jovencísimo Óbayd —anima con sorna el señor de Segura—. Acaba con ese desgraciado.
El arráez levanta la vista. En la tierra de nadie, Ibn Tufayl sigue el duelo como espectador privilegiado. El paladín de Guadix, terminado su alarde ante el ejército sitiador, enfunda su espada, extrae una daga y se inclina sobre el vencido. Álvar Rodríguez aparta la mirada. No quiere ver cómo el musulmán levanta el almófar del navarro para degollarlo y acabar el negocio. En lugar de ello, advierte el temblor que las manos de Óbayd empiezan a mostrar. El Calvo deja pender la maza de la correa que la une a su muñeca derecha, tira del almófar forrado de piel y se cubre el cráneo afeitado. Se cala el yelmo y, mientras lo enlaza bajo la barbilla, inclina la cara y la acerca al oído del arráez.
—Déjame a mí.
El muchacho no contesta. Prefiere caminar hacia la tierra de nadie; pausadamente, como le ha aconsejado el conde de Sarria, sobreponiéndose al miedo a morir y pensando solo en la gloria que tanto anhela. Su respiración entrecortada suena lejana a sus propios oídos, y siente cada latido del corazón. La muralla rojiza se torna gris y todo se oscurece. El mundo se reduce ahora a aquel guerrero guadijeño que limpia la daga ensangrentada en el cuero que recubre su adarga. Las tornas han cambiado. El ejército sitiador calla y los más negros presagios lo invaden. Todas las riquezas de Guadix y Baza, que antes consideraban prácticamente ganadas y repartidas, quedan ahora lejos del alcance de Óbayd y sus compañeros. Por el contrario, las murallas de la ciudad hierven de entusiasmo. Algunos estandartes ondean al ser balanceados por sus dueños, y los insultos y burlas cruzan el aire sobre el rostro sonriente y burlón del guerrero de Guadix. Óbayd, que no oye las carcajadas ni las injurias, se fija un instante en esa cara. En su gesto tranquilo. El arráez apenas puede contener su terror, pero el enemigo no da muestras de él. Eso desconcierta a Óbayd. A su mente acuden como sombras raudos pensamientos que se obliga a desterrar. Tentaciones de detenerse, retroceder y excusarse. Un súbito mareo, tal vez… Pero no puede hacerlo. No debe. Todas las miradas están puestas sobre él. Se pasa por la cara el dorso del puño que aferra la espada. Suda. A torrentes. ¿Lo ven los demás? ¿Acaso no son capaces de oír el retumbar de su corazón? Es el sonido del miedo. Óbayd se obliga a mantener la mirada fija en la del enemigo. Él sigue sonriendo, como si el duelo fuera un mero trámite. Tal vez lo es.
El arráez llega al lugar de la lucha, a la derecha del cadáver del primer paladín. Aunque ha querido evitarlo, acaba de mirar directamente al charco de sangre que crece bajo el guerrero navarro. La tierra parece negarse a absorber el líquido, que corre en dirección a Óbayd. Una súbita aprensión ataca al muchacho. Sus ojos quedan atrapados bajo el charco oscuro que crece y crece. Ese hombre estaba vivo hace apenas un instante, y ahora…
—Ese presuntuoso de Óbayd está acabado —presagia Hamusk desde las filas de Mardánish. No hay rastro de pena en la voz del señor de Segura—. Esperemos que nuestro amigo Álvar nos saque de este apuro, o seremos el hazmerreír de todos.
El rey del Sharq, a su lado, desvía la atención del inminente duelo entre su cuñado y el paladín de Guadix.
—Tal vez deberías haberte presentado tú voluntario para luchar.
Hamusk aprieta los dientes ante el comentario de su yerno, pero el duelo vuelve a atraer la atención de todos. Acaban de cruzarse las espadas de los dos duelistas. El primero en atacar ha sido el de Guadix. Lo ha hecho sin fuerza, con la clara intención de medir a su rival. Óbayd levanta el escudo, para sin dificultad y devuelve el golpe. Todo muy trivial. Se suceden algunas estocadas y tajos abiertos, claros, directos. Uno golpea y el otro detiene y, a continuación, cambian sus papeles. Siguen los pasos de una danza que va cobrando velocidad a medida que se suceden los ataques. El Calvo comprende de inmediato la intención del guerrero enemigo. Con el navarro se ha limitado a aprovechar su fatiga, ha dejado que se cansara antes de entrar en combate y luego no le ha permitido recuperarse para ganar el terreno perdido. Ahora, con Óbayd, el de Guadix pretende que el arráez se confíe, que entre en el juego del duelo simple y limpio. Y parece claro que en aquellos instantes el muchacho gana firmeza: se le ve golpear, defender, encadenar espadazos, detener los intentos de su adversario. Álvar Rodríguez nota que la desazón crece en su interior. Tiene forma de vacío. Una nada que sube desde el estómago y se detiene en la garganta. Él es guerrero experimentado. Conoce el sabor del miedo, tanto propio como ajeno; es capaz de verlo en la mirada de un enemigo, en su forma de moverse y de respirar. Sabe reconocerlo en sí mismo también. Y sabe dosificarlo, saborearlo y, si es necesario, tragarlo. Ahora el cristiano observa esa experiencia en el paladín de Guadix, y ve que el joven arráez Óbayd se siente superior al navarro caído, y tal vez incluso capaz de derrotar a su oponente. El Calvo sabe que se equivoca. En cualquier momento, cuando el arráez se haya hundido por completo en el ritmo impuesto por el de Guadix, este le sorprenderá. Y Álvar no quiere que eso ocurra. Siente simpatía por Óbayd. Por la forma que ha tenido de aceptar el duelo y por cómo ha vencido al pánico inicial. Álvar Rodríguez empieza a avanzar. Tímidamente al principio para no llamar la atención de nadie, con más celeridad después, al ver que todos mantienen sus miradas fijas en el duelo entre los dos andalusíes.
De repente, el intercambio de golpes, que había alcanzado una cadencia rápida y acompasada, se trunca. El de Guadix se arroja hacia Óbayd e impacta con su adarga en el escudo del arráez. El muchacho, pillado por sorpresa, se ve impelido hacia atrás, y el paladín enemigo le lanza una fuerte lluvia de tajos desde todas direcciones que obligan a Óbayd a mover su escudo a un lado y a otro: lo sube para detener un golpe y lo baja para atender al siguiente movimiento del de Guadix; lo cruza ante sí para evitar una estocada y retrocede para no verse arrollado y llevado al suelo; mueve de nuevo su defensa para interceptar un repentino tajo de través… Entonces, el paladín enemigo salta con la pierna por delante y patea con nervio inusitado el escudo de Óbayd. El arráez pierde pie, cae hacia atrás y vuela por encima de los terrones de alguna abandonada huerta del arrabal; se desploma sobre el suelo con resonar de hierro, y Álvar Rodríguez ahoga un juramento. Un gruñido de triunfo escapa de la garganta del de Guadix, y descarga un potente golpe con la espada sobre el torso ahora descubierto del arráez. El filo no puede romper la cota de doble malla, pero el muchacho se encoge sobre sí mismo y deja escapar todo el aire de sus pulmones al sentir el hierro de las anillas clavándose en la carne a través del jubón.
En ese momento, llega Álvar Rodríguez con su maza de guerra empuñada y llama la atención del de Guadix.
—¡Has vencido esta lid! ¡Yo soy el siguiente! —Avanza para interponerse entre su enemigo y el cuerpo magullado de Óbayd.
El de Guadix no ha visto venir al gigantesco Álvar Rodríguez. Desiste momentáneamente de rematar al joven arráez y retrocede sin perder la cara al cristiano. Su respiración está acelerada, pues el duelo con Óbayd ha sido largo para lograr la confianza del muchacho. Se dispone a darse un respiro al ver que tiene ante sí a un guerrero formidable que le sobrepasa con claridad en tamaño y fuerza. Sin duda, piensa el de Guadix, se trata de la última y mejor baza del ejército sitiador. El Calvo se detiene junto a Óbayd y lo protege con su presencia. Hace resbalar el escudo por encima del hombro y lo embraza con un gesto hábil y mil veces repetido. Mantiene la maza baja.
Tras él, el joven arráez se retuerce de dolor. La espada del enemigo ha hundido la loriga y tal vez incluso tenga algún hueso roto. Álvar Rodríguez escucha ausente los lamentos, pero sabe que ahora no es solo su vida la que depende de que él triunfe en el tercer y último duelo. Vuelve el extraño sentimiento de simpatía hacia el muchacho caído. Como si salvar su vida fuera mucho más importante que conquistar Guadix y Baza enteras.
—Has luchado con honor y tu derecho es acabar con la vida de este hombre —el Calvo habla al vencedor aunque señala con la maza al derrotado arráez—, pero te pido que la respetes si ganas el último combate.
El de Guadix observa extrañado al cristiano. Sigue agazapado tras su adarga, ganando el precioso tiempo que le permitirá recuperarse antes de medir fuerzas y habilidad con aquel gigante.
—¿Habría podido esperar lo mismo de él? —habla por fin el paladín andalusí en un aceptable romance—. De haber vencido, yo estaría ya muerto. Y si tú me derrotas, también me matarás.
Álvar Rodríguez, fiel a su condición de caballero, imbuido de cortesía poética, alza la voz para que el venerable Ibn Tufayl, que permanece cerca del lugar del duelo, le oiga.
—¡Te prometo que respetaré tu vida en caso de derrotarte! ¡Promete tú que respetarás la de mi amigo vencido!
—No te creo —repone de inmediato el de Guadix—. No cumplirás tu promesa. Y aunque así fuera, los amigos de ese hombre —señala al navarro muerto, que ahora, con el trajín del segundo duelo singular, ha quedado algo alejado hacia las murallas— reclamarán venganza.
—Debes creer en mí. Soy Álvar Rodríguez, conde de Sarria, y de nada me sirve vivir sin honra. Yo podría haber atacado sin permitir que te recuperaras; pero no sería justo, pues ya te has medido con dos paladines. Para mí no hay honor ni gloria en vencer a un hombre derrengado, y mucho menos en incumplir mi palabra. Ese hombre —el Calvo apunta con su maza a Ibn Tufayl— es testigo de mi promesa. ¿Qué más debo hacer para que creas en mí?
El paladín andalusí reflexiona unos instantes, que se alargan mientras termina de recobrar el aliento. Mira a los ojos grises del Calvo, resplandecientes de ira pero francos como el agua limpia. Lo que ve en ellos es tan convincente que sus dudas se disipan.
—Sea —dice, y avanza resueltamente hacia Álvar.
Los dos paladines alzan sus escudos y se aproximan. A su alrededor se ha formado un triángulo en el centro de la tierra de nadie: en un vértice termina de desangrarse el cadáver del guerrero navarro; más allá permanece atento y callado el visir Ibn Tufayl y, entre ambos, en el tercer ángulo, se retuerce de dolor el arráez Óbayd. En lo alto de las murallas de Guadix, los sitiados disminuyen su fervor al comparar las figuras de los combatientes. No es de extrañar. El Calvo aventaja en tamaño con mucho al andalusí, aunque la rapidez está de parte de este. En las filas de Mardánish, el rey del Sharq asiste preocupado al último duelo. Dos de sus hombres yacen derrotados y el enemigo ha demostrado hasta el momento una astucia sin par. Tensa los músculos de la mandíbula y resopla. Espera que el Calvo pueda hacer valer su tremendo tamaño y su fuerza descomunal.
El primer mazazo de Álvar Rodríguez rasga el aire. Lo lanza en horizontal, en busca de la cabeza de su adversario. Este retrocede, sabedor de que no puede oponer nada a aquella arma pesada y maciza. Al no encontrar su objetivo, el Calvo permite a su brazo girar por encima de la cabeza y avanza mientras encadena un segundo golpe. El de Guadix se mueve deprisa. Se desplaza a los lados y atrás, con lo que obliga al cristiano a moverse también. A ojos de todos parece estar repitiéndose el primer duelo con el navarro. Pero Álvar Rodríguez es un guerrero veterano. Sabe que para sus enemigos solo hay dos opciones: mantenerse lo suficientemente alejados o, por el contrario, aprovechar su menor tamaño y rapidez para colarse en su guardia y atacarle muy, muy de cerca. Además ha visto luchar ya dos veces a aquel paladín de Guadix, y sabe que semejante campeón escogerá la segunda opción. Él está ya esperándole.
La decisión se demora en llegar. Al igual que ha ocurrido con el navarro muerto, el andalusí confía en ablandar primero a su enemigo cristiano con la fatiga, por lo que evita el contacto al tiempo que revolotea a su alrededor. El Calvo, empero, no se deja llevar. Mantiene el ritmo de sus mazazos, aprovecha cada giro, se abstiene de atacar con furia total, controla en todo momento cualquier posibilidad. Sabe que es así como se vence: evitando el fallo y buscando el del contrario. O provocándolo.
El Calvo se detiene, gruñe y asienta ambos pies en tierra. Tose un par de veces y lanza un nuevo mazazo, esta vez descontrolado. Pasa a mucha distancia de su enemigo, pero el peso de la maza le arrastra a la izquierda y le hace girar, con lo que descubre su costado como una diana grande y cubierta de mallas. El de Guadix reacciona como un gato. Ni siquiera se permite alegrarse del fallo del adversario. No hay tiempo para eso. Ahora es momento de matar, luego ya vendrán las alharacas. Se arranca con un alarido, seguro de no errar el tajo ante objetivo tan claro. Pero Álvar, lejos de moverse dominado por su arma, ha continuado girando sobre sí mismo. El enorme escudo de lágrima reaparece ante el rostro del paladín andalusí justo cuando está a punto de alcanzar el objetivo, y precisamente por ello no puede interponer su propia adarga. El cazador es cazado. La bloca del Calvo impacta con fuerza en la cara del de Guadix y dobla el nasal del yelmo. Sus pies se elevan y, durante un momento, parece que el cuerpo del andalusí flota en el aire junto a Álvar. Luego se desploma como un fardo y levanta una pequeña nube de polvo a su alrededor.
Un atronador chillido de victoria se alza en las filas del ejército sitiador. Las lanzas suben y se despliegan los pendones. Unos y otros se felicitan por el resultado del último duelo. Álvar Rodríguez, jadeante, aleja de un puntapié la espada del de Guadix y se acuclilla junto a él. El andalusí ha perdido la consciencia y sangra con profusión por la nariz, aplastada por la pieza metálica del nasal. El cristiano mira hacia sus filas y cree ver la expresión de alivio en la cara de Mardánish. No es para menos. Ha empezado luchando por salvar a Óbayd, pero ha terminado peleando al filo de su propia supervivencia. Susurra para sí mientras intenta controlar el temblor de sus piernas.
—Por poco. Por muy poco.
Mardánish fue el primero en acercarse a la carrera. Se aproximó antes de nada a Óbayd, que yacía hecho una madeja a unas varas. Habló en voz baja al joven arráez mientras le tomaba una mano, le felicitó por su valor y le animó con palabras de agradecimiento y elogios a su coraje. Luego miró al Calvo.
—He dado mi palabra a este guerrero de que se respetaría su vida —dijo Álvar.
Con eso fue suficiente. El rey del Sharq asintió y se dirigió pausadamente hacia donde seguía en pie Ibn Tufayl. La cara del visir ya no mostraba gesto de desafío, sino de desencanto. Aguardó en el lugar mientras el ejército sitiador se mantenía apartado, celebrando el triunfo pero a la espera de las órdenes de su líder. Solo Hamusk cruzaba la tierra de nadie en dirección a Mardánish. Ibn Tufayl habló sin asomo de temor.
—Guadix te será entregada, así como sus tierras. —El visir hizo un movimiento de abanico con el brazo—. Dispondrás de todas sus riquezas. Queda por ver si tú cumplirás tu palabra.
—Aunque me has llamado tirano, viejo, te demostraré que la palabra de Mardánish vale tanto como la que más. Vuelve ahora a Guadix y que tu señor Ibn Milhán disponga todo para que me sea entregada. Aquel que lo desee podrá abandonar la ciudad con las posesiones más preciadas que pueda reunir hasta el atardecer, pues no tengo necesidad de oro. Entregad vuestras joyas a los almohades y decidles que el Sharq al-Ándalus considera como su bien más preciado la libertad, y que renuncia a las riquezas. Quien así lo quiera puede permanecer en Guadix. Su vida y su hacienda están garantizadas y su única obligación será reconocerme como señor. En cuanto a vuestros guerreros, todo el que se atreva puede alistarse en mis filas. Los demás serán desarmados y partirán como cualquier otro ciudadano.
»Ah, y a ti, Ibn Tufayl, te ofrezco un puesto en mi corte. ¿Qué dices?
El visir cruzó la mirada con la de Mardánish durante unos instantes. Señaló al paladín inconsciente derrotado en el suelo.
—El guerrero cristiano ha prometido respetar su vida —apuntó.
—No solo eso. Si lo acepta, ese hombre pasará a formar parte destacada de mi ejército.
Ibn Tufayl asintió.
—Antes del atardecer se habrá cumplido tu voluntad. Abriremos las puertas y empezaremos a salir. Yo no te acompañaré a tu corte, pues hace tiempo que deseo conocer en persona a esos almohades de quienes tanto se habla.
—No puedo creerlo. —Mardánish señaló las copas de los cipreses, que sobresalían tras las murallas adornadas con plantas trepadoras—. No es cabal que cambies esta belleza por la desolación almohade.
Ibn Tufayl no disimuló su desprecio.
—Los placeres de la vida son efímeros —señaló al cielo con el índice derecho—, hay que pensar en la vida futura y temer a Dios.
El visir se marchó sin más. La decepción que podía haber sentido Mardánish quedaba bajo una gruesa capa de satisfacción por el resultado del duelo final. En ese instante, Hamusk llegó hasta él.
—No estás actuando bien, yerno —le reprochó mientras examinaba la línea de las almenas repletas de enredaderas—. Esto servirá como ejemplo a otras ciudades. Un ejemplo muy malo. La gente no capitula sino por miedo, y lo que estás demostrando es una debilidad impropia de un rey. Tú debes llegar y arrasar, masacrar a tus adversarios y saquear. Que todos los enemigos sepan que deberán someterse de inmediato o morir. Nada de pactos y duelos singulares. Eso son estupideces cristianas.
Mardánish miró a su suegro como si no lo conociera.
—Por nuestras venas corre tanta sangre cristiana que no veo el problema. Además, míralos. —Señaló al ejército de asedio, aún dominado por la euforia—. Son ellos los que están aquí como vencedores. Cristianos. Hace apenas cien años seguían encerrados en sus cuevas, ocultos en montañas. ¿De verdad piensas que sus estupideces cristianas no sirven de nada?
Hamusk rezongó algo por lo bajo y señaló al paladín de Guadix, que empezaba a removerse a los pies de Álvar Rodríguez.
—Da al menos un ejemplo con él. Que todos conozcan las consecuencias de enfrentarse por las armas a nosotros. Déjamelo a mí. Lo crucificaré a la puerta de Guadix, y así los que se vayan al sur podrán contar a los almohades cómo las gastamos con…
—Ni hablar. El conde de Sarria ha dado su palabra y debemos respetar la vida de ese guerrero. Es más, pienso hacer que lo curen mis médicos y le ofreceré luchar por mí. Es un soldado admirable.
Hamusk rio a su estilo, y la carcajada, estridente y enojosa, llenó la tierra de nadie de burla.
—Los ulemas tienen razón: todo está al revés en el Sharq al-Ándalus. Las mujeres aplastan las rebeliones a degüello y los hombres perdonan a sus enemigos. Eres incauto. Yo soy quien te dice ahora que los mires. —Hamusk apuntó a las filas del ejército sitiador—. Los mismos que ahora te aclaman como su líder te traicionarán mañana, justo cuando todos aquellos a los que vas a dejar irse de Guadix marchen contra ti junto con esos cabreros africanos. Entonces te arrepentirás de lo que vas a hacer hoy.