La Joya del Turia
UNAS semanas después. Afueras de Valencia
El verano se consumía irremediablemente. El momento de la cita señalada con el emperador Alfonso se acercaba, pero nada o poco más se había avanzado en el problema de Valencia. Mardánish había establecido su real en la pequeña munya de Marchalenes, el lugar al que Zobeyda gustaba de ir en las noches calurosas. Había ordenado a las tropas valencianas leales que completaran un círculo alrededor de la ciudad para ejercer un cerco en regla. Sin embargo, se trataba de un asedio extraño: el objeto era capturar e interrogar a todo el que consiguiera salir de Valencia y, sobre todo, evitar emisarios destinados a poner la ciudad a disposición de cualquier señor afín o no a los almohades.
La situación en el interior de las murallas no debía de ser apacible. En cuanto Mardánish ordenó colocar estandartes con la estrella de ocho puntas en lugares bien visibles desde la muralla, los valencianos atrapados en la ciudad empezaron a ingeniárselas para abandonar la trampa. La mayor parte de ellos, asustados, llegaban prometiendo que no habían servido al usurpador. Otros, los menos, pretendían ganar gloria proponiendo planes para entrar y recobrar la ciudad. Pero había un problema: en los momentos siguientes al alzamiento de Ibn Silbán, este había ejecutado a varios funcionarios del gobierno de Mardánish, y había jurado hacer lo mismo con quien no le prestara obediencia inmediata. Naturalmente, todos se habían adherido sin fisuras evidentes. Los huidos coincidían en señalar que un clima de terror recorría la ciudad; que cada vez era más difícil abandonar Valencia. Ibn Silbán contaba con adeptos sinceros, andalusíes convencidos por algunos ulemas radicales que, escandalizados por el estilo de vida que había puesto de moda Mardánish, deseaban volver al islam primordial, a las costumbres pías que, según se decía, preconizaban esos bereberes lejanos que se hacían llamar almohades.
Mardánish, por su parte, dejaba pasar el tiempo sin saber qué hacer. Pretendía solucionar la crisis con el menor número de perjudicados, porque no quería dar una razón al pueblo de Valencia para odiarle. Pero ¿cómo tomar la ciudad al asalto si una vez dentro no iba a saber quién estaba con Ibn Silbán y quién contra él?
Aparte de las soluciones peregrinas y ávidas de gloria efímera de algunos alunados, el rey del Sharq recibió otras propuestas que acabó desdeñando o que no sirvieron de nada. Un capitán de su ejército pensó en entrar en plena noche y, aprovechando su amplio conocimiento de la ciudad, buscar a Ibn Silbán y cortarle el cuello. Al despertar del día siguiente todo se presentaría como algo consumado y la normalidad volvería de inmediato. Sin embargo, Mardánish sabía que el usurpador no podía estar solo en su conspiración y temía que sus partidarios desencadenaran un baño de sangre. Otro valenciano propuso ofrecer dinero en grandes cantidades a parte de la guarnición rebelada y exigir que se volvieran contra el usurpador y sus hombres. En este caso no podía haber error, puesto que los sobornados debían de conocer de primera mano a sus compañeros de rebelión. Mardánish lo consideró y decidió probar suerte: hizo traer desde Alcira una buena cantidad de oro y consiguió entrar en contacto con algunos soldados levantiscos de los que guardaban las murallas. Establecido el pago, los presuntos sobornados se quedaron con el oro y las puertas de Valencia permanecieron cerradas. El rey del Sharq no montó en cólera solo porque sabía que el dinero gastado no saldría de Valencia, pero el que le había propuesto el plan acabó haciendo de aguador para la tropa mientras durase el asedio.
En cuanto al hermano de Mardánish, Abúl-Hachach, encargado por aquel del gobierno de Valencia, se había limitado a ponerse a buen resguardo y observar cómo el traidor Ibn Silbán se erigía en nuevo amo de la ciudad. A nadie había sorprendido, pues todo el mundo sabía de la incapacidad de Abúl-Hachach para hacer frente a las crisis reales. Muchos se maravillaban de que aquel inepto pudiera ser hermano de un hombre tan decidido, igual en la guerra que en la corte, como Mardánish. Álvar Rodríguez, por su parte, pasaba el día recorriendo la huerta, los arrabales, la Albufera, las playas y las alquerías. Admirando los jardines, las fuentes, los paseos y a las preciosas valencianas de ojos oscuros. Gozaba de los alrededores de la ciudad como solo podía hacerlo alguien acostumbrado a los fríos y oscuros bosques del norte y a las mujeres de tez blanquecina. En los contornos de Valencia, el Calvo cayó en una languidez que le hizo comprender en cierto modo qué había impulsado a generaciones de cristianos a codiciar aquella parte de al-Ándalus, y qué llevaba a sus dueños a defenderla con uñas y dientes.
Un día, cuando el calor ya no provocaba que los ropajes se pegaran a la piel y se podía dormir sin padecer cientos de picotazos de los mosquitos, se presentaron los emisarios del emperador Alfonso y citaron a Mardánish en la alcazaba de Lorca para dos semanas después. El rey del Sharq mandó de vuelta a los mensajeros con la confirmación de su asistencia, pero la proximidad de la cita le puso nervioso, de forma que decidió acabar cuanto antes con el engorroso problema de Valencia. Sus socios genoveses y pisanos empezaban a impacientarse: necesitaban sus oficinas de negocio dentro de la ciudad, precisaban de la actividad de los mercados y, sobre todo, temían que Valencia fuera a caer realmente en manos almohades. Con el solo hecho de que la rica ciudad saliera de la posesión de Mardánish, esos comerciantes italianos, al igual que muchos de sus colegas castellanos, mallorquines y barceloneses, perderían una gran cantidad de dinero.
Mardánish estaba a punto de ordenar el asalto y encomendarse a la suerte, pero entonces apareció por el camino de Murcia una comitiva bellamente engalanada. A su cabeza venían los guardias destinados al servicio de Zobeyda, la favorita del rey del Sharq. Cuando avisaron a este, las carretas se habían detenido a las puertas de la munya de Marchalenes. Cuatro doncellas, de escandalosa hermosura y bien ataviadas, habían creado un pasillo para la favorita, quien saludaba con cariño a los servidores del lugar. Llegaba vestida al modo cristiano, con brial encordado de color pálido, ceñidor de orifrés que remarcaba la curva de sus caderas, y un fino velo enganchado a su nuca y que colgaba hasta la cintura como simple complemento a su cabello, insolente y suelto, perfumado con aceite de algalia, salpicado de sus acostumbrados gladiolos y mecido por la brisa que soplaba desde el Mediterráneo. Un sano color cobrizo se había posado en su piel, prueba de que los días en Segura no habían transcurrido en encierro.
—Pero ¿qué haces tú aquí? —fue el destemplado saludo de bienvenida del esposo a la esposa.
—Para mí es también un placer verte de nuevo, mi señor y rey. —Zobeyda se adelantó teatralmente y cogió la mano de Mardánish, la atrajo hasta sus labios y depositó en ella un largo beso.
—Di instrucciones para que permanecieras en Segura. No solo eso: le dije a tu padre que me mandara a Abú Amir, y ni siquiera se ha acercado por aquí —se quejó Mardánish—. ¡Estoy rodeado de estúpidos y lo necesito!
—Fui yo quien retuvo a Abú Amir —confesó Zobeyda—. Sabía que si él partía sin mí, yo me quedaría en Segura hasta tu vuelta. Me ha costado mucho convencer a mi padre para que me permitiera marchar, pero no puedo dejar que Valencia sufra. Por eso he venido personalmente. Abú Amir viene conmigo.
—No quieres que Valencia sufra y por eso vienes. No te entiendo.
—¿Cómo es que todavía no has reducido la ciudad? —preguntó ella.
—No sé cómo hacerlo sin desatar una matanza. Entre los que resisten dentro los hay que me han traicionado, pero también hay muchos, la mayoría, que siguen allí por miedo. No puedo saber quiénes son unos y otros. Al principio desertaron soldados y escapó gente por los postigos, pero ese desgraciado de Ibn Silbán debió de darse cuenta y aumentó la vigilancia. Los últimos en salir dijeron que varios valencianos habían sido prendidos al intentar huir; el traidor Ibn Silbán los decapitó y colgó sus cabezas sobre cada puerta y portón de la ciudad. Ha arriado mis estandartes y declara que ha abrazado el Tawhid. Sé que en las oraciones de las mezquitas se proclama el nombre de Abd al-Mumín. Ese perro ha empezado su propia purga, reduciendo a prisión y ejecutando a quienes otros traidores como él han denunciado por su tibieza religiosa o malas costumbres. Cuando entre en Valencia, ¿qué veré? ¿Cómo sabré quién es un alevoso y quién está muerto de miedo?
Abú Amir, que se había acercado mientras Mardánish desgranaba sus penas, escuchó con atención y tiró de su barba al tiempo que se mordía el labio inferior.
—Está claro que la solución ha de llegar desde dentro —opinó.
Todos guardaron silencio. En ese instante apareció Álvar Rodríguez y, aunque ignoraba lo que sucedía, supo de inmediato que aquella mujer que discutía con Mardánish no podía ser otra que la famosa Zobeyda bint Hamusk. El Calvo vaciló un instante, pues estaba convencido de que las esposas musulmanas no podían dejarse ver ante extraños; pero cayó de inmediato bajo el hechizo natural de la mujer y se adelantó, clavó la rodilla en tierra e inclinó la cara hacia el suelo. En sus retinas grises se habían grabado las negras pupilas de Zobeyda y un extraño cosquilleo le corría ahora por la espina dorsal. Aquella mujer era como las que cantaban las trovas llegadas de más allá de los Pirineos. Las damas por las que los guerreros se sometían y partían en busca de reliquias imposibles. Era como si cada poema recitado por los juglares en Toledo, en Burgos o en León cobrara sentido.
—Mi señora Zobeyda, permite que rinda aquí y ahora la pleitesía que se te debe. Soy Álvar Rodríguez, hijo del conde de Sarria, señor de Meira, vasallo de Alfonso de León y desde ahora tu siervo. Dispón de mí como gustes.
Zobeyda sonrió encantada ante la presentación de aquel titánico caballero. Sus ojos brillaron de admiración al descubrir el rostro enmarcado por la mandíbula cuadrada, los ojos fieros y aquel gesto cuya fuerza despedía un atractivo animal. Su cabeza no tenía un solo pelo, lo que en lugar de desmerecer su apostura la incrementaba, y sus hombros eran tan anchos que no habría podido esconderse tras un caballo. En cuanto a Mardánish, después de lo que el emperador Alfonso le había contado, no le extrañó semejante presentación por parte del guerrero cristiano. Cuando el Calvo se puso en pie, Zobeyda miró hacia arriba asombrada.
—El caballero Álvar Rodríguez está aquí como amigo y aliado mío —explicó el rey del Sharq—. Es un luchador excelente, pero de poco me sirve su habilidad si no hay forma de hallar quién es el enemigo real dentro de Valencia.
Ella asintió, pero se abstuvo de dirigirse directamente a Álvar. Un súbito vahído de vergüenza la asaltó y pidió permiso para retirarse al interior de la munya, lo que hizo seguida de inmediato por su corte de doncellas, casi tan hermosas como la propia Zobeyda. Una de las jóvenes era una eslava de piel muy blanca y cabellos rubios; la segunda, una persa de voluptuosos encantos; la tercera, una bellísima negra de mirada felina, y la última parecía una cristiana pelirroja. El Calvo, entusiasmado por el desfile de preciosidades, estrechó la mano que le ofrecía Abú Amir. El andalusí habló admirado:
—El señor de Segura nos habló de tus hazañas ante las murallas de Jaén, pero no podíamos imaginar que estuviera hablando de un gigante auténtico…
—Abú Amir —Mardánish recuperó su gesto hastiado—, has desobedecido mis órdenes y, por añadidura, traes contigo a Zobeyda. Mi generosidad tiene un límite y tú te empeñas en traspasarlo.
—Te pido perdón, mi señor, pero ya sabes que es imposible negar nada a tu favorita. Recibí tus órdenes de boca de Ibrahim ibn Hamusk, que viva largos años, pero tu amada me prohibió abandonar Segura sin ella. La bella Zobeyda ha pasado medio verano tejiendo sus redes, como tú sabes que acostumbra, para convencer a su padre de que la dejara marchar. Intenté hacerle ver que era imprudente, que conseguiría enojarte. Incluso le propuse viajar a Murcia para ver a los pequeños Hilal y Zayda, que llevan ya meses sin sentir el calor de su madre. Al final, y en mi afán de cumplir cuanto antes, yo mismo colaboré con ella para que Hamusk se convenciera y pudiera venir a reunirme contigo. Castígame como merezco, mi señor, pero sé comprensivo.
—Ah, basta de palabrería. Debo salir de inmediato para Lorca porque he de reunirme con el emperador. —Mardánish palmeó en el hombro al Calvo—. Quédate si lo deseas, amigo mío, y cuida de que todo se haga como corresponde. Informa a mi hermano Abúl-Hachach de cualquier pormenor, pero no esperes que él te saque de apuros. En cuanto a ti —señaló a Abú Amir—, te encomiendo de nuevo el cuidado de mi esposa: que no haga ninguna otra tontería. Mejor aún: que no abandone esta munya hasta mi regreso. Y piensa cómo expugnar Valencia sin que el Turia se desborde de sangre. Cuando vuelva de Lorca, tengas o no la solución, forzaré las puertas de la ciudad y la tomaré. Está decidido.
Otoño de 1151
Zobeyda dejó pasar poco tiempo. El justo para que el frescor que volaba desde los montes entrara en Valencia y las hojas empezaran a caer para alfombrar las alamedas de rojo y ocre. Aunque al principio se guardó de buscar complicaciones a Abú Amir, pronto dejó de resistirse a su impulso natural: abandonó en solitario la munya de Marchalenes para pasear descalza por la orilla del Turia, ligeramente recrecida con las aguas que caían sobre las sierras del interior.
—¡Oh, habitantes de al-Ándalus, qué suerte tenéis: agua, sombra, ríos y árboles!
Zobeyda sonrió al reconocer la voz de Abú Amir. Se mordió el labio inferior hasta que recordó la continuación del verso.
—El paraíso eterno solo está en vuestro país; si yo pudiese escoger, con este me quedaría…
—No temáis entrar en el infierno, pues ello no es posible después de haber estado en el paraíso —completó el erudito maestro.
—Es uno de mis poemas favoritos —reconoció ella.
—Por supuesto. Casa muy bien con tu temperamento. Desobedeces a tu marido como solías hacer con tu padre, ignoras toda norma y buscas el abrazo de la vereda arbolada y el arrullo del Turia. —Abú Amir señaló las murallas de Valencia, al otro lado del río—. Ahí está tu paraíso.
Zobeyda aspiró con avidez el aroma de las violetas de Persia que una brisa repentina le llevó, posiblemente desde alguno de los jardines cercanos al arrabal de Marchalenes.
—No entiendo cómo ese Ibn Silbán y sus seguidores son capaces de ignorarlo. ¿Y cómo pueden desconocerlo los propios almohades? ¿Qué pretenden? ¿Qué renunciemos a todo esto por sus absurdas normas? ¿Habría querido Dios, sea quien sea, que pusiésemos un velo ante nuestros ojos para no ver toda esta maravilla? ¿Para qué crear tanto placer si no se puede disfrutar de él?
—Que no te oigan hablar así o tendrás problemas —advirtió el consejero—. Y yo también los tendré, puesto que…
—… puesto que no hago sino repetir tus enseñanzas y tu propia filosofía.
—No todos ven el mundo como tú y yo, niña.
Ella volvió a inspirar y cerró los ojos para concentrarse en sus otros sentidos y atrapar cada pequeña brizna de esencia traída por el viento. Las hojas levantaron un murmullo al arrastrarse; creaban el contrapunto perfecto para el correr del agua en el Turia, y la brisa resbalaba sobre la piel tersa y cuidada de la joven hasta arrancarle un estremecimiento.
—¿Qué crees que pasará? —Zobeyda volvió a contemplar las murallas de la ciudad.
—Si perdemos Valencia, todo se vendrá abajo. —Abú Amir recorrió también con la mirada la línea pétrea de las defensas al otro lado del río—. No precisamente por los almohades, que son lentos hasta la exasperación. Tu esposo debe conseguir pronto la sumisión de la ciudad o el príncipe de Aragón tendrá la excusa perfecta para descender desde sus dominios y conquistar Valencia. Es un deseo que ha latido en la sangre de los aragoneses desde hace generaciones. Si cae Valencia, todo lo que queda de la Marca Superior se vendrá abajo a continuación. Mardánish no podrá resistir semejante pérdida aunque la resplandeciente Murcia siga en su poder.
—Eso no responde a mi pregunta. Quiero saber qué pasará según tú.
—Tu esposo piensa como yo, así que luchará por todos los medios para recuperar Valencia. Cuando regrese de Lorca entrará a sangre y fuego en la ciudad. Ese loco de Ibn Silbán no se someterá, a juzgar por cómo se ha comportado hasta ahora, luego la pérdida de vidas será espantosa. Después, a Mardánish no le quedará otro remedio que limpiar la ciudad para expulsar todo foco de rebelión, tal como se dice que hacen los almohades en África. Las pérdidas sumirán a Valencia en la tristeza… Pero siempre es mejor eso que pecar de pasividad y dejar que Ramón Berenguer se enseñoree de la Joya del Turia.
Zobeyda bajó la mirada y removió con sus delicados y desnudos pies algunas de las hojas que alfombraban la ribera. Su piel, tostada por el sol mediterráneo y adornada con motivos de alheña, se entremezcló con el ocre amarillento del lecho otoñal.
—No es posible que los rebeldes ignoren todo eso. Su motín no puede prosperar. Por eso no consigo explicarme qué los mueve a empecinarse.
—Es el miedo, niña —explicó Abú Amir con su siempre cadenciosa y grave voz, perfectamente modulada—. Si se es lo bastante persuasivo, cualquiera puede convencer a cualquiera de que todas estas maravillas son en realidad tan efímeras como el brillo de una chispa en medio de un incendio, y entonces habrá sembrado el temor. Los crédulos temen los tormentos a que serán sometidos por Dios, que les exige una corta vida de sacrificio, de martirio, a cambio del eterno premio del paraíso. Los placeres mundanos que tanto aprecias son para ellos la perdición, un breve instante de felicidad que no puede compararse con la eternidad en el vergel divino. Esos —Abú Amir señaló a las siluetas de los centinelas de Ibn Silbán, recortadas en lo alto de los adarves valencianos— están coaccionados por ese miedo. Algunos de ellos, seguro, lamentan no disfrutar de los placeres terrenales, pero otros admitirán de grado su abstinencia, pues dice el Libro que los verdaderos creyentes son aquellos cuyos corazones están penetrados de terror cuando se pronuncia el nombre de Dios. Unos y otros, sin embargo, ignoran que en realidad sus amos ansían el poder, que no sucumben de terror al articular el nombre de Dios y que no solo no renunciarán a los gozos del mundo, sino que se revolcarán en ellos como el cerdo se revuelca en la inmundicia.
—¿Y no se dan cuenta los crédulos de la ambición que mueve a quienes los guían?
—Ah, tanto los almohades como Ibn Silbán y el resto de los fanáticos y parásitos saben alentar a sus tropas: para ellos nosotros somos infieles y pecadores. Poned pues en pie a todas las fuerzas de que dispongáis y escuadrones fuertes para intimidar a los enemigos de Dios y a los vuestros. Todo lo que hayáis gastado en la senda de Dios os será pagado. Está escrito. Y es fácil y rentable saber usar el miedo, niña.
Zobeyda apretó los puños sin dejar de mirar a Valencia por sobre la senda líquida que separaba el arrabal de la ciudad.
—Mi esposo te ha encomendado que idees una forma de salvar Valencia de la destrucción. ¿Qué propones?
Abú Amir negó con la cabeza, apesadumbrado por la dificultad de aquella misión.
—Es muy difícil, niña. Me he informado: ese tal Ibn Silbán es un tipo con carisma. Hacerse con Valencia le resultó tan fácil como encaramarse a un puesto en el mercado y empezar a dar voces prometiendo las llamas del infierno a quien no se sometiera a las leyes inmutables de Dios. Sus hombres, varios soldados de confianza llegados desde la Marca Superior tras el desastre de Tortosa y Lérida, prendieron y masacraron a los funcionarios de confianza de Mardánish y se encomendaron al califa almohade. Mucho es lo que se cuenta de Abd al-Mumín, de cómo extermina tribus enteras en África y de cómo extiende el Tawhid, degollando a quien no se reduce. Arreglar esto precisa de usar esas mismas armas. Alguien con tanto carisma o más que ese usurpador debe convencer a los indecisos de que la muerte no les llegará desde la ira de Abd al-Mumín, sino que será el propio Mardánish quien se verá obligado a entrar a punta de espada en Valencia, y que el rebelde Ibn Silbán opondrá un escudo humano inmenso a la furia de tu esposo. Si no es así, Ramón Berenguer será quien entre en la ciudad, y a él poco le importará que los valencianos sean más o menos creyentes.
»Pero no conozco a nadie que pueda convencer de tal modo. Tu esposo ha perdido influencia desde que se dejó arrebatar las ciudades del norte por el príncipe de Aragón. Muchos de los que hoy viven en Valencia son vencidos de esas batallas, emigrados de Lérida, Fraga, Mequinenza y Tortosa.
—¿Y tú? —Zobeyda le apuntó con la barbilla—. Eres célebre por todo el Sharq gracias a tu habilidad con la palabra. Has vencido a ulemas y alfaquíes y les has hecho tragar sus argumentos; por si fuera poco, eres de Tortosa: uno más de los huidos de la Marca Superior.
Abú Amir hizo un gesto de desdén.
—Mi fama de orador es superada por la de libertino. Todo el mundo sabe que me doy al placer del vino sin mesura; que no considero una indignidad permanecer soltero a mis años, sino que alardeo de ello; que a pesar de todo disfruto de infinidad de tálamos; y hasta se dice, no sin razón, que no acudo a las mezquitas, sinagogas e iglesias a rezar, sino a reírme de los candorosos que malgastan sus vidas implorando la muerte. No. Quien deshaga lo hecho por Ibn Silbán ha de ser alguien que inspire confianza, incluso amor, y que sepa lanzar contra el rebelde sus propios argumentos. ¿Tú conoces a alguien así?
La mujer reflexionó unos instantes.
—Hay que hacerlo —concluyó al fin—. Veremos si encontramos a ese alguien. Por de pronto necesitaremos información. Hemos de saber dónde están los fieles a Ibn Silbán.
—Hay gente que escapó de Valencia después de que él se hiciera con el poder. No creo que sientan muchas ganas de volver después de las ejecuciones, pero si se les ofreciera una recompensa…
Zobeyda asintió con firmeza.
—Quiero ver hoy mismo a los más avispados de quienes escaparon de Valencia. Necesito a gente que sepa reconocer a Ibn Silbán y a sus partidarios, y también a quienes se adhirieron a él tras las ejecuciones. Debo saber quién le sigue por convicción y quién por miedo. También preciso de gente que conozca las poternas más discretas, que sean capaces de moverse con discreción… Y es necesario que me cuentes todo lo que sepas acerca de esos fanáticos almohades, de sus métodos, de su forma de vida. De su doctrina… Ese Tawhid.
—Pero ¿qué dices, niña? No te obedeceré, por supuesto —atajó Abú Amir con media sonrisa—. No quiero que tu esposo me mande despellejar cuando regrese de Lorca. Sus órdenes no incluían que tú urdieras un plan para recuperar Valencia. Además, está su hermano Abúl-Hachach…
—Olvida a mi cuñado Abúl-Hachach, tan medroso que ni siquiera he visto su cara desde que llegué. Y en cuanto a ti, claro que obedecerás, Abú Amir. Imagina asistir al regreso de Mardánish y tener que decirle que te desentendiste y dejaste que su favorita, en solitario, idease un plan para recuperar Valencia. —Zobeyda imitó el gesto irónico de su maestro—. Nada puede salir mal. Tú mismo lo has dicho: la pérdida de la ciudad acarrearía tarde o temprano la caída de todo el reino. Además, no debemos tener miedo. Si nuestro reino fuera a hundirse, la bruja Maricasca estaría en un error. Y ella nunca falla.
Unos días después. Ciudad de Valencia
La media luna lucía en todo su esplendor dominando un cielo estrellado, y una tenue cortina de humedad hacía temblar cada lucero sobre la ciudad dormida. Varias sombras oscuras se deslizaban sigilosas por las callejas prietas y apagadas de Valencia. Guiadas con seguridad, se alargaban en una fila serpenteante que evitaba todos aquellos angostillos a medio iluminar por el astro de la noche. La callada comitiva había atravesado el cementerio cercano a la Puerta de la Culebra y, tanteando la muralla en la media negrura de la noche, había dado con una poterna cubierta de hiedra que los amantes furtivos solían usar para citarse a escondidas junto a las tumbas. Aquel lugar, desconocido para los rebeldes procedentes de la Marca Superior, había visto salir a no pocos evadidos de Valencia, huidos para no quedar bajo el cetro del traidor Ibn Silbán y la insoportable doctrina del Tawhid.
En cualquier otro momento del año, en una Valencia libre y despreocupada, el olor a pan recién cocido inundaría cada rincón, y los más madrugadores recorrerían ya las callejas para acudir a las huertas próximas o abrir sus puestos. Ahora, en cambio, solo se podía oler el miedo. Así, con la tensión agarrada a cada fibra, la fila de furtivos dio un rodeo para evitar la mezquita aljama y se plantó a una calle del alcázar. El que parecía hacer de guía se dejó relevar y otra figura, enlutada como el resto, se aproximó a una esquina y se asomó con cuidado, observando a los guardias armados que protegían la entrada principal del palacio, frente a la amplia plaza que separaba el alcázar de la gran mezquita. Zobeyda bint Hamusk retiró suavemente la capucha negra que cubría su cabeza y se fijó en los estandartes blancos repletos de leyendas coránicas que adornaban las torres del alcázar. Ibn Silbán había sustituido las banderas negras con estrellas de ocho puntas para gritar a los cuatro vientos su adhesión a los almohades. La favorita se volvió con la rabia titilando en sus ojos negros.
—¿Cuándo es el maldito cambio de guardia? —preguntó a una de las figuras embozadas.
—Enseguida. Justo antes de la oración del alba —respondió una voz masculina.
Otra de las siluetas, la más voluminosa de todas, abandonó su lugar a la cola de la comitiva y se acercó hasta la esquina que ocupaba Zobeyda.
—¿Cómo podemos estar seguros de que todos los guardias del exterior nos prestarán oídos? —La voz de Álvar Rodríguez, aun en susurros, se impuso hasta hacer temer a todos los visitantes furtivos que alguien los oyera—. ¿Y si han cambiado sus costumbres desde que los evadidos salieron de Valencia?
—¿Por qué iban a cambiarlas? —opuso Zobeyda sin dejar de mirar a la puerta del alcázar, asomando apenas la cabeza—. Conforme pase el tiempo, Ibn Silbán se sentirá más temeroso de ser traicionado. Sé lo que se sufre en su posición porque vivo con un rey. Ha procurado que dentro del alcázar permanezcan sus fieles y se asegura de que aquellos en quienes no confía plenamente monten guardia en el exterior. Es lo lógico. Al mismo tiempo, esos guardias de la puerta tienen que estar percibiendo cómo el traidor erige una muralla de miedo para unirla a esa otra de piedra. La usa para separarse a sí mismo y a los suyos del resto de Valencia. Que te lo explique Abú Amir, pues por lo visto es lo que hacen siempre los almohades.
El Calvo se dio la vuelta e interrogó con la mirada a otro de los furtivos agazapados y vestidos de negro. Abú Amir gruñó por lo bajo antes de empezar a hablar, demostrando que le contrariaba sobremanera que él, que distaba mucho de ser un hombre de acción, hubiera sido arrastrado por Zobeyda a aquella aventura que no podía salir bien por mucho que la bruja Maricasca profetizase y hechizase. Empezó a recitar todo lo que había aprendido en los días previos sobre aquellos fanáticos africanos.
—Los almohades se reúnen en las ciudades a las que someten y viven separados por muros. Procuran hacerse con las alcazabas o las partes mejor defendidas y allí instalan a todos sus funcionarios, a los gobernadores, a los temibles talaba, a los hijos de estos y a los demás: alfaquíes, jeques, ulemas… Dibujan un círculo dentro del cual están ellos, y dejan a todos los demás fuera. Imitan ese círculo en todo lo que hacen. El califa se rodea de lo que llaman el Consejo de los Diez, y creen que todos los hombres del mundo deben servir como esclavos a esos elegidos. Zobeyda no deja de tener razón: el propio Abd al-Mumín se encargó de eliminar a quienes podían representar un obstáculo para la consolidación de su poder en África. Sin inmutarse. Y eso que algunos de ellos incluso eran familiares suyos. La situación de Ibn Silbán es aún más angustiosa, pues está rodeado de enemigos y el auxilio que espera es poco menos que la sombra de una ilusión.
—Atención. —La favorita alzó una mano para detener la charla y exigir que el grupo se preparase—. Llega el relevo de la guardia.
Álvar el Calvo movió su brazo bajo el manto negro y agarró la empuñadura de su espada, especialmente forjada para él y adecuada a su gran tamaño y fuerza. La hoja se desnudó apenas unas pulgadas y el bravo guerrero murmuró una queda oración cuyas palabras habían perdido el sentido a fuerza de ser repetidas.
Un capitán de la guardia apareció a la cabeza de una columna doble de lanceros, doce guerreros equipados con cotas de malla y grandes escudos rectangulares. El paño blanco que envolvía sus yelmos cónicos se extendía también y velaba sus rostros en el frío de la madrugada, lo que les daba un aspecto fiero. Venían desde el sur de la ciudad. Tal vez desde uno de los cuarteles improvisados fuera del alcázar. Marcaban el paso impecablemente, y los centinelas cambiaron sus gestos de agrio aburrimiento por la alegría del guardián que se dispone a ser relevado. En unos instantes, apareció el capitán de servicio saliente y se encaró con el entrante, cambiaron las consignas y comentaron la ausencia de novedades durante la noche. En poco tiempo, ambos capitanes recorrerían los puestos cambiando a cada centinela, y todo el grupo saliente abandonaría el perímetro del alcázar con paso rápido a pesar del agotamiento de la trasnochada. Era el momento señalado. Zobeyda, audaz como un leopardo, echó con ambas manos hacia atrás su manto negro para hacerlo caer a su espalda y dobló la esquina. En la quietud de los instantes previos a la amanecida, su movimiento alertó a todos los guardianes, entrantes y salientes, que se quedaron pasmados ante aquella aparición.
Zobeyda disimuló su respiración entrecortada por el miedo; clavó sus negros ojos alternativamente en ambos capitanes, con los párpados teñidos con kohl para dar mayor profundidad a una mirada que ya de por sí era un abismo imposible de evitar. Caminaba decidida, con un cadencioso tintineo al hacer vibrar los brazaletes que ornaban sus muñecas y tobillos. Había recogido su pelo negro en dos largas trenzas y cubierto estas con un velo que, no obstante, volaba tras ella incapaz de alcanzar la ligereza de su dueña. Dejaba tras de sí un perfume que se mezcló de inmediato con el frescor de la madrugada. Sus ropajes ocultaban toda su piel excepto la cara y las manos, pero no podía evitarse que el tejido se adhiriera a su cintura. Álvar Rodríguez admiró extasiado cómo Zobeyda contoneaba las caderas con cada uno de sus firmes pasos. Aspiró con fuerza el aroma de la mujer y su mano se relajó sin querer sobre la empuñadura de su espada. Abú Amir sonrió, aun muerto de miedo, al ver la reacción del cristiano. Los guardias permanecían paralizados. Incluso los dos centinelas salientes del portón, cansados por toda aquella noche en vela a sus espaldas, creyeron ser testigos de la aparición de un ángel. Durante aquellos días de motín, la famosa censura almohade de las costumbres había llegado con fuerza y todas y cada una de las mujeres atrapadas en Valencia debían velar su rostro, enclaustrarse y salir de casa solo en caso estrictamente necesario. Fuera había quedado la moda mardanisí, con todas aquellas doncellas destocadas y provocativas paseando por el mercado o acudiendo despreocupadas a los baños, con los ulemas escandalizados y las tabernas repletas de buen vino.
El capitán del relevo acertó a dar un par de pasos y entornó los ojos cuando Zobeyda abandonó por fin las penumbras al aproximarse a los hachones que iluminaban la entrada del alcázar. El hombre reconoció en los rasgos de la mujer la belleza por todos tan admirada. En cualquier otro tiempo, en cualquier otro lugar, un simple soldado jamás habría podido reconocer a una esposa del rey, guardada en el harén como el más preciado tesoro. Pero en el Sharq al-Ándalus de Mardánish se había roto con los viejos tabúes.
—Mi… Mi señora Zobeyda —balbuceó—. ¿Qué…?
Ella se plantó ante el capitán y sonrió como si acabara de hallar a su hermano tras una larga ausencia.
—Esforzado soldado valenciano, veo que me has reconocido. Sí, soy Zobeyda, esposa de tu señor Mardánish, y vengo a reclamar tu servicio como súbdito y como fiel guerrero del Sharq. Estoy desvalida, amigo mío, y me acojo a tu protección. Dime: ¿oirás mis súplicas o me entregarás al traidor Ibn Silbán?
El capitán, visiblemente nervioso, miró al resto de los presentes y, al encontrar en sus rostros la misma estupefacción, se dejó atrapar de nuevo por el hechizo negro de los ojos de Zobeyda.
—¿Qué… suplicas, mi señora?
—¿Cómo te llamas, amigo mío? —preguntó ella sin dejar escapar al hombre de su influjo—. Dime tu nombre para que sepa quién va a ser mi campeón.
—Abú Marwán… Me llaman Abú…
—Bien. —Zobeyda sentía que el sudor mojaba las palmas de sus manos y oía el tamborileo de su corazón, que quería abandonar el pecho—. Noble Abú Marwán, suplico tu amparo para que la sangre no inunde Valencia y yo misma no sufra la muerte hoy mismo.
»Escúchame. Escuchadme todos, soldados de Valencia: el traidor Ibn Silbán ha arrebatado la ciudad a su legítimo dueño, mi esposo, para entregársela al cabrero africano Abd al-Mumín. Yo, que soy una de vosotros por la voluntad de Dios, he visto prosperar Valencia bajo la dirección de Mardánish, he oído las risas de vuestros hijos cuando juegan en sus calles, he olido el aroma del pan recién horneado en sus mañanas y el de la flor del jazmín en sus noches. Cuando Mardánish fue elevado al gobierno del Sharq, cesaron años de guerras y rebeliones, concluyeron las muertes y todos pudimos al fin tener nuestra porción de felicidad. Los cristianos no nos molestan ya, pues aquellos que no nos temen por nuestro poder nos aprecian por nuestra amistad. Un solo peligro amarga nuestros sueños: los almohades.
»Los almohades, a quienes ninguno de vosotros ni yo misma hemos visto aún, llegan de lo más abrupto de las montañas africanas, de sus más profundos desiertos, donde han forjado a fuego un gobierno miserable que dominan a golpe de látigo y tajo de espada. Los hombres de Marrakech o Tinmal no son libres: son los esclavos de Abd al-Mumín, criados en tan insufrible miseria que anhelan el martirio en la creencia de que así, muertos, hallarán mayor placer que en vida. Y yo os digo que en poco se equivocan, pues ¿no es mejor estar muerto que ser un esclavo sin otro fin que dar gloria al cabrero africano Abd al-Mumín? Y también os digo, sin embargo, que si esos esclavos de piel oscura supieran en qué paraíso vivimos nosotros, afortunados, abandonarían a ese tirano y correrían a abrazarnos y a prometernos amistad. En lugar de eso, atenazados por el miedo y la ignorancia, ¿sabéis lo que hacen? Acarrean consigo permanentemente una bolsita con arena de su desierto pedregoso para que, cuando llegue el cercano momento de su muerte, los sepulten bajo su propia tierra. Dime, amigo Abú Marwán, ¿cambiarías tú el tacto de la piel de una valenciana por el de una roca en lo más profundo del desierto africano? ¿Opinas que será mejor esperar con ansia la muerte para poder gozar del paraíso, o alargar cada momento de vida en Valencia para disfrutar de sus innumerables placeres? ¿Entregarás la Joya del Turia a un cabrero ignorante para que arrase cada jardín, cada palacio, cada huerto… y erija en su lugar un cementerio lleno de tierra africana?
El capitán se removió incómodo en su loriga.
—Pero, mi señora…, Ibn Silbán asegura que Abd al-Mumín, el príncipe de los creyentes, llegará de todas formas; su poder será incontenible, mucho mayor que el de todos los reyes cristianos juntos. El filo de su espada caerá sobre todos aquellos que no se hayan sometido a él, pues el mismo Dios, alabado sea, es quien ha determinado que el príncipe de los creyentes…
—¡Hablas como uno de esos fanáticos, amigo Abú Marwán! —Zobeyda puso una mano sobre el hombro del capitán, lo que tuvo el efecto esperado de doblegar un poco más su resistencia. Ella era consciente no solo del influjo de su belleza, sino también del aura que su persona transmitía como esposa favorita de Mardánish—. El poder de ese príncipe cabrero es el miedo. Si cada uno de sus esclavos pudiera despojarse de la costra de espanto, nada le impediría volar libre. ¿Cuál sería entonces el poder incontenible de Abd al-Mumín? ¿El respaldo de los pocos cobardes que hubieran sido incapaces de curarse de su terror? Pero, óyeme, frente a él tendría a todo un ejército de hombres valientes dispuestos a defender su tierra. Más te digo, y lo hago con la fuerza de la razón que el Tawhid desprecia: si todos los muertos por la espada de Abd al-Mumín de entre sus propios seguidores pudieran levantarse, formarían un ejército mucho mayor del que jamás reunirá con sus acólitos vivos y dispuestos al martirio.
—No hace falta que los almohades lleguen hasta aquí —intervino el otro capitán, cuyo sopor se había despejado de repente, aunque dos bolsas violáceas colgaban bajo sus ojos—. Ibn Silbán amenaza con decapitar a quienes le traicionen y reducir a la miseria a sus mujeres e hijos. La vida de los míos está en sus manos y no la cambiaré por esas bonitas palabras.
Zobeyda se encaró con el inconformista, a todas luces mucho más correoso que el tal Abú Marwán. Su mirada no estaba subyugada por la belleza femenina, sino por el miedo al Tawhid. Miedo. Tal vez contra aquel escudo fuera mejor usar esa misma arma.
—Y dime, prudente capitán, ¿quién se tomará la venganza sobre tu familia una vez que el tirano Ibn Silbán y sus compinches hayan desaparecido?
El guerrero bajó la cabeza, guardó silencio y calibró la respuesta que debía dar a Zobeyda. Los demás guardianes, por su parte, murmuraron entre ellos. Una tenue claridad empezaba a teñir de turquesa el cielo por levante, la brisa fría se levantó y arrastró algunas de las hojas muertas que tapizaban los jardines de Valencia.
—Los fieles a Ibn Silbán están dentro. —Abú Marwán señaló al alcázar—. Pero algunos de sus hombres viven entre nosotros, por toda Valencia. Vigilan día y noche.
—¿Sabéis quiénes son? —Zobeyda no disimuló el tono rabioso.
—Sí, claro. Sus fortunas han aumentado desde que Ibn Silbán se hizo con el gobierno mientras que los demás nos empobrecemos. Además, gustan de alardear de su nueva posición y atemorizan a todos con la amenaza de una denuncia.
—¿Y acaso no gustarán también de mostrarse como fieles creyentes en el Tawhid, dignos de ser llamados ellos mismos almohades?
—Por supuesto. Y algunos andan por ahí con varas y azotan a quienes ven incumpliendo alguna de las leyes de Dios. Mi propia esposa fue fustigada en el mercado el otro día por andar medio develada —aseguró uno de los soldados, animado por la seguridad que mostraba Zobeyda.
—Muy bien —continuó ella—. ¿Acaso no es hoy viernes?
Todos asintieron. El capitán inconformista fue el último en hacerlo, pero señaló a la cercana aljama. Comprendía lo que insinuaba la favorita del rey.
—Hoy, cuando el sol luzca bien alto, estarán todos vestidos con sus mejores galas en la mezquita.
—Entonces tenemos tiempo. —Zobeyda alzó la barbilla y paseó su mirada por la de cada uno de los soldados—. Haced el cambio de guardia, como de costumbre, y todos aquellos que os disponíais a dormir en vuestros hogares, manteneos despiertos para recobrar la libertad y curar a vuestras familias de la amenaza que pende sobre ellas. Buscad a vuestros compañeros y amigos, armaos y acudid aquí para la jutbá, cuando todos los traidores estén reunidos en la mezquita aljama para mostrar su adhesión a Ibn Silbán. El resto de vosotros, de guardia en el alcázar, procurad que nadie entre ni salga cuando el imán esté dando sus alaridos en el mimbar.
Uno de los soldados, que lucía una barba incompleta y canosa, salió de entre las filas y se adelantó escandalizado.
—¿Deseas, mi señora, que entremos armados a la mezquita un viernes en plena jutbá? Dios no tendrá piedad del que cometa semejante sacrilegio. Y además, ¿cómo es que tú, una mujer, viene hasta nosotros para ordenarnos irrumpir en un lugar sagrado y ofender a personas principales? Más aún: ¿para qué levantarnos contra Ibn Silbán si después tu esposo nos prenderá por haber prestado obediencia al rebelde?
Los propios capitanes miraron al soldado y reprobaron sin palabras su intromisión y, sobre todo, el tono con el que acababa de dirigirse a Zobeyda.
—Es el momento de decidir, guerrero —le intimidó ella con su mirada—. Si la espada de los traidores es el miedo y su defensa es la fe, aplastemos su defensa y arranquemos esa espada de sus manos muertas. Hoy, a mediodía, Valencia será libre y nada tendrán que temer vuestras familias.
»Yo, una mujer, te lo mando, sí. Pero recuerda que esta mujer se ha atrevido a entrar en Valencia arriesgando su cuello mientras que tú, un hombre, no has sido capaz por ti mismo de liberar a los tuyos y salvar tu piel. En cuanto a Dios, ensalzado sea, Él, perfecto y misericordioso, fue quien colmó Valencia de dones que acarician el espíritu y los puso en nuestras manos, mientras que tu amada mezquita es obra de hombres como tú, imperfectos y temerosos. Ocultar el jazmín y el azahar de Valencia con tierra del desierto para alojar el cadáver corrupto de un cabrero es el mayor sacrilegio: es manchar los dones de Dios para erigir los vergonzosos tributos humanos a su propio orgullo. Por lo demás, te garantizo que nada te sucederá si muestras ahora fidelidad a Mardánish. Necesito saber, pues, si cumpliréis mi ruego.
Abú Marwán asintió mientras apretaba los puños. Poco a poco fue imitado por todos los demás. El último en hacerlo fue el de la barba canosa. Zobeyda se acercó a él y le obligó a mirarla a los ojos. Abú Marwán habló a su espalda:
—Mientras el imán dirija su discurso a los fieles, entraremos y prenderemos a Ibn Silbán y sus acólitos.
—Y yo, una mujer, irrumpiré en plena jutbá con vosotros para demostraros, sobre todo a ti, amigo mío —se dirigió Zobeyda al receloso soldado de barba entrecana—, que la señora de Valencia no esquiva el peligro y que se enfrentará tanto a la fe como al miedo de esos fanáticos.
Unos días después. Lorca
La alcazaba de Lorca, al igual que la de Jaén, dominaba un cerro a cuyos pies se extendía la medina, amurallada y perfectamente pertrechada. La ladera rocosa obligaba a extender los muros a su capricho, pero al mismo tiempo convertía el otero en un lugar casi inexpugnable. Era imposible no enamorarse de aquella filigrana de piedra y dejar de admirar su recia hermosura, enriscada y orgullosa, que dominaba tanto las serpientes escarpadas que corrían hacia norte y sur como la fértil llanura de al-Fundún, plagada de higueras, olivos y manzanos, bien regada por el Guadalentín y cruzada por un laberinto de acequias. Lorca era, como otras muchas ciudades del Sharq al-Ándalus, un inexpugnable tesoro. El Egipto de occidente, regado por su propio Nilo. El guardián meridional del reino de Mardánish.
Dos días llevaba ya allí el de León, reunido con el rey del Sharq para tratar el asunto de Guadix, que tanto interés despertaba en el emperador. Alfonso, sabedor de que la mente de su aliado estaba lejos, en la levantada ciudad de Valencia, no quería apabullar a Mardánish con odiosas y largas sesiones oyendo propuestas de la curia o planes de batalla de los señores castellanos. Sin embargo, al tercer día, fue el mismo rey del Sharq quien consideró que ya había terminado el plazo de la charla amigable y trivial, obligatoria antes del tratamiento de los negocios de interés. Apenas probaba bocado en los banquetes que se ofrecían a los cristianos, pues no dejaba de pensar en los trastornos que le ocasionaría la pérdida definitiva de Valencia. De modo que aquella mañana, tras presentarse ante el emperador para desayunar con él, abordó sus preocupaciones con firme determinación.
—Mi señor, está de más que tenga secretos con vos. Temo al príncipe de Aragón y no dudo de que caerá sobre Valencia si no consigo devolverla a mi sumisión. Es la oportunidad que esperaba Ramón Berenguer, y lo imagino mirando al sur con las fauces entreabiertas, saboreando ya la captura de la Joya del Turia.
Ambos mandatarios compartían vino caliente, leche, queso y fruta sentados a ambos lados de una mesa bien surtida mientras los sirvientes, discretamente apartados, los observaban atentos a cualquier requerimiento. Tenían previsto reunirse con los barones cristianos que habían acompañado al emperador a Lorca, así como con el caíd de la ciudad, Ibn Isa, de absoluta confianza para el rey del Sharq.
—Amigo Mardánish, si es necesario, contarás con mis huestes para expugnar Valencia. Las pondré a tus órdenes y podrás hacer que extiendan sus pabellones en torno a la ciudad. Estoy seguro de que a la vista de nuestros dos ejércitos, ese traidor de Ibn Silbán se rendirá y suplicará tu perdón.
Mardánish inclinó la cabeza en gesto de agradecimiento, pero no disimuló que aquello no remediaba sus temores.
—El tal Ibn Silbán se comporta como uno de esos almohades. ¿Recordáis el modo en que aquellos jinetes suicidas salieron de Jaén y cabalgaron hacia la muerte? Sí, por supuesto que lo recordáis. Bien, pues tal vez Ibn Silbán no se arredre a la vista de los ejércitos de León y Castilla y los míos propios, y pretenda convertir Valencia en un erial de muerte antes que devolvérmela.
—Hallaremos una solución, no temas. Ese tipo pactará, ya lo verás. Y yo negociaré de nuevo con el príncipe de Aragón si es preciso. Necesito en ti a un aliado fuerte, Mardánish. Debemos apoyarnos el uno en el otro. Por eso he decidido prestarte a mis mejores guerreros para que el año que viene ganes Guadix. Con Almería en mi poder y la presencia de tu suegro Hamusk en Segura, habremos construido una muralla que atemorizará a esos africanos. Tal vez Jaén sea más dura de lo que pensaba, y empiezo a temer que no caerá tampoco en esta ocasión, pero cerca de allí cuento con Úbeda y Baeza, y los caminos de Sierra Morena están también cubiertos por la fortaleza de Calatrava. Como sabes, se la cedí a esos caballeros templarios que me auxiliaron en la conquista de Almería.
Mardánish asintió de mala gana. No le gustaban aquellos hombres que se decían frailes y guerreros. Milicia de Cristo. Demasiado parecidos a los almohades por muy extremas que fueran sus diferencias. De todas formas, el plan del emperador no le disgustaba.
—Me haré con Guadix, y no se trata de una pobre ciudad, por cierto. Me gustaría contar para ello con vuestro vasallo Álvar Rodríguez si os parece bien, mi señor.
—Cuenta con él si es su deseo y el tuyo. Sabía que apreciarías su valía. Además te haré llegar las mesnadas de otros súbditos míos. Nada te exijo a cambio, salvo que los mantengas a tu costa. El botín de Guadix te resarcirá de todo gasto, estoy seguro, y ambos habremos ganado.
Mardánish sintió el pequeño goce de saber que mandaría una poderosa hueste cristiana, lo que le ayudó a apartar por un momento la tristeza que le embargaba por el asunto de Valencia. Pese a todo, le extrañó el empeño que mostraba el emperador. Inspiró despacio antes de sincerarse.
—Decidme, mi señor: ¿por qué ese interés en que tapone la ruta al Sharq? El camino que pasa por Guadix lleva directamente a mis tierras, no a las vuestras.
Alfonso se levantó y anduvo por la estancia, situada en lo más alto de la torre de la alcazaba de Lorca. Su mirada se coló por un estrecho ventanal orientado al mediodía.
—Como te acabo de decir, amigo Mardánish, debemos apoyarnos el uno en el otro. Confío en el ardor de mis hombres, en su valentía en la batalla… Pero mis barones son veleidosos. Con el tiempo, y cuando yo falte, mis hijos se encontrarán con poderosos clanes que dominan territorios inmensos; condes y señores codiciosos, dispuestos a valer al rey solo a cambio de honores y tenencias, es decir, de acrecentar su propio poder. Y cuanto más poder tengan, más querrán. Más difíciles serán de contentar. Más tentados a escapar de la lealtad real. Más inclinados a rechazar los repartos. Más cercanos a arrebatar al vecino lo que le sea dado. Mucho me temo que no pocos dejarán de mirar al enemigo común y, guiados por su ambición, atenderán a sus propias rivalidades, cristianos contra cristianos. No es eso lo que interesa a nuestro negocio ni al negocio de Dios. Necesito guerreros cuya vista esté fija, como la de un halcón cazador, en el adversario auténtico. No di Calatrava al Temple por casualidad. Sé que el futuro de nuestra lucha está en esos frailes guerreros. En ellos y en las otras Órdenes. Son leales a Dios ante todo, y esa es la herramienta perfecta. Con tales soldados en nuestro bando, podemos asegurar la defensa de las fortalezas de frontera y formar un ejército capaz de derrotar a nuestros enemigos. Aun así, estamos lejos de contar con un número suficiente de esos guerreros. Las órdenes creadas en Tierra Santa empiezan a asentarse también aquí, pero no es suficiente; sin duda deberemos recurrir a otras nuevas que iremos formando con el tiempo. Estoy seguro de que esos hombres llegarán a ser la punta de nuestra lanza…
—Pero hasta que ese momento llegue —completó Mardánish—, yo deberé interponerme ante nuestros enemigos.
El emperador, que había hablado sin apartar la vista del ventanuco, se volvió a su aliado y se encogió de hombros.
—Por ahora no será preciso que des muchas dentelladas. Esto será más bien como cuando el león ruge y mueve iracundo su melena para amedrentar a los enemigos. Mis agentes me informan de que Abd al-Mumín gobierna un imperio inestable. —Alfonso caminó de nuevo hacia Mardánish. Se sentó de lado, apoyó un codo en la mesa y se pasó la mano despacio por la poblada barba negra—. Ese… príncipe de los creyentes, como se hace llamar, aún no ha sofocado una revuelta a levante del Magreb cuando otra tribu díscola se le alza a poniente. Además me dicen que se mueve con una lentitud exasperante. Rebaños inmensos de secretarios, escribanos y correos rodean la corte del califa; cada paso es meditado y consultado hasta la saciedad. El camino que uno de nuestros ejércitos recorre en una semana lo hace una hueste almohade en un mes. No lo veo como una amenaza cercana, amigo Mardánish, pero no quiero engañarte: algún día ese cabrero loco arreglará sus asuntos en África y querrá ocuparse de los nuestros aquí. Cuando ese momento llegue, quiero que ante él se extienda un muro de fortalezas y ejércitos que no le permita respirar.
»Imagina las lanzas empuñadas de occidente a oriente: portugueses, leoneses, castellanos y andalusíes unidos bajo un mismo estandarte y dispuestos a derrotar a esos almohades. Y al amparo de esas lanzas, a millas de distancia, nuestras mujeres e hijos disfrutarán tranquilos de la paz y la prosperidad. ¿No es lo deseable, amigo Mardánish?
Ahora fue Mardánish quien se levantó. Meditó las palabras del emperador. Él tenía sus propios agentes, y también le llegaban las nuevas de las ciudades de al-Ándalus que ya estaban en poder de los almohades. Las noticias de Arcos, Jerez, Niebla, Sevilla o Córdoba coincidían, al igual que las que llegaban del otro lado del Estrecho: el califa Abd al-Mumín tenía la inequívoca intención de seguir los dictados de su fe y extenderla por todo el orbe, empezando por unificar los territorios de la Península. No había diferencia para el califa almohade entre los infieles cristianos, los rescoldos almorávides y los orgullosos e independientes andalusíes. Eso significaba que para él todo el territorio al sur de Yábal al-Burtat era un gran campo de batalla en el que estaba obligado a luchar. Pero no era menos cierto que hasta ese momento solo pequeños contingentes de almohades habían llegado a al-Ándalus. Los problemas de Abd al-Mumín en África retenían allí a sus ejércitos, compuestos por una amalgama de cabilas bereberes, tribus árabes, esclavos negros y blancos, mercenarios reclutados más allá de las fronteras orientales, y almorávides y andalusíes renegados, además de los siempre numerosos y vociferantes voluntarios ghuzat, hordas de fanáticos que buscaban el martirio y que luchaban siempre en primera fila, agotando al enemigo a fuerza tan solo de recibir puñaladas y tajos. Aquellas cavilaciones le hicieron volar hasta Valencia, que en ese momento también estaba bajo la amenaza de un fanático.
Mardánish espantó los pensamientos que le devolvían a la Joya del Turia como quien ahuyentara a un insecto molesto, y regresó al plan del emperador. A las posibilidades de que fructificara. En la carrera para hacerse con al-Ándalus, los almohades llevaban cierta ventaja en el mediodía. Málaga estaba demasiado lejos del alcance del gran líder cristiano y también del de Mardánish. Era cuestión de tiempo que cayera en poder almohade. Granada también era una fruta jugosa y apetecible, pero era imposible acceder a ella sin poseer antes Guadix y Baza. Ambas ciudades estaban bajo el gobierno de un reyezuelo andalusí, Ibn Milhán, al que sus agentes llamaban el Jardinero por las estupendas obras con las que había embellecido su pequeño reino. Ibn Milhán no reconocía por el momento a los almohades y tampoco había querido negociar con Mardánish ni con Castilla. Guadix se había convertido en la espina de una rosa que se clavaba con profundidad en el corazón del Sharq hasta casi alcanzar aquellos campos que ahora se veían desde el ventanuco de la torre de Lorca.
—Guadix y Baza deben caer —aseguró Mardánish—, y nos colocaremos a las puertas de Granada. Yo aguardaré allí vuestro próximo paso, mi señor.
—Hemos de movernos poco a poco. Que Abd al-Mumín no nos preste demasiada atención. Con Guadix en tu poder, habremos cerrado la trampa y será cuestión de tiempo. Yo me aproximaré también a Jaén y Córdoba. Despacio. Hasta que sea demasiado tarde para que puedan reaccionar. Entonces se verán cercados. No podrán salir de sus ciudades sin temer nuestra cólera.
—Me habéis prometido mesnadas, mi señor, pero no me vale cualquiera. Necesito a los mejores. —La voz de Mardánish, aunque amable, sonaba firme entre las duras paredes de la torre de Lorca—. Y quiero la garantía total de que el príncipe de Aragón no hostigará mis territorios de la Marca Superior.
—Tendrás lo mejor —prometió el emperador con entusiasmo creciente—. Ya cuentas con el Calvo, pero además convenceré al caballero Pedro de Azagra para que se ponga a tu servicio. Es un esforzado navarro, y su padre, Rodrigo, me mostró gran lealtad en Almería. Su mesnada es impresionante… También te enviaré a la gente del conde de Urgel, que me profesa sincera amistad. Si puede ser, su hijo primogénito servirá a tus órdenes.
Mardánish sonrió. Rodrigo de Azagra y Armengol de Urgel eran probados paladines que, a pesar de no ser castellanos ni leoneses, habían servido con lealtad y honor al emperador. Había oído hablar de sus mesnadas, nutridas y veteranas. Unidas a sus fuerzas y a las de su suegro, Hamusk, Mardánish mandaría sobre un ejército invencible.
—En cuanto al príncipe de Aragón…
Las palabras se ahogaron en la garganta de Mardánish. Voces airadas resonaban por las escaleras de la torre, y eran respondidas por otra que enseguida le resultó familiar al rey del Sharq. La puerta de la estancia se abrió, y un acalorado soldado lorquino se asomó y miró con timidez a ambos soberanos.
—Mis señores, un hombre dice tener nuevas urgentes para el rey Mardánish… Se identifica como el consejero Abú Amir…
—¡Qué pase de inmediato! —tronó el rey del Sharq. Aquella interrupción y la noticia de que Abú Amir se hallaba en Lorca devolvieron a Mardánish a la amargura que constreñía su corazón por el alzamiento de Valencia. ¿Qué hacía allí su principal consejero, en lugar de aguardar su regreso y cuidar de Zobeyda? Esta vez sería inflexible con él, tan dado a desobedecerle que empezaba a pensar que si quería que cumpliera algo, debería ordenarle lo contrario.
Abú Amir entró en la sala jadeante por el esfuerzo de subir el empinado y estrecho tramo de escaleras, a lo que debía añadirse la previa trepada desde la medina a la alcazaba de Lorca. Sin saludar siquiera, el médico se abalanzó sobre una jarra de vino que reposaba en la mesa y bebió. El líquido rojizo resbaló por las comisuras de sus labios, mojó su barba recortada y salpicó los ropajes llenos de polvo del camino. El emperador Alfonso observaba divertido la escena mientras Mardánish enrojecía de ira por momentos.
—Mi señor… —acertó a mascullar por fin Abú Amir—, vengo reventando monturas solo para darte la noticia: Valencia es tuya de nuevo.
Abú Amir estaba acostumbrado a alimentarse de manjares, escogidos siempre entre las primicias y cocinados a su gusto exclusivo; a dormir en mullidos lechos en los que siempre lo acompañaban las bellezas más envidiadas de Murcia, Valencia, Játiva o Denia; a beber los vinos más dulces y los más aclamados, servidos siempre en copas de plata cordobesa… Mardánish lo sabía y, por eso, valoraba en su justa medida el hecho de que el médico hubiera abandonado sus placeres para recorrer a uña de caballo la distancia que separaba Valencia de Lorca. Y Abú Amir sabía que Mardánish, que lo conocía mejor que nadie aparte de la propia Zobeyda, valoraría su hazaña lo suficiente como para no descargar su ira sobre él cuando se enterase de la serie de tropelías que su favorita había cometido, desobedeciendo los mandatos del rey del Sharq y haciendo, de paso, que el propio Abú Amir incumpliera también las órdenes recibidas.
El emperador Alfonso, recostado en su asiento, escuchaba con atención el relato del médico, desgranado mientras recuperaba fuerzas en la mesa.
—Tu esposa es audaz como un águila, mi señor. Indomable como una potra salvaje. Cuando empezó a repartir órdenes, nadie pudo resistirse. El cristiano Álvar Rodríguez se plegó a sus mandatos enseguida, rendido como está a sus pies. A mí me amenazó con aventurarse en solitario dentro de Valencia, de modo que no me quedó más remedio que desobedecerte y acompañarla. Prefiero mil veces que tus propias manos acaben con mi vida a permitir que tu amada Zobeyda sufra algún daño. Ella está sana y salva ahora, de modo que recibiré con gusto tu castigo.
Mardánish sonrió. Aquellas tretas de su médico y consejero eran insalvables.
—¿No convenció también a mi hermano Abúl-Hachach? —preguntó el rey del Sharq, cuyo alivio rivalizaba con el entusiasmo por saber cómo había resuelto la situación Zobeyda.
—Tu esposa ni siquiera informó al gobernador Abúl-Hachach de lo que pretendía hacer. Perdóname y perdónala a ella, pero no lo considera capaz.
Mardánish asintió. El ojo político de su favorita empezaba a mostrar visos de infalibilidad.
—Continúa.
—Zobeyda me obligó a aleccionarla. Tuve que investigar acerca del Tawhid y, después, explicárselo todo sobre los almohades y sus métodos. Luego ella tejió su estrategia como haría uno de esos oradores griegos de la Antigüedad. Al mismo tiempo, vio con ojo de rapaz cuál era el punto débil de Ibn Silbán y adivinó de inmediato cuándo y dónde debía atacarle. Escogidos lugar y tiempo, tu favorita ordenó al Calvo que aprestara a tus jeques, y las tropas se prepararon y se mantuvieron a la espera para entrar en Valencia. Después Zobeyda encabezó un pequeño grupo en el que me incluyó, para mi horror. Uno de los evadidos nos guio por una poterna discreta y llegamos hasta el alcázar, justo en el cambio de guardia del amanecer del viernes. Zobeyda se había hecho adornar como si fuera una diosa pagana. Tú ya la conoces, y si lo desea, puede hacer que su belleza confunda los sentidos.
Mardánish asintió sonriente, aun dentro del pasmo de saber que su favorita se arriesgaba hasta tal punto. Zobeyda usaba todos los recursos a su alcance, empezando por su aguda inteligencia y siguiendo por su sin par hermosura. Sabía de sus dotes de persuasión, pero no había llegado a pensar que pudieran emplearse para menesteres tan delicados. Abú Amir siguió contando cómo la favorita se adelantó en solitario y desplegó las alas para obnubilar a sus presas; relató la conversación que Zobeyda había mantenido con los soldados de la guardia del alcázar. Luego se aclaró la garganta con un largo trago de vino y siguió hablando:
—Permanecimos ocultos, confundidos con la gente, hasta mediodía. Durante ese tiempo mi corazón estuvo a punto de romperse. La alegría que otrora reinaba en Valencia se había desvanecido. Los hombres se apresuraban silenciosos y con la mirada baja por las calles, y las mujeres, veladas y encogidas, apenas salían de sus casas. Solo los fieles a Ibn Silbán, vara en mano, recorrían la ciudad con mirada desafiante. Pero las palabras de tu amada no habían caído en saco roto. La chispa de Zobeyda quemaba Valencia. Se extendía por todas partes como las ondas en un estanque: de forma callada, en susurros al oído del vecino, en billetes deslizados bajo las puertas. A lo largo de la mañana, los acólitos del traidor fueron desapareciendo. Luego supimos que, a la sombra de las callejas y en los rincones más oscuros, habían sido capturados por la chusma, reducidos y llevados a la fuerza a patios y casas particulares, y linchados hasta morir.
»A mediodía nos acercamos a la mezquita. Ibn Silbán y los suyos por fin abandonaron la seguridad del alcázar y ocuparon los primeros lugares en la aljama. Poco a poco fueron llegando todos los que habían prestado su apoyo al traidor. Tras ellos, agazapados en las esquinas, se reunían los valencianos hartos de la opresión, muchos de ellos miembros del ejército. El imán comenzó su jutbá y Zobeyda dejó volar el cabello al viento. Fue como un símbolo, como una señal convenida. Entre quienes acechaban la mezquita aljama había muchas mujeres, algunas armadas con cuchillos y estacas afiladas. Tu favorita entró guiando a toda esa gente en el templo e interrumpió el sermón. Los aullidos de protesta inundaron la mezquita y algunos vacilaron, pero ya nada podía parar lo que ocurrió. Zobeyda exigió que se respetara la vida del traidor Ibn Silbán, aunque no quiso o fue incapaz de evitar que los valencianos descargaran su ira contra los demás. La sangre corrió a ríos por el suelo de la mezquita y muchos de los rebeldes perecieron allí, convertidos en pingajos. Otros fueron arrastrados a la musalá y muertos a pedradas, apuñalados o destrozados a golpes. A algunos los ahogaron en el río. Tu ejército, preparado y atento, entró en la ciudad y se desparramó por las calles. Tu favorita ordenó que los estandartes almohades fueran arrancados del alcázar, y de nuevo ondea la estrella de los Banú Mardánish. Valencia entera aclama a Zobeyda.
Mardánish devolvió orgulloso la sonrisa que le dedicaba el emperador Alfonso, pero no pudo evitar que un escalofrío prolongado le recorriera la espalda al pensar en el grave peligro que había corrido su favorita.
—¿Te das cuenta, Abú Amir, de que tu señora Zobeyda podría estar ahora muerta, o peor aún, entre las sucias manos de ese traidor de Ibn Silbán?
—Yo mismo le hice ver que era muy arriesgado, pero ¿crees que se arredró? Oh, cuando se adelantó en solitario para hablar con los soldados… No lo habrías creído. Todavía me pregunto si era real lo que vi cuando se puso a la cabeza del asalto a la mezquita aljama. Parecía un arráez que guiara a sus tropas.
—Pero ¿dónde has encontrado ese tesoro de esposa, amigo Mardánish? —preguntó el emperador Alfonso, que no podía ocultar su admiración—. Por lo que cuenta este hombre, vale por toda una corte de barones. Por Dios, Nuestro Señor, que quiero conocer a esa dama.
Mardánish suspiró. A fin de cuentas, sus males habían pasado y Valencia estaba otra vez en su poder. Además, Zobeyda bint Hamusk le había librado de un plumazo de la sombra amenazante de Ramón Berenguer. Una mujer había defendido su reino sin necesidad de dirigir una campaña militar, y ahora él se veía libre para extender sus dominios en el Sharq sumando las prósperas ciudades de Baza y Guadix. Al año siguiente estaría a las puertas de Granada.
—Sé qué pasa por tu mente, mi señor. —Abú Amir, que había permanecido sentado y largándose tragos de vino mientras hablaba, se levantó ahora y se puso frente a Mardánish—. En Zobeyda tienes un gran apoyo, y sería sabio por tu parte aprovechar sus cualidades, que no encontrarás en hombre alguno en este reino. Sin embargo, lo que ha ocurrido en Valencia conmoverá el Sharq y traspasará sus fronteras. Ahora más que nunca deberás cuidarte de tus enemigos. Nuestras costumbres se han relajado tras librarnos de los almorávides, pero el hecho de que tu favorita actúe como lo ha hecho pondrá en tu contra a no pocos hombres de Dios. Y por si eso fuera poco, la profanación de la mezquita aljama es un sacrilegio como no se recuerda otro en al-Ándalus. Tus enemigos almohades también se enterarán pronto de lo sucedido. Para ellos eres poco menos que un infiel, ya lo sabes, pero a partir de ahora pasarás a representar al propio Iblís.
Mardánish miró alternativamente a Alfonso y a Abú Amir. Su pecho se henchía de amor por Zobeyda, e imaginaba qué pensaría el califa Abd al-Mumín cuando supiera lo ocurrido. Aquello sirvió para endurecer más aún su convicción: Zobeyda misma era su modo de vida, el orgullo por un reino que estaba construyendo a su manera, sin obedecer a señor alguno, fuera cristiano o musulmán. Caminó hasta el ventanuco orientado al mediodía y su vista se perdió entre los nubarrones negros que se adivinaban a lo lejos. Los almohades se aproximaban y amenazaban con destruir los sueños de Mardánish, pero él protegería el Sharq. Protegería a Zobeyda.