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Capítulo 2

Juramentos de lealtad

DÍA siguiente. Sitio de Jaén

La alcazaba de Jaén ocupaba un cerro alargado y estrecho, y dominaba todo cuanto estaba al alcance de la vista. De sus mismas piedras nacía la muralla que bajaba de la colina y circundaba la ciudad. A trechos que eran más o menos largos en función de las irregularidades del terreno, se alzaban torreones de maciza presencia, algunos de los cuales mostraban todavía los signos de recientes obras. La ciudad estaba acostumbrada a los asedios desde años atrás, y los recién llegados almohades acababan de añadirle un toque de solidez. La medina lucía esplendorosa, aun encerrada a cal y canto tras las murallas. Los alminares que sobresalían dejaban resbalar sobre sus azulejos el sol de la mañana y lanzaban matices dorados hacia el campamento cristiano que sitiaba la ciudad. En tiempos mejores debió de haber un bonito arrabal, pero los sucesivos asedios habían terminado por hacer imposible la vida extramuros. Ahora solo quedaban restos ennegrecidos que servían de parapetos y puestos de guardia para las tropas norteñas.

Mardánish observaba las murallas de Jaén desde la entrada de su pabellón. Miraba con los ojos entornados para defenderse del sol que ya empezaba a dibujar su arco tras aquella alcazaba repleta de estandartes blancos con leyendas coránicas. Mardánish era alto, lo suficiente como para sobresalir de entre quienes le rodeaban. Veintisiete años, anchas espaldas y gesto firme, como correspondía a un guerrero tagrí. Estaba muy orgulloso de su origen y de su linaje, todo él repleto de soldados andalusíes de frontera, pero no tenía reparo alguno en vestir como un cristiano. De hecho, salvo por el estandarte que presidía su tienda, negro y regido por una estrella plateada de ocho puntas, nadie habría dicho que era mahometano. Se equipaba como un caballero del norte: loriga y almófar, espada ceñida al cinto y crespina en la cabeza. A su derecha, un escudero sostenía la lanza, adornada por un estandarte negro, y el yelmo cónico con un alargado nasal; a su izquierda, otro soportaba el escudo, alargado y en forma de lágrima y con la misma estrella de ocho puntas pintada en plata sobre el campo negro.

Pero sin duda lo que más llamaba la atención de semejante guerrero mahometano era su tez, clara como podría ser la de un leonés, y su pelo castaño, casi rubio, al igual que su barba perfectamente recortada. Mardánish no tenía inconveniente en alardear de que su prosapia estaba emparentada con las mejores familias yemeníes y tampoco en afirmar que su origen era muladí; y que su último ancestro cristiano había sido un tal Martín, cuyo nombre aplicado a sus descendientes había sido caprichosamente arabizado como Mardánish. Ninguna otra memoria quedaba de sus ascendientes politeístas, salvo que uno de ellos, en algún momento pretérito, había entrado al servicio de los Banú Hud de Zaragoza cuando la ciudad era todavía la cuna de esplendor que había asombrado a gentes de todas las religiones. Antes, mucho antes de que fuera conquistada por el rey Batallador, Alfonso de Aragón.

—¿Por qué te preparas para combatir?

Mardánish se volvió y saludó a su suegro, Ibrahim ibn Hamusk. El señor de Segura llegaba desde su propio pabellón, alzado junto al de su aliado y yerno. Venía vestido con una ligera túnica de seda de Susa, apropiada para los calores de la temporada pero demasiado lujosa para un campamento militar; calzaba babuchas de piel y cubría su cabeza con un estrafalario bonete adornado con plumas de faisán. Hamusk contaba ya cuarenta y un años, pero se le veía tan fogoso como si tuviera diez menos. Su barba era larga y tornaba ligeramente ya al gris, al igual que su cabello, largo y abundante. No era tan alto como Mardánish, aunque su porte era sin duda el de un combatiente acostumbrado a los rigores de la guerra, y ello a pesar de la redondez que ya adquiría su abdomen y los muchos anillos de oro que adornaban sus dedos. Aun así había preferido no aderezarse como guerrero, sino como noble andalusí. Consideraba que su valor como soldado estaba más que demostrado, pues no en vano había pasado la mayor parte de su vida luchando a sueldo para unos y otros, tanto cristianos como almorávides. Incluso al lado de estos últimos en cierta época había pasado el Estrecho y, siendo aún muy joven, los había ayudado a reprimir los primeros focos de insurrección almohade.

—Estamos en un campamento militar —explicó Mardánish a su suegro para contestar a su pregunta—. No quiero que estos cristianos nos tomen por lo que no somos. Ellos están acostumbrados a vernos como un pueblo ocioso, dado a los placeres mundanos, gustosos solo de la poesía, del vino, de las mujeres… Es lo que piensan de nosotros.

—¿Y acaso no es así? —le interrumpió Hamusk, y prorrumpió en una sonora carcajada que hizo volverse a todos los que andaban por allí, a las afueras del campamento cristiano.

Mardánish sonrió como cortesía. Lo que más le molestaba de su suegro era el modo tan estruendoso que tenía de reír y hacerse notar.

—Sabes, amigo mío, que me doy al placer como el que más —admitió Mardánish—. Pero disfruto mejor del vino y las mujeres cuando estoy en palacio si antes he cumplido en el campo de batalla. No vengo aquí como cortesano del emperador, sino como guerrero del Sharq al-Ándalus. No quiero que esos —señaló a un grupo de peones cristianos que acarreaban bolaños— piensen que solo servimos para pagarles parias y cederles el paso por nuestros territorios. Me considero tan dueño de estas tierras como ellos y, a mi juicio, esos almohades son tan enemigos míos como suyos.

Hamusk dio una fuerte palmada en la espalda de Mardánish e hizo resonar la cota de malla.

—¡Bien dicho, yerno! Y ahora vayamos a ver a nuestro emperador, pues nos estará esperando.

Anduvieron por entre las tiendas cristianas, todas ellas adornadas por sobrios estandartes. Mardánish abría camino; tras él, Hamusk, y los seguían los dos sirvientes que portaban las armas del primero; jóvenes que, con ojos asustados, miraban a los fieros guerreros leoneses y castellanos que salían de sus pabellones a medio armar. Un tercer escudero se afanaba por esquivar las cuerdas y estacas clavadas en tierra mientras guiaba al destrero de Mardánish, un caballo de guerra precioso, totalmente negro, de cuya silla colgaba una aljaba repleta de flechas y un fardo alargado. Las conversaciones se acallaban en los corros cuando pasaban los dos nobles andalusíes, y eran foco de todas las miradas, algunas de curiosidad, otras de aceptación e incluso unas pocas de desprecio. Llegaron a la tienda del emperador, erigida en medio de un mar de pabellones. Alguien había acercado varios hermosos caballos hasta allí, y los sirvientes aguardaban junto a ellos con lanzas y escudos preparados. Un muchacho de no más de diecisiete años y porte distinguido permanecía en pie a la entrada del pabellón, con los brazos levantados, mientras un criado le ceñía el talabarte alrededor de la loriga. Miró embobado a Mardánish y, de repente, una luz de comprensión alumbró su cara.

—¡Tú debes de ser… —le señaló y mostró una generosa sonrisa— nuestro rey amigo, Mardánish!

El andalusí también sonrió. La forma de gesticular del joven le resultaba claramente familiar.

—Y tú debes de ser el joven Sancho. —Mardánish hizo una ligera inclinación de cabeza.

—¡Rey Sancho para ti, infiel! —escupió un enorme caballero que salía en ese instante del pabellón imperial.

Mardánish congeló su sonrisa en la cara y clavó sus claros ojos en aquel titán de cabeza afeitada. El solo peso de su loriga habría bastado para aplastar a un enemigo, y hasta tenía que agacharse para pasar bajo el dintel de la tienda del emperador Alfonso. El joven Sancho puso una mano en el pecho del gigante y este se frenó.

—Él también es rey, Álvar —explicó el muchacho.

Mardánish tensó sus mandíbulas y apretó con fuerza el pomo de su espada. Hamusk, al percibir que la ira subía desde el corazón de su yerno, se interpuso entre él y el gigante rapado y soltó una de sus sonoras carcajadas. Señaló a Mardánish y habló al tal Álvar, que mostraba una dentadura de mastín mientras sonreía con fiereza.

—Créeme, cristiano, tú serías aceptado en una mezquita antes que este «infiel».

Aquello distrajo lo suficiente al gigante, que no acababa de comprender las palabras de Hamusk, y entre tanto el emperador salió de su pabellón alarmado por los gritos. El rostro de Alfonso de León, cercado por una recia barba negra, se relajó al ver que Hamusk reía sonoramente, y su boca se alargó en una sonrisa sincera al reconocer a Mardánish. El emperador, que iba armado, se apresuró a estrechar la mano del rey del Sharq.

—Amigo mío Mardánish, sé bienvenido a mi real.

El andalusí inclinó la cabeza aunque sostuvo la franca mirada de Alfonso.

—Disculpad que no viniera a veros anoche, mi señor. Llegamos tarde y preferí no molestaros.

—Mi mayordomo me informó cumplidamente, no temas. Pero esta noche cenarás conmigo… Oh, amigo Hamusk. —El emperador soltó la mano de Mardánish y apretó con fuerza la de su suegro. El joven Sancho, que no había abandonado su gesto alegre, se adelantó medio paso.

—Padre…

—Ah, sí. —El emperador retrocedió un paso y señaló al joven—. Mis queridos amigos: mi primogénito Sancho, al que ha poco he distinguido como rey de Nájera. Le pedí que se quedase con su recién estrenada esposa, la princesa Blanca de Navarra, pero no consintió en dejarme solo en esta campaña.

El joven acentuó aún más su sonrisa, que enseguida contagió a Mardánish. Tras Sancho, el gigante seguía plantado sin apartar la vista del rey del Sharq. El emperador se apercibió rápidamente de la tensión que se había creado entre los dos guerreros.

—Amigos míos, permitid que os presente a mi fiel Álvar Rodríguez, señor de Meira e hijo del difunto conde de Sarria. —Ni el titán ni el rey andalusí se inmutaron, aunque ambos mantuvieron el hilo tenso y metálico que unía sus miradas. El emperador decidió romper de inmediato el momento—. Pero no nos demoremos más… —Apuntó con el dedo al hermoso caballo de guerra de Mardánish—. Me disponía a recorrer nuestras posiciones con Sancho y Álvar. Mardánish, ¿me harías el honor de acompañarnos?

—Por supuesto, mi señor.

—Amigo Hamusk, dispón de mi tienda, puesto que no te veo con ánimo de montar ahora. —El emperador gritó hacia el interior de su pabellón, donde se afanaban sus sirvientes—. ¡Agasajad al señor de Segura con largueza! ¡Dadle de comer y beber!

Hamusk agradeció el gesto con una sonrisa forzada, pues no tenía pensado que la reunión fuera a celebrarse a caballo y recorriendo el cinturón de asedio. No le agradaba perderse lo que hubiera que hablar, pero asintió respetuosamente y entró en el pabellón imperial. Todos los demás montaron y embrazaron sus escudos. Alfonso abrió la marcha e invitó a Mardánish a cabalgar a su lado. Dejaron atrás las tiendas, los establos de campaña y los olivares. Tras ellos, a poca distancia, desfilaban Álvar Rodríguez y el joven Sancho. Una no muy nutrida escolta seguía a los cuatro en columna junto con los escuderos. Nadie se había cubierto con yelmo ni empuñaba lanza. Pronto llegaron a la línea de asedio.

El sitio de Jaén era completo. Soldados gallegos, leoneses y castellanos estaban divididos por su origen, dirigidos por sus propios líderes y responsabilizados de sus albergadas, los parapetos y empalizadas que defendían cada posición. El emperador señaló a Mardánish los lugares asignados a la milicia de Ávila, a la que tenía en gran estima, dijo, por el valor de sus hombres. Se oían martillazos y los abulenses iban y venían con cordajes y listones de madera.

—He puesto en juego un manto con pedrería para quienes consigan adelantarse montando un almajaneque —explicaba Alfonso—. Hay algunos ingenieros genoveses en el ejército, y la mejor forma de que los guerreros los ayuden es una recompensa. Yo pensaba que los de Ávila ganarían el premio, pero anoche don Álvar me dijo que la milicia de Toledo ya lo había terminado. Están un poco más adelante.

—Ese Álvar… —Mardánish se giró a medias sobre la montura—. Creo que no le agrada mi presencia.

—Ah, no prestes atención a sus impulsos. Es un gran guerrero, no un político. Hace cuatro años me asistió en la toma de Almería y se distinguió por delante de todos. Tiene mucho valor, te lo aseguro. Yo mismo le vi quebrar las filas de enemigos con su maza y sembrar el terror entre los almerienses; pero algunos de sus mejores hombres cayeron a manos de los sarracenos. Por eso los odia, y aún no se ha dado cuenta de que tú no eres como esos bereberes fanáticos.

—Desde luego es enorme. Todo un titán. —Mardánish se fijó con disimulo en los anchos hombros del gigante, en los trazos rectos y bruscos de su mandíbula y en el grosor de sus brazos y piernas. Álvar Rodríguez llevaba el yelmo colgado del arzón, y almófar y crespina echados hacia atrás. La cabeza totalmente afeitada confería a su gesto una ferocidad que recordó al andalusí la de un toro bravo a punto de embestir.

—Todos lo conocen como el Calvo. Es nieto de Álvar Fáñez. Ya sabes, el compañero del Cid. Yo creo que se siente abrumado por la fama guerrera de su abuelo hasta tal punto que le irrita que la gente lo nombre ante él. Eso le obsesiona. No hace más que escuchar a los juglares y memorizar esas canciones de amores y duelos que nos traen desde el norte… Le gustaría ser el protagonista de uno de esos poemas, lo sé. Quiere ganarse un sitio en las crónicas a golpe de maza, y precisamente por eso confío en don Álvar. No he de andar detrás rogándole que me asista como me pasa con otros barones. No bien huele a contienda, Álvar el Calvo se presenta ante mí armado y dispuesto.

—En cuanto al joven Sancho, parece un digno heredero de su padre.

El emperador sonrió.

—Gracias, amigo Mardánish. Será un buen caballero. Ojalá sea también un buen rey.

—Un buen emperador —corrigió con suavidad el andalusí.

—No, no. Digo bien. Aún no lo hemos formalizado, pero tengo casi decidido que Sancho será rey de Castilla. —El emperador gesticuló discretamente para pedir a Mardánish que lo siguiera y arreó un poco a su montura; consiguió aumentar de forma discreta la distancia que los separaba del resto de los jinetes. Bajó la voz para seguir confiándose—. El sueño del imperio hispánico no puede pasar aún de ahí, amigo Mardánish. No ahora. Tal vez en el futuro, cuando este mundo haya cambiado… Mucho después de que tú y yo lo hayamos abandonado. Por eso dividiré mis dominios entre Sancho y mi hijo segundo, Fernando.

—Mi señor Alfonso, no quisiera en absoluto contrariaros, pero ¿acaso no debilitará eso la fuerza de vuestros hijos?

El emperador calló durante un largo rato. Miró a Mardánish mientras seguían avanzando hasta las posiciones toledanas. Estaba seguro de que todos los príncipes y reyes hispanos se alegrarían de que León y Castilla continuaran su camino por sendas distintas. Cada uno intentaría por su cuenta, no le cabía duda, sacar partido de esa temida debilidad. Pero aquel extraño rey sarraceno, Mardánish… Él no se alegraba de que el frustrado sueño hispánico se dividiera. Al contrario, lamentaba que una fuerza tan poderosa como el imperio de Alfonso detuviera su camino.

—A veces, mis barones y obispos me reprenden con cariño por contar con tu amistad, amigo Mardánish, y sin embargo tengo que reconocer que eres a mi corazón más caro que muchos de mis hermanos de fe —admitió el emperador con un extraño brillo en los ojos—. Esta noche, mientras cenemos, te haré una confesión, te pediré una disculpa y te prometeré una esperanza.

Mardánish enarcó las cejas ante las confusas palabras del emperador Alfonso. Abrió la boca para suplicarle una explicación, pero en ese instante un sonido grave retumbó como si un trueno conmoviera la tierra en una noche de tormenta. Todos los jinetes miraron hacia el origen de aquel ruido y sus vistas fueron atraídas por una blanquecina nube de polvo que se elevaba desde las murallas de Jaén. Al mismo tiempo llegó hasta sus oídos un estruendo cocinado a base de vítores, aplausos y chillidos de triunfo.

—Ahí están, tal como os dije, mi señor —habló con su potente vozarrón Álvar Rodríguez, el Calvo—. Las milicias de Toledo han puesto a funcionar su esfuerzo y ya martillean los muros infieles. Es cuestión de tiempo que los africanos almohades pidan clemencia.

El griterío se extendía por las posiciones de sitio. El emperador Alfonso colocó su mano sobre los ojos para detener la herida de los rayos del sol y también se dejó contagiar por la felicidad. Allá, sobrepasadas las albergadas y en tierra de nadie, algunos infantes tiraban de un almajaneque al que habían adosado unas pequeñas y macizas ruedas. Varios más, provistos de enormes planchones de madera que usaban a guisa de escudos, protegían a los conductores de la máquina de asedio. Un par de arrapiezos, sirvientes de mesnada de no más de quince años, corrían cómicamente mientras transportaban en una parihuela un bolaño mayor que sus dos cabezas juntas.

—Amigo Álvar, ve y felicita a esos bravos toledanos, pero ordénales que lleven su máquina tras los manteletes. Y que esperen a que el resto haya levantado las suyas. No quiero que todos los malditos demonios arqueros de Jaén suban a la muralla y acribillen a esos valientes.

—Sí, mi señor —respondió al punto el Calvo, y picó espuelas para salir despedido hacia el almajaneque toledano. Tras las albergadas, los guerreros animaban a sus compañeros a quebrar la muralla y lanzaban maldiciones e insultos destinados a los almohades cercados. Como anuncio de que los temores del emperador eran más que fundados, una solitaria flecha salió disparada desde la muralla y voló con muy poco tino hasta clavarse a buena distancia de la máquina. Ello no sirvió sino para que los toledanos redoblaran sus burlas. El caballo del emperador Alfonso piafó, percibiendo por sus tablas en algaradas y sitios que aquello pintaba cuando menos regular.

—Están muy cerca de las murallas —murmuró Sancho con preocupación.

—No temas —intentó calmarle Mardánish—. Hace falta mucho tiempo para concentrar un número suficiente de arqueros. Podrán salir de la franja de peligro.

Sancho asintió con alivio y vio que Álvar el Calvo hacía aspavientos para mandar que los toledanos se retiraran tras las defensas de madera. Luego entornó los ojos para fijarse en el lugar en el que al parecer había impactado el primer y único bolaño disparado por la máquina de guerra. Todavía flotaba sobre él una débil nube albina, pero era evidente que provenía del mampuesto añadido. Aquel sector de muralla estaba junto a una de las puertas de Jaén, la que daba al camino de Granada. El camino, arañado ante ella por años y años de pisadas y rodadas, bordeaba por unas varas la alta pared y giraba abruptamente hacia el sur. En ese punto, los muros volvían a trepar por el risco para llegar a confundirse con la recia mole de la alcazaba.

De repente, la puerta empezó a abrirse.

—Increíble —reconoció Sancho—. Estos nuevos enemigos son unos inconscientes. Van a salir para comprobar los daños, ¿no?

El caballo azabache de Mardánish resopló cuando este, tenso, tiró de las riendas.

—Cuidado, mi señor —advirtió.

—¡Don Álvar, fuera de ahí! —El emperador se aupó sobre los estribos.

El Calvo no lo oyó. Al griterío de burla y triunfo que salía de cientos de bocas en las líneas de asedio se sumaban ahora los desafíos por la apertura de la Puerta de Granada.

Las dos hojas terminaron de desplazarse y varios jinetes ataviados de blanco salieron bajo el arco de herradura. Montaban caballos oscuros y esbeltos, con jaeces también negruzcos, sin adorno alguno, y los arrearon de inmediato y a todo galope hacia el almajaneque toledano. Los infantes que portaban los planchones de madera, y que por fortuna estaban retrocediendo sin perder la cara a Jaén, avisaron a gritos a sus compañeros.

Sin una sola voz de concierto, el emperador Alfonso, su hijo Sancho y Mardánish se lanzaron a socorrer a los toledanos. Desprovistos de yelmos y lanzas, puesto que no habían tenido tiempo de pedírselos a sus escuderos, se inclinaron sobre los cuellos de sus monturas. Vieron cómo Álvar se apercibía enseguida del peligro. El gigante, que llevaba su escudo indolentemente colgado del tiracol, lo embrazó y se protegió con él, se subió el almófar y a continuación tomó una horrenda maza de guerra que llevaba colgada del arzón.

Los almohades habían terminado de salir de Jaén y cargaban directos hacia el almajaneque. Eran cinco y parecían volar, con la liviana tela de sus vestiduras flotando tras ellos. Embrazaban escudos redondeados y empuñaban ligeras jabalinas. Como si aquello fuera un plan preconcebido, algunos cedieron velocidad hasta que formaron línea con los demás. Frente a ellos, Mardánish observó con una pizca de angustia que no conseguirían llegar hasta los toledanos antes que los almohades. En cuanto al resto del ejército, algunos valientes salieron corriendo y abandonaron las tiendas, pero sus posibilidades eran aún menores. Álvar Rodríguez gesticuló, ahogada su voz por el griterío y el ruido de las cabalgaduras. A sus órdenes, los toledanos que portaban los planchones clavaron la rodilla en tierra y formaron una improvisada muralla de madera. Los demás se resguardaron tras ellos y empezó el rosario de persignaciones y manos unidas, encomiendas a Dios y promesas a todos los santos.

Álvar el Calvo, campeón de los ejércitos cristianos. Depositario de uno de los más bravos linajes que vio nacer el mundo, caballero probado, seguidor del código:

En Dios cree, a Dios ama, a Dios adora,

honra a los nobles y a las damas,

y ante los presbíteros ponte en pie.

¿Y qué mejor forma de honrar a Dios que enviando a unos cuantos infieles al infierno?

Por eso el Calvo rodea ahora al grupo de atemorizados infantes y carga en solitario contra los enemigos. Encajado entre los arzones, los pies afirmados en los estribos. Fija la mirada, férrea la voluntad. La visión de Álvar Rodríguez, que parece uno de los jinetes del Apocalipsis, levanta un aullido general en las filas del asedio. Mardánish, mientras tanto, ha colgado su escudo del arzón y pugna por desatar los lazos que mantienen cubierto el fardo alargado que lleva en la silla. Se da cuenta en este momento, con inusitada claridad, de que aquellos almohades están haciendo una salida suicida. ¿Qué pueden conseguir? ¿Acabar con unos pocos cristianos imprudentes? Ni siquiera tienen oportunidad de destruir el almajaneque, y mucho menos de arrastrarlo hacia sus murallas. Un escalofrío recorre la espina dorsal del rey andalusí al vislumbrar que aquella maniobra es poco menos que una inmolación pública. Pero el relámpago de reflexión se hunde pronto en la tiniebla roja, la que precede al combate. Álvar el Calvo está a punto de cerrar con el enemigo. Su cuerpo se encoge, aunque sigue pareciendo un gigante recubierto de hierro. Mardánish arroja al vuelo el trapo con el que lleva cubierto su arco. Sin dejar de espolear a su caballo, extrae una flecha del carcaj, colgado a su derecha, la cala en la cuerda y empieza a tensar. El caballo se porta con nobleza. Aguanta el galope a pesar de que su dueño deja que las riendas pendan atadas a su muñeca.

Más allá, el choque es el de una ola salvaje que rompe contra un saliente rocoso. Álvar Rodríguez ha cargado recto contra el centro de la línea montada almohade, con su enorme escudo pintado de verde ante él, usando su propio peso y el de su formidable destrero como un proyectil viviente. Un guerrero sarraceno se quiebra contra aquella mole acorazada y sale despedido hacia atrás, totalmente desmadejado. En la lejanía, a Mardánish le parece que el Calvo es un dardo que atraviesa una plancha de mimbre. Al refrenar a su montura, el caballero cristiano eleva una cortina de polvo y guijarros, y su caballo se queja del tirón con un bufido. Pero el noble bruto patalea, recobra pie y da la vuelta para encarar de nuevo a los almohades, que bien se diría que han ignorado la feroz y solitaria carga de ese guerrero loco y gigante. Ahora Álvar debe cobrar de nuevo velocidad y lanzarse hacia sus enemigos, que siguen aproximándose a los del almajaneque.

Los toledanos se agachan al ver venir a los cuatro jinetes africanos; se encogen hasta casi hacerse invisibles; desaparecen tras los planchones de madera. A unas varas queda el almajaneque, olvidados ya los vítores y las burlas. Los almohades elevan sobre sus cabezas las jabalinas que portan y frenan con envidiable coordinación a un par de cuerpos de los infantes. Las armas salen despedidas a un tiempo, rasgan el aire, ávidas de carne, y se clavan en las maderas. Un aullido de dolor se alza y sobrevuela la llanura cuando uno de los infantes siente que horadan su brazo y ve aparecer una punta de hierro ensangrentada ante su cara. Con la carne y el hueso aún cosidos al planchón, se deja caer hacia atrás y siembra el pánico entre sus compañeros. La desbandada es ya un hecho cuando los almohades desenfundan sus espadas. Ahora, más de cerca, puede verse que llevan la frente cubierta por la tela de su turbante. Bajo él relucen los ojos, rodeados de una piel oscura cuyo tono se acentúa aún más por la blancura de sus ropas; y miran desencajados, fieros, diríase que nublados por la locura.

Mardánish, que ha seguido al galope, considera que está ya a una distancia adecuada. En ese momento, los almohades vuelven a arrancar, aplastando con los talones los ijares de sus monturas. El andalusí refrena a la suya y termina de tensar, inspira con rapidez y suelta a medias el aire. Justo en ese instante, el emperador y Sancho lo sobrepasan a todo galope, y a lo lejos, Álvar Rodríguez eleva su maza sobre la cabeza para chocar por segunda vez con sus enemigos.

La primera flecha deja atrás un chasquido seco y vuela libre. Cruza entre dos caballeros raudos —un emperador y un rey— y traspasa el aire. Silba como debe de silbar la parca cuando teje la última pulgada de mortaja. Su punta de hierro atraviesa la cota entrelazada que un almohade viste bajo la ropa, horada la piel y se clava en el cuello. Cercena su vida de golpe.

Al mismo tiempo, el mazazo de Álvar el Calvo destroza la madera de un escudo almohade, y su dueño grita de dolor al sentir que se rompen los huesos del brazo. El chillido también se quiebra unos instantes después, cuando la maza aplasta el yelmo anudado de blanco, se hunde en su cráneo y nubla los ojos del guerrero. El joven Sancho, más fogoso que su padre, llega hasta el penúltimo almohade y se enlaza con él en un intercambio de espadazos. Los caballos giran nerviosos y ambos jinetes se manejan con valor, se defienden y atacan por turnos. Una segunda flecha corta el aire y el quinto almohade, indeciso entre encajar el embate de Álvar Rodríguez o el del emperador Alfonso, cae como un fardo con el cuello igualmente atravesado.

Mardánish baja el arco, con la tercera flecha ya calada, y aguanta la respiración mientras observa el duelo entre Sancho y el almohade superviviente. El mismo emperador Alfonso hace un gesto a don Álvar para que no se inmiscuya en el combate; la quietud se traslada desde aquel lugar, sembrado ya de cadáveres sarracenos, y llega hasta las líneas cristianas. Varios guerreros chistan y piden silencio, y los que venían a la carrera se detienen entre murmullos. Solo se oye ahora el resonar del hierro contra la madera: un golpe, otro; un choque de espadas, un giro y un nuevo revés; un caballo piafa y un jinete aprieta sus rodillas en torno a los costillares de su montura. Todos pueden ver el rostro del emperador congestionado, a la espera del desenlace. Sin duda se encomienda en silencio al Criador y hace votos para donar un sinfín de posesiones a este o aquel monasterio. Pero no parece ser Dios quien decide la contienda: al retroceder tras una de las acometidas, el almohade se da cuenta de que alrededor yacen sus compañeros, alfombrado el suelo de blanco y rojo, mientras un pavoroso círculo de cristianos ávidos de sangre musulmana se arremolina poco a poco y circunda el escenario. Sancho jadea; respeta la pausa del bereber pero aprieta los dientes, enrabietado por la lucha, deseoso de hundir su espada en el corazón del enemigo.

Por fin, el almohade deja caer su arma y el escudo redondo, pasa un pie sobre la silla y se deja resbalar hasta caer a tierra. Hinca las rodillas, mira al cielo y empieza a implorar en una lengua desconocida hasta para Mardánish.

A buen seguro el resto del ejército cristiano tuvo que conformarse con galletas y, con algo de suerte, carne en salazón y vino aguado. En el pabellón del emperador Alfonso, sin embargo, se había preparado un excelente banquete para agasajar a los invitados de honor. Tanto Mardánish como su suegro, Hamusk, compartirían mesa con el soberano más poderoso de la Península, y otro tanto haría el enorme Álvar Rodríguez. Fuera, durante buena parte del día, los toledanos habían celebrado el episodio de la Puerta de Granada y el almajaneque. Se habían alzado vítores y brindis hasta que muchos de los peones, totalmente borrachos, se habían trasladado al lugar en el que permanecía prisionero el almohade capturado por el joven Sancho.

Durante la cena, todos se abstuvieron de hablar de otra cosa que no fueran las proezas de Álvar el Calvo y de cómo había desmontado a dos sarracenos tal que si fueran peleles; y de Mardánish y su espantosa precisión con el arco; y, cómo no, del valor demostrado por Sancho al medirse cara a cara con un guerrero que, según se contaba ahora, era mucho más fuerte, alto y diestro que él, y al que había rendido al tercer tajo de través con su espada.

—Lo mío no ha sido nada. —El primogénito del emperador se sentía abrumado al ver cómo aquel combate a caballo crecía y crecía con cada rumor, alimentándose a sí mismo hasta convertirse en algo digno de cantarse en un poema—. Ese infiel se ha rendido porque estaba rodeado y no tenía escapatoria, fuera o no el vencedor en la lid.

Para Mardánish, la acción de Sancho no carecía de mérito. El joven noble era risueño y sus ojos transmitían sinceridad e hidalguía, pero su cuerpo no era el de un gran guerrero, e incluso su tez parecía algo demacrada. El rey del Sharq sospechó que quizá padeciese alguna enfermedad, aunque en aquellos momentos no se manifestara.

—La salida almohade ha sido suicida. —Mardánish sostenía una copa argentina repleta de vino castellano—. Pese a ello, esos jinetes no eran voluntarios fanáticos, sino guerreros experimentados de una de esas tribus masmudas. Lo más granado de los almohades. Como prueba, recordadlo todos, han maniobrado con precisión para formar la línea al galope, e incluso han atacado coordinados. Cierto es que no tenían oportunidad alguna, pero ese valor desesperado y esa pericia en la lucha hacen que tu victoria no sea una nadería. Sancho —miró a los ojos al joven—, has luchado como un héroe antiguo…, uno de esos cuyas gestas se narran en las epopeyas. Bravo. Alzo mi copa por ti.

El joven se emocionó visiblemente y no supo qué responder. El emperador, que presidía la mesa montada con una larga plancha de madera sobre caballetes, se puso en pie y rubricó el brindis del andalusí.

—Qué buenas palabras, amigo Mardánish. Yo también brindo por Sancho. ¡Gloria para él!

Los demás comensales se alzaron y repitieron el grito del emperador. Álvar se impuso a todos con su vozarrón y acabó con el contenido de su copa de un solo trago. Frente a él se hallaba el segundo hijo del emperador Alfonso, Fernando, que apenas contaba catorce años. Y a pesar de su corta edad lucía una mirada madura con la que examinaba a cada comensal. El jovencísimo Fernando repitió el brindis, pero sus labios apenas rozaron el metal plateado ni se mojaron con el caldo castellano, frío para aliviar los calores estivales de la noche jienense. Sobre la mesa de campaña quedaban los restos de faisán andalusí cocinado con setas, canela y dátiles, los pasteles de ganso y pavo a medio comer y un pichón del que todavía se disponía a dar cuenta Álvar el Calvo. Un par de escanciadores corrían alrededor de los invitados y rellenaban las copas de vino. Todos aceptaron su parte excepto Fernando, que puso la mano sobre el recipiente mientras volvía a sentarse.

—Sancho no ha sido el único héroe hoy. —El emperador aguantó su copa a un lado y esperó a que uno de los servidores acabara de rellenársela—. Mis dos buenos camaradas, Mardánish y Álvar Rodríguez: bravo también por vosotros. Me enorgullezco de contar con ambos no solo como amigos, sino también como fieles aliados.

El vino volvió a inundar los gaznates para consagrar el nuevo brindis. Únicamente el joven Fernando permaneció quieto, absteniéndose de beber y sentado mientras los demás seguían de pie, en un gesto que podría haberse considerado de mal gusto de no ser por su mocedad. Tenía la vista fija en su hermano Sancho; entornaba los párpados y ladeaba la cabeza. Parecía que calculara cómo había sido posible que el joven rey de Nájera hubiera aguantado más de dos acometidas del infiel ahora cautivo. De aquel…, ¿cómo lo había llamado Mardánish?, masmuda. Un masmuda fanático y suicida.

—¡Yo quiero decir algo, mi señor! —Álvar reclamó con un gesto que le llenaran la copa una vez más—. No hemos hecho sino cumplir con nuestro deber, pues además de amigos y aliados vuestros, buen emperador Alfonso, somos vuestros servidores. ¡Y quiero dirigirme a ese hombre!

El último grito, atronador, lo había soltado el Calvo mientras señalaba a Mardánish, que aguantó la fiera mirada del gigantón de cabeza rapada.

—Dime pues —le retó a continuar el rey andalusí.

—Tú —dijo el Calvo al tiempo que un sirviente se ponía de puntillas para verter el vino desde una jarra en la copa del titán—, a quien hoy he ofendido gravemente al considerarte poco digno de estar aquí: me has demostrado cuán equivocado estaba. Te pido perdón y te suplico que me cuentes entre tus amigos a partir de hoy, y te advierto que al igual que tú me has socorrido en un peligroso trance, yo también iré a valerte cuando lo necesites y empeñaré mi vida en ello. Y eso lo juro delante de todos estos nobles señores y de Dios todopoderoso.

Álvar el Calvo apuró la copa mientras Hamusk dejaba la suya sobre la mesa y aplaudía con entusiasmo. Mardánish aceptó el brindis con una ancha sonrisa, bebió aquel vino consagrado con el juramento del imponente guerrero e hizo una respetuosa inclinación de cabeza.

—No he hecho sino tratar de emular el valor que he visto en ti, Álvar Rodríguez, al enfrentarte en solitario a seis enemigos carniceros. —El rey del Sharq miró a los francos ojos de aquel coloso cristiano, de un frío color gris, gélido como las brumas norteñas—. Reconozco tu juramento y te ofrezco otro tanto. Que este lazo no se rompa hasta que uno de los dos caiga muerto.

El Calvo, al que los vapores del vino empezaban a enturbiar el juicio, abandonó su sitio en la mesa y la rodeó para abrazar con fuerza a Mardánish. El rey del Sharq abarcó como pudo la espalda del gigante y resopló al sentir la titánica fuerza de Álvar Rodríguez. El emperador rio distendidamente mientras Hamusk soltaba una de sus estridentes carcajadas. Las risas fueron imitadas por los demás salvo Fernando, e incluso los escanciadores sonrieron a pesar del tremendo trabajo que les estaba dando aquel paladín de cabeza afeitada. El Calvo regresó a su silla y todos tomaron asiento.

—Como nos estamos sincerando, amigo Mardánish —habló ahora el emperador—, tengo yo también algo que decirte.

—Pues lo cierto es que esta mañana me habéis intrigado, mi señor —contestó Mardánish—. Me habéis prometido una confesión, una disculpa y una esperanza. Pero no me habéis ofendido, así que no veo por qué…

Alfonso alzó su mano para que el rey del Sharq le dejara hablar. El resto de los comensales, incluido Fernando, prestó atención.

—Una confesión, amigo Mardánish: a principios de año tuve vistas en el castillo de Tudilén, cerca de Tudela, con el príncipe de Aragón, don Ramón Berenguer. En esa reunión hablamos de nuestros proyectos, y claramente me expuso algo que, por otra parte, ya sabía: su intención de tomar para sí todas las tierras en las que ahora reinas, y que él considera como suyas por futuro derecho de conquista.

Mardánish chascó la lengua y recorrió con el dedo índice el borde plateado de su copa, recogió una gota de líquido rojo y la sacudió descuidadamente.

—Permitidme corregiros, mi señor: eso no es una intención. Es un hecho. El príncipe de Aragón ya ha sustraído de mis dominios Lérida, Tortosa, Fraga y Mequinenza. Sus barones mueven algaras por las tierras de mi Marca Superior y, a pesar de todo, ese violento Ramón Berenguer admite como bien ganadas las parias que debo abonarle anualmente por lo que él llama su tutela y protección. Hace dos años, antes de que Lérida cayera en su poder, la ciudad despachó emisarios que se presentaron en mi corte y exigieron el cumplimiento de mi deber de señor. Reclamaron mi defensa contra las artes de Ramón Berenguer. Yo solo pude apartar la vista de sus ojos, que me quemaban. Los despedí con regalos y parabienes, y con la promesa de que podrían instalarse en el lugar que escogieran de mi reino: en cualquiera excepto en alguno de los que el príncipe de Aragón ya había profanado con su presencia.

El emperador Alfonso, apesadumbrado, frunció el ceño.

—Entonces te será más duro aceptar mi disculpa ahora, amigo Mardánish, pues en esas mismas vistas acordamos el reparto de las tierras que ambos conquistaremos a los ismaelitas, y no pude sino bendecir sus intenciones al estirar hacia el mediodía, hacia tu reino, los dominios que un día han de pertenecer a sus herederos: los del reino de Aragón y el condado de Barcelona.

El joven Sancho se llevó una mano a la boca y puso cara de no poder entender cómo su padre, que honraba a Mardánish como a un buen súbdito, podía al mismo tiempo repartirse sus tierras como quien reparte lo saqueado en una cabalgada. Su hermano Fernando, que se dio cuenta enseguida del estupor de Sancho, rio quedamente y habló como si él fuera el primogénito, y no un segundón que todavía no había superado la adolescencia.

—Mucho te queda por aprender de política, hermano.

Mardánish asintió en silencio.

—¿Y qué otra cosa podíais hacer, mi señor? —intervino ahora Hamusk—. ¿O acaso el príncipe de Aragón habría renunciado a sus ambiciones si ese acuerdo no hubiera existido? Bien habéis hecho en decidirlo así, pues bajo vuestra sombra habrá de actuar Ramón Berenguer, y de corazón sabemos que jamás permitiréis que lleve sus conquistas demasiado lejos.

—Así será mientras nuestro emperador viva, sin duda —dijo Álvar Rodríguez, que a pesar de su voz ya algo densa y sus ojos brillantes parecía seguir la conversación con solicitud, y miró a Alfonso de León—. Rezo a Nuestro Señor porque vuestra vida, mi emperador, sea larga. Muy, muy larga. Pero un día tocará a su fin, pues el Criador os llamará a su lado para recompensaros como merecéis. ¿Qué ocurrirá entonces con él? —El Calvo señaló al rey del Sharq al-Ándalus con dedo seguro.

—Esa es la promesa que había de venir tras la confesión y la disculpa, amigo Mardánish —respondió el emperador—. Pues prometo y hago prometer a mis hijos, aquí presentes, que en mi ausencia harán cumplir esta garantía: jamás León ni Castilla actuarán contra mi amigo, rey legítimo de Murcia y de Valencia, y le valdrán cuando se halle en peligro. Y jamás le reclamarán precio alguno ni le impondrán tributo por su amistad. —Alfonso se puso en pie y alzó su copa una vez más. Miró alternativamente a sus hijos Sancho y Fernando—. Prometedlo por vuestro honor.

Sancho se levantó enseguida. Fernando tardó un poco más a pesar de que su gesto había cambiado. Aunque ambos gozaban ya del tratamiento de reyes, las palabras de su padre indicaban que él era considerado como un futuro heredero, pues le hacía prometer junto con su hermano por León y por Castilla. Aquello era como una confirmación del rumor que se paseaba por toda Galicia, por las dos Asturias, por las Extremaduras, por la Trasierra… El rumor de que el segundón, Fernando, heredaría una parte de aquel imperio.

—¡Prometemos! —gritaron los dos al unísono.

Mañana siguiente

Mardánish se desperezó con lentitud y reclamó agua a uno de los criados. La mañana vivía ya, ajetreada y monótona a la vez, fuera del pabellón andalusí. Soldados que venían o iban al cambio de guardia en cada posición de las albergadas, forrajeadores que llegaban cargados de grano para las monturas y caza para los hombres, sirvientes que acarreaban pucheros, y algún que otro mercachifle de los que siempre acompañan a los ejércitos en campaña y buscan su particular negocio vendiendo cacharros. La noche había durado mucho y el vino había corrido en el pabellón del emperador Alfonso hasta que el alba clareó por levante. Mardánish había sido el último en retirarse, junto con el propio emperador y Álvar Rodríguez, el Calvo, mientras que Sancho y Alfonso se habían excusado hacia medianoche. Hamusk se había ido poco después, alegando que tenía asuntos que tratar con el cautivo almohade.

Mardánish elevó la vasija servida por uno de sus sirvientes y dejó que el agua llenara su boca y la desbordara, que resbalara por su piel y mojara su cuello. Tenía una sed espantosa con trazas de no ir a calmarse nunca, y un persistente dolor agujereaba su cabeza y le irritaba. Despidió al sirviente cuando vio acercarse a su suegro, que parecía no padecer resaca alguna.

—Buenos días, mi querido yerno. ¿O debería decir buenas tardes?

Mardánish respondió con un gruñido. Como siempre, Ibrahim ibn Hamusk iba perfectamente ataviado para reforzar la imagen de gran señor que quería dar ante los cristianos.

—¿Qué tal anoche con el prisionero? —preguntó Mardánish mientras aceptaba un albaricoque de la bandeja que ahora le alargaba un criado.

—Pues ahí viene el joven Sancho, que estuvo presente durante mi interrogatorio. Él te contará qué suculentos testimonios arrancamos al cautivo.

Sancho sonreía con media boca. Saludó afablemente a Mardánish pero su cara se contrajo al dar los buenos días a Hamusk. Aquello no pasó desapercibido para el rey del Sharq, que conocía los métodos de su suegro para con los cautivos.

—Sancho, amigo, pareces descompuesto. Demasiada carne anoche, sin duda —bromeó el señor de Segura.

—Y demasiada sangre, sí.

Mardánish tampoco pasó por alto el cruce de miradas de reproche. Se imaginó enseguida la escena: el cautivo masmuda torturado con saña por su suegro mientras Sancho, demasiado joven y hecho a la vida cómoda de la corte castellana, se aterrorizaba ante las mil diabluras que era capaz de imaginar Hamusk para sacar información a un prisionero.

—¿Recuerdas a Dardush, el renegado de Carmona? —preguntó el señor de Segura a Mardánish.

—Creo que sí, ¿no es ese tipo al que conocimos el año pasado, el que vino a refugiarse al Sharq después de la revuelta contra los almohades?

—Ese. Salvó la cabeza por muy poco. Su testimonio no se diferencia mucho del de otros huidos del yugo masmuda —Hamusk se dirigía ahora a Sancho sin abandonar su sonrisa sardónica—, pero Dardush nos enseñó algo: que los almohades mueren por su doctrina. La llaman Tawhid. Tiene que ver con su fastidiosa obsesión de que Dios es único, algo que repiten una y otra vez, y fue lo que los motivó a masacrar a los almorávides en África. Sin miramientos. Es algo nuevo aquí. Pues bien: algunos de los seguidores del Tawhid hacen auténtica profesión de fe como mártires. El cautivo nos confesó antes de morir que él también se había juramentado junto con los otros cinco jinetes que salieron ayer por la Puerta de Granada.

—De modo que lo mataste —apuntó Mardánish.

—Ah, no me eches a mí toda la culpa. Los toledanos estuvieron la tarde entera martirizándole. El hombre al que los almohades hirieron en la salida ha perdido el brazo y ya no podrá cultivar la tierra en Toledo, así que los cristianos se tomaron su revancha con el cautivo. Cuando yo me ocupé anoche de él, ya estaba bastante destrozado, yerno. De hecho tuve que emplearme a fondo, porque el pobre era casi ya ajeno al dolor.

—También nos habló de los talaba —intervino Sancho, a quien todos aquellos términos le sonaban extraños—. Por lo que dijo el cautivo, podrían ser el origen del problema.

—Los talaba… —repitió Mardánish mientras arrojaba el hueso del albaricoque y cogía otro. Con un gesto invitó a sus dos interlocutores a servirse de la bandeja que sostenía el lacayo—. Sí. Dardush nos habló de ellos cuando vino desde Carmona. Pero los talaba son solo una parte del problema. Una especie de fisgones sagrados que recorren las ciudades y buscan a pecadores que contradigan el dogma del Tawhid. Inspeccionan todos los escritos, las obras de arte, los comentarios en las calles, los rezos en las mezquitas… Incluso forman los tribunales. Aun con todo, son solo un escalón más en la escalera de esos fanáticos. Acabando con unos cuantos no matas el problema.

—Cierto —corroboró Hamusk—. El cautivo nos explicó ayer, entre llantos y ruegos para que acabara con su vida, que los talaba se educan en una madrasa especial de Marrakech, y que son miles. El califa de los almohades, Abd al-Mumín, los envía a todos los rincones del imperio que ha formado en África, y también ha mandado algunos aquí, a al-Ándalus.

—¿Debemos temerlos? —preguntó con cierto candor Sancho.

Hamusk soltó una de sus estentóreas risotadas.

—Yo no temo a nadie por muy santo que sea. El Tawhid no libró al cautivo de ayer de sangrar como un cordero en el sacrificio.

—Su rigidez representa un problema para ellos mismos —intervino Mardánish de forma más templada que su suegro—. Se dice que los almohades cuentan con un poderoso ejército salido de los cientos de tribus que habitan los montes y los desiertos de África. Pero también se dice que sufren continuas rebeliones entre los pueblos a los que han sojuzgado. El Tawhid es duro. La gente no admite de grado su dominio, y al parecer los talaba se ven obligados a purgar en cada ocasión a los levantiscos. Saltar el Estrecho y plantarse en al-Ándalus puede ser fácil cuando te invitan a casa, como pasó con los almorávides, pero ahora la historia es diferente: estos almohades nos encontrarán dispuestos a defender nuestra tierra.

»En primavera, Abd al-Mumín mandó llamar mediante escritos a todos los andalusíes que gobernaban las ciudades alzadas contra los almorávides, y les exigió que se presentaran ante él y le reconocieran como único califa. A mí también me escribió. Naturalmente, no fui. No reconozco a ese zarrapastroso como califa. Es más, nuestras monedas siguen acuñándose con mención a la soberanía del califa de Bagdad, y todos los viernes se le invoca en las oraciones de las mezquitas. Yo no me doblegaré ante estos fanáticos, y si se les ocurre acercarse a mis dominios, los aplastaré. Sé que contaré con ayuda para ello. ¿Estás de acuerdo con eso, Sancho?

—Por supuesto —respondió al punto el joven hijo del emperador—. Tal como prometimos anoche, lucharemos juntos contra el enemigo común.

Mardánish sonrió y mordisqueó el segundo albaricoque, y entonces se oyeron unas voces a cierta distancia. Un soldado castellano llegó a la carrera y se dirigió a Sancho.

—Mi señor, una delegación de infieles que dice venir de Valencia. Piden ver a su rey.

Mardánish, Hamusk y Sancho se miraron entre sí.

—Ese eres tú, amigo Mardánish —señaló el hijo del emperador.

Los tres anduvieron hacia el lugar del que procedía el tumulto. Varios infantes retenían a punta de lanza a dos andalusíes desprovistos de armas, uno de los cuales discutía acaloradamente con quien mandaba a los centinelas cristianos. Al ver acercarse a Mardánish, ambos emisarios clavaron la rodilla en tierra e inclinaron la cabeza.

—Mi señor, que Dios sea contigo —saludó el que llevaba la voz cantante mientras los cristianos acallaban sus bravatas y observaban intrigados al rey del Sharq—. Perdónanos por traerte noticias funestas, pero obedece este ruego y acompáñanos de vuelta a Valencia, pues el ingrato y cruel Ibn Silbán se ha amotinado en el alcázar. Ha proclamado su sumisión a Abd al-Mumín y dice haber mandado emisarios para que los almohades vengan a posesionarse de la plaza.

—¿Cómo? —Mardánish enrojecía por momentos—. ¿Quién es ese tipo? ¿Y mi ejército de Valencia? ¿Y mi hermano?

—Mi señor, tu hermano pudo huir del alcázar, aunque varios de sus más allegados fueron degollados por los rebeldes como muestra de adhesión al credo almohade. Ibn Silbán es uno de los capitanes de la guardia, pero no sabemos su origen. Dicen que procede del mediodía, que luchó en África como mercenario. Mi señor, parte del ejército le ha rendido pleitesía, pero otros te siguen siendo fieles en Valencia. Ven a liberarla antes de que los almohades pretendan ganar por la fuerza la más hermosa joya de al-Ándalus.

Mardánish apretó los puños hasta que sus nudillos se tornaron blancos. Luego miró a Sancho.

—Debo partir de inmediato.

—Por supuesto —asintió el hijo del emperador—. Iré a avisar a mi padre. ¿Precisas algo, buen amigo?

Mardánish negó con la cabeza mientras tomaba ya el camino de vuelta a su tienda.

Un sirviente preparaba el corcel de viaje mientras otros ultimaban los preparativos para llevar en carros la impedimenta. Ni Mardánish ni Hamusk habían acudido al campamento en calidad de comandantes militares, por ello no llevaban tropas consigo. Su única intención era reunirse con el emperador y empezar a tratar la estrategia común en el valle del Guadalquivir. Ahora esos planes deberían aguardar.

—Iré directamente hacia Valencia —informaba Mardánish a Hamusk mientras comprobaba por sí mismo su silla de montar—. Te ruego que viajes a tu castillo de Segura y mantengas allí a mi favorita Zobeyda. Pero mándame a Abú Amir de inmediato: necesitaré de su consejo. Él suele tener buen ojo para estas cosas.

—Descuida. Y recuerda: mano dura. Si castigas esta traición como se debe, mantendrás la lealtad de tus súbditos. Sé blando y caerás del trono enseguida.

—¡Amigo Mardánish! —se oyó la voz del emperador, que llegaba a rápidos pasos acompañado de sus escuderos y de Sancho—. Ya conozco la noticia. Es espantoso.

—No os preocupéis, mi señor —trató de tranquilizarle Mardánish—. Los almohades son lentos y torpes. Tardarían años en movilizar un ejército para posesionarse de Valencia. Además, no creo que quisieran dejar a su espalda plazas como Murcia, Denia o Almería. Solo temo por la ciudad y su gente. Espero acabar con esta aventura sin que la sangre corra por las calles y se vierta en el Turia.

—¡Si ha de correr sangre, que sea la de ese traidor amotinado!

El vozarrón de Álvar Rodríguez sobresaltó tanto a Alfonso como a Mardánish. El Calvo llegaba a caballo y tras él venían dos sirvientes tirando de las riendas de un segundo corcel y de un destrero. Era evidente que el cristiano se disponía a emprender también el viaje.

—Veo lo que pretendes, Álvar, pero pienso que nuestro señor Alfonso te necesita aquí —advirtió Mardánish.

Álvar Rodríguez miró con gesto interrogante al emperador. Este se pellizcó la barbilla y reflexionó durante un instante.

—El asedio de Jaén durará meses… Dada la solidez de esas murallas, no pienso que ni una docena de almajaneques sirva para derribarlas ni hoy ni mañana. No: tener Valencia asegurada es ahora más importante que conquistar Jaén. Ve pues, amigo Álvar: cumple con los juramentos y auxilia a nuestro aliado, el rey del Sharq.

»Amigo Mardánish, era mi intención que habláramos con calma de nuestros pasos para el próximo año, pero las circunstancias mandan.

—Permitid que me ocupe ahora de Valencia y fijad una cita a vuestro gusto a finales del verano, mi señor —ofreció Mardánish.

—Eres generoso hasta en la adversidad… ¿Te parece bien Lorca?

Mardánish asintió.

—Enviadme a vuestros emisarios a Valencia para concretar la fecha y acudiré a Lorca. En cuanto a Álvar, acepto agradecido cuanta ayuda pueda darme, pero a condición de que su hueste quede aquí, en Jaén, para valer al emperador.

—De acuerdo —respondió el Calvo, que transmitió la orden a uno de sus escuderos. Este desapareció a la carrera. El emperador Alfonso hizo una inclinación de cabeza para despedirse de Mardánish y sonrió a Álvar Rodríguez.

Después, ambos partieron a caballo seguidos de sus escuderos y sirvientes y de los dos emisarios valencianos, tan impacientes estos que ni a limpiar sus cuerpos del polvo del camino ni a refrescarse accedieron. Los dos nobles cabalgaron hasta perder Jaén de vista y solo entonces acomodaron la marcha para que la comitiva pudiera darles alcance. Mardánish tensaba los músculos de la mandíbula y sus ojos destellaban de cólera. El Calvo vio la necesidad de apaciguar el ánimo del rey del Sharq.

—He oído hablar de Valencia —habló con voz más modulada Álvar Rodríguez—. En mi familia siempre se la ha tenido en gran estima desde tiempos de mi abuelo. ¿Es tan hermosa como dicen?

Mardánish inspiró con profundidad y sonrió un poco forzadamente. Luchó contra sí mismo para abstraerse de los negros pensamientos y contestó al Calvo.

—Solo cuando hayas visto con tus propios ojos la Joya del Turia comprobarás por qué tus ancestros admiraban Valencia. Es como una mujer. Una hermosa y altanera. La naturaleza la viste como una suave túnica vestiría a una hurí. Sus campos gozan de fertilidad por los trabajos de siglos. Almendros y frutales, inmensos cultivos de arroz y azafrán, olivos, vides… Jamás hace demasiado frío ni demasiado calor, y siempre puedes aprovechar las tardes para refrescarte con jarabe de limón o agua de horchata mientras paseas a la sombra de los naranjos o gozas del aroma a jazmín.

—Un vestido para una mujer hermosa… Buen símil —reconoció Álvar.

—Y por encima de esas ricas vestiduras, los arrabales adornan Valencia como un collar de perlas ornaría la garganta suave y delgada de una virgen. Las barcas recorren la orilla del mar y suben hasta la ciudad por el río, generoso e implacable a la vez. En la musalá nos deleitamos con juegos y justas, y gozamos de las alamedas para buscar el solaz con nuestros amigos y un buen vino, o encontramos la intimidad para el amor, al que anima mucho la noche valenciana.

»Después de arrebatar a esa dulce virgen su túnica y de despojarla de su collar, disfrutarás de su entrega en las calles abarrotadas de tiendas, mezquitas, posadas, puestos y baños, y llegarás hasta mi alcázar, en el que guardo tesoros de todo el orbe.

»Amo a Valencia doblemente, porque además de ser para mí esa virgen de piel suave y olor a azahar, es la ciudad más querida para el corazón de mi esposa favorita, Zobeyda. Mi mujer gusta de pasar el día en nuestro palacio, no muy lejos del alcázar, pero por las noches pide siempre salir de las murallas. Se ha hecho construir una pequeña munya en el arrabal de Marchalenes y acude allí para librarse de las noches de calor. Con el tiempo edificaré en su lugar un palacio digno de su belleza.

Álvar Rodríguez, amante de trovas y cantares, escuchaba embelesado las palabras de Mardánish. Aparte de algún que otro juglar extranjero, no estaba acostumbrado a que los caballeros del norte se expresaran en tales términos. Aquella forma de hablar le habría resultado cómica de no ser porque había presenciado la habilidad del rey del Sharq en combate.

—Tu esposa Zobeyda es la hija del Mochico, ¿no es así?

Mardánish logró sonreír a pesar de la pena que le embargaba por lo sucedido en Valencia. Se decía que Ibrahim ibn Hamusk debía su apellido, con el que se conocía a todo su linaje, al apodo de un antepasado suyo, cristiano a sueldo de los Beni Hud, al que le faltaba media oreja por un espadazo enemigo. La gente solía llamarle Mocho o Mochico, y aunque a Hamusk le irritaba profundamente que le recordaran el episodio, corría de boca en boca entre sus sirvientes y conocidos.

—Zobeyda no se parece nada a él —pareció justificarse Mardánish.

—Ya, perdona. Sé que vosotros no soléis hablar de vuestras mujeres. Con los cristianos no ocurre eso.

Mardánish pareció ofenderse un poco por el comentario.

—Olvida lo que crees saber acerca de nosotros. Hemos vivido demasiado tiempo bajo el yugo de los almorávides. Ahora que nos hemos librado de ellos deseamos disfrutar de la vida. Tal es nuestro carácter que solamente con él estuvimos a punto de librarnos de los camelleros africanos. Me gusta hablar de mis esposas y, sobre todo, me enorgullezco de Zobeyda. Es la criatura más bella que existe sobre la tierra. Si realmente Dios decide nuestro destino, sin duda fue Él quien quiso que la hija de Hamusk, con la que me casé para sellar un pacto de alianza, fuera una mujer hermosa e indómita. La conocerás un día, sin duda, porque, al contrario que mis otras esposas, se niega a permanecer en sus habitaciones, oculta del mundo tras una celosía. Ya su padre, irreverente hasta la saciedad, la educó como a una cristiana. Es descreída y jamás me obedece, lo que la hace más atractiva a mis ojos y, por cierto, a los ojos de los demás. No sería la primera garganta que cortara porque un hombre posase sus lujuriosos ojos sobre Zobeyda.

»Ya la verás. Mi amada tiene un cabello negro e interminable que sus doncellas cepillan varias veces al día. Gusta, como yo, de vestir al modo cristiano, y aunque cumple con el deber de la limosna de modo harto generoso, jamás se la ha visto acudir a una mezquita. Sí frecuenta los baños, todos los que puede y con mucha insistencia, pues dice que allí encuentra la calma que necesita y los afeites precisos para mantenerse joven y bella para mí. Jamás dirías que me ha dado dos hijos: Hilal y Zayda. Tiene una mirada que subyuga y el sabor de sus labios es mejor que cualquier vino. Es esbelta como una pantera y sus caderas volverían loco a cualquier hombre. Su nuca es dócil y su piel, fina, y su busto parece cincelado sobre mármol, pero cuidado: su fragilidad es falsa.

Álvar Rodríguez estaba asombrado. Lo que creía saber era totalmente contrario a lo que le estaba contando Mardánish. Pero, sobre todo, el rey del Sharq había conseguido despertar la curiosidad del Calvo acerca de semejante beldad, Zobeyda bint Hamusk.