DEJA que te muestre, a ti, que ahora abres este libro, una época de muerte y desolación. Pero también de pasión y poder. De ambición, de lealtad y de traición. De amistad, de odio y de amor. Y de muchas otras cosas, salvo paz. No es paz lo que hallarás si sigues leyendo. Así pues, ¿deseas seguir?
Bien. Permite, entonces, que te cuente adónde te quiero llevar.
Nos acercamos a la mitad del siglo XII y la Península Ibérica está dividida en dos partes marcadas por su distinta religión. Al norte se agrupan los reinos cristianos… Pero luego te hablaré de ellos. Vayamos ahora al sur, donde perviven los territorios musulmanes: lo que otrora fue el califato de Córdoba, descompuesto después en los primeros reinos de taifas, más tarde unidos de nuevo bajo el cetro almorávide.
Ah, ¿te cuento de los almorávides? Unos fanáticos vomitados por el desierto africano. Los enemigos del legendario Cid Campeador. Llegan a un al-Ándalus enfermo y fragmentado, y unen a todos los musulmanes peninsulares bajo su mando. Pero los almorávides, que vienen de sojuzgar a gran parte del Magreb, no están dispuestos a soportar la relajación de costumbres de los andalusíes. Por eso arrasan con todo y hacen gala de su exaltación religiosa. Se alzan con el poder absoluto y relegan a los hispanomusulmanes a los puestos más bajos de su sociedad.
Sin embargo, es difícil resistirse a la buena vida en el vergel de al-Ándalus. Mujeres bellísimas, jardines lujuriosos, música que subyuga, vino que enloquece, poesía que enamora… Los almorávides se ablandan, se dejan llevar y empiezan a transigir. Se vuelven débiles. Aunque eso no es suficiente para los hispanomusulmanes oprimidos: la población andalusí no se siente a gusto gobernada por los almorávides. Por eso empiezan las revueltas, muchas veces apoyadas por los cristianos del norte. Es la vida: todo imperio nace, crece, llega a su apogeo y decae. Los almorávides no son distintos, pero su caída se va a ver precipitada por algo que no sale de la libertina tierra de al-Ándalus ni de los molestos reinos cristianos. Al sur, en África, ha surgido un nuevo movimiento rígidamente musulmán. Su fundamentalismo es mucho mayor que el de los almorávides, y además está consiguiendo reunir un potente ejército entre las tribus nómadas del desierto y las montañas. Son los almohades, los unitarios, los creyentes. Están dirigidos por un visionario llamado Ibn Tumart, que se cree el Mahdi: el Mesías que ha de salvar al islam de su decadencia. A la muerte del Mahdi, toma el relevo del poder almohade un hombre cruel y decidido, el primer califa del nuevo orden, Abd al-Mumín. Abd al-Mumín se hace llamar príncipe de los creyentes y gobierna con mano dura. Dictamina la superioridad racial almohade sobre las demás tribus africanas, así como sobre los andalusíes y los árabes y, por supuesto, el resto de los seres humanos. El ejército de Abd al-Mumín recorre todo el norte de África y se hace con las antiguas posesiones almorávides. Aplasta, incendia, decapita y crucifica. Y ahora mira al norte, a esa península al otro lado del Estrecho. A al-Ándalus.
Cuando los almohades cruzan a la orilla europea, se encuentran con los desvencijados restos del imperio almorávide. En poco tiempo se hacen con importantes ciudades del sur, como Córdoba, Jaén y, sobre todo, Sevilla, que pasa a ser su capital a este lado del Estrecho. Pocos son los reductos almorávides que sobreviven. No hay tiempo para más. Las tribus sometidas del Magreb se rebelan una y otra vez, y los almohades deben regresar para apaciguar sus posesiones africanas. Se van. Dejan para más tarde lo que queda de la Península Ibérica. Volverán, te lo aseguro…
Tal vez quieras saber qué hay más allá de Córdoba, Jaén y Sevilla. ¿Has oído hablar de la época de los cinco reinos? En muchos libros de historia llaman así a este momento. Se refieren a los cinco estados en los que se dividía la parte de la Península que aún no estaba bajo el poder almohade: los reinos de Portugal, León, Castilla, Navarra y Aragón —entendido ya este último como la unión del reino de Aragón y el condado de Barcelona—. Pero cuidado. Tal vez a estas alturas no te salgan las cuentas. Falta algo. Un sexto reino. Uno que, por cierto, supera en tamaño y riqueza a alguno que otro de los que he enumerado en el quinteto de estados cristianos. Este sexto reino, casi hundido en las tinieblas del olvido histórico, representa el momento brillantísimo de una civilización única e irrepetible. Una auténtica utopía llena de contradicciones. Al frente de ella, un rey andalusí al que un papa se refirió como «el rey Lope, de gloriosa memoria», mientras que sus correligionarios musulmanes de África lo tildaban de demonio cruel y sanguinario. Este rey no llegó al trono por herencia, sino por sus propios méritos. Descendiente de tagríes, militares de frontera curtidos en mil batallas, de origen muladí y admirador del arrojo cristiano, consiguió hacerse con un reino que comprendía las actuales provincias de Castellón, Valencia, Alicante y Murcia, además de parte de las de Tarragona, Teruel, Cuenca, Albacete, Jaén y Almería. Sus conquistas lo llevarían mucho más lejos, y el esplendor que llevó a su reino hizo que durante siglos se continuara usando la moneda que acuñó en sus cecas. Lo que se sabe de este reino está manchado por la propaganda almohade o por el desprecio cristiano, y quizá lo único seguro es el sobrenombre por el que su monarca pasó a la historia: el rey Lobo.
Pero basta de cháchara. Es hora de que conozcas el sexto reino.