Lo que fue y lo que no fue
ESTE relato cubre una parte oscura de nuestra historia. Las crónicas cristianas apenas se hacen eco de la existencia del rey Lobo y, cuando lo recuerdan, están llenas de contradicciones. En cuanto a la versión musulmana, los cronistas son más locuaces, pero también muy tendenciosos. Así pues, el reino de Mardánish fue un nido de infieles para unos y otros, y por tanto no resulta fácil describir la vida en el Sharq en aquel periodo extraño. El rey Lobo, seguramente por obstinada oposición al Tawhid, mantuvo su adhesión a la corriente malikí, tradicionalmente andalusí, y por ello es improbable que el ambiente de desenfreno narrado en esta novela llegara hasta el extremo que me ha dictado la imaginación, aunque es cierto que al-Ándalus vivió, en el paréntesis entre las dominaciones de almorávides y almohades, una época de libertad recuperada que bien pudo poner a funcionar el péndulo que tan usualmente marca nuestro devenir. Si en algo coinciden las crónicas, es en el libertinaje y el hedonismo que se respiraba en el reino del Lobo, y si algún resto ha quedado, nos muestra un chispazo de verdadera prosperidad cuyos vestigios fueron machacados con saña por la rigidez almohade, como si realmente fuera necesario borrar de la historia aquel periodo tan indignante para el islam.
Estas huellas de otra frustrada Arcadia feliz, esta impronta de estado quimérico enclavado en medio de la nada me han llevado a abocetar una sociedad, la del Sharq al-Ándalus bajo el cetro del rey Lobo, que con toda seguridad se aleja de lo que debió de ser. Soy consciente de que algunas situaciones parecerán extemporáneas, sobre todo en lo relativo a la esfera femenina de la corte andalusí. Por fortuna, el novelista goza de prebendas de las que el historiador carece, y así puedo permitirme jugar con el paralelismo —a veces escandalosamente innegable— que se da entre el Sharq al-Ándalus del rey Lobo y nuestro amado estado actual del bienestar. Qué frágil resultó ser uno y qué frágil demuestra ser el otro. Con qué facilidad se resquebrajan ambos desde dentro, y qué parecidas resultan las amenazas que llegan desde fuera.
Aparte de estas consideraciones generales, hay otras más particulares que merecen ser expuestas:
Vaya por delante la total historicidad de los personajes de mayor renombre, como los reyes cristianos y sus nobles más importantes, así como la del propio rey Lobo o la de su aliado y suegro Hamusk, y la de los principales califas y prebostes almohades.
No tengo constancia de que la favorita del rey Lobo se llamara Zobeyda, ni de cuál fue su carácter ni si su importancia tuvo efecto alguno fuera del harén. Sí es cierto que la enemistad entre Hamusk y Mardánish estalló cuando este repudió a su esposa, hija de aquel. Tampoco hay certeza acerca de las hijas de Zobeyda. El palacio de la Zaydía existió y su recuerdo permanece vivo en el urbanismo valenciano actual, pero la memoria de la princesa Zayda navega entre las aguas de la historia que se pierde y la leyenda que pervive. Sí parece cierto que las hijas del rey Lobo fueron desposadas por el califa Yusuf y su heredero, Yaqub, como muestra de alianza con la familia de los Banú Mardánish. Hay rumores que dicen que el califa Yusuf, a partir de ese matrimonio, se dejó dominar por su esposa, la princesa levantina de ojos azules. Hilal y Gánim, por otra parte, han dejado su impronta en las crónicas: tras su sumisión al poder almohade, ambos se batieron contra los cristianos con la furia de quien fue traicionado y abandonado a su suerte. Porque así fue, tal como temieron muchos y otros no supieron ver: una vez sometido el Sharq, el recrecido imperio africano tuvo las manos libres para dirigirse contra los reinos cristianos y se convirtió en el mayor peligro que estos tuvieron que afrontar en el periodo que conocemos como Reconquista.
La inclusión del conde de Urgel, Armengol VII, y de su hermano Galcerán de Sales llegan insinuadas por las crónicas musulmanas, que los sitúan junto al rey Lobo en su empresa por conquistar Granada. La figura de Armengol de Urgel mantuvo su importancia tras la muerte de Mardánish, sobre todo en la esfera leonesa.
Con Álvar Rodríguez, el Calvo me he permitido ciertas licencias. Para empezar, la historia no nos deja claro si es este el calvo nieto de Álvar Fáñez que, según las crónicas, acompañó al rey Lobo. Sí parece el candidato más probable de acuerdo con lo que se conoce de aquella época. No obstante, y si bien algún historiador musulmán nos narra su muerte en la Sabica, durante el desastre de Granada, lo cierto es que el auténtico conde de Sarria murió —y no violentamente, por lo que parece— en 1167. Su hijo, Rodrigo Álvarez, heredó el condado y llegó a fundar la orden militar y religiosa de Montegaudio, que luchó en Tierra Santa.
Pedro Ruiz (o Rodríguez) de Azagra es un personaje importantísimo de la historia medieval española. Su señorío sobre Albarracín, sin reconocerse vasallo de rey alguno y rindiendo sumisión solamente a la Virgen María, dio inicio a una influyente estirpe que terminó por ceder su enriscada capital a Aragón a finales del siglo XIII. Es un misterio el modo en que Albarracín salió de la soberanía del rey Lobo y acabó en la de Pedro de Azagra, pero todo indica que se hizo de forma pacífica.
Abú Amir es un personaje ficticio, aunque basado en alguien de existencia real: Abú Amir at-Turtusí, un tradicionalista, historiador y médico que residió en Murcia pero que no tuvo el fin épico de esta narración, sino que murió antes, en 1164. Ibn Tufayl, uno de los filósofos más importantes de la historia musulmana de España, es un personaje real y bien documentado. No así al-Asad, el León de Guadix, que es totalmente inventado. En cuanto a Óbayd, he retratado en él a un cercano familiar de Mardánish que cayó en el desastre de Granada según alguna que otra crónica musulmana.
Tanto Hafsa como Abú Yafar existieron. Su triángulo amoroso con el sayyid almohade Utmán está de sobra documentado. Abú Yafar ibn Saíd fue efectivamente ejecutado en Málaga tras la rebelión de Granada. Hafsa partió al norte de África, aunque la fecha del viaje se sitúa más bien hacia 1184. Allí, en Marrakech, se dedicó a instruir a las hijas del califa Yaqub. De ella nos han quedado sus versos y la memoria de una mujer de belleza extraordinaria que enamoró a la Granada de su época. En cuanto al sayyid almohade, Abú Saíd Utmán, siguió luchando contra los cristianos a las órdenes de su hermano.
Abúl-Hachach ibn Saad, el hermano del rey Lobo, fue confirmado como gobernador de Valencia, donde siguió viviendo sometido a los almohades. Uno de sus nietos, Zayyán, se rebelaría en el siglo XIII contra el último gobernador almohade para convertirse en rey de Valencia justo antes de la conquista por Jaime I.
El primogénito de Abd al-Mumín, Muhammad, llegó a reinar durante cuarenta y cinco días antes de ser derrocado por Abú Hafs y Yusuf. Por lo que parece, fue relegado a un segundo plano y desapareció de la historia. Todo lo relativo a este golpe de Estado encubierto es real: otros dos de los hijos de Abd al-Mumín, Abúl-Hassán y Abd Allah (gobernadores de Bugía y Fez respectivamente) murieron en extrañas circunstancias mientras, casualmente, se mostraban remisos a reconocer a su hermano Yusuf como califa. El segundo fue asesinado, por cierto, con un paño menstrual envenenado, lo que nos da idea de las sibilinas formas de matar de la época. Yusuf fue un califa marcado por su querencia hacia la filosofía, y atrajo a su lado a no pocos intelectuales andalusíes aparte del propio Ibn Tufayl. Su caracterización en esta novela no deja de ser una licencia narrativa. La historia de este almohade quizá merezca ser contada de forma más extensa…
El gran jeque Umar Intí y su legado perduraron también. Con el tiempo, sus sucesores se independizaron de los almohades y fundaron el reino de los hafsíes en el norte de África. En cuanto a Abú Hafs, sus descendientes ocuparon puestos importantes en el imperio, y de hecho un nieto suyo, Abú Dabbús, se erigió en último baluarte almohade en África hasta su muerte y el triunfo definitivo de los benimerines, en 1269.
Es una licencia colocar al rey Alfonso II al frente de la toma de Teruel. Muy probablemente, el joven monarca se hallaba en ese momento ocupado con las gestiones de la boda entre el rey de Castilla y Leonor Plantagenet. Otra licencia es llamar Marca Superior a la franja norte del Sharq, en frontera con los territorios cristianos. Esta Marca, territorio fronterizo y altamente militarizado en las tierras del Ebro, existió antaño, pero en la época de la novela ya había sido fagocitada por Aragón.
La muerte de Abd al-Mumín también está plagada de ajustes literarios, aunque es cierto que cayó a las frías aguas del río Nafis mientras viajaba hacia la tumba del Mahdi. Hay algunas otras licencias en la medición temporal, que en el paso del calendario musulmán al calendario gregoriano deja márgenes de, en ocasiones, un año entero. En la novela, dicho sea de paso, se ha usado el calendario occidental para facilitar la lectura. No hay referencias al año musulmán, ni a la era hispánica ni al distinto comienzo del año en el calendario cristiano de la época.
Las licencias se extienden a los nombres. Muchos de los personajes históricos tienen nombres coincidentes, por lo que me he visto obligado a usar los distintos elementos del nombre musulmán de forma libre para establecer diferencias. Nadie se habría dirigido como Mardánish al rey Lobo en aquella época: lo correcto habría sido usar su kunya (Abú Abd Allah). Es un ejemplo que puede extenderse a otros personajes, como Hamusk, Umar Intí, Utmán… También he simplificado el número de personajes. A veces hago confluir en uno solo las acciones históricas de varios, o he obviado a otros que han debido salir del relato. Esto lo he hecho puntualmente y sin sacrificar el resultado, y solo por ahorrar al lector la confusión y el esfuerzo de vérselas con un excesivo elenco de personajes: los numerosos jeques, sayyides, visires y señores cuyas vidas se cruzaron en este periodo.
Y la historia sigue. Siguió tras la muerte de Mardánish, para demostrar que el rey Lobo fue el auténtico escudo de los reinos cristianos ante los almohades. A partir de 1172, los califas africanos expandieron su empuje y arrinconaron a los cristianos, divididos y cegados por sus propias ambiciones, hasta ponerlos al borde de la derrota ante el fanatismo. La historia, sí, continuó, y conformó una aventura que merece ser contada para que jamás la olvidemos.