La cancelación

El dinero es el origen de toda civilización

WILL Y ARIEL DURAN

A la mañana siguiente nos dirigimos a pie al otro lado de la colina, Pearl y Lelia nos seguían en la carreta. Parecíamos un pequeño ejército camino de la batalla.

Cuando el comité del Vagabond apareciera al cabo de dos semanas como nuevo propietario de la isla, alguien tendría que mostrarles los entresijos del negocio que habían comprado. Puesto que Lawrence podría reconocer a Pearl y sin duda me conocía a mí, ambas tendríamos que permanecer ocultas en el castillo durante su estancia.

Por lo tanto, recayó en Georgian la tarea de mostrar el funcionamiento del negocio de las divisas. Aquél era su primer día de entrenamiento y no le gustaba lo más mínimo.

—Los grados de abertura de las cámaras son los únicos números que entiendo —se quejó, mientras caminábamos delante de la carreta, levantando polvo—. Dicen que tengo que explicar todo eso como si lo hubiera estado haciendo toda la vida.

—No creo que te resulte demasiado duro —le dije—. Después de todo, si Pearl ha conseguido millones en sólo unos meses, ¡cualquiera puede hacerlo!

Miré por encima del hombro a Pearl, que me lanzó una mirada airada desde la carreta. Georgian, Tor y yo nos hicimos a un lado para dejar pasar el caballo y la carreta, con Lelia y Pearl dando botes al descender por la montaña.

Recorrimos las calles entre hileras de casitas de estuco, puertas iguales de color turquesa y oro y balconcillos dorados con enrejados de flores. Al final de la calle había una estructura de dos plantas, larga y ancha, con un tejado puntiagudo como el de un granero.

—Antes era el cobertizo donde fabricaban las velas —me explicó Pearl—, la industria del pueblo antes de que llegásemos. Pero, como necesitábamos urgentemente un lugar para nuestro negocio, les pagamos el dinero suficiente para que se construyeran otro.

Era un edificio grande y oscuro que olía levemente a moho y a mar, con altos techos abovedados en la parte delantera y una escalera en el centro para subir al segundo piso, que parecía un desván. En la recepción, hojeé el registro de entradas, donde vi los nombres de algunas importantes empresas internacionales que, presumiblemente, aún seguían haciendo negocios allí.

—¿Clientes europeos? —le pregunté a Tor, cuando el grupo inició el ascenso al segundo piso.

—Y de Oriente Medio…, y de cualquier lugar que se te ocurra —contestó con una sonrisa—. Todo aquel que quiera evadir impuestos y esté dispuesto a jugar según nuestras reglas es bienvenido.

Arriba había un largo y oscuro pasillo con una pequeña ventana al otro extremo. Estaba flanqueado por dos hileras de puertas. Entramos en la primera habitación de la izquierda. Pearl se dirigió a la gran mesa de despacho que había al fondo, decorada únicamente con una lámpara, y recogió unos cuantos papeles. Detrás de la mesa había una pequeña y antigua centralita telefónica y, justo detrás, un montón de teléfonos sobre otra mesa. En lugar del habitual panel eléctrico con teleimpresora, Pearl tenía una pizarra con un trozo de tiza, donde había escrito ya los cambios de moneda cuando cogimos las sillas colocadas contra las paredes y nos sentamos frente a ella.

—Bien, amigos —dijo ella en tono profesional—. Esto es un negocio de divisas, FX para vosotros, y este negocio tiene una jerga propia, como todos los demás. Georgian, cuando lleguen nuestros compradores, serás nuestra experta profesional. Lo primero que debes hacer es explicarles, de forma sencilla, como hacemos dinero. Muéstrales los tipos y dales unos cuantos detalles. Por ejemplo, diles que cada mañana telefoneas a los grandes bancos centrales de dinero para comprobar los tipos mundiales y que luego estableces nuestros tipos de cambio con respecto a nuestra moneda vehículo, que resulta ser el Krugerrand de oro.

—¿Qué es una «moneda vehículo»? —preguntó Georgian.

—La moneda con la que se comparan las otras, cariño, la numeraria.

—Yo lo explique —se ofreció Lelia, alzando la mano—. Verás, chérie, no puedes cambiar dólares por francos y francos por marcos y marcos por libras esterlinas, sería demasiado confuso. Así que eliges una moneda para el tipo de cambio que tendrán todas las demás.

—De acuerdo —dijo Georgian, con aspecto de estar algo confusa cuando Pearl continuó hablando.

—Una vez que les hayas explicado cómo establecemos el… el tipo vehículo, les cuentas cómo…

—Espera —interrumpió Georgian—. ¿Cómo establecemos el tipo vehículo?

—Lo establecemos a unos cuantos «pips» por encima del mercado —explicó Pearl—. Te enseñaré la fórmula cuando hayamos…

—¿Qué son «pips»? —preguntó Georgian en tono de desesperación.

—Puntos de porcentaje de interés —contestó Pearl, intentando mantener la paciencia. Nos miró de soslayo a Tor y a mí con una ceja levantada, como preguntando si debía continuar.

—¿Por qué no empiezas por definir toda la terminología? —sugerí—. Quizás así resulte más fácil.

—Buena idea —reconoció Pearl—. Bien, para empezar, cada moneda tiene un apodo. Eso no figura en ningún libro; se trata únicamente del argot que utilizamos entre nosotros para realizar negocios. Por ejemplo, las liras italianas son «espaguetis», las libras esterlinas británicas «cable», los francos franceses «París». y los riales «Saudí». Cuando se realiza un negocio, nos referimos al volumen en metros; así, un millón de liras, por ejemplo, sería «un metro de espaguetis».

—No puedo creer que tenga que aprenderme toda esa jerga en menos de dos semanas —me dijo Georgian en un susurro—. Ni siquiera recuerdo lo que son «cuerdas».…

—Cable —corrigió Pearl, mirándola con los ojos entornados y una irritación apenas disimulada—. Pero eso no es lo importante; te daré una lista. Lo esencial es que comprendas cómo se realizan los negocios. Bien, hay dos mercados en el negocio FX; el inmediato, es decir, ahora, y el futuro, es decir, después. Lo cual nos lleva a la distinción entre operaciones compensatorias y operaciones especulativas.

Pearl cogió la tiza.

—Verás, chérie —intervino Lelia tranquilamente—, en realidad es muy sencillo si piensas en esto: que puedes ofrecer el precio del dinero hoy, o que puedes decidir adivinar el precio que esperas que tendrá mañana. Pero hay modos diferentes de acordar la compra de dinero y…

—¡No aguanto más! —exclamó Georgian, poniéndose en pie de un salto—. ¡Está claro que hasta mi madre lo comprende mejor que yo!

—Sin duda —dijo Pearl con firmeza—. Lelia, ¿qué te parecería reemplazar a tu hija en el foro de los negocios?

—¡Oh, estoy feliz, feliz, feliz por hacer esta cosa tan importante! —contestó Lelia, radiante por recibir ese reconocimiento a su valía—. Pero me temo que mi problema es cómo hablo inglés. Creo que a veces resulta demasiado penoso hasta para los oídos de mis amigos.

—No es problema, cielo —le aseguró Pearl, acercándose a ella para rodearla con un brazo—. Cuando acabe contigo, serás tan buena que nadie se dará cuenta si hablas en ruso.

Pearl nos pidió a los demás que las dejáramos solas toda la tarde para que pudieran iniciar el duro entrenamiento de Lelia. De modo que Georgian, con gran alivio, se fue a hacer más fotografías por la isla, y Tor y yo volvimos al castillo para comer y deliberar, hasta que la diferencia horaria nos permitiera telefonear a Tavish a Nueva York.

—Sé que Lawrence es un canalla —le dije a Tor—. Encontré un memorándum redactado por él sobre la cuestión de aparcar dinero. Ha estado planeando todo esto desde hace tanto tiempo como tú. Si pudiera demostrarlo antes de que sepa demasiado sobre nosotros…

—No debería preocuparme tanto por todo esto —replicó Tor, mientras ascendíamos por la colina—. No creo que ninguno de nosotros acabe en prisión, ni tan sólo que lo lleven a los tribunales. No es probable que esos caballeros quieran atraer la atención sobre nosotros, si eso significa atraer la atención sobre ellos. Apostaría a que todos han intentado coaccionar a sus propias firmas para que aparquen el dinero aquí, en un refugio fiscal de su propiedad. Como tú dijiste, eso no sólo es evasión de impuestos, sino aprovecharse de su posición para obtener beneficios personales. Además, a los que son banqueros, como el propio Lawrence, ¡la ley les prohíbe comerciar en FX en competencia directa con sus propias instituciones! Están corriendo un riesgo doble. Seguramente querrán ocultar su participación y dudo que puedan demostrar la nuestra, para implicarnos en un robo real.

Era, cierto. Por mucho que el Depository Trust estuviera lleno de bonos falsos, sería terriblemente difícil descubrir cómo llegaron allí o dónde estaban los auténticos. Aunque Lawrence hubiera comprado los préstamos de Tor, llevándose, de paso, los bonos amortizables, no podíamos estar seguros de que sospechara que había unos duplicados en alguna parte (¡después de todo, los nuestros eran los auténticos!); además, había accedido a devolverlos tan pronto como hubiéramos firmado la cesión de la isla. Aún teníamos tiempo para hacerla antes de que venciera la fecha de amortización de los bonos.

En cuanto a Tavish y a mí, sólo teníamos que destruir nuestros programas para borrarlos en un instante. Nunca habíamos utilizado claves de acceso, ni habíamos puesto dinero en cuentas que estuvieran a nuestro nombre. De hecho, a ninguno de nosotros le podían acusar de haberse beneficiado de un delito. En general, sería difícil incluso probar que habíamos estado implicados en uno.

Así pues, aún era posible concluir nuestras operaciones sin que nos pillaran. Pero eso no me bastaba. El problema iba mucho más allá de una mera inquietud por salvar el pellejo. Había malgastado cuatro meses de mi vida, y todo para no conseguir ni una maldita cosa de las que Tor y yo habíamos pensado inicialmente. El panorama parecía poco prometedor, de acuerdo, pero no estaba acabada ni mucho menos. Haber fallado el tiro no significa que uno no siga teniendo un objetivo.

Tor y yo pasábamos por un bosquecillo donde los naranjos en flor esparcían sus pétalos de intenso aroma por la tierra que pisábamos. Tor arrancó una ramita de un árbol cercano y me la puso en el pelo. Me echó el brazo por los hombros y aspiró el aroma mientras seguíamos paseando.

Nos encontramos con un grupo de niños que se acercaban corriendo entre los árboles, llevando unos pájaros toscamente tallados en madera y cubiertos de flores primaverales. Tor se echó a reír, se llevó la mano al bolsillo y repartió un puñado de monedas entre ellos. Los niños gatearon para recoger el botín, nos dieron las gracias con su cháchara alegre y salieron disparados.

—Es una tradición mediterránea muy antigua —explicó Tor—. Al acercarse la Pascua, los niños tallan unas golondrinas en madera, las pintan, las adornan con flores y van por ahí pidiendo monedas. Se menciona en los escritos y leyendas más antiguos.

—Es una costumbre encantadora —reconocí.

—Me recuerda aquella fábula para niños del pájaro en la jaula de oro. Un pájaro que, como tú, necesitaba estar libre para poder cantar. He pensado en ello a menudo durante estos últimos meses. Me ha resultado prácticamente imposible permanecer alejado de ti después de lo que paso entre nosotros. No podía soportar no oír tu voz, quería llamarte todas las noches y despertarme contigo todas las mañanas, pero sabía que un gesto así por mi parte, aunque hubiera sido posible, lo habrías interpretado como la peor forma de…

—¿Qué? —exclamé, deteniéndome en seco y mirándolo fijamente.

No podía creer lo que estaba oyendo. Luego estallé en risas sincopadas. También él se había detenido, asombrado, para mirarme. Pero no pude dejar de reír. Se me saltaban las lágrimas. Tor me contemplaba en un silencio glacial.

—Podrías compartir la broma conmigo, si no es mucho pedir —sugirió con irritación—. Al parecer te divierte que te quiera; y tal vez, después de todo, sea un poco extraño.

—No es eso. —Contuve la risa y me enjugué las lágrimas—. No lo comprendes. Estaba furiosa contigo por marcharte de esa manera. Te habría llamado, ¡si me hubieras dicho adónde! Me sentía absolutamente desgraciada, me preguntaba por qué no me llamabas, por qué no me escribías, qué había sido de ti. Y durante todo ese tiempo ¡tú intentabas hacerme feliz dejándome en libertad como aquel pajarillo!

Tor me miró con sus extraños ojos, del color de las llamas, al darnos cuenta ambos del tipo de confesión que por fin acababa de hacer. Su expresión glacial se convirtió en su familiar sonrisa irónica.

—Realmente parece extraño —admitió— que dos personas cuyas mentes comparten una potente longitud de onda, y cuyos cuerpos se combinan de modo tan perfecto, necesiten un intérprete para expresar algo tan simple como un sentimiento.

—Quizá tú puedas traducir este sencillo sentimiento —dije, devolviéndole la sonrisa—. Te amo.

Tor se quedó inmóvil unos segundos, como si nunca hubiera oído aquella palabra. Luego me atrajo hacia sí con un rápido movimiento, me abrazó y enterró el rostro en mis cabellos.

—Creo que hemos llegado —susurró.

Sin embargo, aunque Tor y yo hubiéramos descubierto por fin nuestro aspecto romántico, el mar seguía turbulento en lo que se refería a empresas más pragmáticas.

A medida que transcurrían los días y se acercaba la fecha de llegada a la isla de los nuevos propietarios, mi estado de ánimo sufría una progresiva transformación. De hecho, comenzó siendo auténtica ira (la vendetta impassionata, como lo llamaba Lelia), para convertirse en fuerte determinación, justa indignación, frustración impotente, penosa desesperación y, por último, desembocar en un agotamiento sin esperanzas. A pesar de que hablaba con Tavish diariamente y me exprimía los sesos día y noche, no logré hallar la solución ni el modo de librarnos de las garras del infame Vagabond Club.

Por supuesto, todos teníamos en mente la idea de que la apuesta era con aquellos hombres. Era para desenmascarar a hombres como ellos por lo que lo habíamos arriesgado y perdido todo.

Aquellos eran los hombres que habían echado a Bibi de su propio banco, un banco que él había levantado con pequeños inversores a los que la empresa les había costado sangre y lágrimas. Un banco construido por gente que creía que los banqueros cumplirían su palabra: proteger los depósitos y aumentar el capital, en lugar de utilizarlo para otorgar préstamos bajo mano a sus amigos y sobornar a senadores indulgentes. A hombres como ésos había que arrastrarlos hasta la vieja plaza del pueblo y descuartizarlos, en lugar de invitarlos a cenar en la Casa Blanca. Pero no era así como funcionaban las cosas.

Sin embargo, desde mi punto de vista, la peor desgracia, por extraño que parezca, era el club mismo. No sólo el Vagabond Club, que no gozaba de unas prerrogativas especiales, sino todos los clubes de su calaña.

Esos clubes no existían para convertir el mundo en un lugar mejor. No prestaban ningún servicio, no fabricaban producto alguno ni tenían una función específica, como, por ejemplo, mejorar a sus miembros mediante el aprendizaje o el asesoramiento para que pudieran desempeñar un papel productivo y valioso en la sociedad. Hombres como aquellos ingresaban en clubes como aquellos porque creían que ya eran los miembros más valiosos de la sociedad y querían mantener fuera a todos los demás.

Si el propósito principal del Vagabond Club hubiera sido tan sólo el de disfrutar de una camaradería algo adolescente, ¿a quién le habría importado? Pero aquella supuesta hermandad era una licencia para obtener privilegios no merecidos fuera de los muros del club. Los tres últimos jefes del ejecutivo del Banco del Mundo, por ejemplo, habían sido elegidos entre las paredes revestidas de madera de clubes privados como aquél. No los elegían por su inteligencia, su eficacia, su rendimiento, su capacidad para el mando o su valor, como tampoco el puñado de hombres que los elegía estaba necesariamente cualificado para juzgar tales méritos. ¡Los elegían porque pertenecían al club!

Creía que había llegado la hora de poner fin a aquel gobierno en la sombra de la economía norteamericana, pero la tarea era ardua y el tiempo se acababa. Tan inevitable como el destino, llegó por fin la noche anterior a la llegada de los «vagabundos». Llamé por última vez a Tavish para cerciorarme de si había encontrado alguna pista que pudiera utilizar contra Lawrence. Durante aquellas dos últimas semanas había llegado a tal desesperación que incluso le había pedido que telefoneara a sus compañeros teckies del banco para intentar captar algún chisme, pero también había resultado infructuoso.

Aquella última noche su voz sonaba tan deprimida como yo me sentía. Sabíamos que a las diez de la mañana del día siguiente, hora en el Egeo, cuando el barco del continente llegara a la isla, sería el fin. Y no había una sola y maldita cosa que pudiéramos hacer.

—Aunque no sirva de ayuda —dijo Tavish a través de la línea plagada de interferencias—, hay una cosa bastante divertida que he pensado que te animaría. He hablado con tu secretario, Pavel; siempre tiene los chismes más sabrosos de todo el banco. Adivina lo que los hados le han deparado a tu antiguo jefe, Kiwi. ¡Le han negado el ingreso en el Vagabond Club!

—¿En serio? —Me quedé boquiabierta—. ¿Cómo ha podido suceder algo así?

—Al parecer fue en la votación secreta para decidir su admisión —explicó Tavish—. Pero Pavel dice que, según los rumores, fue el propio Lawrence quien emitió el voto en contra.

—Imposible —le aseguré—. Lo sé de buena tinta: Lawrence era su único valedor. Difícilmente lo consideraría el tipo de persona que cambia de opinión en el último momento.

—No obstante, incluso Kiwi lo cree —me contó Tavish—. No te puedes imaginar cómo está. Pavel dice que se ha pasado días encerrado, ¡con gafas de espejo y echando espumarajos por la boca! Al parecer, nadie sabe tampoco si sigue siendo el candidato para suceder a Lawrence en el banco. ¡Lo único que me alegraría más sería que deportaran a Karp a Alemania!

Colgamos después de habernos reído un montón y de fingir que estábamos animados. Le dije a Tavish que lo llamaría al día siguiente para darle el veredicto final sobre nuestro destino común, una vez que supiera cuál era. Pero si el rechazo del ingreso de Kiwi en el club era todo lo que Tavish podía sacar del banco, mucho me temía que ya conocía nuestro destino.

El sol se elevó resplandeciente sobre el día fatídico, arrojando con indiferencia sus diamantes de luz sobre el mar.

El barco con los cerdos aún no había llegado, pero los de nuestro grupo daban la impresión de ser ellos los que iban camino del matadero cuando se dispusieron a subir la colina en dirección al pueblo, dejándonos a Pearl y a mí en el castillo para ocultar nuestros rostros reconocibles. Me tumbé en el parapeto bañado por el sol absolutamente confusa, contemplando absorta una mariposa que se movía como un trozo de papel plateado entre las abundantes flores de Lelia.

Pearl se fue al estanque caliente a bañarse, probablemente para que así no tuviéramos que estar mirándonos la una a la otra como un par de bobas infelices e impotentes, mientras esperábamos el tañido fúnebre del destino, que podía tardar horas.

Me quedé allí sola contemplando la mariposa. Revoloteaba sin un propósito aparente, apartándose de vez en cuando del muro, dejándose llevar por una corriente de aire en un círculo sin sentido, explorando sin gran interés una flor. Qué extraño que un insecto pudiera sobrevivir sin un propósito, pensé, mientras que las personas no podían.

Lawrence, por ejemplo. Yo sabía que cada uno de sus actos tenía un motivo, aunque no había conseguido demostrar que ninguno de ellos fuera infame e ilegal. El motivo por el que había mantenido a los auditores al margen era que planeaba comprar aquella isla y aparcar el dinero allí. Y su motivo para patrocinar el ingreso de Kiwi en el Vagabond Club era…

Me incorporé en la tumbona y miré a la mariposa más de cerca. Aquel revoloteo sin sentido alrededor de un lugar, ¿no sería un camuflaje o una táctica de evasión? ¿Qué motivo tenía Lawrence para patrocinar el ingreso de Kiwi en el Vagabond Club? Si un tipo como Lawrence patrocinaba a alguien como Kiwi, lo más seguro era que primero se asegurara de que nadie vetaría al candidato que él había elegido. Tenía que haber sido el propio Lawrence quien hubiera terminado con Kiwi, pero ¿por qué?

Entonces, la idea acudió a mí como en un flash. Durante todo el tiempo había estado haciéndome la pregunta equivocada. La pregunta no debería haber sido por qué, sino cuándo.

¿Cuándo había propuesto Lawrence a Kiwi como miembro del Vagabond Club? Respuesta: La semana en que yo empecé a poner en marcha mi proyecto del círculo de calidad.

¿Cuándo había decidido Lawrence que mi equipo debía informarle directamente a él? Respuesta: Cuando Pearl y Tavish sugirieron que debía informar al Comité de Dirección o al departamento de revisión de cuentas.

¿Cuándo había decidido Lawrence que mi proyecto debía continuar, en lugar de ser cancelado? Respuesta: Cuando yo amenacé con ponerlo en manos de los auditores.

¿Cuándo le habían negado a Kiwi la entrada en el club como miembro? Respuesta: La semana en que mi proyecto concluyó y yo me fui de vacaciones.

Última pregunta: Si Lawrence había hecho todo eso porque su objetivo era librarse de mí para poder hacer algo turbio en los sistemas informáticos del banco, ¿cuál sería el mejor momento para hacerlo? Respuesta: ¡Ahora! ¡Ahora! ¡Ahora!

¡Qué idiota había sido al no darme cuenta! ¡Tuvo que ser Lawrence desde el principio! Lawrence quien rechazó mi primera propuesta sobre seguridad. Lawrence quien se encargó de que no tuviera ninguna posibilidad de trabajar en el Fed. Lawrence quien intentó enviarme a Frankfurt a pasar el invierno.

Tan soterrado era el control de Lawrence sobre los demás, que el pobre Kiwi había llegado a pensar que todas aquellas ideas eran suyas, incluso que otro, y no Lawrence, había vetado su ingreso en el club. Pero el hecho de que Kiwi hubiera sido vetado porque ya no era útil, de que yo no estuviera en el banco y de que Lawrence se encontrase a punto de desembarcar en la isla, me demostraba que el momento había llegado finalmente.

Tenía que ir hasta el teléfono y llamar a Tavish de inmediato. Me puse en pie de un salto y corrí hacia la casa maldiciendo a Pearl por dejarme en la estacada. No tenía ni idea de dónde se guardaban las cosas en el castillo o dónde encontrar algo que pudiera usar como disfraz, pero no disponía de tiempo para bajar hasta el estanque y pedirle ayuda.

Recorrí tres o cuatro estancias, revolviendo maletas y cajas hasta que por fin hallé un viejo albornoz negro con una capucha para cubrirme la cabeza. Me lo puse rápidamente, luego cogí uno de los grandes pañuelos de seda de Tor y me lo até alrededor de la cabeza para taparme la cara de los ojos hacia abajo. Al echar un rápido vistazo al enmohecido espejo de la pared, me vi como un monje franciscano con una mascarilla de cirujano, pero tendría que servir. Me calcé unas sandalias de cuero y, levantando la parte inferior del albornoz, bajé corriendo por la ladera rocosa sin preocuparme por seguir el sendero en zigzag; era demasiado largo.

Al llegar al edificio de los fabricantes de velas, me ajusté la capucha alrededor de la cara velada, dejando que tan sólo asomara un ojo, como haría una musulmana corriente. Cuando llegué a la entrada, un tipo árabe y distinguido que vestía a la occidental salió por la puerta y yo torcí el gesto ante mi mala suerte. Era una autoridad en la materia que podía desenmascarar mi descuidado disfraz.

—Allah karim —dijo, pasando junto a mí con repugnancia. Lo cual quería decir: «Dios es benefactor» o, en otras palabras, pídele a Él y no a mí una limosna. Algún día tendría que hablar con Georgian sobre el estado de su guardarropa. Aunque quizá me había salvado, por el momento.

Corrí escaleras arriba y, con el albornoz aún levantado, me dirigí a toda prisa a la habitación donde estaban los teléfonos. Abrí la puerta de golpe, irrumpí en la habitación y… me quedé paralizada.

Lelia estaba de pie ante la pizarra con la tiza detenida en el aire. Ante ella, sentados en rectas filas, como en un aula, se hallaban Tor, Georgian ¡y una docena, o más, de miembros del Vagabond Club!

Lelia me miró fijamente; todos los demás se volvieron para averiguar el motivo de la interrupción y Lawrence, en la última fila, a tan sólo unos centímetros de mí, ¡comenzó a levantarse de su asiento! Inclinándome y retrocediendo tan rápidamente como me fue posible, volví al pasillo y extendí la mano para cerrar la puerta, pero Tor era demasiado veloz para mí. Tan pronto como me vio, en tres ágiles zancadas cruzó la habitación, me cogió del brazo, me empujó contra la pared y cerró de golpe la puerta tras nosotros.

—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —susurró frenéticamente—. ¿Es que has perdido el juicio? ¿Y si te hubieran reconocido?

—… desesperadamente… teléfono… —balbucí a través del velo y la capucha.

—¿Qué tienes en la boca, una manzana? —dijo, irritado, abriéndome la capucha. Se quedó mirando el pañuelo, luego sonrió, me puso una mano bajo el mentón y movió mí velada cara a izquierda y derecha para verla mejor—. ¡Qué encantadora! —exclamó, sonriendo aún—. Me gusta mucho tu nuevo aspecto. Quizá si sólo llevaras el pañuelo y nada más…

Justo entonces la puerta, que no estaba cerrada del todo, se abrió de nuevo. Lelia volvió a quedarse paralizada con la tiza en la mano, Georgian parpadeó al ver el atuendo que había elegido y los otros se quedaron mirando. Tor, que seguía aferrándome del brazo y con la otra mano debajo de mi mentón, sonrió tímidamente al grupo de dentro.

—Perdónenme —dijo, recobrándose y aclarándose la garganta—. Caballeros, les presento a madame Rahadzi, la esposa de uno de nuestros más importantes clientes de Kuwait. Me ha pedido que la acompañe a una habitación privada don de esperar a que su marido concluya sus negocios aquí. Si me perdonan…

—Por supuesto —replicó Lelia por ellos, inclinando la cabeza en nuestra dirección—. ¡Y saha, madame Rahadzi! —Cuando Tor cerró de nuevo la puerta, la oí decir, con mayor firmeza esta vez—: Ahora prosigamos, caballeros.

Tor me arrastró prácticamente a lo largo del pasillo. Al llegar al otro extremo, me metió en una habitación vacía con suelo de madera dura, entró tras de mí, cerró la puerta y, apoyándose en ella, me atrajo hacia sí, tiró de mi velo hacia abajo y me besó con una intensidad tal que sentí mis piernas flaquear.

—Madame Rahadzi —susurró, cuando salimos a la superficie a por aire—, ¿le importaría mucho a su marido que jugueteara un poco por debajo de su albornoz?

—¡Esto es serio! —repliqué yo firmemente, tratando de concentrarme en el propósito de mi presencia allí.

—Yo diría que sí —convino—. No puedo mantener las manos lejos de ti, no puedo pensar en otra cosa, ¡es más que serio! —Se inclinó y me besó de nuevo hasta que llegué a sentirlo en los dedos de los pies—. Madame Rahadzi, me va a costar mucho, pero que mucho, devolverla a su marido. ¿Por qué no cerramos la puerta con llave y fingimos que no está casada? —dijo.

Aspiré profundamente y lo aparté cuando intentó volver a abrazarme.

—Tengo que llegar al teléfono y llamar a Tavish —conseguí explicar—. He descubierto lo que planea Lawrence, pero ahora tengo que demostrarlo.

—¿Te refieres a algo más de lo que ya sabemos? —dijo Tor, y sus ojos se animaron.

—Creo que él es su banquero —le expliqué—. ¿De qué otro sitio podrían haber sacado todo ese dinero, cientos de millones de dólares, para comprar esos préstamos? Creo que ha estado financiando algunas cosas curiosas durante estas últimas semanas.

—¿Sin pasar por el departamento de préstamos para su aprobación? —sugirió.

—Él es el jefe del procesamiento de datos de todo el banco. Si nosotros pudimos meternos en el sistema y coger toda esa pasta, ¿por qué no él? Sólo lo necesitaba a corto plazo.

—Sobre todo si economizaba en las cosas pequeñas, como negándose a pagarnos a nosotros —dijo Tor—. Creo que has dado con algo. Los únicos teléfonos para llamadas internacionales están ahí, en esa habitación. Quédate aquí. Iré a decirle a Lelia que termine cuanto antes, los saque de ahí y se los lleve a enseñarles la isla o algo parecido. No te preocupes, conseguiré que entres.

—¿No podrías haber esperado a una hora más razonable para llamar? —se quejó Tavish, con voz somnolienta—. ¿Tienes idea de qué hora es aquí?

—Es una emergencia —le dije—. Levántate, sumerge la cabeza en agua helada, hazte un cubo de café, lo que sea. Quiero que conectes con el banco en San Francisco y revises cada fichero hasta dar con lo que busco.

—¿Y qué buscas? —preguntó.

—Dinero. Montones de dinero. Unos cuatrocientos millones de dólares en préstamos a corto plazo, bajo interés y sin penalizaciones.

—¿Alguien a quien conozcamos? —inquirió Tavish, con una voz mucho más animada.

—Sólo el tiempo lo dirá —respondí.

Pero dos horas más tarde era un poco menos optimista. Seguíamos al teléfono. Tor y Lelia habían dejado una nota diciendo que iban a llevar a los del Vagabond a un largo paseo turístico por la isla y que se reunirían conmigo para tomar unos cócteles en el castillo.

Estaba tumbada en el suelo de la habitación de la centralita con el teléfono de la Segunda Guerra Mundial sobre el pecho y el auricular apoyado en el suelo, junto a la oreja, mientras Tavish y yo le dábamos vueltas al asunto.

—He repasado cada maldito préstamo del sistema que fuera a corto plazo y bajo interés —me informó—. ¡Incluso he comprobado los préstamos para enmoquetar automóviles, vehículos turísticos, pequeños barcos y tasas educativas! Me temo que, a pesar de los rumores, ¡no hay licenciaturas universitarias de cuatro años que cuesten más de cincuenta millones de dólares!

—Tiene que haber algo —dije, profiriendo reniegos para mis adentros—. No hay tantos miembros del Vagabond. ¿A cuántos hombres podrían confiar algo tan confidencial, a veinticinco, a cincuenta, a cien como máximo? Y todos esos tipos son jefes del ejecutivo de las principales empresas, no ociosos herederos de una pequeña fortuna. Quizá les paguen bien, pero no tanto. No tienen tanto dinero en efectivo en sus cuentas corrientes. Lo han conseguido de alguien, y ese alguien es Lawrence. ¿Por qué si no iba estar tan ansioso por apartarme a mí y a los auditores del sistema?

—Estupenda teoría. Estoy absolutamente asombrado —dijo Tavish—. Pero he agotado todas las piedras bajo las que mirar. ¿Alguna idea, ya que estamos sufragando la factura mundial de las comunicaciones por satélite?

—Inténtalo en el fichero de claves de acceso —indiqué—. Fuera lo que fuese, Lawrence debió de hacerla con su propia clave de acceso.

—No lo dirás en serio, ¿verdad? —replicó Tavish—. Hay cincuenta mil identificadores en el sistema. Podría haber utilizado cualquiera de ellos, o dos o tres, o una docena, ¡o un centenar!

—Prueba con Lawrence —sugerí.

—¿Perdona?

—¡Lawrence! —repetí—. L-a-w-r-e-n-c-e. O Larry, o algo así.

—No seas absurda —dijo Tavish desdeñosamente—. Nadie utilizaría su propio nombre como clave de acceso, ni la fecha de su cumpleaños, ni el nombre de soltera de su madre; eso es lo primero que buscaría un ladrón.

—A estas alturas no tenemos nada que perder —dije—. Hazme ese favor, inténtalo.

Tavish, siguió mascullando, pero unos minutos más tarde oí exclamaciones y luego un grito.

—¡Hay una clave de acceso Lawrence! —profirió—. ¡Dios mío, ésta es la cosa más repugnante, infame y criminal que he visto en mi vida!

—¿Qué es? —exclamé, sentándome y apretando el auricular contra mi oreja.

—Lo grabaré en Charles Babbage para tener una copia en disco duro —dijo—, ya que no puedo grabarlo a través de tu línea. Pero te leeré lo básico. Espero que tengas una pluma a mano.

—¿Qué es? —repetí, apretando pluma y bloc en las manos.

—Son acciones, preciosa, trescientos millones en acciones bancarias, todas ellas transferidas en las dos últimas semanas.

—¿Acciones bancarias? ¿Te refieres a acciones del Banco del Mundo?

—Créeme, no tengo ni idea de dónde proceden —respondió Tavish—, pero puedo darte nombre, clase y número de serie de muchos millones de acciones.

Quizá Tavish no supiera de dónde procedían, pero yo sí y sonreí. No resultaba demasiado difícil imaginar dónde había un volumen de acciones bancarias de semejante magnitud y que, además, estuviera a mano. De hecho, podía transferirse sin ni tan siquiera abandonar el sistema informático del banco.

¡Habían robado el fondo de pensiones para los empleados del propio banco!

Era tarde, casi de noche, cuando acorté camino a través de los bosques y aparecí por debajo del castillo para entrar en él desde la pequeña península. Desde allí, una escalera interior cubierta de telarañas subía directamente hasta la atalaya que daba al parapeto y al mar, sin pasar por el patio central, donde podría ser vista.

Sabía que el sonido viajaba mejor colina arriba, y pensé que sería preferible saber primero cómo estaban las cosas allá abajo, en el parapeto, donde Lelia, Tor y los del Vagabond debían de estar tomando unos cócteles.

Pero, cuando miré por la angosta ventana, sólo vi tres figuras de pie sobre la vasta extensión enbaldosada: Lawrence y mis dos amigos. Sus voces llegaron hasta mí tan claramente como si estuvieran tan sólo a un metro.

—Baronesa Daimlisch —le decía Lawrence mientras Tor servía el champán—. El doctor Tor me ha dicho que es usted la responsable principal de este consorcio. Espero que no le importará que le diga que me resulta difícil creer que haya estado usted en el mundo de las altas finanzas desde hace tiempo. Sus expectativas de obtener un beneficio adicional de treinta millones de dólares por este negocio son insostenibles.

—Entonces, ¿por qué estuvo de acuerdo initialement, monsieur? —preguntó Lelia dulcemente.

—Además de carecer de valor como propiedad —prosiguió él, ignorando su comentario—, en calidad de compradores no tenemos la seguridad de que podamos seguir operando en esta roca como refugio fiscal permanente. Geográficamente, estamos entre las aguas territoriales griegas y las turcas. Si esos dos países decidieran disputarse la propiedad, como hicieron con Chipre, nos enfrentaríamos con graves problemas.

—Y sin embargo, desea usted tan desesperadamente comprar este negocio sin valor que intenta obligarnos a cedérselo. Espero que no le importe que le diga, monsieur, que no es usted muy gentil.

—En el mundo real, madame, el mundo de los negocios y las finanzas, ser un caballero no es un buen criterio. Si no firma los contratos que hemos traído hoy, por el millón y no más, le aseguro que tomaremos medidas muy poco caballerescas para sacarla a usted y a sus colegas de aquí sin mayores contemplaciones. Todos estuvimos de acuerdo en arriesgar en esta empresa, pero con un riesgo calculado. Y mis cálculos sugieren que ya hemos arriesgado bastante haciéndonos cargo de los préstamos que sirvieron para financiar les en un principio.

—No se puede decir que sea un riesgo —intervino Tor, acercándose con las copas de champán desde la mesa donde las había servido—. Sobre todo teniendo en cuenta que usted planea que su banco, y todas las corporaciones en las que sus hombres son ejecutivos, aparquen su capital y tramiten contratos gravables aquí, tan pronto como ustedes se hagan con el control.

—Es ilegal que los bancos y otras corporaciones aparquen reservas en refugios fiscales —dijo Lawrence fríamente—, como seguramente usted ya sabe.

—Sin embargo, todos lo hacen, como seguramente usted ya sabe —replicó Tor con una sonrisa—. ¿Qué pensaría la junta de su banco si supiera que les ha estado obligando a realizar un acto ilegal del que usted será el principal beneficiario?

—No sé de dónde procede su información, pero estoy seguro de que esas acusaciones infundadas no se sostendrían ante un tribunal —replicó Lawrence.

—Esto no es un tribunal, y más de una brillante reputación se ha hundido en las costas de las insinuaciones —replicó Tor.

Sin embargo, debería haberse preguntado, como hacía yo, por qué a Lawrence parecía preocuparle tan poco su reputación en el banco. Después de todo, si se enteraban de que uno de sus principales ejecutivos era el director de un paraíso fiscal que hacía negocios en competencia directa con el banco, ¿no tomarían primero las medidas necesarias para protegerse?

A menos que Lawrence tuviera mucha más influencia en el banco de la que yo le había otorgado.

Entonces, claro está, vi la imagen al completo y la sangre se me agolpó en la sienes. No había robado esas acciones del fondo de pensiones, ¡el fondo le pertenecía! No se trataba en absoluto de una adquisición a corto plazo del pequeño negocio de nuestra isla; eso era tan sólo la punta del iceberg. No sólo querían un refugio fiscal para los fondos de otras personas, querían un país propio. ¡Y ya sabía por qué!

—Por lo que veo, no sabe con quién está tratando —le decía Lawrence a Tor.

—¡Pero yo sí! —grité desde mi ventana de la torre, incapaz de controlarme por más tiempo.

Los tres alzaron la vista y bizquearon al recibir directamente la luz del sol. Vi que Tor sonreía.

—¡Ah! —exclamó con gracia casual—, al parecer nuestra socia muda ha decidido hablar por fin.

—¿Socia muda? —preguntó Lawrence, mirándolo.

Me arremangué el albornoz y bajé de tres en tres la escalera de caracol para salir al parapeto.

Lawrence me miró fríamente. Estaba segura de que yo era la última persona en el mundo a la que deseaba ver en ese momento, pero tuve que reconocerle el mérito de no demostrarlo.

—Banks, quizá puedas explicarme qué crees que estás haciendo aquí —dijo.

—Yo preferiría explicar qué está usted haciendo aquí —le dije, tratando de controlar la ira en mi voz—. ¡Vosotros, hijos de puta, vais a apoderaros del banco!

Tor volvió la cabeza bruscamente para mirarme y Lelia se llevó una mano al pecho. Lawrence se quedó quieto; su cara era una máscara inexpresiva y sus pupilas rendijas de helada autosuficiencia. Dejó la copa de champán sobre el muro y sacó un paquete de documentos del bolsillo interior de la chaqueta.

—Desde luego que sí —me dijo gravemente—. Poco pueden hacer a estas alturas, así que les sugiero que saquen el mayor partido posible de la situación, acepten nuestra oferta de un millón de dólares y firmen estos documentos. Es decir, si consiguen descubrir quién de ustedes está autorizado a firmar.

—Quizás antes alguien pueda decirme qué está pasando —sugirió Tor.

—Deben de haber estado planeando todo esto durante años —expliqué—. Poseen cientos de millones en acciones bancarias, compradas quizá con un margen de cincuenta centavos por dólar, pero compradas con su propio dinero. Tan pronto como tengan esta isla, que nosotros les hemos proporcionado, podrán fundar una casa central aquí, con sus propias leyes, transferir esas acciones bancarias a esa compañía ¡Y hacerse con el control del Banco del Mundo!

—Un resumen muy preciso —convino Lawrence, sosteniendo aún los contratos en la mano—. Habíamos planeado constituimos en sociedad en Liechtenstein, Luxemburgo, Malta o cualquier otro sitio, hasta que surgiera esta oportunidad. Pero ya hemos gastado demasiado tiempo y dinero. Creo que ha llegado el momento de terminar con todo esto. Verán, no pueden hacer nada por detenemos. En la práctica, esta isla nos pertenece, y el banco también.

Tenía razón, y yo sabía lo que harían exactamente cuando tomaran el mando. No habían llegado hasta allí para formar una junta directiva mejor, mejorar los servicios o aumentar los bienes de la corporación para el resto de los accionistas. Cuando le echaran la zarpa a un negocio como aquél, lo exprimirían hasta el fondo; y no sólo de dividendos. Harían lo que habían hecho con el banco de Bibi, pero a una escala inconcebible.

Lo que se proponían podría hacer que toda la economía norteamericana se tambalease y gracias a que nosotros les íbamos a entregar un país de nuevo cuño, todo lo que hicieran estaría dentro de los límites de la ley, puesto que ellos mismos podrían dictar las leyes.

El mayor error de todos los que había cometido en aquel asunto había sido no reconocer el auténtico mal cuando lo tenía delante de las narices. Había tratado a Lawrence con demasiados miramientos, creyendo que le engañaría al demostrarle que la seguridad del banco no era buena. Qué estúpida había sido. La corrupción había empezado en lo más alto, no en un sistema informático ni en un comité de dirección, sino en la oscura mente hambrienta de poder de un solo hombre. Quizá no pudiera detenerlo, pero no pensaba ayudarle a salirse con la suya.

De repente, Tor apareció junto a mí y me tendió una copa de champán con una sonrisa. Lo que vino después fue una autentica sorpresa.

—Mi querida Verity, brindemos por el mejor y tratemos de paliar nuestra derrota con el millón que nos ha ofrecido. Después de todo, ha sido una buena lucha, pero incluso el más inteligente puede perder alguna vez.

Clavé la vista en él; no tenía ni la más remota idea de lo que intentaba hacer. Tor no se rendía nunca sin luchar. En realidad, no le había visto ceder jamás hasta que vencía, incluyendo mi seducción.

Sin embargo, entrechocó su copa con la mía y la levantó.

Una confusa Lelia hizo lo mismo.

—Por Lawrence y sus compatriotas, que siguen exploran do la isla. Una pena que no estén aquí para ser testigos de nuestra capitulación. Pero lo celebrarán sin duda con igual alegría cuando lleguen y vean estos contratos debidamente firmados. —Bebió otro sorbo de champán y me cogió del brazo con una fuerza innecesaria—. Y por Verity, nuestra socia muda, cuya inteligencia puso en marcha este negocio. Aunque no es lo que esperabas, estoy segura de que el millón que has ganado te compensará en cierta medida por los mil millones o así que has invertido estos últimos tres o cuatro meses.

—¿Qué tenía que ver Banks con ese capital? —preguntó Lawrence—. Creía que la baronesa era el soporte financiero de este negocio.

—El soporte no, la fachada —dijo Lelia, dedicándome una sonrisa de complicidad.

Era obvio que todos sabían de qué se trataba menos yo.

—Lo que quiere decir la baronesa —explicó Tor— es que ella era la fachada de nuestra inversión: la compra de los bonos que utilizamos como garantía, la obtención de los préstamos, así como la compra de la isla y la creación del negocio. Pero el cerebro, el ángel financiero, si así lo prefiere, era Verity Banks.

—Eso es completamente absurdo —dijo Lawrence—. ¿De dónde iba a sacar Banks un capital de esa magnitud? ¡Está hablando de mil millones en títulos!

Parecía más que inquieto. Incluso él había comprendido que las cosas no eran como esperaba. Pero yo seguía perdida.

—Quizá deberías decirle cómo conseguiste los fondos —sugirió Tor, con su encantadora sonrisa. Me apretó aún más el brazo y añadió—: ¡Exactamente cómo conseguiste mil millones de dólares y en tan poco tiempo!

Entonces lo comprendí por fin. Sonreí.

—Lo robé —contesté dulcemente. Luego apuré la copa de champán y me dirigí a la mesa para llenarla de nuevo.

—¿Perdón? —dijo Lawrence.

Cuando volví a levantar la vista después de servirme, sus pupilas se habían convertido en dos rendijas diminutas. Acabó por quitarse las gafas y limpiarlas, como si eso pudiera ayudad e a oír mejor.

—¿Acaso tartamudeo? —pregunté cortésmente, levantando una ceja—. Robé mil millones de dólares de la red de transferencias del banco. Oh, y un poco de la Reserva Federal también, no debería olvidar mencionarlo. Lo utilizamos para comprar valores, pero pensábamos devolverlo tan pronto como consiguiéramos nuestros treinta millones. Claro está que, ahora que se ha echado atrás, ya no será posible.

Lawrence se quedó petrificado, mientras nosotros le sonreíamos ampliamente.

—Desde luego, en realidad no tiene importancia, puesto que obviamente no metí el dinero en cuentas a mi propio nombre. No podrán seguir el rastro de esos fondos robados para llegar hasta mí —expliqué. Después contuve la respiración—. Llegarán hasta usted, por supuesto, y hasta sus amiguitos.

Reinaba un silencio tan grande en la terraza como si nos hubiera engullido un vacío. Lawrence estaba mortalmente pálido y apretaba su copa con tanta fuerza que pensé que acabaría rompiéndola. Sin duda había comprendido que ningún tribunal creería a un hombre que pretendía hacerse con el control de uno de los bancos más importantes, y de un país, cuando intentara fingir que no sabía nada de cómo habían aparecido mil millones de dólares robados en su cuenta bancaria.

De repente, Lawrence arrojó su copa directamente hacia mi cabeza, y Tor me empujó para apartarme. La copa golpeó el muro que teníamos detrás.

—¡Maldita zorra miserable! —aulló con una voz tan aguda que, por un momento, creí que era un animal.

Cuando me recobré del susto, Tor ya se había abalanzado sobre Lawrence y le sujetaba los brazos mientras él seguía gritando. Entonces, súbitamente, aquello se convirtió en un pandemónium cuando Pearl y Georgian llegaron corriendo por el sendero, con los del Vagabond detrás. Todo el mundo gritaba y trataba de oír a un tiempo, mientras Tor luchaba por arrastrar a Lawrence, que seguía lanzando chillidos, hasta una silla cercana.

Lelia golpeó su copa de champán con una cuchara hasta que todos callamos.

—Caballeros —dijo tranquilamente, sonriéndoles—. Sugiero que todos tomen asiento otra vez. Nuestra clase aún no ha terminado y tengo algo que deseo que firmen. Aunque no es un contrato.

—¿Qué está pasando aquí, baronesa? —preguntó uno de los banqueros, con los ojos clavados en un Lawrence que echaba espumarajos por la boca.

—Vamos a darles las vueltas como a un tornillo —dijo dulcemente, y se sirvió un poco más de champán.

—¿Te gusta? —preguntó Tor, estudiándome a la luz de las velas.

—Es la cosa más repugnante que he probado en mi vida —contesté, escupiendo por encima del muro.

—Uno se ha de acostumbrar al gusto de la retsina —afirmó Pearl.

—Sabe a cloro de piscina —le contesté.

—Es resina de pino —explicó Tor—. Los antiguos griegos solían meter el vino en barriles de pino para desanimar a los romanos que quisieran robarlo.

—De acuerdo —dijo Georgian—. Prefiero un trago de ajenjo.

Georgian estaba sentada en equilibrio sobre el muro, vestida con un caftán de color rojo oscuro. El cielo era una orquídea nacarada y el mar estaba bañado por una luz rojiza. Las velas se habían ido derritiendo en los muros; las pocas llamas que quedaban vacilaban y chisporroteaban. Los músicos estaban sentados formando un pequeño círculo. El dulce tintineo del santuri se mezclaba con las melodiosas cadencias del buzuki. Tor le había enseñado a Lelia los difíciles pasos de una danza, mientras el resto de nosotros contemplaba cómo se extinguían las velas una a una.

—Esa pequeña flauta es una floghera y el tambor es un defi —explicó Georgian—. Los escuchábamos todas las noches en el puerto antes de que tú llegaras. Odio pensar que tenemos que irnos de aquí. Ha sido una suerte que pudiéramos quedamos una semana más mientras Tor acompañaba a los del Vagabond en su viaje a París para recuperar nuestros bonos.

—¿Crees que dejarán salir algún día a Lawrence de esa casa de locos de Lourdes? —preguntó Pearl—. Al parecer, cuando uno padece un estreñimiento emocional semejante, se le seca el cerebro.

—Verdaderamente se volvió majara —convine—. Pero sus colegas parecieron comprender lo razonable de nuestra exposición. Nos han devuelto los valores pignoraticios, se han desembarazado de sus «acciones para la toma de poder» y han firmado las confesiones de su intento de fraude sin ningún problema. De este modo, nosotros devolveremos el dinero robado a donde pertenece y lo sacaremos de las cuentas que llevan su nombre. Pero aunque presenten cargos contra ellos, saldrán fácilmente del apuro. Y están decididos a echarle la culpa de todo a Lawrence, puesto que él apenas puede hablar ya.

—Nosotras les dimos un pequeño empujón en la dirección correcta, sólo por si acaso. —Georgian rió—. Pearl y yo los llevamos al estanque de agua caliente mientras charlabais. Tengo unas cuantas fotos Polaroid interesantes para enseñaros…

Nos tendió las brillantes fotografías. Allí estaba la docena de «vagabundos», ¡chapoteando en cueros y echando champán sobre Pearl! Se lo estaban pasando de miedo.

—Creímos que sería mejor tener algún tipo de seguro para un chantaje, por si acaso a vosotros no os salían bien las cosas —dijo Georgian, admirando su arte—. ¡Fíjate qué resolución! ¡Se puede ver cada gota de champán que tiene en las tetas! Y eso que tuve que ocultarme entre los arbustos para hacerlas.

—Sois despiadadas —dije, riendo.

—Las más mortíferas de la especie —reconoció Pearl—. Tú me enseñaste.

A medianoche, cuando los músicos hubieron recogido sus instrumentos para irse, nos quedamos sentados en la fría y húmeda oscuridad, contemplando al primero de la procesión que ascendía por la montaña. Las velas se apiñaban debajo de nosotros, junto al mar. Recortadas en un fondo de aguas de color cerúleo y plata, vimos las siluetas de figuras que se separaban y formaban una única fila para subir lentamente, cantando, la colina.

—Se llama el Akathistos —susurró Tor, que estaba sentado a mi lado y me rodeaba con un brazo—. Uno de los kontakion, el único que se ha conservado intacto. Lo escribió el patriarca Sergio la víspera de la liberación de Constantinopla de los persas como himno de gracias. Pero aquí lo cantan a medianoche cuando llega la Pascua.

—Es hermoso —musité.

Lelia se levantó.

—Ahora iremos a oír la misa —anunció.

Pero, cuando los otros se levantaron, Tor me retuvo con una mano.

—Nosotros dos no —dijo, y volviéndose hacia los otros explicó—: Aún tenemos un asunto por resolver.

De modo que se alejaron en dirección a la carreta para seguir a la procesión que cruzaría el cono de Omphalos hasta llegar a la pequeña iglesia. Cuando desaparecieron las luces de la procesión, Tor volvió el rostro hacia mí.

—Hoy es el último día de nuestra apuesta —me dijo—. Y creo que la has ganado tú. Al menos, creo que has estado más cerca que yo de reunir los treinta millones que habíamos acordado. Me gustaría hablar sobre nuestro acuerdo, pero primero me gustaría hablar sobre nosotros.

—No sé si me atrevo a pensar en eso —repliqué—. Tengo la impresión de que me han arrancado mi vida y me han puesto otra nueva en su lugar, con la que aún no me he familiarizado. Quiero estar contigo, pero hace cuatro meses ni siquiera me hubiera imaginado teniendo una relación.

—Yo no quiero tener una relación con «R» mayúscula —me aseguró, estudiándome detenidamente bajo la débil luz de la luna—. ¿Qué te parece si empezamos por una relación con «r». minúscula?

—¿Y qué te parece sin ninguna «r»? —sugerí con una sonrisa—:—. Así sería una elación.[11]

—Totalmente de acuerdo. —Tor sonrió—. Pero, si te consigo ese trabajo en el Fed, tú estarás en Washington y yo seguiré en Nueva York. ¿No hemos vivido ya suficientes años separados? Dime, ¿exactamente cuántos años tienes?

—Debo confesar que paso de los veinte. ¿Por qué lo preguntas?

—Edad más que suficiente para saber que a pocas personas se les concede lo que a nosotros nos ha sido dado. Me gustaría arrojar cierta luz sobre el asunto. Un momento, enseguida vuelvo.

Entró en la casa, dejándome en el parapeto con la botella de coñac y los vasos. Me serví un trago, contemplé las nubes que pasaban ocultando la luna y escuché las olas que lamían los cimientos bajo el parapeto. Entonces regresó Tor con un gran maletín. Vació su contenido sobre las baldosas y encendió una cerilla. Vi sus cabellos cobrizos iluminados por su luz, luego miré la pila que había en el suelo justo cuando cogía una hoja y le prendía fuego.

—¿Qué estás haciendo? —exclamé alarmada—. ¡Son los bonos! ¡Los auténticos! ¡Le estás prendiendo fuego a mil millones de dólares en valores! ¿Estás loco?

—Quizá —contestó, sonriente. Sus ojos, del color de las llamas, se habían vuelto dorados a la luz del fuego—. Puse un cable al Depository desde París dándoles los números de serie de las falsificaciones que tienen en su cámara acorazada. Pensé que sería mejor borrar todo rastro de cómo pudieron llegar hasta allí, sólo por si los del Vagabond llegan a enterarse e intentan hacernos a nosotros lo mismo que nosotros a ellos. En cualquier caso, ya hemos demostrado lo que queríamos. Esos agentes de bolsa y banqueros que se negaron a hacer inventario físico tendrán problemas para explicar por qué los valores que enviaron al Depository son falsificaciones, aunque los clientes a los que se los vendieron estarán protegidos por sus certificados de compra. Oh, siéntate querida, por favor. Me pones nervioso ahí de pie.

¡Yo le ponía nervioso! Me senté en el borde de la mesa y le observé mientras quemaba hoja tras hoja hasta que todo el montón prendió. Al final las llamas se extinguieron sobre un montón de cenizas, que el viento levantó y movió en lentos círculos por encima del parapeto. A la mañana siguiente, mil millones de dólares habrían desaparecido sin dejar rastro, llevándose con ellos la prueba de nuestro robo. ¿Serían así también los treinta y dos años siguientes de mi vida? Tor se acercó a mí; me atrajo hacia sí como si hubiera leído mis pensamientos, enterró su rostro en mi cuello y olió mis cabellos.

—Tengo que volver a casa, regar mis orquídeas y reflexionar sobre todo esto —le dije, abrazada a él—. Cuando me metí en esta apuesta, no sabía que al final sería una persona distinta. No soy clarividente como tú.

—Desde luego —dijo. Me besó en la garganta y me apartó para mirarme a los ojos—. Pero, en lugar de preocuparte por el ayer o el mañana, ¿por qué no por el hoy? Tengo la sensación de que hemos dejado algo inconcluso.

—¿Inconcluso? —pregunté, sorprendida—. ¿Qué quieres decir con eso?

—¿No te das cuenta? Pese a que hemos detenido el avance de los «vagabundos», cualquiera que quisiera intentarlo podría hacer lo mismo, tanto si tuviera un país propio como si no. Además, cualquier banco puede hacerse con el control de otro utilizando acciones sobre valoradas como parte de la compra. Sencillamente no existe modo alguno, mediante el sistema económico internacional, de garantizar que el capital del banco se valora o asegura correctamente, o de que cualquier bastardo ambicioso no triunfe mañana en el mismo delito que ha fracasado hoy.

—¿Qué tiene que ver eso con nosotros? —inquirí.

—Contigo en el Fed, examinando sus reservas y la liquidez de sus fondos —explicó, con aquella extraña y peligrosa sonrisa, mientras me miraba a la luz de la luna—, y yo analizando la cartera de adquisiciones en las bolsas, deberíamos ser capaces de hacer un buen trabajo, ¿no te parece? Apuesto a que puedo descubrir más fusiones ilícitas y adquisiciones corruptas que tú en…, digamos un año. ¿Qué opinas, mi pequeña rival?

Le lancé una mirada de indignación, pero no pude permanecer seria demasiado tiempo. Estallé en risas.

—De acuerdo, ¿cuánto quieres apostar? —dije.

FIN