El dinero, como la fama que se obtiene por el talento, es más fácil de conseguir que de mantener.
SAMUEL BUTLER,
El camino de la carne
Estaba en casa, cambiándome la ropa que había llevado en el trabajo, cuando me llamó Tavish desde Nueva York.
—Hola, antigua jefa —me saludó—. ¿Cómo van las cosas por el banco? ¿Los mismos baños de sangre y asesinatos políticos?
—Considérate afortunado por estar en el nirvana —le dije—. ¿Qué tal Charles Babbage?
—Siguiendo los movimientos de todas nuestras inversiones perfectamente, gracias —respondió—. No te lo había dicho, pero una parte de los bonos del doctor Tor estaba en la lista de reclamados la semana pasada. A pesar de eso, no nos han pedido ayuda; al parecer ahora tienen otros planes.
—¿Cómo lo sabes? —inquirí, excitada.
Hacía casi diez semanas que no sabía nada de ellos. Era como si hubieran desaparecido de la faz de la tierra.
—Están trabajando tras un velo de misterio, como de costumbre —me contó—. Pero he recibido un críptico comunicado de Pearl. No hay modo de responder sí o no, es un billete de avión sólo de ida para Grecia. Para ti.
—¿Perdona? —dije.
—Pearl le ha mandado todo un paquete de información a Charles —me decía Tavish—. Horarios, programas, dinero, billetes, instrucciones. Te lo enviaré durante la noche. Debes salir el próximo viernes. No finjas que no tienes suficientes días de vacaciones acumulados, ¡tengo acceso a tu ficha personal! Además, ni Charles, ni los Bobbsey, ni yo te necesitamos para seguir trabajando en lo nuestro. Aunque Charles Babbage no va a sacar nada de todo esto, ¡yo ya he conseguido más de lo que podía soñar! ¿Sabes?, ¡el doctor Tor me envió a través del ordenador una oferta de trabajo en su propia firma! Afirma que mis brillantes programas le salvaron la vida aquella noche en el centro de cálculo, aunque a mí me cuesta creerlo. ¿Comprendes, mademoiselle Banks? Ése es el sueño de toda mi vida convertido en realidad, y sé que te lo debo todo a ti.
—Oh, Bobby, muchas gracias. Me alegro muchísimo por ti, desde luego. Pero Tor nunca te habría ofrecido un empleo si no pensara todo lo que te ha dicho. El mérito es tuyo, no mío. ¡Felicidades! Pero ¿por qué de repente me piden que vaya? —pregunté—. Han esperado meses para llamarme. Se diría que querían esperar un poco más, hasta que Tor pudiera decirme que habían ganado la apuesta.
En realidad, por mucho que deseara derrotar a Tor, nuestra apuesta parecía un mero tema de debate comparado con lo que enfrentábamos en ese momento.
—¿Quién sabe? —contestó Tavish alegremente—. ¡Quizás hayan ganado ya!
No había pensado en eso. Y, como decía Tavish, mi presencia en San Francisco era totalmente inútil. Me había exprimido los sesos y había examinado con lupa todos los sistemas para tratar de hallar pruebas concluyentes contra Lawrence, pero, aparte de aquel memorándum, no había encontrado nada. Aunque «aparcar» el dinero fuera ilegal, no podía probar que él estuviera obligando al banco a hacerlo basándome en ese escrito, ni tampoco podía preguntarle a Tor qué sabía de todo eso, si es que sabía algo, ¡puesto que ignoraba cómo ponerme en contacto con él! De modo que le agradecí a Tavish que me enviara todo el material, colgué y me quedé un rato mirando las paredes. Luego apagué todas las luces y me senté en la oscuridad.
Desde luego, conocía la causa de mi inquietud. Menos de cuatro meses después de mi noche en la Opera me encontraba sola, mirando no unas paredes blancas, sino una vida destruida. Había robado dos bancos, era cómplice de crear un país posiblemente ilegal —por no mencionar que había estafado a toda la industria de valores—, había destruido mi carrera y me había acostado con mi mejor amigo, mentor y rival, el cual, durante los tres meses subsiguientes, no había dado señales de vida. Me sentía como si la vida me hubiera arrebatado las fuerzas. Si aquélla era la excitación que Georgian intentaba siempre venderme, confieso que anhelaba volver al útero blanco de mi antigua existencia al que Tor había llamado mausoleo y donde yo había creído estar a salvo.
Con todo, era demasiado tarde para echar marcha atrás, lo sabía, aunque no tenía la menor idea de cómo comportarme con Tor cuando llegase a Grecia. Al parecer, había perdido la apuesta, a pesar de su ayuda, y él no me había pedido la ayuda que yo esperaba dar a cambio. Tavish decía que se habían reclamado los bonos, pero nadie me había reclamado a mí. Estaba claro que Tor no necesitaba rebajarse para ganar.
Pero lo peor era el sentimiento de haberlo perdido todo a causa de aquella apuesta. Me habían arrebatado mi vida; no había quedado nada salvo Tor y un billete para Grecia. Permanecí sentada en la oscuridad durante largo tiempo. Luego abrí la pequeña caja de cristal que había sobre la mesa, saqué una cerilla y la encendí. Mientras contemplaba cómo se iba extinguiendo silenciosamente en la oscuridad, imaginé el puente. Sonreí.
El motor del barco resoplaba con dificultad por las cristalinas aguas que rodeaban, sinuosas como cintas dispersas, los entresijos de la cadena de islas. Sobre el cielo se alzaba el perfil del cono negro de Omphalos. Su desigual costra de lava brillaba como diamantes negros allí donde rompían las olas, empapándola de espuma.
La línea costera estaba flanqueada por una procesión regular de cipreses, grabados al carbón en contraste con las casas de blanco yeso que se apiñaban cerca del puerto. Un pequeño malecón de piedra se curvaba hacia el mar. En él había unos cuantos botes de pesca, rojos y azules. Las olas lamían silenciosamente el muelle.
Cuando mi barco atracó vi a Lelia sentada sobre un muro de piedra más allá del muelle. Me saludaba. Su parasol se agitaba bajo la brisa. El vestido de muselina floreada con mangas ablusadas, los cabellos rojizos cayendo en rizos sobre la frente, el cesto de flores sobre el muro junto a ella; todo era tan encantador que me entraron ganas de llorar.
—Querida —exclamó, corriendo hacia mí sin resuello cuando colocaron la pasarela y pude bajar a tierra—. ¡Me preocupaba tanto que no vinieras!
—Por supuesto que he venido —le dije.
Aspiré el intenso aroma de sus flores. Quería ver a Tor.
—¿Dónde está todo el mundo? —pregunté.
—Todos trabajan, tout le monde. Chorchione hace fotografías de la isla. La encuentra tan hermosa que no puede resistir la tentación. Pearl está ganando el dinero para nosotros, como siempre. Y el encantador Zoltan está en Francia.
—¿En Francia? —dije, asombrada de que Tor me hubiera hecho viajar hasta allí para luego ausentarse—. Bien, dejemos mis maletas en el hotel y vayamos a ver qué hacen las chicas.
—No hay hotel —replicó Lelia, sonriendo de un modo muy posesivo al tiempo que me cogía del brazo. Los tacones de mis zapatos se metían continuamente entre las rendijas de los pintorescos adoquines del muelle—. Tenemos un cháteau, un castillo —me explicó—, y lo decoro yo misma. Es único.
Era único, en efecto. Pero llegar hasta él era una experiencia aún más fascinante.
Dejamos atrás la pequeña aldea de casas encaladas, tejados rojos y fragantes limoneros arracimados en torno a la bahía, y subimos por el sucio camino serpenteante que cruzaba la montaña.
Nuestro raquítico caballo, una especie de patrimonio nacional según Lelia, parecía conocer el camino, pues tiraba de nuestra carreta al paso tranquilo que él mismo decidía, entre los olivares plateados y los arroyuelos que aparecían aquí y allá. Estos últimos alimentaban la vegetación que brotaba por todas partes: lirios silvestres, hierba doncella, flores de color azul, púrpura y amarillo salpicaban el follaje verde oscuro.
Afortunadamente nada de todo eso se veía en la fotografía de la galería de subastas; de lo contrario, Omphalos no se habría vendido por los insignificantes trece millones de dólares que habían sido la puja ganadora de Lelia.
En la cima del risco, en el borde del volcán, a cuatrocientos metros de altura o más, se veía toda la abrupta ladera de roca negra que bajaba hasta la límpida agua cristalina, tan transparente que parecía una aguamarina tallada. Incluso a esa distancia pude distinguir bancos de peces multicolores moviéndose entre los bajíos. En el extremo más alejado, al borde del mar, estaba el castillo.
Lelia no había exagerado al darle ese nombre. Estaba construido en piedra ocre y circundado por muros almenados que rodeaban el patio interior. Lelia afirmó que lo habían construido los venecianos en el siglo XVI para defender el canal entre Turquía y las islas griegas más populosas. Aunque su pasado se había convertido en un misterio enterrado bajo el polvo de los siglos, Lelia creía que Grimani, el poderoso dogo de Venecia, podía haber pasado sus primeros años de exilio en un lugar como aquel.
Cuando por fin llegamos al mar, vi la maciza base del castillo, casi sumergida en el agua, y la torre que se cernía sobre ella con una angosta ventana que daba al mar.
Cuando acabamos de descargar mis cosas, vi que nuestro caballo daba bruscamente la vuelta y se alejaba trotando terraplén arriba.
—¡Nuestro transporte se escapa! —exclamé, echando a andar en pos de él.
—Oh, volverá —me aseguró Lelia, riendo—. Se va al quai para los turistas cuando acaba. Está entrenado como una paloma que siempre vuelve a casa.
¿Casa? De repente me sentí sola, abandonada, como si es tuviera en el borde mismo del mundo, a punto de saltar al vacío.
Lelia resplandecía de placer mientras colocaba las grandes fuentes de cordero y arroz sobre la maciza mesa de piedra. Pearl la ayudaba mientras Georgian permanecía sentada sobre el parapeto, de espaldas a nosotras, fotografiando la puesta de sol en el mar.
Lelia había llenado de flores las urnas de piedra y metido velas de cera en cada rendija de los muros medio desmoronados. A pesar de que el castillo carecía de electricidad, gracias a sus esfuerzos el parapeto resplandecía generosamente.
Ante nosotras se extendía el mar, en tonos que iban del rosa fuerte al bermellón oscuro bajo la luz que declinaba. Una ligera humedad se alzaba a lo largo de la costa, pero nosotras nos encontrábamos dentro del círculo de calor de las velas. Me puse el grueso jersey de tosca lana que me dio Lelia y me acerqué al muro sobre el que estaba sentada Georgian.
—Es maravilloso —le dije—. Me entran ganas de quedarme aquí para siempre y dejarlo todo.
—Se te pasará cuando trates de tomar un baño sin agua caliente-dijo Pearl a mi espalda.
—O cuando tengas que hacer de vientre por primera vez —convino Georgian—. Después de un tiempo una se cansa de tener que sacar el culo por encima del rompeolas…
—¡Por favor! —profirió Lelia—. ¡Eso no es la discusión romantique! Ya basta, Madame la Photographe. Tenemos que comer estas cenas que estoy haciendo, ¿no?
Georgian bajó del muro. Vestía un pesado caftán adornado con espejuelos. Lelia llevaba otro de color azul verdoso y Pearl estaba espléndida con el suyo, de color verde esmeralda, por supuesto. Nos reunimos todas alrededor de la losa de piedra que hacía las veces de mesa y Lelia llenó de vino las copas tachonadas de clavos. Me serví verduras sobre el cordero con una cuchara mientras Pearl hablaba.
—Mañana te llevaré a ver lo que hemos hecho —explicó—. Tor ya habrá vuelto. Lo esperábamos hoy, pero ha llamado a la oficina, la única centralita de teléfonos de la isla, creo, y ha dicho que se ha presentado una pequeña anomalía de la que tenía que ocuparse.
—¿En París? —pregunté.
Estaba indignada por haber viajado más de doce mil kilómetros a un chasquido de los dedos de Tor, justo como siempre había sospechado que él esperaba de mí, y que no se hubiera molestado en estar presente para recibirme. Pero Pearl malinterpretó el tono de mi voz.
—Estoy segura de que no le retiene nada grave —afirmó—. Es muy minucioso, como hemos tenido ocasión de comprobar trabajando con él todos estos meses. De hecho, tengo que agradecerte que me enviaras aquí con cargo al banco. Ha sido la mejor experiencia que he tenido, concentrada en unos pocos meses. Ha cambiado mi vida. Cuando vuelva, podré hacer lo que se me antoje. No hay mucha gente a la que se le presente esa oportunidad.
—Entonces, ¿piensas volver? —dije yo, con cierto sarcasmo—. ¡Creía que todo esto era tan idílico que os queríais quedar para siempre!
—No exactamente —replicó Pearl, intercambiando miradas maliciosas con Lelia—. Quizá tengamos que enfrentamos a la realidad un poco antes de lo que desearíamos.
Georgian me despertó al amanecer, su hora favorita, para que pudiera contemplar la salida del sol, la cual no se cuenta entre mis vistas preferidas. Me sacudió en el colchón de paja que me servía de cama en el suelo de la torre. Me metió por la cabeza un largo caftán de amplio vuelo y me arrastró escalera abajo antes de que hubiera abierto los ojos.
—Café —murmuré incoherentemente, buscando a tientas la barandilla.
—No lo necesitarás —me aseguró, arrastrándome hasta la deslumbrante luz del sol—. ¡Mira qué día tan magnífico! ¿No te hace latir el corazón más deprisa ver la naturaleza en todo su esplendor? ¿No te estremece el mero hecho de estar viva?
—Un café me haría feliz —conseguí balbucear—. Me duelen los ojos. No creo que las personas estemos hechas para ver toda esta magnificencia antes del desayuno.
—Vaya llevarte a un sitio y no te escabullirás —me informó en tono mandón—. Cuando Tor regrese del continente todos estaremos muy ocupados y puede que no consiga tenerte para mí sola en mucho tiempo.
Me cogió por el brazo y me condujo a un sendero que atravesaba la pendiente y luego bajaba hasta el mar. Al pie, un manantial de agua caliente brotaba de la roca para caer en un pequeño y oscuro estanque formado en la roca de lava, cual una piscina oval suspendida entre el cielo y el mar, que se desbordaba luego y vertía en cascada sus aguas al mar. Flores silvestres y plantas carnosas trepaban por los riscos en derredor, con sus colores brillantes y sus formas diversas que recordaban una jungla tropical, pese a tratarse de una roca seca en el Egeo.
Georgian, después de quitarse el caftán a rayas púrpura y amarillo, se había metido en el estanque negro. El agua se agitó espumosa a su alrededor y en sus cabellos plateados brillaron las gotas. Con el brillante mar zafiro y los acantilados turcos de intenso color púrpura a su espalda, en la distancia, parecía una sirena intentando atraer a los marineros hacia aquellas rocas.
Mientras estaba allí de pie, en el sendero, tuve una súbita y espantosa visión de la realidad. Vi el banco: los fluorescentes, el aire acondicionado, la humedad controlada, los pases de seguridad, las trampas y las paredes de cristal a prueba de balas, en resumen, las características de una prisión modelo. ¿Cómo podía haber pasado diez años de mi vida de ese modo, cuando también existía éste que tenía ante mí?
—Deja de soñar despierta, holgazana, y métete —me llamaba Georgian—. Este agua sale del volcán. Cuando llegamos aquí aún era invierno. Yo me bañé en el agua caliente y humeante mientras me caía la fría lluvia sobre la cabeza: ying-yang.
—Espero que hicieras fotos —le dije, acercándome para meter el dedo del pie en el agua.
—No se puede fotografiar la magia, como aprendí hace tiempo-me contestó.—Ese es tu problema, quieres que todo sea blanco, sin defectos, perfecto, y que esté congelado en gelatina. Tor y yo estamos de acuerdo en que ha llegado el momento de tirar un poco de tu cadena.
—¿Ah, sí? —dije, despojándome de mi caftán y deslizándome hacia el interior del estanque burbujeante—. ¿Y qué es exactamente lo que habéis tramado?
—¿Por qué no se lo preguntas a él? Está bajando por la colina justo ahora.
Miré pendiente arriba y, efectivamente, ahí estaba Tor bajando con cuidado por el terreno desigual, como un pez fuera del agua, con su traje y sus elegantes zapatos italianos que resbalaban sobre el sendero rocoso.
—Me he encontrado con un par de ninfas acuáticas —nos dijo, contemplando el panorama.—¡No sabía que existiera este lugar! Lelia me esperaba al bajar del barco y me ha dicho que siguiera este sendero. Debo confesar que valía la pena el paseo. ¡Qué vista tan imponente!
Esta última frase iba dirigida a mí, no sólo al paisaje, y me sonrojé levemente. Tenía que admitir que estaba más guapo de lo que había querido recordar durante los meses anteriores pasados en soledad. Y ahora tenía la piel bronceada, y los cabellos cobrizos le caían hasta el cuello de su blanca camisa de seda. Mientras hablaba se aflojó la corbata.
—Me uniré a vosotras si me prometéis no mirar. Debo confesar que soy sumamente pudoroso cuando estoy rodeado de jóvenes atractivas…
Complacida con aquella descripción de sí misma, Georgian se volvió y se tapó los ojos con las manos, mientras Tor se desvestía y se unía a nosotras en el estanque. Me pregunté qué les habría contado Pearl a ella y a Lelia sobre el cambio en la relación entre Tor y yo. Parecía evidente que habían dedicado tiempo de sobra a conspirar a mis espaldas.
—Mira qué he encontrado por el camino —me decía Tor, moviéndose hacia mí por el agua caliente y humeante. En la mano sostenía una pequeña orquídea salvaje, que entrelazó en mi pelo.
—Maravilloso —dije—. Quizá pueda trasplantar unas cuantas en mi casa de San Francisco cuando vuelva.
Tor miró a Georgian con asombro fingido y alzó una ceja.
—Cree que va a volver —dijo—. ¿Por qué has dejado que siga creyendo en esas fantasías? ¿No sabe que ha sido secuestrada en la isla del Tesoro?
—Te toca a ti enfrentarte con su mente de banquera gris —replicó Georgian—. Y no miréis, voy a salir de esta bañera caliente.
Nos dimos la vuelta y, al poco, oímos a Georgian que nos gritaba desde lo alto de la colina. Nos volvimos y la vimos con la túnica púrpura y roja agitándose a su alrededor como una mariposa.
—¡No hagáis nada que yo no hiciera! —nos dijo con una mueca burlona, y desapareció al otro lado del borde del risco.
—¿Qué no haría Georgian? —preguntó Tor con una sonrisa.
—No se me ocurre nada —respondí.
—Entonces, tal vez deberíamos intentar una de las cosas que sí haría —sugirió—. Mmmm, supongo que podríamos quedamos flotando por aquí y hablando de sexo todo el día.
Reí, pero me costó mucho ocultar el enorme desasosiego que me había producido ver a Tor aparecer súbitamente en el sendero, después de haber permanecido sola aquellos meses. Mis emociones eran confusas, estaban enmarañadas como ovillos, y sabía por qué.
Durante doce años habíamos mantenido una relación mental tan potente que, tenía que concedérselo a Tor, a menudo parecía un cordón umbilical real. A continuación, dos meses de despiadada rivalidad y peligros, seguidos por un fin de semana de actividad sexual tan intensa, tan magnífica, que apenas podía soportar recordarlo incluso después del tiempo transcurrido.
Y luego, nada. Ni una llamada de teléfono, ni una carta, ni una alegre postal: «Me lo paso en grande en Bora-Bora. Ojalá estuvieras aquí». Me había abandonado a una intriga ideada por mí y se había marchado para seguir viviendo su propia aventura como si yo nunca hubiese existido. Después, de repente, mediante una llamada a una tercera persona, esperaba que fuera corriendo a arrojarme en sus brazos. Estaba aún más enfadada conmigo misma que con él por haber hecho lo que me pedía.
—Siento no haber estado aquí cuando llegaste —me dijo, como si me hubiera leído el pensamiento—. No había lugar donde deseara estar más, pero ocurrió algo imprevisto…
Se acerco a mi, moviéndose a través de las negras aguas, puso las manos sobre mi cara y se inclinó para besarme, pasándome los dedos mojados por los cabellos y dejando que se deslizaran por mi espalda.
—Tu piel es como la seda, no puedo soportar no tocarte —me susurró—. Eres como una anguila dorada y ondulante…
—¿Una anguila? —Reí—. Eso no suena muy seductor.
—Te sorprendería descubrir el efecto que esa idea produce en mí —me dijo con una sonrisa.
—Ya veo el efecto que produce en ti —le aseguré—. Pero estabas a punto de hablarme de algo imprevisto en París.
—Es el agua caliente —dijo, cerrando los ojos—. Todas mis ideas han volado. Mi mente está perdiendo las fuerzas.
—Sí, ya veo hacia dónde las dirige —contesté—. ¿No deberíamos salir de aquí y buscar un lugar con musgo para tumbamos? ¿O es demasiado pragmático?
—¿No has hecho nunca el amor en un estanque? —preguntó con los labios en mi cuello, antes de deslizarse hacia abajo.
—No, ni tengo intención de hacerlo —le aseguré, sintiéndome flaquear a pesar de todos mis esfuerzos—. Creo que sería difícil, complicado e incómodo. Podría ahogarme intentando averiguar cómo hacerlo.
—No te ahogarás, querida mía —afirmó. Sus manos y su lengua recorrieron mi cuerpo hasta que me estremecí y aferré sus cabellos con las manos mojadas—. Créeme —murmuró—, estás hecha para esto.
Con la camisa aún por abrochar, las perneras de los pantalones arremangadas, la chaqueta al hombro y la corbata y los calcetines en los bolsillos, Tor se volvió hacia mí y me sonrió.
Nos dirigíamos al castillo.
—Mojada, despeinada y descalza. ¿Quién hubiera dicho que la vicepresidenta de un banco tendría un aspecto tan encantador?
—¿No querrás decir como si la hubieran violado?[9]
Le devolví la sonrisa. Nunca me había sentido más relajada, reconfortada y pacífica en mi vida.
Cuando llegamos al castillo vimos a Georgian, Lelia y Pearl, las tres por debajo de nosotros, sobre el parapeto. Llevaban traje de baño, tomaban el sol y bebían chartreuse. Se incorporaron cuando descendimos por el sendero.
—Todos mis pequeños poulets han venido, hora para el déjeneur —anunció Lelia.
Acto seguido sacó una gran fuente de largas y crujientes barras de pan, rellenas de atún, olivas y rodajas de cebolla, pimiento morrón y guindilla. Nos servimos nosotros mismos de aquella comida improvisada y regada con jarras de cerveza helada.
—El pan es casero; lo ha hecho Lelia en un horno de piedra —me contó Pearl. Lo hemos construido con una vieja cocina de leña que había abajo. Por mí puede cocinar cada día, pero apuesto a que durante esta pequeña excursión he engordado por lo menos cuatro kilos.
—No hablamos de eso, ahora estamos hablando de affaires —intervino Lelia, volviéndose hacia Tor—. ¿Qué pasa con esos hombres que están deseando comprar nuestro negocio?
¿Comprar su negocio? ¡De modo que así era como pensaban ganar! Podrían cancelar los préstamos y obtener un beneficio neto; luego devolverían los bonos robados sin que nadie se enterara qué se había hecho con ellos. En realidad, no habían robado nada; sólo habían pedido prestado dinero a los bancos y lo habían devuelto. Nadie tenía por qué enterarse nunca de que la garantía utilizada había sido tomada «en préstamo» durante tres meses del Depository Trust. Los beneficios que hubieran obtenido en el ínterin equivalían a obtener un préstamo sin necesidad de garantía.
—¿Quiénes son los compradores? —quise saber, cuando comprendí de qué se trataba.
—Candidatos misteriosos —susurró Georgian—. Nadie, salvo Thor, sabe quiénes son ni de dónde proceden. Francamente, me da miedo. Después de todo, hay montones de indeseables por ahí a los que les gustaría apoderarse de un negocio como el nuestro. ¡Quizás incluso les estorbemos!
—¿Puedo unirme a la charla? —preguntó Tor irritado—. Después de todo, yo he dirigido el negocio y los resultados no son ningún misterio para mí. —Georgian se sentó, escarmentada, y él prosiguió:— He estado en contacto con un grupo internacional de hombres de negocios desde hace bastante tiempo —nos informó.
—¿Cuánto tiempo? —inquirí.
—Desde que asistí a aquella reunión en el SEC, cuando los banqueros se negaron a hacer inventario de sus propias acciones. Fue entonces cuando ideé este plan…
—Pero eso fue antes de que compraras la isla, y de que tuvieras los bonos —señalé—. Fue antes de que conocieras a Lelia, a Georgian y a Pearl… ¡Fue antes de que hiciéramos una apuesta! —exclamé.
—Efectivamente —replicó, con su deslumbrante sonrisa—. Pero me gusta pensar con visión de futuro, querida, y sabía que tú aparecerías.
Estaba tan furiosa que apretaba los puños con fuerza. Aquel canalla había ganado haciendo trampas. Lo había planeado todo y había encontrado los compradores para la venta antes incluso de que hubiéramos cargado la pistola para dar la salida. Si creía que iba a someterme a su esclavitud durante un año después de eso, ¡tendría que pensar en otra cosa!
—¿Quiénes son esos tipos y cómo los has encontrado? —preguntó Pearl, interrumpiendo mis pensamientos.
—Todos tienen conexiones importantes, valores en bienes raíces y mucha influencia a nivel financiero. Pero eso no es todo lo que tienen en común —agregó—. Encontré sus nombres en el mismo lugar donde True encontró los de vuestra lista. ¡Me los dio Charles Babbage!
—¡Dios mío! —exclamó Pearl.
Volví la cabeza para mirar a Tor fijamente cuando también yo lo comprendí.
—Ya sé lo que tienen esos nombres en común. No es sólo su rango social. Si no me equivoco, ¡la mayoría son miembros del Vagabond Club!
—Has dado en el clavo —dijo Tor con una sonrisa—. Imaginaba que lo comprenderías.
—¿Eso significa que Lawrence también está metido en esto? —pregunte.
—Me temo que sí —respondió Tor—. Y ése es el problema con el que me he encontrado en París. Veréis, después de cuatro meses de negociación, esos encantadores caballeros se niegan a pagar.
¡Así que de eso trataba el memorándum sobre el aparcamiento de dinero! Aquel bastardo de Lawrence estaba obligando al banco a aparcar dinero, ilegalmente, en un refugio fiscal que pensaba comprar él mismo. ¡Utilizar el poder que le proporcionaba su posición para obtener beneficios personales era exactamente lo mismo que utilizar información confidencial para negociar con acciones! Todo aquello tenía una amarga ironía. Yo había escogido las cuentas de los tipos más despreciables que conocía como una especie de broma privada, con objeto de depositar allí el dinero que conseguía ilegalmente, ¡y ahora me enteraba de que ellos mismos habían planeado algo aún más infame! ¡Qué línea tan delgada separa unos negocios de otros!
Pero la peor de las ironías sólo yo podía comprenderla; lo que Lawrence le había hecho a Tor y a los otros era casi exactamente lo mismo que le había ocurrido a mi abuelo veinte años antes. Arrebatarle a alguien una idea brillante, llevada a cabo con sudor y lágrimas, y exprimirle todo su valor hasta sangrarla por completo. Tenía que haber un modo de vengarse.
—¡Maldita serpiente! —exclamó Pearl, cuando Tor hubo terminado de explicar cómo habían quedado las cosas con Lawrence—. Si no amortizamos esos bonos antes de dos semanas, lo hará por nosotros, como acreedor nuestro, y entonces nos habrá jodido.
—Oui —concedió Lelia—. Nos están dando las vueltas como a un tornillo.[10]
—No creo que sea eso a lo que se refiere, madre —dijo Georglan.
—Pero se acerca bastante —reconoció Tor.
—Tenemos que arrebatarle esos bonos robados antes de que se dé cuenta de que lo son —dijo Pearl, volviéndose hacia mí—. Se me ha ocurrido algo. ¿Habéis ganado Tavish y tú lo suficiente para, si transfirierais el dinero que habéis robado, cancelar nuestros préstamos?
Sabía a lo que se refería, lo había sabido desde la primera vez que Tor mencionó la idea, y era más que peligroso. Robarle dinero a un banco para cubrir una deuda personal en un país extranjero no era lo mismo que utilizar bonos «prestados» como garantía de un préstamo que ibas a devolver; sería un fraude internacional a gran escala.
Pero Tor se opuso con una voz extrañamente indiferente.
—No puedo aceptar eso —declaró—. Después de todo, la apuesta la tiene conmigo, no con el resto. Aún seguimos compitiendo. Si aceptara su dinero en este momento, equivaldría a perder la apuesta.
—Pero si hace un momento nos has dicho que estabas a punto de perder la camisa —dije yo, exasperada—. ¿Por qué no admites que todo ha acabado? Esta lamentable apuesta ya me ha costado demasiado: mi trabajo, mi carrera, quizás incluso mi independencia, todo por lo que he trabajado en la vida…
—¿Te interesa saber por lo que he trabajado yo? —me interrumpió con crudeza—. Por el honor y la integridad, por un salario diario justo, por una jornada de trabajo justa, por la justicia en el mercado para que las personas de honor y valía sean recompensadas, y para que aquellos que no tienen honor sean siempre, siempre castigados. —Hizo una pausa y me miró con una frialdad que nunca le había visto—. Tú trabajas para Lawrence —añadió, antes de dar media vuelta, airado.
—Es injusto y cruel que digas eso —protesté, consternada. Pero, de repente, supe que él estaba totalmente en lo cierto. ¿Por qué me había inquietado tanto tener que trabajar para Tor? ¿Qué tipo de independencia perdería realmente? ¿La de jugar al gato y al ratón con gente como Lawrence, Karp y Kiwi, consiguiendo pequeños triunfos a la vez que perdía mi vida, mi capacidad para producir, como diría Tor? ¿Qué era yo, en realidad, si no la rata más inteligente del laberinto?
—No me importa ganar —le dije, paseándome de un lado a otro, mientras mis tres amigas permanecían clavadas en sus sitios, contemplándonos impotentes—. Me metí en esta apuesta por las mismas razones que tú, para demostrar que había estafadores y sinvergüenzas y mentirosos en abundancia en la industria financiera a nivel internacional. No volveré al banco cuando todo termine, independientemente de quién gane la apuesta. Quiero quedarme aquí y ayudaros a vencerlos. Pera no sé cómo, si no es aportando el dinero para cubrir esos préstamos…
—Es demasiado tarde para eso, —afirmó Tor—. Demasiado tarde.
—No quiero que mis amigos acaben en la cárcel cuando yo tengo los medios necesarios para ayudarlas —dije—. Además, tú me ayudaste a mí cuando lo necesité.
—¿De verdad? —replicó Tor—. ¿Es eso lo que piensas? Tal vez hice justo lo contrario.
Se levantó inopinadamente y se alejó mientras Pearl y yo nos mirábamos sorprendidas.
—¿De qué va todo esto? —preguntó Georgian—. Ella se ofrece a salvarnos el cuello y él se niega por una «apuesta de caballero». ¡A mí no me suena condenadamente caballeroso!
—Eso es porque no tienes los oídos para escuchar el interior del corazón —señaló Lelia tranquilamente—. El divino Zoltan cree que hace mal cuando metió a Verity en esta apuesta, cuando la ayuda a continuar en ella a pesar de que perdía al principio. Si no hay esa «ayuda», quizás ella estaría libre y a salvo de todo lo que ocurre ahora. Y nosotras, nosotras somos sus amigas; también se siente culpable por nosotras. Debemos hacerle comprender que todas somos seres humanos adultos. Lo que hemos hecho, lo hacemos libremente.
Tenía razón, claro está. Eso explicaba la frustración y la rabia que Tor debía de sentir, pero no resolvía el problema. Me levanté y fui en su busca.
Me costó media hora o más de deambular por los bosques y la playa pedregosa encontrarlo, vestido aún con la camisa arrugada y los pantalones arremangados, sentado con aire taciturno sobre una roca junto al mar.
—Así que no puedes dejar de competir —dije. Me acerqué con una sonrisa y me senté en sus rodillas—. Demasiado orgulloso para aceptar una moneda de mi pastel.
—Si fuera realmente «tu pastel», como dices tú de manera tan encantadora, me encantaría que me mantuvieras —dijo, aunque su voz sonaba muy poco convincente—. Pero cuando te has ofrecido a meterte en una penitenciaría federal durante veinte años para salvarme a mí, realmente me ha parecido que ahí tenía que trazar la línea. ¿Te he parecido demasiado duro?
—De acuerdo, entonces esto es la guerra —dije, sonriendo aún—. ¿Cuál será tu siguiente paso?, si me permites preguntarlo.
—Que me aspen si lo sé —contestó, besándome la muñeca distraídamente mientras contemplaba el agua—. He estado tratando de idear algo desde que ocurrió. Me he pasado de listo y tal vez nos cueste a todos la libertad. Es increíble que sea precisamente a mí a quien una traición como ésta le haya pillado desprevenido.
—¿Cómo quedó la cosa? —inquirí.
—Intenté ganar el mayor tiempo posible afirmando que Lelia era quien estaba a cargo de todo y que debía ser consultada. Pero vendrán a la isla dentro de dos semanas y esperan que entonces firmemos en la línea de puntos o que la justicia embargue nuestros bienes.
—Mira, ya sé que Lawrence es un criminal-le dije,—pero no puedo demostrarlo sólo con un memorándum y pruebas circunstanciales, como el tipo de clubes a los que pertenece. Por no mencionar que Lawrence se cubre tan bien las espaldas que podrían darle el título de empapelador. Sin embargo, dos semanas son mejor que nada y, puesto que es todo lo que tenemos, espero que no desprecies mi ayuda, si se trata tan sólo de investigar.
—Si honestamente piensas lo que has dicho antes ahí arriba —me dijo, rastreando mi interior con sus increíbles ojos de un dorado rojizo—, entonces ayúdame a destruirlos como se merecen. Ésa es la finalidad de todo esto.