Diez centavos para el banco, un centavo para gastar.
JOHN D. ROCKEFELLER
MIÉRCOLES, 3 DE MARZO
Pearl se dirigía a su paseo matinal por el puerto de Omphalos. Al otro lado del mar se veía la soleada línea costera de Turquía. Le alegró que la isla que habían comprado fuera más bonita de lo que sugería la fotografía del catálogo. El mar relucía en tonos turquesa bajo el sol y abajo, en el muelle, unos jóvenes griegos de aspecto saludable limpiaban sus redes sobre grandes soportes de madera.
Hasta seis semanas antes, cuando había llegado a la isla en compañía de Lelia, Pearl no se había involucrado realmente en aquel delito, excepto para dar apoyo moral y advertir a sus amigos de los peligros inminentes. Pero ahora que se había dejado arrastrar hasta la isla, ahora que se había convertido en cómplice, veía las cosas de modo diferente. ¡Y lo que veía, para su asombro, era que la mayor parte del supuesto delito no era ni siquiera ilegal!
De acuerdo, iba contra la ley falsificar valores. ¡Pero no habían convertido en dinero en efectivo ni las falsificaciones ni los auténticos valores! En esencia, utilizarlos como valores pignoraticios no era diferente de usar el título de propiedad de tu coche para avalar un crédito, ¡sabiendo que la noche antes lo has despeñado por un barranco! No por ello dejas de tener un documento legal que dice que posees un coche. Y si acabas pagando el préstamo con intereses, nadie se entera y todos se benefician.
De modo que habían comprado una roca que ningún país había reclamado en cincuenta años, la habían declarado estado soberano (a pesar de que, según se había informado Tor, ¡no había tribunal internacional al que dirigirse para pedir la soberanía de un pedazo de tierra no reclamada!) y la habían convertido en un refugio fiscal internacional.
La propia Pearl se había encargado de la econometría y la puesta en marcha sin ayuda, exigiendo que todo negocio realizado en la isla, si querían que ella le pusiera el sello de «libre de impuestos», debía realizarse con la «moneda local», y que ella decidiría la cotización de esa moneda con respecto a las otras, añadiendo un margen de beneficios al mercado. Era como el cambio de divisas al por menor, o sea, cuando uno cambia dinero en el aeropuerto y le hacen pagar una comisión que está incluida en el tipo de cambio, y eso Pearl lo hacía cada día en el banco. Después, con los beneficios obtenidos con la comisión, «tomaba posiciones» diariamente en el mercado de divisas mundial para aumentar sus ganancias, es decir, cambiar divisas al por mayor: la otra cara de la misma moneda. Pero nada de todo ello era ilegal, excepto las falsificaciones iniciales de los valores. Aun así, mientras todo el mundo siguiera creyendo que aquellos valores falsos que había en la cámara acorazada eran auténticos, ¡sus propietarios legítimos seguirían obteniendo beneficios por su uso!
Para Pearl, ser cómplice de aquel delito suponía más que diez vidas enteras en cualquier institución financiera, pues había puesto en marcha el sistema económico de todo un país que, además, rendía beneficios. ¡Era el Fed y el SEC, el Tesoro, Fort Knox y todas las casas de la moneda, bancos y agentes de bolsa en uno! No le costaría gran cosa encontrar un trabajo con semejantes referencias, aunque quizá no sería necesario que lo buscara. Si prolongaban el negocio de aquella isla lo suficiente para devolver todos aquellos préstamos con interés, no veía por qué no iban a poder quedarse un par de meses más y hacerse con unos cuantos millones para sí mismos, ¡sin que le costara nada a nadie!
Pearl se detuvo para contemplar la escena como cada mañana, respiró profundamente el aire del mar y bajó los escalones de piedra del muelle. Los jóvenes pescadores griegos interrumpieron su faena y la saludaron alegremente al pasar. La joven se dirigió al embarcadero. Acababa de llegar el barco matinal del continente. Recogió su paquete habitual de periódicos y lo guardó en un gran cesto tejido que llevaba al hombro. Luego continuó a lo largo del muelle hasta llegar a la taberna de marinos para tomar una taza de café.
Iba por la segunda taza y el tercer periódico cuando lo encontró. Se quedó sentada un momento conteniendo la respiración, luego sacó un lápiz rojo del bolso y trazó un círculo alrededor del anuncio. Maldiciendo por lo bajo, recogió los periódicos esparcidos, echó unas monedas sobre la mesa y salió corriendo del restaurante.
Subió la colina y recorrió la calle empedrada hasta el taller donde fabricaban velas, una estructura semejante a un granero que Tor había comprado para convertir en cuartel general. Entró en la oscura planta baja y saludó al recepcionista, un joven griego que trabajaba también como recadero y guarda. Luego subió por la desvencijada escalera hasta el siguiente piso y, sin llamar, abrió de golpe la puerta de la primera habitación situada a la izquierda.
—Lee y llora —le dijo a un sorprendido Tor, arrojando el maltratado ejemplar de The Wall Street Journal de dos días antes sobre la mesa que había ante él. Estaba abierto por la página en la que había hecho el círculo rojo.
Tor lo repasó rápidamente. Su expresión se tornó grave.
—Así que han ejercido la opción de exigir la devolución para cancelar los bonos —dijo—. ¿Cuál es el valor nominal de los que tenemos nosotros, y por cuántos bancos están esparcidos?
—Agárrate a la silla —contestó Pearl—. Tenemos que reunir veinte millones, ahora mismo, para cubrir esos bonos. Los que han reclamado sirven como garantía de nuestros préstamos en media docena de bancos franceses y uno italiano. Ése es el dinero que utilizaste para comprar esta bonita isla. Si no podemos cubrir esos préstamos y descubren los duplicados falsos en la cámara acorazada, dispondremos de mucho tiempo en prisión para recordar la encantadora aunque breve temporada que pasamos aquí.
—Me sorprende que no hayas ganado ya ese dinero en beneficios —repuso Tor con una sonrisa—. Has estado negociando con el dinero en circulación durante seis semanas en un paraíso fiscal. Y, después de todo, eres una de las mejores negociadoras en divisas del mundo.
—¿Quién te ha dicho eso? —espetó Pearl.
—Bueno, tú misma, querida. Sin embargo, ya había previsto esta contingencias y sé cómo conseguir dinero rápidamente sin arriesgar nuestra libertad ni pedirles a nuestros amigos de California que nos saquen del apuro. Si manejamos bien este asunto, ¡creo que podría acabar incluso con dinero suficiente para ganar la apuesta!
—Si crees que vas a conseguir todo ese dinero vendiéndoles mi cuerpo a todos esos jóvenes marinos de ahí abajo, te advierto que no sacaremos ni para un billete de autobús de vuelta a casa —dijo Pearl—. ¿Qué se te ha ocurrido?
—Algo más pragmático, aunque quizá menos interesante desde tu punto de vista —le contestó él con una sonrisa—. En realidad, ha formado parte de mi plan desde el principio, tan sólo será necesario modificar en una semana o dos el calendario previsto. Querida, creo que ha llegado el momento de vender nuestro pequeño país.
VIERNES, 12 DE MARZO
El Vagabond Club estaba situado en el saliente de pronunciadas curvas de Nob Hill, en San Francisco, sumido en la hiedra y la nostalgia. Justo después del abigarrado vestíbulo de mármol, se hallaba la amplia sala de lectura. Sus ventanas biseladas daban a la calle Taylor, que bajaba en picado hasta el Tenderloin. En el silencio de la sala de lectura, con sus alfombras color azul de Prusia y melocotón, sus macizas mesas de biblioteca, su revestimiento de madera oscura y sus óleos franceses de diversas exposiciones de París, pervivía aún el ambiente cálido del San Francisco decimonónico.
Al pie de la escalera, en la Sala Roja, se habían dispuesto asientos para cien personas. Los candeleros Waterford brillaban, la traslúcida porcelana blanca relucía bajo la tenue luz romántica y las rosas de intenso carmesí, el color de la sangre, se apiñaban abundantemente en recipientes de cristal colocados en el centro de cada una de las mesas redondas.
En la habitación contigua, tras una maciza puerta de dos hojas, los caballeros, vestidos de etiqueta, tomaban unos cócteles y esperaban que les anunciaran la cena.
Eran hombres de todas las profesiones, procedentes de todos los países del mundo, pero todos ellos tenían dos cosas en común: eran miembros del Vagabond Club y se lo habían ganado. Tanto si había sido a través de conexiones familiares como gracias a su gran riqueza o el prestigio de un gran poder personal, cada uno de los presentes en aquella habitación había pagado su cuota.
Cuando por fin se abrieron las dos hojas de la maciza puerta, entraron en fila en el comedor y ocuparon sus asientos. Se habían dispuesto los lugares con la acostumbrada discreción. Aquellos que se distinguían por poseer más títulos, ocupar las posiciones más prestigiosas o tener las cuentas bancarias más abultadas se sentaban en la mesa principal; el orden de importancia se determinaba por la relativa proximidad a esa mesa. Delante había un estrado para los discursos de después de la cena.
A un plato ligero de salmón escocés, preferido por los miembros del club al de Nueva Escocia, más barato, le siguió el famoso pato rustido al estilo del chef. La ensalada se sirvió tras los platos fuertes, como era tradición en el club, y a los quesos les siguió un plato de dulces.
Cuando finalmente llegó el café, el primer orador, un banquero británico, subió al estrado. Esperó a que se acallaran las voces y luego dio unos cuantos golpecitos al micrófono para asegurarse de que estaba al volumen adecuado.
—Caballeros, ésta es verdaderamente una ocasión memorable —empezó—. Como saben, es tradición y regla no quebrantada en este club no mencionar jamás los asuntos mundiales, la política o los negocios entre sus sagradas paredes. Somos «vagabundos», a pesar de que entre nuestros miembros se han contado más embajadores, personas de la realeza, presidentes de Estados Unidos, presidentes de juntas directivas, fundadores de empresas, en resumen, más hombres de sangre azul y peces gordos ¡qué en cualquier otra asociación privada del mundo!
»Así pues, ateniéndonos a esa regla inviolable del club que nos prohíbe hablar del sórdido tráfico cotidiano que se produce tras estos muros, sugiero que alcemos nuestras copas para brindar sencillamente por el despegue de la nueva y excitante empresa que todos conocemos y celebramos hoy aquí, reunidos, la víspera de su puesta en marcha, cuyo amanecer…
—¿Qué intentas decir, Paul? —preguntó alguien de una mesa cercana. Todos rieron.
—Brindemos por nuestra nueva empresa —dijo el banquero, riendo también.
Se oyeron los tintineos de las copas entrechocando. Los camareros volvieron a servir vino y luego abandonaron discretamente el comedor.
Al banquero británico lo sucedió en el estrado Livingston, el orador de la noche y presidente de un consorcio petrolero internacional.
—Buenas noches, amigos míos. Creo que todos me conocéis. He sido miembro de este club desde que tenía veinticinco años. ¡Ahora tengo unos cuantos más! —Leves risas—. Mi padre y mi abuelo también fueron «vagabundos». Los hombres de mi familia hemos considerado este club como un segundo hogar, ¡a menudo más cómodo y familiar que el primero! —Risas guturales y codazos mientras Livingston proseguía—. Pero en todas las décadas que he pertenecido al club nunca he sentido tanto orgullo como en estos momentos, de pie ante vosotros. Porque, caballeros, esta noche no sólo vamos a bautizar una nueva empresa, sino una nueva forma de hacer negocios, una audaz empresa hacia el futuro.
»Cuando nos embarcamos en este navío, nos despojamos de nuestras cadenas y dejamos el pasado a nuestras espaldas. Si fracasamos, quizá la historia hable mal de nosotros. Pero si triunfamos, sí, si triunfamos, nos coronará con los laureles que merecemos. Por lo tanto, no se trata tan sólo de una empresa, sino de una aventura. Nuestra hermandad aúna nuestros destinos y los echa a suertes, dejando un glorioso legado para la posteridad, abriendo un nuevo libro en la historia del dinero, ¡e inscribiendo nuestros nombres en una nueva página de la historia!
Los miembros del club se levantaron de inmediato para prorrumpir en aplausos y gritar: «¡Muy bien!», al tiempo que entrechocaban las copas y golpeaban las mesas. Cuando se calmó la tormenta, Livingston prosiguió.
—Los miembros del club que pusieron en marcha esta empresa, que crearon la base financiera y recogieron fondos entre los presentes, están sentados aquí, entre nosotros. Pero si les diera las gracias uno a uno, ¡no conseguiríamos salir de aquí serenos! —Vítores y silbidos—. Así pues, levántense, caballeros, y saluden. —Una docena de hombres se pusieron en pie y fueron saludados con estruendosos aplausos. Cuando volvieron a sentarse, Livingston añadió—: Espero que los hayáis visto bien, de modo que, si esto sale mal, ¡ya sabéis a quién echarle la culpa! —Más risas y palmaditas en la espalda de los banqueros—. Mañana, nuestro representante saldrá en dirección a París para finalizar la última fase de la negociación. Si todo va bien, se desprenderá de un montón del dinero que tanto os ha costado ganar. Una vez que se haya concluido la negociación, nuestro equipo de dirección podrá ir a Grecia para asumir el control del consorcio europeo que ha puesto el negocio en marcha. Por lo tanto, caballeros, con la ayuda de Dios y un poco de dinero, ¡seremos los propietarios de nuestro propio país!
La sala volvió a convertirse en un pandemonio. Los hombres se pusieron en pie para lanzar vítores y alzar las copas.
Cuando empezaron a salir del comedor en dirección al salón del piso superior, para tomarse el coñac, un miembro alcanzó a uno de los banqueros a los que Livingston había distinguido en sus alabanzas.
—Bueno, Lawrence —le dijo cordialmente—, ciertamente habéis conseguido poner esto en marcha limpia y rápidamente. Si logras llevar a buen término la negociación de París, seremos mucho más ricos que ahora.
—Lucro es el nombre del juego —repuso Lawrence, al tiempo que ambos hombres entraban en el ascensor.
—Sí, eso es lo que quería preguntarte. Livingston me ha dicho que fue idea tuya, y muy inteligente, obligar a esos europeos, los propietarios actuales de la isla, a que abandonen el proyecto. ¿Una especie de OPA hostil?
—Prácticamente está hecho, aunque ellos aún no lo saben —respondió Lawrence—. Pedían treinta millones de dólares más el valor del haber de su negocio. Nuestras investigaciones revelaron que habían financiado toda la operación, isla y todo lo demás, mediante préstamos obtenidos en numerosos bancos europeos. Ayer compramos todos esos préstamos.
—¿Quieres decir que nosotros, el club, somos ahora sus acreedores?
—Con esos documentos en nuestro poder —respondió Lawrence—, técnicamente somos los propietarios de su negocio. Todo lo que tienen que hacer es incumplir uno solo de los pagos y los tendremos en desventaja. En tales circunstancias, me parece totalmente innecesario gastar treinta millones suplementarios.
—Brillante —dijo su compañero—. Así pues, la negociación de París consistirá tan sólo en que te entreguen las llaves. Por cierto, ¿dónde está tu nuevo candidato al club esta noche? Kislick Willingly. No sé por qué, creía que estaría aquí esta noche.
—He retirado su candidatura —contestó Lawrence. El otro lo miró rápidamente, sorprendido, porque era algo que no tenía precedentes—. Después de todo, cualquiera podría haberlo vetado en la votación. No tiene por qué saber que he sido yo.
La tenue luz del ascensor destelló en la montura de oro de sus gafas. Su compañero pensó con un súbito estremecimiento que no había visto jamás una mirada tan fría. El ascensor se detuvo y ambos se encaminaron en dirección al salón con el resto.
—¿Por qué ese súbito cambio de opinión? —le preguntó a Lawrence.
—En realidad no es uno de nosotros —repuso éste.
MIÉRCOLES, 17 DE MARZO
La rue de Berri era un callejón estrecho perpendicular a los Campos Elíseos y situado a corta distancia del Arco de Triunfo.
En el piso superior de un edificio de tres pisos, aproximadamente a una manzana, se hallaba el club privado y exclusivo La Banque, el club de los banqueros. En un rincón del salón principal de dicho club, tras cruzar un mar de moqueta verde descolorida, estaba sentado Tor, tomándose una bebida gaseosa y rojiza, y mirando por la ventana.
Al otro, lado de la calle vio los castaños, desperezándose tras su largo sueño invernal. Las rígidas ramas atiborradas de apretados capullos rojos golpeaban suavemente las ventanas, semejantes a los ojos de buey de Le bateau, el antiguo estudio de Picasso en París. El sol del atardecer teñía las sucias ventanas de oro.
Tor miró su reloj, se echó otro trago y dirigió la vista hacia la puerta. Entró un hombre vestido con un traje gris perla, que paseó la vista por la sala y, al divisar a Tor, se dirigió a su mesa.
—Lo siento, llego tarde. No se moleste —dijo, al ver que Tor se disponía a levantarse—. ¿Qué es eso que bebe?
—Grosella con soda —replicó Tor.
—Yo tomaré un whisky escocés con hielo —le dijo al camarero que se había acercado. Tan pronto como éste se hubo alejado, añadió—: Todo está atado prácticamente. Sólo necesitamos que firme estos documentos y la transacción estará terminada.
—No del todo —dijo Tor, contemplando los cubos de sol que se reflejaban en la superficie de las gafas con montura de oro de su oponente—. Creo que aún queda la pequeña cuestión del pago.
—Me temo que no —repuso Lawrence con frialdad—. Verá, hemos adquirido sus valores; ahora todos sus préstamos están en nuestras manos. Técnicamente, la isla ya nos pertenece; toda la operación, de hecho. Podrá recuperar sus valores pignoraticios cuando firme estos papeles.
—Comprendo —dijo Tor, bizqueando un poco a causa del brillo de las gafas de Lawrence. Hizo una pausa mientras el camarero servía el whisky y luego prosiguió—: ¿Y los treinta millones que se comprometió a pagar? Después de todo, va a comprar un negocio próspero, no un pedazo de roca con buenas vistas.
—Hemos cambiado de opinión —explicó Lawrence—. A fin de cuentas, usted está operando bajo una dudosa legalidad; cualquier país cercano podría reclamar esa roca, ahora que posee cierto valor, para sacar tajada. Sabemos que lo hicieron en el pasado, aunque quizá no con tanta tenacidad como con Chipre. No tenemos garantías de que lo que compramos ahora siga prosperando. Pero a fin de acelerar las cosas, como acreedores suyos, le daremos un millón en metálico para evitar tener que acudir a los tribunales; además, estamos dispuestos a renunciar a las penalizaciones por pago anticipado que, al parecer, usted aceptó al acordar los préstamos.
—Un millón en lugar de treinta se aparta mucho del trato que cerramos —dijo Tor con fría cólera—. Su propuesta es inaceptable.
—No es una propuesta —replicó Lawrence, bebiéndose el whisky—. Es definitivo. Un millón es más que suficiente. No le pedimos más que una retirada discreta: su nombre en la línea de puntos.
—Lo lamento —dijo Tor con una sonrisa amarga—. No soy la persona que busca después de haber modificado el trato. Debería habérmelo dicho. He venido aquí como apoderado, pensando que tenía la intención de cumplir con sus compromisos. Pero los inversores a los que represento no podían saber que usted no cumpliría su palabra.
—Esto no tiene nada que ver con el honor; son sólo negocios —repuso Lawrence—. Mis colegas esperan asumir el control de la operación dentro de una semana como máximo. Para entonces, tendrá que presentarse con sus inversores; de lo contrario, embargaremos su propiedad a través de los tribunales al primer movimiento erróneo en cualquier préstamo de cualquier país.
Tor sabía que no serviría de nada señalar que ni la isla ni el negocio se habían utilizado como garantía para los préstamos. Lawrence no era un estúpido; debía de haber tomado buena nota de los bonos amortizables que habían sido reclamados, y de que todavía no se había hecho nada por cancelarlos. Si se unía este hecho a la prisa de Tor por cerrar el trato, hasta un ciego se daría cuenta de que no podría pagar los préstamos sin vender. Tenía que hacer algo para ganar tiempo y cubrirse las espaldas.
—Sólo cuenta uno de los inversores, el jefe y el genio que hay detrás de toda nuestra empresa —le comunicó a Lawrence con una sonrisa—. Si puede aplazar su viaje una semana, digamos hasta el treinta y uno de marzo, quizá yo tendría tiempo para discutir el asunto y obtener un consenso sobre estas nuevas condiciones.
—Muy bien —concedió Lawrence. Se levantó—. Pero ni un día más. ¿Quién es ese jefe, por cierto? Es la primera vez que oigo hablar de él.
—La baronesa Von Daimlisch —contestó Tor—. Creo que encontrará en ella a un rival de su altura, aunque…, ¿quién sabe?