Según la Constitución, el Congreso tiene el derecho y el deber de crear dinero. Se trata de una tarea que corresponde exclusivamente al Congreso, pero éste ha arrendado dicho poder, poniéndolo en manos del sistema bancario.
Constitucionalmente hablando, la Reserva Federal es una especie rara.
WRIGHT PATMAN
Cuando pasó la avalancha de primeros de año, Tavish echó una mirada a los programas que habíamos instalado en Nochebuena y los pulió un poco.
Nos estábamos apoderando de un buen porcentaje de las transferencias de dinero que llegaban al banco cada día, troceándolas como salami y dejando que las rodajas cayeran en las falsas cuentas bancarias que habíamos abierto con aquellos nombres destacados de la lista de los Bobbsey Twins. Tratamos cada una de las transferencias recibidas de esa forma, pero tan sólo durante unas veinticuatro horas, para no levantar sospechas. Levantamos la liebre y luego dejamos que se escapara. Pero, teniendo en cuenta que nuestro «préstamo» ascendía ya a varios cientos de millones, los ingresos que obteníamos crecían a pasos agigantados, a pesar de que vaciábamos los saldos cada día.
Tor y su equipo, que ahora incluía a Pearl, se habían marchado a Europa. Parecía que las cosas discurrían plácidamente por ambas partes. Al menos eso pensaba yo hasta que Tavish entró en mi despacho un viernes por la mañana justo después de Año Nuevo.
—Tengo noticias buenas y noticias malas —anunció—. Oigamos primero las buenas —dije.
—He estado siguiendo la pista de los bonos del doctor Tor a partir de la lista que me diste y a través de los periódicos.
Nadie ha intentado rescatarlos o amortizarlos, al menos por ahora, de modo que no hay motivo para preocuparse por esos préstamos en Europa de los que me dijiste que son garantía. Además, he puesto a punto nuestros sistemas para que podamos cortar rodajas más grandes de salami. Eso ha elevado nuestro saldo medio a unos trescientos millones de dólares, que ya podemos invertir.
—Fantástico —le felicité—. Ahora di me las malas.
—He repasado las cifras que te proporcionó Charles Babbage sobre la cantidad de dinero que necesitas robar para invertir y ganar treinta millones antes del uno de abril, es decir, dentro de cuarenta y cuatro días laborables a partir de ahora. Son erróneas; no puedes hacerlo. Y es un problema muy serio, no sólo por la apuesta. Si ocurriera algo con esos préstamos del doctor Tor y tuviéramos que cubrirlos nosotros, dudo de que bastara con nuestros beneficios. Y ya sabes que no podemos retener las transferencias en sí más de cuarenta y ocho horas como mucho.
¿Cómo podía ser que no estuviéramos obteniendo los beneficios suficientes? Había calculado esas cifras una docena de veces y siempre me habían dado el mismo resultado. Tavish interrumpió mis pensamientos para explicarse.
—Tus cálculos se basan en todas las transferencias que llegan al banco —dijo—. Tu plan era arrancar cuanto pudiéramos de cualquier actividad que traspasara nuestras puertas sin atraer la atención.
—Exacto —convine—. ¿Dónde está el problema?
—No podemos ponerle las manos encima a uno de los mayores volúmenes de transferencias: los de la red federal. Se utiliza para transferir, ajustar o manipular nuestra reserva en el Fed. Pero el dinero está en «su» bolsillo, no en el nuestro. No deberías haber incluido la actividad del Fed.
¡Maldita sea! Tenía razón, claro, pero el problema que planteaba era peor aún que la idea de robar un banco. La red de transferencias del Fed era propiedad del gobierno de Estados Unidos, y se podía acabar en una prisión federal sólo por una multa de aparcamiento en una propiedad del gobierno. No quería ni pensar en lo que harían si pillaban a alguien jugando con su dinero.
—Pero aún no sabes lo peor —prosiguió Tavish—. He visto a Lawrence hace un momento en el ascensor. Te ha enviado un memorándum. Al parecer se ha enterado de que hemos conseguido forzar los sistemas de seguridad. Ya sabíamos que no podríamos mantenerlo en secreto eternamente, pero ahora hasta los auditores lo saben y están esperando que les enviemos algún tipo de explicación. Lawrence dice que esta noche se va en viaje de negocios y que, cuando vuelva, quiere ver el proyecto terminado, el informe entregado, el sistema completamente normalizado y nuestras manos fuera del pastel. Si queremos incrementar alguna actividad del sistema, disponemos de menos de dos semanas para llevarlo a la práctica. ¿Qué podemos hacer?
Suspiré y enlacé las manos sobre la mesa. Luego le ofrecí a Tavish una sonrisa resignada.
—Por lo que parece, vamos a tener que robarle al Fed —dije.
La Reserva Federal está situada al final de la calle Market.
Parece un bosque de pilares de granito rosa sobre los que se apoyan los arcos de granito enrejado que ocultan su fachada, la cual ocupa toda la manzana. El Fed no ha variado ni sus preferencias arquitectónicas, ni su funcionamiento, ni su concepto de la tecnología en sus más de setenta y cinco años de existencia. Al parecer sigue anclado en la tradición del Partenón.
Todos los bancos con carta federal están obligados a ser miembros del Fed, y se exige de ellos que guarden allí unos depósitos como seguro. Toda transacción realizada por el Banco del Mundo requería un tipo diferente de cuenta en el Fed, con diferentes requisitos para la reserva. Cada miércoles, se repasaban las sumas de reserva de la semana anterior para asegurarse de que nuestros depósitos se mantenían dentro de los límites marcados por la ley. Los bancos que presentaban un recuento negativo durante dos semanas seguidas, se encontraban con que el Fed les ponía las esposas con cierta rudeza. Pero tampoco les gustaba a los banqueros dejar que el exceso de fondos se quedara allí, puesto que esos depósitos no producían ni intereses ni ingresos. Así pues, la actividad requerida para cumplir la ley al pie de la letra era constante y frenética, y generaba toneladas de papel.
Tanto mejor para moi, pensé.
Cuando un banco como el nuestro reducía o incrementaba el saldo en las cuentas del Fed, podía o bien hacer entrar o salir el dinero del propio Fed, o bien comprar o vender sus reservas a otro banco en lo que recibía, en consonancia; el nombre de Mercado de Fondos del Fed. Todas esas transacciones se realizaban mediante la red Federal, lo que significaba que el dinero entraba y salía por la puerta como si quemara en las manos; y se distribuía por muchos, muchos lugares; cuando hubiera finalizado «aquel» delito, sería la experta en seguridad bancaria del Fed por excelencia.
—Al parecer es una cuestión de grados —comentó Tavish. Estábamos sentados en mi despacho de paredes de cristal, esa misma tarde, estudiando las interfaces con la red federal, es decir, los sistemas que previamente había incluido en mis cálculos—. Me refiero a esto de robar —explicó—. Un desliz, y te metes en la mierda hasta el cuello… Pero lo que está claro es que, si conseguimos robarle al Fed, será porque su seguridad es tan ineficaz como la nuestra.
—Del dicho al hecho hay un buen trecho —reconocí yo—. Pero no seremos delincuentes si no consiguen pescarnos. Si logramos llevar a cabo el robo, eliminaremos nuestro código del sistema para borrar nuestra pista. No podrán probar nunca que lo hicimos nosotros, pero nadie podrá tampoco desmentir los resultados: ¡cientos de millones depositados en cuentas equivocadas!
Estaba tan encerrada en mí misma que no recordaba ya la época en la que creía que podría saltar al vacío yo sola. Pero Tor estaría orgulloso de mí, y también Bibi, me dije, por dar el salto sin necesitar su empujón. Sabía sin lugar a dudas que lo que hacíamos era correcto.
Le expuse a Tavish mi plan, ideado con la máxima complejidad para demorar la tarea de los auditores tanto como fuera posible. Él alzó la vista y se rascó la cabeza de alborotados cabellos rubios.
—¿Quieres apoderarte de mil millones o más en dos semanas? —inquirió—. ¿No crees que el Fed se daría cuenta si le faltara todo ese dinero de repente?
—No es suyo, es nuestro, del banco —expliqué.—Y hay más de ocho mil millones de dólares depositados allí ahora mismo. La ley nos exige guardar allí un tanto por ciento promedio de nuestro activo, pero eso no significa que el Fed sepa de dónde procede o para qué es. Aunque detecten una discrepancia, tal como lo he ideado yo, les llevará meses hallar la pista de una de las innumerables transacciones.
—Has mejorado nuestra técnica anterior —concedió Tavish—. Ahora es como un salami interestelar. Probémoslo.
—Bien, Banks —dijo Lawrence cuando entró en mi despacho a última hora del mismo día, con abrigo y bolsa en la mano—, ¿no es un poco tarde para convocar una reunión imprevista? Tengo que coger un avión.
—He recibido su memorándum —le dije—. Según parece tengo que finalizar mi proyecto antes de que vuelva. Creo que sería demasiado apresurado. Había pensado presentar otra propuesta sobre cómo resolver algunos de los problemas que hemos…
—Creo que ya hemos tenido propuestas de sobra, Banks —me interrumpió abruptamente—. Limítate a redactar un informe sobre lo que has hecho hasta ahora y yo me encargaré de que llegue a quien mejor convenga. No te necesitarán para el seguimiento posterior, tal como yo lo veo. Voy a devolverte al departamento de Willingly dentro de dos semanas. Un buen hombre, Willingly. Es una pena que no estéis de acuerdo, pero los dos tenéis un fuerte carácter. Tú eres una protagonista y él es…
—¿Un antagonista? —sugerí amablemente. Aquel bastardo estaba firmando mi sentencia de muerte. Tenía que ganar tiempo—. En ese caso —le informé—, antes de que se vaya me gustaría que diera su aprobación para estos papeles de traslado. Voy a devolver a Bobby Tavish al departamento de Karp, su antiguo jefe. Al parecer hay cierta controversia sobre la persona para la que habrá de trabajar, pero lo había acordado con Karp hace tiempo.
—Debes aprender a manejar a estos teckies, Banks —dijo Lawrence, al tiempo que firmaba los impresos—. No llegarás muy lejos si los mimas y escuchas sus quejas, créeme. Si terminas con este proyecto y te deshaces del grupo, tendrás tu recompensa. Te doy mi palabra.
—Si, señor —conteste cortésmente—. Ya sabe cuanto valoro su palabra.
Lawrence me echó una breve mirada, luego me deseó buenas noches y se fue.
Cogí el teléfono y reservé un billete para el vuelo a Nueva York. Luego llamé al director de personal y le dije que se había aprobado el traslado de Tavish al departamento de Karp, para que pudiera adelantar el papeleo. Telefoneé a Karp, que me dio las gracias efusivamente y me soltó más mentiras y gilipolleces de las suyas.
Por último llamé a Tavish.
—¿Han picado? —preguntó.
—Se han tragado anzuelo, sedal, caña y parte del carrete —le aseguré—. A nadie le extrañará que dimitas el lunes, excepto quizás a Karp, que es un poco lento de entendederas.
—Ojalá vinieras conmigo —me dijo tristemente—, pero comprendo que alguien debe quedarse para cuidar del cotarro. Pensaré en ti en Nueva York.
—Dales recuerdos a Charles y a los Bobbsey —dije, pues habíamos acordado que Tavish podría controlar nuestras operaciones perfectamente a través de Charles, y los Bobbsey se alegraban de contratar a un operador que pudiera ayudarles, aunque fuera de manera temporal, para tomarse un descanso—. Si por casualidad ves a Pearl o a Tor —añadí—, deséales buena suerte de mi parte, ¡pero diles que vamos a ganarles!
Cuando colgué, sentí un terrible estremecimiento helado que me inundaba por dentro. Me había quedado sola, rodeada de canallas, ¿quién sabía por cuánto tiempo? No sabía nada de Tor desde hacía semanas, desde que se habían ido a Europa.
Miré el calendario de la pared: 1 de febrero, algo más de dos meses desde mi noche en la Ópera. En los setenta y dos días que habían pasado, les había robado a dos de las mayores instituciones financieras del mundo (si contaba el robo de Tor, eran tres) y mi vida había dado un vuelco. Aunque lo sabía, no conseguía sentirlo en realidad; en mi interior estaba como muerta.
Tenía treinta y dos años y, según las normas generales, era una triunfadora. Los logros de mi vida los había conseguido derrotando al sistema. Pero pronto no quedaría ya un sistema al que derrotar. ¿Acaso no lo estaba destruyendo yo?
Tor lo había sabido siempre, claro está. De un ágil puntapié había derribado mis muletas, de modo que a lo único que pudiera aferrarme fuera a la realidad, a la realidad auténtica, no a la del tipo que se encuentra en los sistemas, las estructuras y las reglas de otras personas. Tor quería que contemplara mi vida pasada, que dejara de parapetarme tras los juegos que todos inventamos para convencernos a nosotros mismos de que lo que no vivimos no es real. Y si lo que yo veía tras de mí era un puente podrido y desmoronado, mi propia obra, una ruina total, sabía qué querría él que hiciera.
Estaba sentada en mi despacho, rodeada de cristal, y miraba la orquídea marchita que había en el jarrón delante de mí. Unos cuantos pétalos marrones habían caído y se hallaban esparcidos por la mesa. Oí la voz de Tor susurrándome, tan suave como siempre. Decía: «Enciende la cerilla».
Al llegar el lunes en que Lawrence debía regresar, cuando se esperaba que yo diera por concluido mi proyecto y saliera del sistema, aún no tenía la solución para el dilema.
Para entonces, Tavish y yo habíamos acabado de transferir el control de nuestro delito a Charles Babbage, que tendría que dedicarse a ello a tiempo completo, aunque eso significaba que, durante una temporada, el pequeño ordenador habría de permanecer despierto por las noches en Nueva York. Alguien tenía que quedarse en San Francisco para vigilar los sistemas en el banco, sólo para asegurarse de que nadie fisgoneaba por ahí. Pero si me devolvían al departamento de Kiwi, como amenazaba Lawrence, estaría demasiado ocupada en limpiar los lavabos con el cepillo de dientes.
Cuando atravesé el país de las hadas de paredes de cristal para ir al despacho de Lawrence, mi humor era sombrío. Aunque Tor siempre había dicho que la mejor defensa era un buen ataque, no estaba segura de qué ataque podría emprender para detener los engranajes que ya se habían puesto en marcha. Lo mínimo que podía hacer era esforzarme al máximo.
Lawrence me saludó sin levantarse; estaba atrincherado tras su mesa y parecía poco dispuesto a ceder terreno. Poco importaba; la munición de que disponía en aquella ocasión se derretiría fácilmente bajo un soplete, y yo sabía que la respiración de Lawrence sería mucho más potente.
—Veamos, ¿es ése el informe de conclusión? —preguntó, extendiendo la mano.
Hojeó las primeras páginas y luego leyó el resto más atentamente de lo que yo esperaba, considerando que mis horas estaban contadas. Mientras tanto yo balanceaba las piernas en el asiento y contemplaba el panorama cubierto por la niebla. Sabía que, con suerte, tendría una posibilidad; cerré los ojos e intenté imaginar el terreno en la oscuridad.
—Banks —dijo Lawrence, mirándome con aire paciente—, este informe me parece innecesariamente alarmista. Sugieres que se pueden forzar los sistemas de seguridad…
—Han sido forzados —corregí.
—Pero no deberías decir que la «seguridad de nuestros sistemas es negligente». Podría malinterpretarse. Soy consciente de que nuestros sistemas no son precisamente los más modernos…
—A menos que lo sean los frescos renacentistas —comenté con ironía.
—En fin, francamente, todos estos estudios me hacen perder la paciencia, y no tengo intención de seguir financiándolos. Me hago responsable de que tus preocupaciones sean atendidas. Tu petición para realizar un trabajo de seguimiento queda rechazada.
—No estoy pidiendo que «usted» financie una mejora en la seguridad —afirmé—, ni tampoco que lo haga el Comité de Dirección. —Me levanté y respiré profundamente; era entonces o nunca—. Por eso voy a comunicar mis hallazgos al departamento de revisión de cuentas —anuncié—. En realidad les corresponde a ellos asegurarse de que nuestros sistemas dispongan de los sistemas de seguridad necesarios y, ahora que Tavish se ha ido yo soy la única que puede aconsejarles dónde deben buscar para hallar los agujeros.
Por supuesto que yo no deseaba que los auditores se pusieran a inspeccionar el sistema justo en ese momento, pero puesto que al parecer ya sabían que habíamos forzado los sistemas de seguridad (¡esperaba que no supieran el motivo!), sin duda debían de estar esperando ver mi informe; ésa era la razón que había dado Lawrence para poner punto final al proyecto. Por otro lado, trabajar «con» ellos me serviría a un tiempo para estar al corriente de sus actividades y para escapar de las garras de Kiwi.
Sin embargo, la reacción de Lawrence no formaba parte de mis expectativas y me dejó estupefacta. Yo había supuesto que, o bien me enviaría de vuelta al departamento de Kiwi, o bien aceptaría mi sugerencia. En cambio, se quedó sentado con mi informe entre las manos sin decir una palabra. Y luego, después de un rato más que largo, ¡sonrió!
—¿Los auditores? —dijo, alzando una ceja como si la idea le pareciera una novedad—. No veo qué necesidad hay de mezclarlos en esto.
Respuesta errónea, amigo mío, que te costará la reina y la torre.
La respuesta correcta, como director de la división más amplia del banco, era que debía informar de inmediato a los auditores. Era él quien debería subrayar que nuestros trapos estaban más que sucios, no yo. Era él quien debería insistir en que no teníamos nada que ocultar, no yo. Era él quien debería coger el teléfono en ese mismo momento y contárselo todo a los chicos de azul, no yo.
Al no hacer nada de todo eso, me estaba diciendo que, con toda probabilidad, sí teníamos algo que ocultar. Me pregunté qué demonios podría ser.
Lawrence se levantó sonriente y tendió la mano para estrechar la mía, al tiempo que deslizaba subrepticiamente mi informe en un cajón. No tenía ni idea de qué estaba pasando, pero me levanté también.
—No me gusta depender de los auditores para resolver nuestros problemas, Banks —me explicó—. Al menos hasta que tengamos una solución que proponer. Te diré lo que haremos. Tómate cierto tiempo, un mes quizás, y dales un buen repaso a nuestros sistemas de seguridad. Sin compasión, si lo deseas. ¿Quién sabe? Tal vez sea necesario empezar desde cero y diseñar un sistema de seguridad totalmente nuevo, aunque eso signifique un gasto suplementario. Y si necesitas personal para que te ayude, házmelo saber.
—De acuerdo —le contesté, absolutamente desorientada—. Redactaré un programa y se lo presentaré mañana.
—No hay prisa —me aseguró, acompañándome hasta la puerta—. Queremos hacer las cosas bien.
Recorrí el pasillo de paredes de cristal completamente perpleja. Aquel hombre que apenas dos semanas antes me había ordenado que pusiera punto final a mi proyecto y me desprendiera del personal, y que hacía dos minutos me había dicho que estaba harto de propuestas y estudios, de repente había parado los relojes, había detenido el tiempo y me había asegurado que el dinero no suponía ningún problema. La cabeza me daba vueltas cuando llegué a mi despacho.
—¿Sigue trabajando aquí? —me preguntó Pavel—. Parece haber salido intacta. ¿Se ha contado los dedos de las manos y de los pies?
—Los tengo todos, pero desde luego falta algo. Puedes sacar las cosas de las cajas mientras yo intento descubrir qué es. Al parecer vamos a quedarnos durante un tiempo.
Entré en mi despacho, cerré la puerta y contemplé la capa de niebla que cubría la bahía. Un yate de recreo emergió entre la niebla. Lo miré pasar por debajo del puente de la bahía. Me recordó al que Tor y yo utilizamos para ir a la isla. Aquello parecía haber ocurrido un centenar de años antes. ¿Dónde estaba Tor y por qué no había llamado? Necesitaba hablar con alguien que fuera un maestro en el análisis de los seres humanos y sus motivaciones, cosa que desde luego yo no era.
Comprendí, allí sentada, sola en medio de la niebla, que Lawrence no tenía interés alguno en la seguridad del banco y que aún le interesaba menos lo que los auditores pensaran del asunto. Aquello no tenía nada que ver ni con la seguridad ni con los auditores. Tenía que ver con el propio Lawrence.
Estuve revisando las cuentas de Lawrence durante semanas, prácticamente hasta fines de febrero, pero no conseguí encontrar nada turbio. Me volvía loca. Parecía todo tan limpio como una patena. ¿Por qué un tipo como Lawrence, al que le llenaban el calcetín con medio millón en acciones preferentes cada Navidad, iba a cargarse a su gallina de los huevos de oro?
Quizá no había hecho nada aún, quiza se trataba de algo que pensaba hacer. Pero ¿cómo podía descubrir sus planes?
Pensé en enviar a Pavel a su despacho para que le echara un vistazo a su calendario, pero recordé que Lawrence lo tenía todo en la cabeza y no apuntaba nada.
Sin embargo, existía un archivo de correspondencia que no se guardaba en ningún archivador, y yo tenía la llave. Era el fichero de mensajes que utilizaban todos los empleados del banco para enviar memorándums electrónicos a través de los ordenadores. Si Lawrence estaba tan nervioso como su comportamiento había sugerido, debía de tratarse de algo que pensaba hacer muy pronto. Tuve que leerme doscientos aburridos memorándums antes de encontrarlo.
Consistía tan sólo en media página dirigida al Comité de Dirección y titulada: «Protección de Fondos Invertibles».
El tema era el aparcamiento, pero de un tipo que no tenía nada que ver con los automóviles. Estaba relacionado con el dinero y era ilegal. No obstante, casi todos los bancos lo hacían y lo camuflaban bajo otro nombre hasta que se descubría.
Al final de cada jornada bancaria trasladaban los beneficios obtenidos fuera de Estados Unidos, a un paraíso fiscal, como las Bahamas, haciendo que las agencias de allí «compraran» esos beneficios. De ese modo se sacaban de los libros antes de pagar impuestos. ¿Era una mera coincidencia que ese memorándum tratara exactamente sobre el mismo tipo de plan de inversiones que mi mentor, el doctor Zoltar Tor, estaba poniendo en marcha?
Me encontraba a punto de ahondar en el tema cuando se presentó en mi despacho inopinadamente Lee Jay Strauss, el director de auditorias internas.
Lee Jay Strauss era algo más que el director de auditorias. Su trabajo principal consistía en resolver las discrepancias inusuales en nuestros depósitos de la Reserva Federal. De las «habituales» se ocupaba el departamento de cuentas. La presencia de Lee en mi despacho implicaba que se sospechaba algo.
—Verity, ¿puedo llamarla Verity? —preguntó, mirándome con sus ojos tristes bajo los párpados caídos tras las gafas de concha. Contesté que sí—. Esto es sólo una visita informal, oficiosa —me aseguró—. Al parecer, el mes pasado se produjo una pequeña variación transitoria en nuestra posición de reserva. Estoy seguro de que hay una explicación. Probablemente una interferencia en el sistema.
Se rió de su propio ingenio.
—Me temo que no sé mucho sobre la Reserva Federal —repliqué—. No sé siquiera cuánto se les manda cada mes.
—En realidad se hace cada día —me dijo, consultando sus notas como si se trataran de una chuleta donde hubiera esbozado nuestra conversación.
—Así que nos esquilman cada día, ¿eh?
—No deberíamos tomárnoslo a broma —replicó Lee, muy serio—. Después de todo, la Reserva Federal nos proporciona muchos servicios y ofrece unas garantías de protección que, de otro modo, los bancos tendrían que agenciarse por su cuenta. ¡Recuerde lo difícil que era el negocio de la banca antes de que se estableciera ese sistema!
—Me temo que eso fue antes de que yo naciera —dije—. Pero, según tengo entendido, era bastante duro. Bien, ¿y qué puedo hacer por usted?
—Probablemente muy poco. Es sólo que hemos echado en falta parte de nuestra reserva para finales de enero y no estamos seguros de adónde ha ido a parar.
—Bueno, yo no lo tengo —afirmé, mirándome la manga y echándome a reír.
—No, estoy seguro de que no. La cuestión es que sabemos adónde ha ido, pero no podemos explicarlo. Al parecer ha acabado directamente en nuestro banco, aquí, en San Francisco.
—Entonces, ¿cuál es el problema? ¿No pueden devolverlo a su sitio?
—No es tan sencillo —contestó, aunque no era necesario que me lo explicara, puesto que era yo la causante de todo—. Mire, al parecer el dinero que deberíamos haber enviado a la Reserva Federal se ha vendido a otros bancos; cosa que solemos hacer cuando necesitamos disminuir nuestra reserva y otro banco necesita aumentar la suya. Sin embargo, en este caso no se trata de lo mismo, de modo que no está claro por qué el dinero se ha movido de esa manera.
Lee me tendió un papel donde constaban múltiples transacciones que se habían recibido en diversos bancos —Chase Manhattan, Banque Agricole, Crédit Suisse, First of Tulsa— y algunas en cuentas del mercado monetario al azar. Levanté la vista del papel y sonreí.
—Ésa es tan sólo una transacción con el depósito del Fed —me explicó—. Me ha llevado una semana seguirle la pista por todo el mundo, y al terminar volvía a estar en el Fed. Creemos que hay muchas más discrepancias de este tipo, y al parecer las provoca uno de nuestros sistemas.
—¿Cuál? —pregunté, como si no lo supiera.
—La interface con el sistema de la red federal, una parte de la red de transferencias.
—Comprendo. Desgraciadamente, ya no estoy a cargo de esos sistemas, Lee —dije—. Hace meses que dejé ese departamento.
—Sí, ya lo sabemos —replicó. Desvió la mirada hacia las manos que reposaban sobre su regazo y prosiguió—: Pero tenemos entendido que usted está llevando a cabo un estudio sobre la seguridad de los sistemas principales. Pensé…, pensamos que quizás hubiera descubierto algo que nos fuese de utilidad.
Habría apostado a que se había alterado el tema de mi estudio en el departamento de revisión de cuentas, por no mencionar el hecho de que se había suprimido el informe.
—Me temo que no está en mi mano proporcionar esa información, Lee —le dije—. ¿Tiene idea de la suma de la que estamos hablando?
—Durante la última semana de enero tan sólo, unos sesenta millones hasta ahora. Desde luego no es más que un grano de arena comparado con nuestro saldo de reserva, pero podría ser mayor. Esas cuentas corrientes a través de las cuales se ha movido el dinero son objeto de miles de transacciones cada día, y tenemos que comprobado todo manualmente.
—¡Guau, no tenía ni idea! El departamento de auditoria no tiene apoyo informático —dije. Mejor que mejor—. Les compadezco de verdad. Se me ocurre una cosa. Aunque no me está permitido compartir mis descubrimientos todavía, nadie ha dicho que no pudiera echar un vistazo personalmente, en privado, y teniendo en cuenta su problema en concreto. Después de todo, podría ser la red federal la que sufriera alguna anomalía, en lugar de nuestra interface. En tal caso nosotros no tendríamos nada que ver.
—¡Vaya, eso sería fantástico! —me aseguró Lee—. Nos ahorraría un montón de tiempo si supiéramos cómo se ha esparcido el dinero de esa manera.
Se levantó y me tendió la mano.
—Ah, Lee —le llamé, cuando llegó a la puerta—. ¿Ha hablado ya de este problema con Kislick Willingly?
—Todavía no —contestó en tono precavido—. Usted es la primera persona a la que he acudido.
—Perfecto. Ahora son sus sistemas, así que debería estar informado; pero quizá sea mejor no alarmar a nadie por el momento, hasta que haya descubierto dónde está el problema.
La diminuta semilla de duda sembrada sobre Kiwi se propagaría sin remedio, como el fuego, por las ágiles neuronas del departamento de auditoria. Los auditores eran desconfiados por naturaleza, de lo contrario no serían auditores.
Tenía muchas cosas que decirle a Lee Jay Strauss cuando estuviera preparada, pero los auditores siempre trabajan mejor cuando le das tiempo a su desconfianza natural en la humanidad para extenderse por sí sola, como los hongos, en la oscuridad.