¡El oro es algo maravilloso! Quien lo posee es dueño de todo lo que desea. Con oro se puede incluso hacer que las almas entren en el cielo.
CRISTÓBAL COLÓN
Cuando entré en la oficina el lunes por la mañana, Pearl estaba sentada sobre mi mesa con las piernas cruzadas, contemplando la bahía de un deslumbrante azul turquesa y el esbelto puente plateado que se extendía en la distancia.
—Bueno, bueno, bueno —dijo maliciosamente cuando dejé caer mis cosas y me situé al otro lado de la mesa para repasar el correo—. Las diez y media es un poco tarde, incluso para ti, ¿no? No has estado en casa este fin de semana. Te he llamado.
—¿No es ese vestido un poco escotado, incluso para ti? —repliqué—. ¿O se trata de un nuevo enfoque para progresar en tu carrera?
—Si alguien ha iniciado un nuevo camino este fin de semana, al parecer has sido tú. —Pearl rió—. Las aventuras amorosas mejoran el cutis, corazón, ¡y tú tienes todo el aspecto de haber seguido un tratamiento de siete días en La Costa!
—Esta conversación me parece totalmente impropia del lugar en que nos hallamos —le dije, al tiempo que rasgaba un sobre.
—Seguro. ¿Qué lugar sería más apropiado? ¿Entre sábanas de raso, embadurnada de aceites corporales o sumergida en un baño caliente?
—He pasado el fin de semana en profunda meditación —le asegure.
—Desde luego, él está buenísimo —prosiguió Pearl—. ¡Y mientras, yo dándote consejos sobre cómo pasar el rato en Nueva York! Pero Tavish me ha dicho que realmente fuisteis al centro de cálculo la otra noche, cuando nos dejasteis. Los programas funcionaban perfectamente esta mañana. Supongo que estabais demasiado preocupados para llamarnos y decírnoslo.
—¿Te gustaría saber qué he estado haciendo en realidad este fin de semana? —le pregunté, acercándome a la puerta para cerrada—. Te interesa enterarte, ya que puede afectar a toda tu carrera.
—¿Qué carrera? —preguntó Pearl amargamente—. Después de tu pequeño téte-a-tete con Karp la semana pasada, mi carrera ha bajado a las penumbras del lavabo. Mi querido jefe parece creer que todo está decidido, que tú me encontrarás otro trabajo para que me pueda despedir sin previo aviso y que me iré tranquilamente del banco sin pestañear siquiera.
—Así es, lo he encontrado y te irás tranquilamente —contesté, sentándome al otro lado de la mesa donde ella se hallaba sentada—. No es una broma, Pearl. Además, todos nos iremos del banco antes o después. Sólo es cuestión de tiempo.
—Muy bien. «¿Hay vida después de la banca?» y todo eso —dijo ella—. Pero aún no estoy preparada para levar anclas. ¿Qué eres tú, mi asesor o algo parecido?
—He hecho un trato este fin de semana, con Tor, para ser exactos. Resulta que su parte de la apuesta es un poco más compleja de lo que yo había pensado.
—Seguro —dijo Pearl, sonriendo maliciosamente.
—Para decido en pocas palabras —la interrumpí—, él tiene el trabajo perfecto para ti, algo para lo que se requiere una persona de tus habilidades.
—Le enseñaré mis habilidades si él me enseña las suyas-replicó con una mueca. Cuando vio que yo no mordía, añadió.—: ¿A qué tipo de habilidades te refieres?
—A dos. La primera, el mercado de divisas. Sabes tanto de eso, creo, como cualquiera en el negocio.
—¿Y la segunda? —inquirió Pearl.
—Gastar dinero —respondí.
Era extraño. Hacía doce años que conocía a Tor, que lo conocía tan bien como se podía conocer a un hombre como él. Pero después de pasar un fin de semana juntos, me di cuenta de que en realidad no lo conocía en absoluto.
Al igual que yo, mantenía una parte de él en secreto, contenida, oculta a la curiosidad de los demás, exactamente como aquella oficina semejante a un útero que ocupaba doce años antes. ¿Qué ocultaba? Su pasión, lo había llamado él. Pero yo sabía realmente que no se refería únicamente a hacer el amor.
Algo había cambiado —no sólo entre nosotros, sino dentro de nosotros— en los tres días que Tor y yo pasamos en aquella isla. Era como si nos hubieran metido juntos en un ciclotrón para reordenar nuestras moléculas, de modo que cada uno de los dos contuviera una parte del ser del otro. No era preciso conocer a otra persona cuando ya se formaba parte de ella. Pero existía un insufrible deseo por la otra mitad. ¿No era así como definía Platón el amor? La añoranza que siente el alma por la parte que le falta, que perdió en algún lugar de las nubes primigenias del tiempo.
Ese sentimiento hacía muy difícil la vuelta al trabajo. Contemplaba la bahía, tratando de analizar aquellas extrañas emociones, cuando Peter-Paul Karp entró en mi despacho.
—¡Banks, está mirando por la ventana! ¿Le ha ocurrido algo? —preguntó sorprendido.
—A mí no. Pero ha ocurrido algo —contesté, recobrándome y poniéndome a ordenar mi mesa. Sólo me faltaba que el cerebro se me reblandeciera más que el de Karp—. ¿Recuerda aquel problema del que hablamos el otro día? —le pregunté—. Creo que tengo la solución.
—¿En serio? —dijo, acercando una silla.
—He recomendado a Pearl para el seminario Forex, el Consorcio de Tratantes de Divisas —le conté—. Se celebra en primavera y dura tres meses. Tendrá que darle una excedencia para ir y autorizar que le paguen los gastos.
—Una excedencia —dijo—. Eso significa que el banco tendría que darle un empleo cuando volviera, pero no necesariamente en mi departamento, ¿no es así?
—Cierto. El simposio empieza el próximo domingo en Nueva York.
Empujé los documentos hacia el lado opuesto de la mesa para que los firmara.
—Banks, pondré en marcha los trámites de inmediato —afirmó, garabateando su nombre en los impresos de aprobación. Y mis más rendidas gracias. Creo que Willingly se equivoca completamente en todo lo que dice de usted.
Aunque me moría de ganas de saber exactamente qué era, me mordí la lengua. Tenía peces más importantes que pescar y no se podía decir que Karp fuera el último del estanque.
—Quizá le sorprenda con otra noticia —dije—, si puede guardarme el secreto. Mi proyecto está a punto de concluir. Podré devolver a Tavish a su departamento dentro de unas pocas semanas.
U n poco más de jabón y caería de lleno en la bañera.
—Pero, eso es más de lo que yo esperaba… —balbuceó Karp.
—Se lo debo —le aseguré—. Después de todo, fue usted quien me proporcionó aquella información. Y con Kiwi tratando de robamos a Tavish a los dos…
—¿De qué está hablando? —preguntó Karp, al tiempo que su expresión se ensombrecía.
—Dios mío, estaba segura de que lo sabía. Kiwi invitó a Tavish a comer la semana pasada y le dijo que iría a trabajar para él, no para usted —le expliqué.
El rostro de Karp se tornó de un precioso color rojo.
—Así que Willingly está tratando de jugar a dos bandas —siseó.—No sé cómo agradecerle que me lo haya dicho.
Karp estaba a medio camino de la puerta cuando añadí:
—No dirá que no le advertí sobre Kiwi, Peter-Paul. Pero le sugiero que deje creer a todo el mundo que la idea de lo de Pearl ha sido suya. No nos gustaría que dijeran que hemos conspirado a espaldas de nadie, aunque a nosotros nos lo hayan hecho.
—Se habrá ido a finales de semana —me aseguró, ya en la puerta.
Por la expresión agitada de su rostro comprendí que la semilla de la duda que había plantado no necesitaría demasiada agua para convertirse en una saludable desconfianza hacia todos los que le rodeaban, en especial hacia Kiwi. Eso era, sin duda, lo que más me convenía.
Esa noche canté el grito de batalla de las Valquirias mientras bajaba en el ascensor hacia el parking, donde me esperaba Pearl.
—¿Qué demonios significa «hou-you-tou-hou»? —me preguntó cuando subía al coche—. Parece un encantamiento de vudú.
—Un mantra para darte buena suerte en tu viaje —le contesté—. Esta tarde he hecho un trato con tu jefe, Karp.
—¡Estás loca! —exclamó—. Con las dos caras que tiene ese desgraciado podría pasar por hermanos siameses. Debía de haberme figurado que se cocía algo; se ha pasado todo el día sonriéndome. Me encantaría borrarle esa sonrisa maliciosa tirándole un taco de calendario a la cara. ¿Qué tipo de trato has conseguido?
—Financiero —expliqué, mientras subíamos por la rampa—. Va a pagar las facturas de tu nuevo trabajo. Pero creo que le sorprenderá comprobar que hay alguien que tiene la lengua tan viperina como la suya.
—¿Le has mentido?
—Me temo que sí. Le he hablado de unos impresos de autorización para el Consorcio de Tratantes de Divisas. Estaba tan excitado por librarse de ti durante los próximos tres meses que hubiera firmado cualquier cosa. Lo que ha hecho en realidad es aprobar que el dinero del banco se utilice para enviar a unos traficantes de cocaína a Hong Kong, a pasar una temporada sin hacer nada concreto. Al menos eso es lo que dicen los documentos. Sólo por si sigue respirando encima de mí como hasta ahora.
Pearl se llevó la mano a la boca y rió cuando llegamos a la cuesta de la calle California y nos dirigimos a Russian Hill.
—Entonces, si no me vas a enviar al Forex durante tres meses, ¿de qué vamos a hablar durante la cena? —inquirió.
—Quería explicarte en qué consiste realmente tu nuevo trabajo —le dije, sonriendo para mis adentros al pensar en lo que Tor y yo habíamos ideado—. Creo que te gustará… alojarte con unos amigos míos en un ático de Park Avenue.
—¿De los de traje de franela gris? ¿O acaso has mejorado en estos últimos años?
—Nobleza europea, o su variante francesa. Podrás hablar tu lengua materna para satisfacer tu corazoncito mientras lo aprendes todo sobre el negocio familiar.
—¿Qué es…?
—Tengo entendido que acuden a gran número de subastas-le dije.
DOMINGO, 10 DE ENERO
A la una de la tarde, una gran limusina negra salió del parking subterráneo de un edificio de apartamentos de la parte alta de Park Avenue.
En el asiento de atrás viajaban dos mujeres, tan exageradamente vestidas y enjoyadas que parecían prostitutas de lujo. Se dirigían a las galerías de subasta Westerby-Lawne, de Madison Avenue.
—Hábleme de su hija Georgian —le pidió Pearl a Lelia—. ¿Dónde está ahora?
—¡Ah, Chorchione! En Francia. Estamos haciendo planes para ir a Grecia a pasar la printemps, lo que aquí llaman primavera.
—¿Sabe?, puede hablar conmigo en francés si le resulta más fácil —dijo Pearl.
—Non, ahora me siento más cómoda hablando en anglais —replicó Lelia—. Es la mejor lengua que estoy hablando. Tengo lo que llaman aquí un inglés extremadamente fluido.
—Ya veo —dijo Pearl, que tenía problemas para entender a Lelia en cualquier idioma—. ¿Y qué está haciendo en Francia, aparte de los preparativos para el viaje?
—Visita los banques; el Banque Agricole, el Banque Nationale de Paris, el Crédit Lyonnais… Hace las pequeñas inversiones, ¿comprende?, para preparar nuestro viaje al extranjero. Tout droit! —Lelia palmeó la espalda del conductor—. Justo ahí delante, es allí.
—¿Ya hemos llegado? ¡Estoy tan entusiasmada con esto! —exclamó Pearl.
—Moi aussi. Hace mucho tiempo que voy a ir a las galeries de subasta.
El chófer detuvo el coche frente a las galerías y después ayudó a Lelia y a Pearl a salir de la limusina. Los viandantes volvían la cabeza para mirarlas; ambas llevaban manguitos y vestían abrigos rusos a juego, de recargados bordados y amplio vuelo, que Lelia había desempolvado para la ocasión.
—Ahora verás, chérie, cómo doblan los ricos le genou ante los pauvres —dijo Lelia, cuando traspasaron las enormes puertas de las galerías.
El portero se inclinó y las personas que había en el pasillo interrumpieron su conversación. Lelia se cogió del brazo de Pearl.
—Pero usted no es pobre, Lelia —señaló Pearl—. Tiene un magnífico apartamento, una limusina con chófer, muebles y joyas caras. Sus joyas son magníficas.
—Loués, alquilados, chérie. Y lo que se puede vender se ha vendido. Las joyas, todas de estrás. Sus hermanitos y hermanitas se fueron hace tiempo. Y el chófer viene a buscarme por doscientos francos la hora, ése es el límite de sus servicios. El dinero lo es todo, el dinero es poder, nadie te respeta si no tienes dinero. Ahora conoces mi gran secreto, que ni si quiera Chorchione sabe.
—Pero ¿cómo puede pujar en una subasta si no tiene dinero? —preguntó Pearl.
—Es magia —contestó Lelia con una sonrisa—. Compramos esta pieza de propiedad con dineros prestados y después todos nos hacemos ricos.
—¿Vamos a comprar una propiedad? ¿Un edificio de apartamentos, o un rancho, o algo así?
—Non —dijo Lelia, llevándose un dedo a los labios—. Es una belle íle que nosotros compramos, y luego vamos a vivir allí, al pays des merveilles.
—¿Vamos a comprar una isla en el país de las maravillas? —preguntó Pearl, incrédula.
—Oui —replicó Lelia—. Te gusta el Egeo, supongo.
Lionel Bream no dio crédito a sus ojos cuando miró hacia el otro lado de la sala y vio a Lelia von Daimlisch sentada entre el público. Había visto el nombre de Daimlisch en la lista de asistentes, claro está, pero nunca hubiera imaginado que se tratara de Lelia. Hacía años que no sabía nada de ella.
Cuando Lionel era joven, Lelia le había ofrecido la oportunidad de ganarse la reputación de que disfrutaba en el negocio de las subastas, aunque eso nadie lo sabía. Se presentó ante él en privado, con su impresionante colección de joyas, y le preguntó cómo podría venderlas. No quería tratar con nadie, le dijo, que no fuera «sympathique».
Aunque él no llegó a enterarse de los motivos por los que Lelia se veía en tan apurada situación, incluso un ojo tan joven e inexperto como el suyo reconoció de inmediato el valor de las joyas. Algunas se enumeraban en los inventarios de los Romanoff y se creían perdidas para siempre tras la revolución. Pese a no saber gran cosa del pasado de Lelia, Lionel conocía sin duda el valor de las joyas que poseía. Y eso era todo lo que importaba.
Tardó años en sacar a subasta las joyas de un modo discreto. Lelia no quiso que se supiera que ella era la fuente de procedencia de tan increíble flujo de gemas. Por encima de todo, quería ocultárselo a su marido, que estaba muy enfermo. Sin duda necesitaba el dinero y no quería que su marido se enterase de dónde procedía; pero Lionel no había entrado en ese negocio para fisgonear en las vidas privadas de los demás, y menos cuando le ponían un regalo como aquél a los pies. Subastar el legado de los Daimlisch era más de lo que un subastador podía esperar en toda una vida de trabajo, y Lionel era aún joven, un novato en la empresa.
Poco después de la muerte de su marido, Lelia desapareció del mapa. Quizá también fuera debido a razones monetarias. Lionel había oído pronunciar su nombre de vez en cuando, pero no volvió a visitarla. Le parecía de mal gusto recordarle su antigua relación profesional y la situación que, en apariencia, la había llevado a vender las joyas.
Al reconocerla entonces entre el público, su mente retrocedió rápidamente hasta la época en que la había conocido.
Era una gran belleza, y él, apenas un jovencito en realidad, se había enamorado de ella. Lelia poseía un aire trágico, aun que en él latía el humor. Recordaba el modo en que brillaban sus ojos al mirarlo, como si sólo ellos compartieran un secreto, a la vez mágico y especial. Tenía todo lo que los jóvenes como él, en aquellos días románticos, creían que las mujeres debían tener: tristesse, un aire trágico y una gran belleza.
Lionel observó que Lelia le devolvía la mirada. En sus ojos vio el mismo brillo secreto y supo que también ella lo recordaba, aunque él había envejecido más en el ínterin y sus escasos cabellos se habían vuelto grises. De repente, al mirar desde la plataforma de subastas, se sintió invadido por una sensación perteneciente a su propio pasado. Ansió estar sentado en la Habitación Ciruela del exótico apartamento, tomando té y escuchando a Lelia interpretar a Scriabin en el viejo Basendorfer, como hizo en una ocasión. Los ojos de Lionel se nublaron al recordarlo y, siguiendo un impulso sin precedentes, bajó de la plataforma de subasta y caminó hacia ella.
—Lelia —dijo en voz baja, tomando sus manos.
La mano derecha de Lelia lucía una copia de estrás del rubí Falconer, rodeado por zafiros negros y diamantes. El original se lo había vendido él a William Randolph Hearst en 1949.
—No puedo creer que haya vuelto por fin —le dijo—. ¡Cómo la hemos echado de menos!
—Ah, mon cher Lionel —replicó ella, pronunciando su nombre en francés—. También yo estoy muy, muy contenta. He venido para verte hacer la bonita subasta, cosa que no he visto nunca.
Era cierto, pensó Lionel. Nunca asistió a una sola subasta en la que se vendieran sus joyas. Se limitó a pedir que depositaran los cheques en su cuenta para no enterarse del dinero por el que había cambiado cada uno de los «hermanitos y hermanitas».
—Pero ¿qué hace aquí, querida? —le preguntó él en un Susurro—. Ya sabe que la subasta de hoy es muy extraña.
La gente había vuelto la cabeza con la intención de echar un vistazo a la mujer que había conseguido que el famoso Lionel Bream retrasara el inicio de la subasta para saludada personalmente. Aunque Lionel estaba seguro de que nadie en la sala reconocería o recordaría a Lelia, les vio mirar ávidamente la imitación de las esmeraldas Fabergé que llevaba al cuello, copias de las que él le había vendido al rey Faruk en 1947.
—Deseo que haga la connaissance de mi queridísima amie, mademoiselle Lorraine —dijo Lelia, mientras Lionel besaba formalmente la mano extendida de Pearl.
—Es un honor —dijo él—, y a mademoiselle Lorraine le corresponde el honor de tener como amiga a una de las grandes damas de nuestro siglo. Espero que estime en lo que vale esta amistad, como debemos hacer todos los que la hemos conocido.
Pearl asintió sonriendo; sabía que algo estaba pasando en la sala por el modo en que la gente los miraba, pero no sabía que exactamente.
Justo entonces, Lelia se levantó y rodeó a Lionel con los brazos, dándole un fuerte abrazo. De la fila de atrás se elevó un murmullo. Pearl no estaba segura, pero creyó ver que Lelia susurraba algo al oído del subastador.
—Ya sabe que haría cualquier cosa por usted —dijo Lionel—. Espero que no vuelva a dejamos, ahora que se encuentra de nuevo entre nosotros.
Tras darle un leve apretón en la mano, Lionel volvió a la plataforma y abrió la subasta. De vez en cuando, miraba a Lelia y sonreía, como si aún compartieran un gran secreto del que el resto del mundo estaba excluido.
La subasta se prolongó durante casi cinco horas. A medida que la tarde iba transcurriendo, el público iba menguando. Lelia permanecía sentada, tan erguida e inmóvil como un icono.
A Pearl le sorprendió que una mujer de su edad poseyera tanto vigor. Ella misma estaba soñolienta a causa del calor de la sala y el sonsonete del subastador. Pero, de repente, notó que algo en la sala había cambiado y también ella se puso alerta.
Cuando Pearl se volvió hacia Lelia, algo en la apariencia de ésta se había alterado, ¿o acaso sólo lo parecía? La mirada de Lelia estaba fija en el subastador.
Los ojos de Lionel Bream se movían de un lado a otro de la sala, para tomar nota cuando alguien levantaba un dedo o se rascaba una oreja y mencionar luego la puja más alta. Pero, después de cada puja, su mirada volvía de inmediato a Lelia, cuyos ojos parecían brillar cada vez con más intensidad. Pearl comprendió que Lelia estaba pujando por aquella propiedad, aunque no podía descifrar el código que utilizaban. Así pues, dedicó su atención a la propiedad que se subastaba.
Según el programa era la propiedad número diecisiete, una de las veinte diminutas islas situadas frente a las costas de Turquía. Medía treinta kilómetros cuadrados y estaba compuesta casi exclusivamente de piedra: una montaña en forma de cono truncado, con una gran depresión en forma de cuenco circular que la coronaba.
El subastador les aseguró que el volcán estaba extinguido desde hacía miles de años. A Pearl no le importaba si estaba extinguido o no. Pero, por la fotografía que figuraba en el programa de aquella roca con escasa vegetación, empezó a dudar del juicio de Lelia.
La isla se llamaba Omphalos Apollonius: el ombligo de Apolo. Como explicó Bream al público, que reía disimuladamente, también era el nombre de la depresión de piedra hueca de Delfos, o de cualquier depresión natural desde la cual profetizara el oráculo. Tenía que haber recibido el nombre por el centro hueco del cono volcánico, la característica más relevante de la isla.
Pearl pensó que Lelia debía de estar poseída por una visión oracular para pujar por aquel horrible pedazo de roca. Allí sentada, Lelia parecía sumida en una especie de trance místico, ¡y la puja había alcanzado ya los cinco millones de dólares!
Pearl tocó levemente el brazo de Lelia y le dirigió una mirada interrogadora. Ésta sonrió con confianza y volvió a mirar hacia delante, de modo que Pearl se concentró de nuevo en el programa en busca de más pistas que la ayudaran a comprender aquella extraña elección.
Al parecer la isla tenía una población de ciento setenta habitantes, que se dedicaban principalmente a la pesca y a fabricar velas. El único pueblo, llamado también Omphalos, se encontraba ubicado en el lado oeste de la isla, encarado hacia la costa griega. En la desierta costa este no había más que unas cuantas ruinas venecianas.
Siguió leyendo hasta descubrir que todo el lote de islas lo vendía un expatriado yugoslavo, magnate naviero, que lo había adquirido poco después de la Segunda Guerra Mundial. Al parecer, durante la confusión que se produjo en la partición de Europa, los gobiernos de Grecia y Albania reclamaron las islas y, teniendo en cuenta que se hallaban situadas entre las aguas territoriales griegas y las turcas, tal vez los turcos las reclamaran también. Pero desde un punto de vista estratégico, o incluso turístico, carecían de valor. Su terreno volcánico e irregular hacía imposible que se construyera una pista de aterrizaje y la accidentada línea costera sólo servía de puerto para barcos muy pequeños. Incluso en la actualidad contaban con pocos o ninguno de los servicios habituales: teléfono, cañerías, sanitarios, luz o calefacción; ni siquiera disponían de carbón o madera para quemar, ni de tierras de pasto para animales. La mayor parte de los alimentos, incluidos los productos esenciales diarios, había que comprarlos en el continente.
La disputa sobre la nacionalidad se enfrió rápidamente cuando se conoció el escaso valor de las islas. Y el interés se disipó por completo cuando el magnate naviero sobornó generosamente a los burócratas correspondientes de los tres países en disputa para que miraran hacia otro lado.
No era tonto aquel eslavo, pensó Pearl. Se había construido una residencia para las vacaciones en la más bonita de las islas y financiaría el coste subastando el resto en el mercado de ricos neoyorquinos, capaces de pagar por la roca más ínfima que estuviera en el Egeo.
La subasta de aquella roca en particular había decaído mucho más deprisa que la de las demás, pues parecía la menos atractiva de todas. A Lelia sólo le quedaban dos competidores en la puja. Pearl empezó a alarmarse ligeramente cuando vio el rostro encarnado y enfebrecido de Lelia. Parecía transportada, iluminada por una luz interior que Pearl no podía comprender.
Para empeorar las cosas, la puja había sobrepasado ya los diez millones de dólares. Aunque era una suma inferior a las ofrecidas por islas subastadas previamente, seguía siendo muy elevada, y Pearl no tenía ni idea de dónde saldría el dinero. Se dio cuenta de que el subastador, Lionel Bream, no apartaba los ojos del rostro de Lelia. También él parecía preocupado.
En realidad, Lionel estaba más que preocupado; lo había estado desde el momento en que vislumbró a Lelia sentada entre el público. No se habían requerido garantías ni estados financieros antes de la subasta, ya que los invitados habían sido seleccionados personalmente por los propietarios. El nombre de Lelia no figuraba en la lista de invitados, pero ella se las había arreglado para introducirse allí pese a todo. Lionel esperaba que pudiera pagar la propiedad por la que estaba pujando. Nadie en la sala conocía el estado de la fortuna de Lelia en el pasado, salvo Lionel y Claude Westerby.
Fue el joven Westerby quien aceptó el riesgo de encargarse de aquellas joyas que Lelia le había llevado a Lionel Bream mucho tiempo atrás. Aunque Lionel había prometido no revelar su origen, en el caso de una colección semejante debía mostrarla a los dueños de la galería antes de aceptar subastarla. Consideró que el joven Claude, además de ser el más sympathique (Lionel se sonrió) sabía un par de cosas sobre joyas.
No sólo eran unas piedras magníficas, le aseguró a Lionel, sino que las piezas mismas eran en su mayoría los ejemplos más insólitos y poco conocidos de colecciones en otro tiempo famosas. Aunque el asunto no se discutió nunca abiertamente, Lionel estaba convencido de que Claude Westerby había conducido su propia investigación hasta averiguar quién era el vendedor.
Lionel vio a Claude Westerby sentado al fondo de la sala revestida de madera, con los brazos cruzados y observando la subasta. Lionel dejó que sus ojos se posaran brevemente sobre el hijo del director, lo suficiente para transmitirle el mensaje de que algo no iba bien y pedir consejo. Claude se encogió de hombros para indicar que también él estaba preocupado por la puja enfebrecida de Lelia, pero que creía que poco podía hacer al respecto. Salvo interrumpir la puja, pensó Lionel; lo cual, sin duda, no tenía precedente histórico.
Pero a medida que la puja continuaba, un ligero cambio en el ritmo le dijo, gracias a sus largos años de experiencia, que la propiedad estaba a punto de ser vendida, y que la compradora sería Lelia. Le invadió una pacífica sensación de deber cumplido, como si le hubieran quitado un peso de encima. Golpeó suavemente el soporte de latón con el martillo y dijo tranquilamente:
—Vendido a madame Von Daimlisch por trece millones de dólares. Felicidades, señora Von Daimlisch, acaba de comprar una propiedad excelente.
Lelia asintió y, con la ayuda de Pearl, se levantó para abandonar la sala. Entre las diversas personas que volvieron la cabeza para contemplar su partida estaba Claude Westerby. Aunque se trataba de un procedimiento irregular, era él quien había asentido levemente a los guardas para que la dejaran pasar sin pedirle invitación cuando apareció en la entrada de la galería de subastas. Sabía que no tenía invitación porque había sido él mismo quien preparara la lista. Ahora se levantó para seguirla.
—¿Adónde vamos? —susurró Pearl mientras recorrían los pasillos.
—La caisse, el cajero —replicó Lelia—. Cuando terminamos la comida, tenemos que pagarr l 'addition.
—Ésta es la parte divertida —dijo Pearl sombríamente—. ¿Cómo demonios piensa pagar esta cuenta?
—¡Con un cheque, naturalmente!
Lelia rió. No obstante, parecía, por fin, realmente agotada. Pearl se inquietó. Después de todo, Lelia no era ninguna jovencita.
—Mis felicitaciones, madame —dijo Claude Westerby, alcanzándolas por el pasillo.
Se cogió del brazo libre de Lelia y se unió a ambas mujeres en su avance hacia la caja. Si algo salía mal, quería estar presente para manejar la situación.
—Monsieur, no nos han presentado nunca formalmente —empezó Lelia—. Yo soy…
—Sé quién es usted, querida. Lelia von Daimlisch. Aunque estoy seguro de haber cambiado desde la última vez que me vio, usted sigue siendo la mujer a la que se consideró la más hermosa de Nueva York. —Lelia lo deslumbró con una sonrisa—. Yo soy Claude Westerby —prosiguió—. Hoy ha obtenido usted una buena pieza por su dinero. Me temo que el anterior propietario se enfadará conmigo; habíamos valorado la isla en lo que ha pagado por ella más la mitad. ¡Esperemos que el resto alcance un precio mayor, por mi bien! Me alegro de que haya sido usted la compradora.
«Y más me alegraré —pensó— si puede pagarla. ¡Qué pesadilla sería para todos si no pudiera!».
—Aquí está la caja —anunció Westerby cuando llegaron—. La dejaré sola para ocuparse de la parte desagradable, aunque estaré por aquí cerca por si necesita mi ayuda. Permítame que le diga que ha sido un gran placer conocerla formalmente después de tantos años.
—Merci, monsieur —dijo Lelia. Luego extendió una mano y cogió la del hombre. Su voz temblaba de un modo que Claude halló alarmantemente femenino para una mujer de su edad—. Y gracias por…, en el pasado fue muy discreto con mis bijoux, mis joyas. Sé que fue usted quien hizo las pequeñas investigaciones para mí. Soy como el elefante; tengo una memoria muy buena para los momentos buenos. Una vez más, merci, mon ami Claude.
Claude la miró, sorprendido, y sintió un súbito encogimiento en el corazón. Lelia seguía conservando una gran belleza, del tipo que aumentaba desde el interior. Era, pensó, más encantadora aún de lo que recordaba después de cuarenta años.
Estaba tan encantado por el hecho de que hubiera comprado la isla que, en ese momento, no le importó un pimiento si podía pagarla o no. Él mismo ansiaba comprársela como regalo.
Tras apretar la mano de Lelia con suavidad, se despidió bruscamente y se alejó a paso vivo por el pasillo, en dirección a la sala de subastas.