La fusión hostil

No es de la benevolencia del cervecero ni de la del panadero de lo que esperamos la comida, sino de su preocupación por sus propios intereses.

Nos encomendamos, no a su humanidad, sino a su egoísmo, y no les hablamos jamás de nuestras necesidades, sino de sus ventajas.

ADAM SMITH

En los diez años que llevaba en San Francisco, la única isla de la bahía de la que había oído hablar era Alcatraz, aunque no había estado nunca en ella. Pero Tor, que esa misma tarde estaba aún en Nueva York, había encontrado otra. Le encantaba impresionar a la gente con ese tipo de omnipotencia. No obstante, yo no podía decir que me importara demasiado. Resultaba absolutamente encantadora.

La isla era pequeña, quizá de un centenar de metros, con un litoral rocoso y un manto de hierba aún verde tras las lluvias invernales. Con las luces de Berkeley a un lado y las de la ciudad al otro, parecía un refugio invisible desde fuera, como un islote en medio de un océano. El suave chapoteo de las olas ahogaba los sonidos del mundo real de las distantes orillas.

—¿Cómo has encontrado este lugar? —pregunté.

—Del mismo modo en que te hallé a ti —me contestó—, por magia o por intuición.

Daba igual, me encantaba. Caminamos por la hierba cogidos de la mano, alejándonos del embarcadero. En el promontorio había una pequeña casa de dos plantas, cuyo interior se hallaba alegremente iluminado. Cuando llegamos a ella, Tor hurgó en un tiesto de gardenias en busca de la llave y, cuando la encontró, la introdujo en la cerradura.

—Estoy muy cansado —me dijo, abriendo la puerta con un crujido—. Son tres horas más para mí, casi las cinco de la mañana. Si estuviéramos en Manhattan, podría oír a los pájaros trinando en los árboles. Creo que ya esta bien por esta noche.

¿Esta noche?

—¡No pensarás dormir aquí! —exclamé.

—No creerás tú que vaya pasar la noche en ese ataúd al que llamas casa —replicó él, irritado.—. Necesito espacio y tiempo para relajarme. Ha sido un día muy largo, gracias a ti. Y sería verdaderamente encantador despertarse aquí por la mañana.

—Mira… —empecé yo, pero e me corto en seco con una mirada, me cogió de la mano y me condujo hasta un cómodo y mullido sofá de la sala de estar. De un empujón me hundió en él.

—No, mira tú —dijo furioso—. Hace doce años que te conozco y en todo este tiempo, ¿he intentado alguna vez ponerte la mano encima? No existe precedente histórico para esos miedos que pareces albergar.

—Nunca habíamos estado solos en una granja desierta —señalé.

—¿Tengo yo los rasgos de la personalidad de un viajante de comercio? —resopló, acercándose a la maleta que había junto a la chimenea y en la cual había ropa de cama y toallas dobladas—. Aquí tienes un camisón, sábanas y mantas, y en la casa hay media docena de dormitorios; al menos eso me han asegurado. Ningún hombre que esté en sus cabales, y agotado como me encuentro yo ahora, se dedicaría a recorrerlos para asaltar el templo sacrosanto de tu persona. ¿Por qué no eliges la habitación que más te guste para que podamos dormir un poco?

Estaba portándome de un modo ridículo, por supuesto. Todo lo que Tor decía era cierto, pero yo no estaba preocupada por esos motivos. La verdad era que tenía miedo, más miedo que hacía una hora, bajo la intensa luz del centro de cálculo, cuando existía un auténtico motivo para estar aterrada. El único peligro en aquella casa consistía en… Era absurdo pensar en ello siquiera. No había razón alguna para ponerse nerviosa.

Cogí un camisón de sus manos sin decir una palabra y subí la escalera en busca de un dormitorio. Tor se quedó abajo, hurgando por la cocina que había junto a la sala principal, y subió después con una botella de coñac y dos vasos.

Colocó uno sobre el lavamanos de roble situado junto a mi cama, me sirvió coñac y dijo:

—Tómate una copa antes de dormir, te la mereces. Volveré luego y te arroparé.

—No te molestes —repuse rápidamente—. Lo he encontrado todo, el cuarto de baño y lo demás, yo solita.

Él sonrió, salió y cerró suavemente la puerta.

Desde luego, yo sabía lo que iba mal y así lo comprendí. Me desnudé a toda prisa y me metí el grueso camisón de franela por la cabeza. Tor hacía que me sintiera débil, absorbía mi poder. Tenía la costumbre de inducir me a hacer cosas, de lanzarme a ellas de cabeza y hundirme en ellas cada vez más mientras reía. Yo era la mujer con más éxito de cuantas conocía, hasta que apareció él con aquella travesura bancaria. Ahora volvía a estar sumergida hasta el cuello en una ciénaga, sin que hubiera vía de escape alguna a la vista.

Había también algo más, mucho peor que su manía de arriesgar mi cuello. Aparte de mi abuelo Bibi, Tor era la única persona que me hacía sentir como una niña que necesita protección, sentimiento del que yo no era precisamente una entusiasta. Tor me abocaba a situaciones en las que yo no poseía el control y luego llegaba corriendo a rescatarme para que tuviera que cogerme de su mano. Esperaba que yo me arrodillara, como Tavish y todos los demás, en señal de acatamiento a su fuerza e intelecto superiores, que le siguiera allá donde él fuera. Era algo que realmente me indignaba. Si hacía lo que sabía que él estaba pensando hacer aquella noche, redoblaría sus esfuerzos y trataría de robarme el alma.

Eché agua de la jarra en la jofaina del lavamanos y me lavé la cara mientras me miraba en el espejo. Dentro de aquel largo camisón de franela de algodón, con el rostro cansado y la masa de cabellos revueltos, parecía un chico vestido con una tienda de campaña. Nadie intentaría seducir a una mujer con semejante aspecto, me aseguré a mí misma con cierta bravuconería. Apreté la nariz contra el espejo y saqué la lengua.

Justo entonces Tor volvió a entrar en la habitación. Llevaba un pijama azul y una pila de mantas bajo el brazo.

—¿Qué haces andando por ahí descalza? —me regañó.— Te vas a morir de una pulmonía. Métete en la cama.

Cuando me deslicé en el interior de las frías y húmedas sábanas, me echó, todas las mantas, una a una, por encima. Luego encendió la vela que había junto a la cama y fue hasta el interruptor de la pared para apagar la luz. La habitación se sumió en sombras y la vela lanzó su pequeño círculo de resplandor. Dorados dedos de luz lamían las paredes, acariciando el armario de roble y el armazón de cobre amarillo de la cama. Más allá de las ventanas cubiertas por visillos, las olas golpeaban el rocoso litoral.

Tor se acercó, se sentó en el borde de la cama y me dirigió una mirada inundada de fuego.

—¿Por qué te sientas en mi cama? —le pregunté.

—Vaya contarte un cuento —me contestó con una sonrisa.

—Creía que estabas tan exhausto que no podías ni moverte.

—No del todo —dijo—. Esto es algo que necesitaba hacer desde hace mucho tiempo.

Esperé que aquello no significara lo que parecía.

Se inclinó sobre las mantas con una mano reposando sobre mi estómago. Noté que el calor se filtraba por la gruesa capa de ropa hasta llegar a mí. Esperé, muda, a que hablara.

—Érase una vez una niña pequeña —empezó—, una niña muy mala…

—¿En qué sentido? —pregunté.

—Creo que quería ser un niño. Era muy independiente.

—¿Qué hay de malo en eso? —dije—. A mí me parece algo muy conveniente.

—No interrumpas al cuentista o no podrás enterarte del final —me amenazó.

—Vale, ¿qué le pasó?

—Recibió su merecido —contestó en voz muy baja. Yo noté el estremecimiento que sentía siempre que hablaba de esa manera.

—¿Y cuál era? —pregunté, no del todo segura de querer saberlo.

—Merecía recibir exactamente lo que quería. ¿Sabes qué era?

—No.

—No esperaba que lo supieras.

Tor sonrió.

—¿Por qué demonios iba yo a saber lo que quería? —repliqué enfadada.

—Porque tú eres la niña pequeña —contestó.

—Oh, entonces no es un cuento —dije.

—Es un cuento, tu cuento, y sólo tú sabes el final. Quizá yo sea un personaje del cuento, pero eres tú quien debe decidir qué papel vaya interpretar.

—¿Qué papel quieres interpretar? —pregunté, dándome cuenta enseguida de que estaba pisando terreno resbaladizo y, para colmo, sin trineo de hielo.

Tor me contempló en silencio. Sus ojos negros y sus cabellos cobrizos llameaban como la luz de la vela. Me sentí débil y rara, y sabía que estaba paralizada. Parecía que sus ojos estaban buscando un lugar en lo más profundo de mi interior, un lugar que yo misma jamás había intentado buscar, un lugar aislado del mundo, igual que nosotros estábamos aislados en ese momento y en aquella isla.

Lentamente, su puño se cerró sobre la manta por encima de mi estómago. Por fin habló en voz muy baja; parecía que le costaba pronunciar las palabras.

—Quiero hacerte el amor —dijo. Luego, en voz tan baja que parecía hablar para sus adentros, agregó—: Con locura.

Oí el tic-tac de un reloj en alguna parte del pasillo y el sonido de las olas rompiendo en la orilla. Sentí que algo dentro de mí se derrumbaba, caía hecho pedazos. Apenas respiraba mientras Tor permanecía inmóvil, estudiando la llama de la vela como si no hubiera dicho nada en absoluto.

Continuamos allí en silencio durante largo rato; ninguno de los dos se movió ni un centímetro. Su mano seguía aferrada a la colcha, como si fuera una roca que ofreciera la fuerza de su apoyo. Tras lo que pareció una eternidad, le vi cerrar los ojos. Respiró profundamente y se volvió hacia mí con expresión irritada.

—¿Y bien? —dijo con impaciencia.

—Y bien ¿qué? —pregunté.

—Acabo de decirte que quiero hacerte el amor.

—¿Qué se supone que he de decir? —contesté yo a la defensiva. Estaba conmocionada, realmente conmocionada, y mi resolución hecha añicos. No tenía la menor idea de qué hacer.

Tor se levantó.

—Jamás le había dicho algo así a una mujer, ¡y quizá no vuelva a hacerlo, al ver el entusiasmo que provoco!

—¿Qué quieres que diga? ¿Qué quieres que haga? —inquirí, incorporándome bruscamente y haciendo que la ropa de cama se desperdigara en torno a mí. Estaba completamente perdida.

—¡Dios mío, eres imposible! —exclamó.

Tor apartó las mantas y me agarró por los hombros. Me sacudió varias veces sobre las almohadas como si quisiera ahogarme, sin parar de reír; parecía desquiciado. Luego me dejó caer sobre la cama como si fuera un saco de patatas y se dirigió a la puerta.

—¿Adónde vas? —exclamé alarmada.

—Vaya buscar algo que necesitas. Quédate ahí, vuelvo enseguida.

«Quizá regrese con una escopeta», me dije cuando se adentró por el pasillo.

Tenía el estómago y las piernas como de gelatina. Salté de la cama y empecé a pasear por la habitación. Una docena de sentimientos se agitaban dentro de mí, todos ellos desconocidos. En el nombre de Dios, ¿qué hacía yo allí? ¿Cómo podía estar ocurriendo aquello? Me sentía totalmente desconcertada. ¿Qué debía hacer?

Tor estuvo fuera un tiempo que me pareció eterno. Por fin, regresó con una bandeja en la que había dos tazas.

—Creía haberte dicho que te quedaras en la cama —me recriminó, dejando la bandeja—. ¿Quieres coger una neumonía? Hay mucha humedad.

—Pareces mi abuela —le dije mientras me metía de nuevo en la cama, aliviada por su vuelta.

—Pues no tengo ninguna intención de comportarme como lo haría tu abuela —me aseguró—. Córrete hacia allá, yo también me vaya meter.

—¿Qué es eso? —pregunté, tratando de ocultar con mi cháchara la turbación que me producía el hecho de que estuviéramos codo con codo bajo las sábanas.

—Algo bueno para tu salud y tu carácter, que podría provocar cierta mejora, si se me permite decirlo.

Me tendió la taza y sorbí el líquido que contenía.

—Vaya, es fantástico, abuelita. ¿Qué es? —pregunté.

—Miel caliente, cariño, y coñac; un afrodisíaco. Muy bueno para seducir a jovencitas. Espero que funcione contigo.

Tor arregló mis almohadas mientras yo bebía; luego se recostó y dijo:

—Tengo otro cuento para ti.

—Muy bien, ¿cuál es? —La miel estaba realmente deliciosa, caliente y dulce. Noté sus efectos en mis entrañas, como un suave bálsamo. Casi consiguió calmar la histeria que había ido creciendo poco a poco dentro de mí.

—Érase una vez una niña pequeña que prefería comportarse como un niño…

—Ése cuento me suena… —dije entre sorbo y sorbo.

—Pero esta vez es mi cuento, no el tuyo. ¿Puedo continuar?

—Sigue.

—Ella estaba equivocada, ¿comprendes? Pero aunque muchos lo habían intentado, nadie había conseguido jamás hacerle comprender las ventajas de ser una mujer.

—Ahí es donde entras tú, supongo…

—Tienes los pies helados —me dijo—. Te había dicho que te quedaras en la cama. Y deja de moverte de esa manera, no vaya torturarte. Esto no es la Inquisición.

—Oigamos el final de la historia —sugerí.

Él volvía a mirarme con su sonrisa característica. Traté de concentrarme.

—Esta niña tenía un amigo al que había conocido hacía muchos años. Siempre se habían comportado con gran decoro el uno con el otro, pues él no sabía, y ella tampoco, que querían hacer el amor. Hasta que se encontraron solos una noche en una casa desierta en una isla remota…

—Yo no he dicho que quiera hacer el amor contigo —aclaré, en gran parte para intentar convencerme a mí misma.

—Oh, sí, lo has hecho, querida mía, aunque quizá no con palabras. Conozco los pequeños síntomas, conozco esa masa confusa de engranajes que tienes ahí dentro, la multitud de pliegues diminutos de tu materia gris. Y, créeme, también sé de qué has tenido miedo durante todos estos años.

Lo miré a la luz de la vela y el miedo me asaltó de nuevo en una cálida oleada. Sabía que Tor apenas acababa de empezar.

—Tienes miedo de perder el control, ¿sabes? —me dijo en voz baja—. Pero el control no significa nada, ni siquiera el control de la propia alma, sobretodo cuando tienes que construir una fortaleza alrededor para defenderla. Está claro que le concedes un valor mayor a esos muros que al oro. Sin embargo, te guste o no, esta noche se están derrumbando.

Intenté cambiar de tema de inmediato. No podía siquiera pensar en ello.

—Así pues, ¿cuál es el final de la historia? —pregunté con una alegría en la voz que hasta a mí me sonó falsa.— ¿Cómo terminaron los dos amigos?

—Hicieron el amor, robaron un banco y vivieron felices y comieron perdices —contestó con una sonrisa.

—No es así como terminaría mi cuento —dije.

Pero él me miraba como si mi tiempo se hubiera acabado.

Me quitó la taza a la que aún me aferraba y la dejó a un lado. Luego se inclinó hacia mí con los ojos lanzando fuego y los labios apenas a unos centímetros de los míos.

—Te deseo —me dijo tranquilamente.

—Yo hubiera querido un cuento con menos sexo y más acción —repliqué en voz baja.

—Te deseo —repitió.

Me hizo volver la cara hacia la suya con las manos hundidas en mi pelo. Su cálido aliento, que olía a leche y coñac, se mezcló con el mío. Dejó que mis cabellos se deslizaran entre sus dedos, acariciándolos como si fueran seda tornasolada.

—Te deseo —susurró una vez más.

Apartando una mano de mi pelo, soltó la cinta del cuello de mi camisón.

—¿Qué estás haciendo? —le pregunté, con voz apenas audible.

—Lo que te he asegurado que podrías confiar en que nunca haría —replicó con una sonrisa irónica—. Seducirte.

—Dios mío —musité.

—Demasiado tarde para la fe —dijo Tor.

Apartó los cabellos de mi cuello y enterró la cara en él. Sentí que la conmoción me recorría los nervios como pinchazos fríos. Él me mordió y me chupó, y los pinchazos se volvieron ardientes. Cuando se echó hacia atrás para desatar la otra cinta, deslizó la palma de una mano por mi cuello y mis hombros, allí donde el camisón se había abierto. Me estremecí al verle sobre mí, con su piel de bronce a la luz de la vela y sus cabellos relucientes como oro antiguo. Era tan hermoso que no pude soportado. Toda mi resolución se derritió como hielo bajo el sol.

Levanté una mano para apartar la suya y le desabroché el botón superior del pijama, y luego, uno a uno, todos los de más. Él me miró conteniendo el aliento, sumido en una especie de trance, apoyado en un codo por encima de mí. Me contempló en silencio, con los labios entreabiertos, mientras yo acariciaba los duros músculos cincelados de su torso que la abierta chaqueta del pijama había dejado al descubierto. Su suave vello brillaba como el oro a la tenue luz. De repente extendió una mano, me cogió los dedos y los apretó contra sus labios.

—Hermosa —susurro—. Y querías esto tanto como yo, ¿no es cierto?, desde aquella noche de nuestro primer encuentro.

—Es prerrogativa de la mujer ocultar sus deseos tras un velo de misterio —dije, sonriendo levemente ante mi intento bravucón.

Se quedó mirándome atónito, luego sus ojos se entrecerraron en un parpadeo.

—Y es prerrogativa del hombre —repuso, incorporándose del todo—, desgarrar el velo.

Entonces agarró el cuello de mi camisón de franela y, dando un fuerte tirón, lo desgarró hasta la cintura. Se inclinó sobre mí, posó sus labios en los míos y me los mordió, inundándome la boca con la humedad de la suya. Pasó los dedos por mis cabellos y recorrió mi piel con las palmas de las manos hasta hacerme temblar. Luego, apartando la ropa de la cama, se echó sobre mí. Sentí el impacto de su cuerpo y el calor de sus muslos cuando se apretó contra mí.

Yo estaba rígida y me estremecía como una cuerda a punto de romperse; Tor me acariciaba de un modo que provocaba dolor en mi interior, en profundidades que no sabía que existiesen. Sentí que perdía el control y luché contra la fuerza que me absorbía. Todo estaba ocurriendo muy deprisa; no podía aguantar mas…

Él pareció darse cuenta y se apartó para mirarme. Tenía los cabellos revueltos y la luz de la vela inundaba su cuerpo. De sus ojos se desprendía un brillo oscuro. El calor de su pasión me llenó de un deseo dolorosamente insoportable. Quería hundirme en él, pero, aun así, no podía dejarme llevar.

Suavemente, Tor me abrió los puños, que yo mantenía apretados sin ser consciente de ello, y me besó las palmas de las manos con infinita ternura.

—Libérate, déjate llevar; debes hacerlo, mi amor —me susurró al oído. Luego se apartó de nuevo para mirarme y murmuró—: Ven a mí.

—Tengo miedo —contesté, con un hilo de voz ahogada.

Él asintió y sonrió. Me rodeó con sus brazos y me apretó contra sí. Sentí que la oscuridad me engullía. Sentí la sangre oscura latiendo en mis venas.

Lloré hasta que no pude sentir nada más. Lloré por todos los años de tedio e ira, frustración, luchas y dudas. Lloré para sacar todo lo que llevaba dentro y, cuando creí que podría dominarlo todo de nuevo, aquella furia contenida volvió a estallar como un embalse desbordado. Lloré por cosas que ni siquiera sabía que estaban ahí. Las lágrimas manaron, cálidas, quemándome la garganta hasta impedirme respirar y obligarme a boquear en busca de aire. Me aferré a Tor, agarrándolo por los cabellos y los hombros mientras él me abrazaba. Pero aun así, la tormenta siguió y siguió.

Pareció durar una eternidad, hasta que todo se liberó y los lentos y largos sollozos y las lágrimas se detuvieron. Tor me abrazó, me acarició y me meció, entrelazando sus dedos en mis cabellos hasta que por fin sentí su calor fluyendo por mi cuerpo y una especie de paz que no había conocido hasta entonces. Me besó la cabeza suavemente y, cuando alcé la vista, vi lágrimas en su rostro, aunque no supe si eran suyas o mías.

—Una mezcla de ambas —me dijo en voz baja, leyéndome el pensamiento.

Me hallaba en algún lugar desconocido, en un vacío entre el sueño y la languidez, deslizándome por un mar tranquilo, acunada por el sonido de las olas que llegaba desde la ventana.

—Es increíble —me dijo Tor—, pero aún te deseo, no de nuevo sino aún.

—Creo que yo he saciado mi deseo —admití con una sonrisa.

—¿Tú? —Tor rió y me dio un tirón de pelo—. ¡Nos hemos enterado los dos de lo mentirosa que eres! —Me atrajo hacia sí y me besó como si estuviera bebiendo un trago que no fuera a saciar su sed jamás—. Debemos de estar locos para haber esperado doce años —me dijo.

—Tú eras el que no se acababa de decidir —afirmé.

—Te mataré por eso —me dijo indignado. Luego añadió—. En realidad, creo que has matado una pequeña parte de mí.

—¿Qué parte? ¿No será ésta? —me interesé, tocándole bajo las sábanas.

—No —contestó, riendo—. Ésa parece estar muy viva.

—Entonces, ¿cuál? —pregunté, mientras él cogía la mano que le acariciaba y la besaba.

—Resulta difícil de explicar —contestó—. Siempre he creído que intelecto y pasión constituían una combinación peligrosa y volátil, difícil de controlar. Las pasiones se alimentan y crecen como una bestia voraz. Me temo que la parte de mí que has matado es la que mantenía a la bestia bajo control. Una cosa es cierta: ya no quiero dominar lo que siento por ti.

—¿Por qué habrías de querer dominar tu pasión? —inquirí.

Tor me puso un dedo bajo el mentón y me obligó a alzar la cabeza hacia la suya.

—¿Sabes, querida mía?, si sigues acariciándome ahí, una gran cantidad de pasión te salpicará en el lugar donde menos lo esperes.

—¿Me la echarás sobre el estómago?

—¿Qué demonios voy a hacer contigo? —dijo, riendo y revolviéndome los cabellos.

—Tengo unas cuantas sugerencias que hacer al respecto…

—Sí, yo también tengo unas cuantas —me interrumpió, y sus labios pusieron fin a la conversación.

Me despertó el ruido que producían las aves marinas revoloteando y graznando junto a la ventana. El cielo era de un blanco uniforme y brillante, y vi a tres pelícanos moviéndose entre la niebla tras los visillos. Tor no estaba en la cama, pero oí extraños sonidos y golpes en el pasillo, como si arrastraran un objeto grande y pesado por las escaleras.

Me quedé sentada entre las mantas revueltas, tratando de comprender los sentimientos encontrados que había experimentado desde la noche anterior. Pero sonreí al darme cuenta de que, cualesquiera que fueran los cambios que resultaran de todo aquello, la noche anterior sería el mejor regalo de Navidad que recibiría jamás. Georgian y Tor estaban en lo cierto cuando me llamaban mentirosa e hipócrita; por fin comprendía que había sido ambas cosas. Durante todo aquel tiempo había estado huyendo de mí misma. Nunca podría escapar de mis sentimientos por Tor, era el destino.

Justo entonces entró Tor. Sonrió cuando me vio sentada allí con los restos desgarrados del camisón prestado.

—Estás despierta —me dijo—. Levántate, tengo una sorpresa para ti.

—¿Qué es eso que tienes por todo el pijama?

—Suciedad —contestó, mirándose—. Sal de la cama y desnúdate.

—¿Antes del café? —pregunté, riendo.

—Vamos a nadar un rato —me informó.

¿Hay una piscina climatizada en ésta roca?

—No seas ridícula, estamos en una isla rodeada de agua. Vamos a damos un chapuzón en la bahía.

—Perdona, pero acabo de consultar mi almanaque y he descubierto que hoy es Navidad. Quizá tú vayas a darte un chapuzón en la bahía, ¡pero yo no estoy dispuesta a morir congelada!

—Nunca te sentirás más viva —me aseguró—. Yo nado en el Atlántico todas las mañanas de Navidad. Incluso con toda esa niebla ahí fuera, esto es como un paraíso tropical para mi.

Apartó la ropa de la cama de un tirón y me arrastró por los pies, mientras yo daba patadas y protestaba. Cargando conmigo al hombro, se apresuró a salir por la puerta y bajar las escaleras, y corrió por la hierba hasta el embarcadero donde estaba amarrado nuestro bote. Saltó al llegar al borde conmigo en brazos y golpeamos el agua al caer.

Cuando me envolvió el agua, pensé que mi cuerpo entero se colapsaría. La conmoción que provoco el frío me corto a respiración, llenó mi sangre de hielo y contrajo mi estómago al tamaño de un nudo. Tor me sujetaba sobre las olas rompientes para asegurarse de que no me hundía.

—Respira profundamente, aspira el aire y expúlsalo muy lentamente —me aconsejó—. Deja que tu cuerpo se relaje. Así. Parece un modo un poco violento de entrar en el agua, pero es mucho mejor. ¿Cómo te sientes ahora?

—¡Sádico! —le increpé, boqueando y chapoteando boca abajo contra las olas—. Tienes la mente enferma. Esto es lo peor que me has hecho jamás.

Apretaba tanto los dientes que creí que nunca más podría volver a abrir la boca.

—Sigues estando demasiado tensa —me dijo—. Relájate y te encantará.

—Espero que te mueras de neumonía —gruñí.

—Si nadaras un poco, te calentarías antes —afirmó.

—Gracias por el consejo. Ojalá… —Pero él puso una mano sobre mi cabeza y me hundió. Sentí entonces que el frío me penetraba hasta el cerebro. Salí a la superficie escupiendo, pero al instante me di cuenta de que empezaba a notar el calor difundiéndose por mi cuerpo.

—Hey, ¿qué ocurre? —pregunté—. Siento calor de repente.

—Hipotermia —contestó—. La primera etapa de la conmoción, justo antes de empezar a congelarse hasta morir.

—Muy divertido.

—En serio, debemos nadar un poco y salir enseguida, o podría ocurrirnos eso. El agua está a menos de cuatro grados.

Dimos una vuelta nadando alrededor de la pequeña isla. Luego, helados y con las ropas pegadas al cuerpo, trepamos por la orilla rocosa y corrimos por la hierba en dirección a la casa.

—Ven aquí —dijo Tor, cogiéndome del brazo cuando íbamos por el pasillo camino del dormitorio.

Me llevó a otra habitación y entonces comprendí qué había provocado el estrépito de antes. Era un dormitorio más grande que el mío, con una parte decorada como salita de estar y una gran cama empotrada en la galería acristalada que había más allá. En la pared del fondo, de cara a las ventanas, había una gran chimenea con un fuego que crepitaba ya en torno a un tronco gigantesco. Tor debía de haberse levantado al amanecer y hecho acopio de una fuerza sobrehumana para arrastrarlo escaleras arriba.

Se quitó el pijama chorreante y lo dejó caer en el suelo, en confuso y empapado montón. Luego, me sacó el camisón roto y mojado por la cabeza y me llevó a la bañera, donde aguardaba un baño caliente de burbujas, y me metió en ella. Me recorrió un hormigueo por toda la piel, que empezó a escocerme. Tor también se metió.

Se trataba de una bañera esmaltada y honda con patas en forma de garras de león. El agua me inundó la nariz cuando sumergí la cabeza.

—¿Te ha gustado? —preguntó Tor con una sonrisa.

—Me ha encantado —confesé. Me tapé la nariz y volví a sumergirme para quitarme la suciedad del pelo. Cuando volví a salir, añadí—: Pero ahora me muero de hambre.

—Te prepararé algo de comer; hay provisiones más que suficientes, tal como dispuse cuando telefoneé desde Nueva York. Los propietarios se ofrecieron a cocinar como parte del trato, pero yo confiaba en que pudiéramos estar solos para charlar.

—Aún estoy recuperándome de la pequeña charla de anoche —comenté con una sonrisa.

—Hablo en serio —afirmó—. No estaba preparado para la aventura a la que me abocaste en el momento mismo en que traspasé el umbral de tu casa, y tampoco para lo que pasó luego entre nosotros, aunque confieso que eso se me había ocurrido más de una vez en el transcurso de estos doce años. Lo cierto es que he venido a pedirte ayuda. ¿Te contó Lelia lo que había hecho?

—Me dijo que tú y Georgian estabais enfadados con ella, pero no me explicó por qué —respondí.

—Entonces será mejor que te lo cuente. Se llevó los bonos a Europa, pero no estableció las líneas de crédito que yo quería, sino que obtuvo préstamos.

—Prácticamente es lo mismo —señalé.

—Salvo por la cuestión de los intereses —concedió—. Aún no estamos listos para invertir el dinero y, gracias a Lelia, ya tenemos que empezar a pagar. Pero eso no es todo; también acordó unos términos pésimos. Con unos títulos pignoraticios por valor de doscientos centavos el dólar, tendríamos que haber conseguido unas condiciones inmejorables, ¡Y Lelia firmó contratos incluso con penalizaciones por pago anticipado!

Sonaba bastante mal, tuve que admitirlo. Con aquel tipo de acuerdo, Tor no podría devolver el dinero y decir que todo había sido una equivocación, ni tampoco podría amortizar los préstamos por anticipado aunque acabara ganando un montón de dinero con sus inversiones. Si trataba de hacer cualquiera de las dos cosas, tendría que pagar unas penalizaciones considerables.

—Lo que no entiendo —me decía, mientras se enjabonaba el pecho—, es por qué lo hizo. No quiso explicármelo. No paraba de decir: «Eso les enseñará, eso les enseñará», como si estuviera intentando demostrar algo.

—¡Oh! —exclamé, soplando las burbujas que tenía en la mano y hundiéndome más en la bañera.

—¿Oh? —dijo Tor—. Por favor, infórmame. Te aseguro que ya nada puede sorprenderme.

—Es por los Rothschild, creo —le conté—. ¿Recuerdas cómo se enfadó cuando hablaste de ellos aquella noche? No a causa de los Rothshild en concreto, sino por los banqueros alemanes en general, o quizá por todos los banqueros. Los Daimlisch eran también una familia alemana de banqueros, ¿sabes? Por eso los conocía tan bien, a través de mi abuelo. El marido de Lelia era la oveja negra, el único que quiso romper con la banca y emprender algo nuevo y diferente en su vida…

Me detuve al comprender que estaba acercándome peligrosamente a un tema que me tocaba muy de cerca. Tor sonrió ampliamente al oírme apuntar, por primera vez, un indicio de que tal vez la banca no corría por mis venas como una herencia genética.

—Daimlisch prosperó por su cuenta; proseguí —pero se puso enfermo y, cuando estaba agonizando, necesitó dinero. Lelia fue a Alemania, en contra de los consejos de su marido y sin que éste lo supiera, y le pidió un préstamo a la familia.

—¿Se lo negaron? —inquirió Tor, sorprendido.

—Él había ido por otros derroteros, le había dado la espalda a la banca; no le dieron ni un centavo. Lelia empeñó las joyas; incluso ahora, apuesto a que la mayor parte de lo que lleva es falso. No se recuperó nunca. Yo sabía lo que ella y Georgian opinan sobre la banca, ¡por eso contaba con que estarían más que contentas de cooperar en nuestra apuesta!

—Así que quería ser rica, aunque sólo fuera por un día —dijo Tor, alzando una ceja—. Quizás eso explique su disparatada acción, pero eso no resuelve mi problema. Tengo millones en bonos, garantizando préstamos a nombre de Lelia. Ahora tendré que vigilarlos como un halcón hasta que se amorticen, por si acaso pretendieran recuperar alguno de ellos.

—¿Recuperar? —me extrañé—. ¿Qué significa eso?

—Teníamos prisa en imprimir —explicó Tor—. Cometí la equivocación de copiar algunos bonos amortizables por anticipado como títulos pignoraticios, bonos que pueden recuperarse si el emisor decide cancelarios. El portador, o el dueño, cuentan con un número establecido de días para amortizar su valor nominal.

—Tienes miedo de que los auténticos dueños los saquen de la cámara acorazada para amortizarlos y descubran que los que ellos tienen son falsos —dije.

—Eso no es todo —continuó Tor—. Mientras los nuestros, los bonos auténticos, estén en Europa garantizando los préstamos de Lelia, esos bancos europeos seguirán esperando que pidamos que los devuelvan para amortizarlos, puede que incluso lo hagan ellos por nosotros. Para evitarlo, tendremos que cancelar nuestro préstamo pagando una severa penalización, como Lelia acordó servicialmente, o conseguir otros valores pignoraticios que sirvan de garantía. Y no tenemos otros, a menos que queramos robar un banco.

—¡Oh, no! No queréis —exclamé—. Mientras mantenga las transferencias «dentro» del banco, especialmente en cuentas falsas a nombre de otras personas, técnicamente no estoy haciendo nada ilegal. Al menos, tendrán muchos problemas para relacionarlo conmigo. Pero sacar del banco el «dinero contante y sonante», que tanto me ha costado ganar, para cancelar préstamos auténticos en otro país, ¡eso es una condena en una penitenciaría federal!

—¿El dinero que tanto te ha costado ganar? —preguntó Tor, levantando una ceja y sonriendo maliciosamente—. Al parecer has olvidado nuestra cita de la otra noche en el centro de cálculo. ¿Quién fue el que salvó tu hermoso culo con hoyuelos, querida mía?

—La gratitud me rinde a tus pies —le aseguré, besando una rodilla que había surgido del agua—, y también me estoy convirtiendo en una pasa en esta bañera. Cogeré la lista de tus valores en peligro y haré un seguimiento por ordenador, pero tendré que explicárselo a los miembros de mi equipo de apoyo, a quienes conociste anoche, para saber si están dispuestos a jugarse el cuello para cubrir tus préstamos. Por cierto, ¿qué piensas hacer con todo ese dinero?, si puedo saberlo.

—Vaya establecer un refugio fiscal, un lugar como Mónaco o las Bahamas, donde aquellos que deseen realizar transacciones libres de impuestos estén protegidos de semejante carga. Obtendremos beneficios gracias a que tendrán que utilizar nuestra moneda y atenerse a las normas de nuestras leyes fiscales.

—¿Qué país te permitirá establecer tus propias leyes y moneda, y actuar como refugio-fiscal? —quise saber.

—Ninguno —contestó con una sonrisa. Salió de la bañera y se secó con una toalla—. Así que supongo que sencillamente tendré que crear mi propio país.

Quise preguntar muchas más cosas, pero Tor me dijo que lo discutiríamos más tarde y salió de la habitación. Abrí la ducha cuando la bañera se vació y me lavé el pelo para quitarme la suciedad de la bahía. Luego me sequé, me envolví en una esponjosa toalla y me acerqué a la chimenea para secarme los cabellos junto al fuego.

Tor había bajado a preparar café y panecillos humeantes untados de miel y mantequilla, que despedían un olor delicioso. Cuando salí de la bañera estaba de nuevo allí, de pie, agitando el fuego completamente desnudo.

—Me siento como una rata remojada —comenté, pasándome la mano por los cabellos.

Tor se volvió y me miró, pero no dijo nada.

—Abuelita, qué ojos tan grandes tienes —dije riendo. Él soltó el atizador y se acercó a mí. Me quitó la toalla y la dejó caer en el suelo.

—Son para verte mejor, querida —murmuró, mientras recorría lentamente mi cuerpo con los dedos, como si se lo estuviera aprendiendo de memoria, centímetro a centímetro.

—Abuelita, qué manos tan grandes tienes —seguí, sintiendo algo más que una leve debilidad.

—Son para tocarte mejor, querida —susurró. Luego me levantó en brazos como si fuese un fardo y se dirigió a la cama—. ¿No te preocupa lo que viene después? —preguntó con picardía.

—No te lo creas tanto; no es tan grande.

—Lo suficiente.

Tor se echó a reír y me arrojó sobre las almohadas.

—Abuelita —dije—, creo que está creciendo.

—Es para hacer mejor lo que tú ya sabes, querida —me dijo, colocándose encima de mí.

—¡Vaya, creo que no eres mi abuela! —exclamé con horror fingido.

—Si haces estas cosas con tu abuela, querida, no me extraña que te hagas un lío con tu sexo.

—No me hago un lío; sé exactamente qué partes se corresponden entre sí —le aseguré.

—Sin duda —admitió, mientras yo me retorcía bajo las sábanas—. ¿Qué crees que estás haciendo ahí?

—Explorando otras partes, para descubrir qué hacer con ellas. —Mi lengua se deslizaba por su piel, y él se estremeció—. Sabe a sal, como el mar —comenté.

—¿Se trata de un estado de cuentas?

—Sí, te enviaré información actualizada sobre el terreno —contesté, descendiendo con lentitud por su cuerpo.

—Dios mio, esto es fantástico… ¿Qué estas…?

La frase quedó interrumpida y noté que sus manos me acariciaban los cabellos. Luego, Tor se aferró a ellos y me subió de un tirón. Selló mi boca con la suya y me abrazó con fuerza. Cuando me aparté, sus ojos lanzaban chispas oscuras desde las almohadas donde apoyaba la cabeza. Estaba muy pálido a la luz que se filtraba entre la niebla y entraba por las ventanas.

—¿Cómo es posible que uno desee tanto a otra persona que le produzca dolor físico? —preguntó.

—Quizá me duela más a mí que a ti —repliqué—, pero eso no significa que vaya a parar.

Apreté los labios contra su vientre y se estremeció. Luego recorrí su cuerpo como si fuera una escultura que quisiera aprender de memoria. Noté que se agitaba y estremecía bajo mis manos y mis labios, mientras yo memorizaba los duros y tensos músculos cubiertos por las sábanas. Y por fin gimió y gritó, y se aferró de nuevo a mí cuando su cuerpo se puso rígido y tembló y sufrió espasmos. Después se quedó quieto.

Me dejé caer junto a él y lo miré tendido allí, con los ojos cerrados, el rostro de rasgos enérgicos y angulosos, y los rizos de cabello cobrizo sobre la almohada. Él abrió los ojos y me miró.

—¿Qué diablos has hecho? Ha sido magnífico —susurró sin moverse.

—Capuchina —dije. Al ver la confusión en su rostro, añadí—: Sabes a capuchina.

—¿Una flor? —preguntó con una sonrisa.

—En el jardín de Monet, en Giverny —confirmé, riendo. Pero de repente pareció preocupado y yo no estaba segura de la razón.

—¿Qué pasa? —inquirí.

—Hay algo que supongo que debería decirte —contestó, levantando la vista hacia mí y estudiando mi cara—. Me temo que es bastante peor que el problema de Lelia y de los bonos, y desde luego no formaba parte de mi plan inicial. Aunque hace tiempo que lo sé, no estaba seguro de cómo decírtelo.

—¿Es algo potencialmente peligroso? —pregunté al tiempo que me incorporaba, algo alarmada.

—Mucho —admitió.—Querida mía, te amo.