La financiación

Bajo ningún otro sistema económico anterior al advenimiento de la industria de las máquinas parece haberse considerado que los beneficios obtenidos mediante la inversión fueran una fuente normal, o indiscutiblemente legítima, de lucro.

THORSTEIN VEBLEN,

The Machine Age

El domingo 20 de diciembre había pasado casi un mes desde mi noche en la Ópera. Ese día, en la función de la tarde, los dioses germánicos dieron paso a la famosa cazadora de fortunas francesa Manon. Parecía el adecuado tributo a aquella primera e inspirada velada.

Me encanta la escena en la que Manon abandona su vida como reina de París y, cargada de diamantes, corre hacia San Sulpicio para seducir a su antiguo amante la víspera de su ordenación como sacerdote.

Manon es una chica que se debate entre el amor por los hombres y el amor por el dinero. Pero, como es habitual en la ópera, el dinero acaba ganando al final. Cuando está agonizando, en la pobreza y el exilio, incluso las estrellas que brillan por encima de su cabeza le recuerdan los diamantes que solía llevar cuando nadaba en la abundancia.

Regresé a casa algo más animada, no sólo por el encanto de la música, sino por el hecho de que fuera Manon la que hubiera caído y no yo.

La niebla envolvía mi apartamento como si fuera un calcetín blanco. Salí a la terraza y corté unas cuantas orquídeas blancas para llevarlas dentro. La niebla era tan densa que, desde allí, ni siquiera distinguía la torre fálica que Lillie Coit había erigido sobre Telegraph Hill, como tributo a los bomberos que solía perseguir por la ciudad.

Ya estaba dentro, preparándome un té, cuando sonó el teléfono.

—Buenas noches, querida —dijo la queda y familiar voz—. Te llamo porque he pensado que quizá quieras desearme un feliz cumpleaños.

—¿Hoy es tu cumpleaños? —pregunté—. Sabía que era el de Beethoven.

—Las grandes mentes están guiadas por los mismos planetas —convino Tor—. Y al parecer hoy tengo muchas cosas que celebrar; todo funciona según los plazos previstos.

¡Maldición! ¿Significaba eso que había conseguido los bonos que necesitaba para iniciar la segunda fase, la inversión?

Y yo ni siquiera había arrancado. Tavish y el resto del equipo no habían conseguido aún descifrar un sólo código, de manera que seguía sin poder echarle la mano encima a un solo centavo. De repente, toda aquella idea de la apuesta empezó a deprimirme.

—Bueno, ¿y qué habéis estado haciendo los tres para celebrarlo? —inquirí para cambiar de tema.

—Georgian y yo seguimos trabajando, por supuesto —me contó—. Deberíamos terminar la impresión de bonos a finales de semana. Pero Lelia se ha ido a Europa para ayudarnos a acelerar el asunto.

Así pues, había buenas noticias y malas noticias. Las buenas, claro está, que aún no habían acabado; todavía contaba con una semana para alcanzarlos. Pero las malas… Pensé que sería mejor descubrirlo.

—¿Has enviado a Lelia a Europa sola? —pregunté—. Espero que sepas lo que haces.

—No puede tener demasiados problemas —me aseguró—. Se ha llevado los bonos auténticos, los que sustituimos por nuestras falsificaciones, y está estableciendo líneas de crédito en varios bancos del continente. A nadie, en ningún país, le extrañará que una mujer de su posición abra cuentas importantes. Pero en realidad no está sacando líquido, se limita a preparar el terreno a fin de tener el dinero disponible cuando estemos listos para reclamarlo.

—Espero que con ese «acelerar el asunto» no te salga el tiro por la culata y te vuele la cabeza —le advertí—. Conozco a Lelia desde hace mucho más tiempo que tú. Le gusta hacer las cosas a su manera.

—Deja que yo me preocupe por eso —me dijo alegremente—. Además, alguien tenía que poner la pelota en juego. Cuando hayamos acabado de imprimir y sustituir los bonos, a finales de esta semana, será demasiado tarde para abrir ninguna cuenta en Europa. Estamos casi en Navidad y los bancos europeos permanecerán cerrados por vacaciones. Tendríamos que esperar hasta después de Año Nuevo.

¡Dios mío, tenía razón! No había pensado en ello; al cabo de cuatro días, el día de Nochebuena, se desconectarían los sistemas de prueba del banco para realizar el mantenimiento de fin de año. Si para entonces no había conseguido entrar en los programas para apropiarme de las transferencias telefónicas, también yo tendría que esperar hasta después de Año Nuevo. Llevaríamos varias semanas de retraso con relación a Tor, ¡y, por si fuera poco, perderíamos el considerable volumen de dinero de fin de año!. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida?

—¿Y qué tal te va con tu pequeño robo, querida? —preguntó Tor, como si estuviera leyéndome el pensamiento.

—Muy bien —mentí, maldiciéndome para mis adentros por aquel imperdonable descuido y tratando de decidir qué demonios podía hacer.

La tetera empezó a silbar. La cogí ensimismada y estuve a punto de tirarme el agua hirviendo en el pie. Al dar un salto para apartarme, el teléfono cayó al suelo. Lo recogí y oí la risa de Tor al otro lado de la línea.

—Al parecer estás realizando un gran trabajo. —Rió entre dientes—. ¿Tan mal están las cosas? Creo que tu actitud es errónea. Disfrutarás mucho volviendo a vivir en Nueva York después de tantos años, y trabajando conmigo como tecnócrata, destino para el que has nacido. ¿Por qué no te rindes y reconoces que has perdido la apuesta?

—No vendas la piel del oso antes de cazarlo —le dije, limpiando el suelo con el calcetín que me había sacado del pie—. Para que yo pierda, primero tienes que ganarme.

—Siempre he admirado tu determinación ante un inminente y completo desastre —me aseguró—. No has conseguido entrar en un sólo sistema todavía, y lo sabes.

—Quiero hacer constar una cosa —le dije, arrastrando el teléfono tras de mí hasta la sala de estar de paredes de cristal envueltas por la niebla—. Aunque perdiera y tuviese que pagar la apuesta trabajando para ti, ése no es mi destino; es sólo una deuda. No puedes encerrarme en una jaula.

Tor se quedó callado unos segundos. Luego dijo tranquilamente:

—Has levantado tantos muros a tu alrededor que jamás soñaría con sustituirlos por una jaula. Sólo quiero derribarlos y liberarte. Hazme el favor de creerlo.

—Supongo que ésa fue la razón por la que me convenciste de que aceptara esta apuesta, para liberarme de la estúpida carga de la carrera que yo había elegido.

—Tanto si quieres admitirlo ahora como si no —me dijo en tono amable—, es exactamente así. Pero en el improbable caso de que ganes tú, pienso cumplir mi parte de la apuesta. Como espero que tú cumplas con la tuya. —Luego agregó, un poco más alegre—: Ahora, si no te importa, creo que voy a descorchar el champán para celebrar mi cumpleaños.

Cuando colgamos, me senté en la habitación desnuda y blanca hasta que cayó la noche. Luego, sin preocuparme por la cena, me acosté. Sabía que tenía que ganar la apuesta, pasara lo que pasara. Aunque, por mucho que lo intentaba, no conseguía imaginar por que parecía ser tan importante para mi.

A primera hora del día siguiente, Tavish entró en mi nuevo despacho de paredes de cristal de la trigésima planta. Se sentó frente a mí rascándose la rubia cabellera despeinada y con una taza de té en la mano.

—Se me ha ocurrido algo; a ver qué te parece a ti —me dijo—. Si intentáramos entrar en el sistema de producción, y el ordenador no reconociera mi contraseña de acceso, me negaría la entrada a los tres intentos y mi terminal quedaría bloqueada.

Me miró y aguardó.

—Correcto —concedí—. Así funciona el sistema de seguridad para evitar que personas no autorizadas se inmiscuyan en los sistemas reales. ¿Adónde quieres ir a parar?

—Bien, si yo fuera una persona autorizada, pero hubiera olvidado mi contraseña de acceso, ¿qué harían?

—Te darían una nueva —le contesté—. Pero no veo cómo puede resolver eso nuestro problema actual. La contraseña de acceso nueva sólo te permitiría entrar en aquellas partes del sistema para las que ya tuvieras previamente permiso. Desde luego, no te permitiría acceder a los sistemas de seguridad, y eso es precisamente lo que necesitamos.

—Tienes razón —replicó Tavish con una sonrisa—. Pero la nueva contraseña me permitiría el acceso… ¡si yo fuera la persona encargada de los sistemas de seguridad!

Me quedé mirándolo.

—Se llama Len Maise —prosiguió Tavish—. Su terminal tiene el número tres, uno, siete y está situada en la planta undécima. Él se fue a Tahoe el pasado viernes y no volverá hasta después de las vacaciones.

—¿Cómo piensas conseguir que te den su nueva contraseña de acceso? —pregunté, aunque mi corazón empezaba ya a palpitar con fuerza.

—Intento conectar con su terminal tres veces, el sistema se bloquea, yo telefoneo, me identifico como Len Maise y pido una contraseña de acceso nueva de mi elección, para poder recordarla. Para meter esa nueva contraseña en el sistema, necesitarán una nota firmada, una autorización de un vicepresidente. Puesto que el jefe de Len, por desgracia, tampoco está, supongo que tendrás que ser tú quien escriba la nota.

—¿Por qué no me traes una taza de eso que estás tomando? —sugerí—. Y de paso trae también un impreso de autorización. Al parecer, Len Maise, el de sistemas de seguridad, va a necesitar una nueva contraseña.

El fin de año es una época movida en el negocio de la banca. El Banco del Mundo tenía un lema particular: No cerramos nunca nuestras puertas mientras esté entrando dinero. Al menos, ése era el sentimiento general en esencia.

Extendimos nuestro horario a las vacaciones de Navidad, no sólo para los que compraban pavos y regalos, sino también para las transferencias telefónicas y demás servicios. En todo el mundo se cerraba el ejercicio, lo que suponía que las inversiones para desgravar o de cualquier otro tipo no podían posponerse más. Aquel enloquecido frenesí me sumió en un doble dilema.

Los sistemas de producción, que funcionaban a contrarreloj en ese momento, estaban liquidando más dinero en efectivo que en cualquier otra época del año, dinero que perdería si no conseguía meterme en el sistema para apoderarme de él.

Pero el día de Nochebuena los sistemas de prueba serían desconectados. Era a través de los sistemas de prueba por donde los programas nuevos, como el mío, se introducían en el entorno de producción, que era donde se manejaba el dinero en efectivo. Tenía que traspasar esa puerta antes de que se cerrara.

Pero el miércoles, el día anterior a Nochebuena, Tavish, a pesar de que ya había conseguido introducirse en los sistemas de seguridad, aún no había descifrado la clave de verificación, el pequeño programa que decodificaba todas las transferencias de entrada y desbloqueaba las liquidaciones en efectivo del banco para que pudiéramos depositarlas en cuentas.

Además, era imposible abrir treinta mil cuentas bancarias nuevas, todas con un saldo cero. Resultaría más que sospechoso.

De modo que me mordía las uñas y me ponía histérica mirando la docena de relojes que había al otro lado de mi pared de cristal, y que me mostraban que el tiempo pasaba en varios países del mundo igual que para mí.

La mañana del jueves, día de Nochebuena, Tavish aún no había descifrado los códigos. Pavel ya se había marchado, «para evitar la locura de la ciudad», así que, cuando sonó el teléfono, respondí yo misma.

—Querida —me dijo Lelia con una voz apagada—. ¡Se trata de un asunto de grave urgence! ¡Qué desgracia! Tienes que venir ahora, hoy.

—Cálmate, Lelia. ¿Ir adónde? Pensaba que estabas en Europa.

Da. Estoy en Europa, pero ahora estoy aquí, en mi dormitorio.

Había olvidado que, en momentos de crisis, Lelia sólo sabía conjugar un tiempo verbal.

—Iremos paso a paso —le dije—. Estabas en Europa, pero ahora has vuelto a casa. ¿Dónde están Georgian y Tor? ¿Hay alguien ahí que me sirva de intérprete?

—No, bozemoi, ¡estoy tan fatiguée! Chorchione se ha ido a Europa en mi lugar, pero Zoltan no quiere charlar conmigo. Los dos están muy fachés avec moi.

—¿Por qué están los dos enfadados contigo? —pregunté alarmada—. ¿Por qué ha ido Georgian a Europa en tu lugar? ¿Por qué no me ha llamado Tor personalmente si tiene algún problema?

—No hay teléfono donde él está —me aseguró Lelia.

No me pasó por alto que incluso en la cárcel hay teléfonos. ¿Dónde podía estar?

—¿No está ahí? —pregunté.

Là? Mais non! Je suis dans ma chambre!

—No me refiero a tu habitación, sino a Nueva York.

—Está cerca, pero no es posible que él hable contigo. Quiere que vengas a Nueva York, tout de suite, hoy. Te envío un billete a l'aéroport. ¿Tu vas venir? le m'explique cuando llegas.

—¿Cuándo quieres t'expliquer, Lelia? —inquirí—. Tengo mucho trabajo aquí. ¡No puedo irme a Nueva York durante el cierre del ejercicio! Dile a Tor que, si quiere hablar conmigo, me telefonee él mismo. Estoy harta de sus pequeñas intrigas y, francamente, me sorprende que te haya convencido para hacer esto.

Tu me creves le coeur! —exclamó Lelia—. ¡No tienes confianza en mí! Ven aquí. Te daré las explicaciones cuando llegues.

—Te diré lo que haré —repliqué, más que irritada—. Dejaré un mensaje en el contestador automático de Tor. Si tan importante es, puede llamarme él y explicármelo en inglés.

—No entiendes mi anglais —gimió Lelia.

Ya estaba hasta las narices de aquellos jueguecitos, de modo que le mandé un beso y colgué.

Al hacerlo vi que la luz de la otra línea parpadeaba; cuando cogí de nuevo el teléfono, me olvidé por un momento de Lelia. Lo último que me esperaba era una llamada de Peter-Paul Karp, el antiguo jefe de Tavish y el nuevo de Pearl. Llamaba para invitarme a comer.

La perspectiva de pasar una hora o más con Karp era como una penitencia. ¡Decidí aceptar, aunque sólo fuera para averiguar qué tenía en lo que yo, de forma vaga, llamaba su mente!.

Nos encontramos en el restaurante de su elección: el Cout que Cout, que significa «cueste lo que cueste» en francés. Lo conocía bien; era el tipo de sitio donde los camareros, según la tradición francesa del tiempo ilimitado, pasan lentamente por tu mesa, al menos cada dos o tres horas, para ver si todavía estás interesado en comer. Karp llegó quince minutos tarde y se empeñó en enzarzarse en charlas ociosas con todos los miembros del personal, incluido el chef, que surgió de la parte de atrás, antes de llegar a la mesa en la que yo le aguardaba.

Se negó a ir directamente al grano. Primero se entretuvo con el menú y la carta de vinos hasta que estuve a punto de ponerme a gritar. Cuando por fin terminamos de pedir, me dedicó una sonrisa para darme coba.

—Acabo de regresar de una visita a mi patria, Alemania —me informó—. Según me han dicho, estaban considerando la posibilidad de asignarle un puesto allí.

—Lo sé, gracias por la recomendación —le dije.

Él indicó con un gesto que no valía la pena hablar de ello.

—Es un lugar fantástico, Banks. No debería haber desperdiciado esa oportunidad tan alegremente. Claro está que para mí es diferente; yo hablo alemán con fluidez y mi familia, por supuesto, se remonta a más de mil años…

—¿De verdad? Qué coincidencia —le dije—. ¡La mía también! Lo que ocurre es que no recordamos quiénes fueron.

Me lanzó la mirada que esperaba, pero al menos conseguí que volviera al tema principal.

—Le he pedido que viniera, Banks, para advertirla —me informó, apoyándose al mismo tiempo sobre un codo—. Un consejo amistoso de un colega a otro. El problema que ha provocado es difícil de expresar; se extiende por todo el sistema bancario. La semana pasada me llamó Willingly, diciendo que se trataba de algo muy urgente. Cuando fui a verlo me dijo: «Banks no respeta las reglas del juego.» ¿Sabe a qué juego me refiero? Al juego de los hombres en los negocios. Siendo como soy alemán, sé muy bien en qué se diferencian las mujeres de nosotros. ¿Comprende?

—¿Qué trata de decirme? —inquirí, deseosa de saltarme aquella clase de biología.

—¿Sabe? Su jefe, Willingly, es muy amigo de Lawrence. ¡Incluso le ha propuesto como miembro del Vagabond Club! Tal vez ingrese este mismo mes.

—¿Qué debo hacer, echarme a llorar? Desde luego que no me entusiasma, pero Kiwi es feliz, Lawrence es feliz, todo el mundo es feliz.

—Todos menos yo —repuso torvamente—. Le he contado todo esto porque me debe una.

—Pongamos las cosas en claro, Karp. Yo no le debo nada, salvo una comida, es decir, siempre y cuando pague ésta. Ya sabía todo eso. El propio Kiwi me lo contó.

—¿Sabía también que Willingly va a ser, ascendido? Al puesto de Lawrence. Ya no puede tardar mucho. Tan pronto como Lawrence ascienda a lo más alto.

—¿Ascienda a lo más alto? —repetí estúpidamente.

Traté de mostrarme despreocupada, pero noté que la mandíbula se me desencajaba. ¿Lo más alto de qué? ¡Ni siquiera los miembros del consejo, por limitada que fuera su imaginación, serían tan ingenuos como para convertir a un hijo de puta sin escrúpulos como Lawrence en presidente del banco! Eso sería como nombrar al zorro jefe del gallinero.

—Ahora me debe un favor —me decía con aire satisfecho—. Ya ve que sus días están contados. Volverá a estar en la pista de Willingly y le tocará a él tirar la pelota.

—Sacar la pelota —le corregí. Sin embargo, no cabía duda, de que Kiwi debía de haber preparado ya sus tácticas de presión en toda la pista.

Si Kiwi ponía de nuevo las manos sobre mí, estaba acabada. No valía la pena fingir con Karp; probablemente sabía más sobre mi destino que yo misma en aquel momento. Si Kiwi se hacía cargo de todo, podía despedirme de mi robo, mi apuesta, mi empleo y mi culo.

—¿Qué es lo que quiere? —le pregunté—. Será mejor que lo diga ahora; al parecer, pronto no estaré en situación de hacer muchos favores.

Se inclinó más hacia delante y me susurró en confianza:

—¡Tiene que deshacerse de ella! ¡Está intentando hundirme! Quiere mi puesto y todo el mundo lo sabe. Me moriré de una úlcera si tengo que esperar a que Willingly se deshaga de ella por mí. Pero sé que a usted la escuchará. Usted puede hacer que se vaya.

—¿Se refiere a Pearl? —pregunté, tratando de contener la risa.

—Sí, la schwartze —siseó—. No es cosa de risa. Se ha vuelto loca. Se pasa el día haciéndome rellenar impresos, todo ese papeleo burocrático, ¡y me sigue a los lavabos! Usted sabe tan bien como yo que nadie cumple todas esas reglas, ¡no tendríamos tiempo para nada más! Pero si me equivoco en una única cosa, presentará una queja contra mí; ella misma me lo ha dicho. ¡Creo que es una espía!

Tenía las venas de la nariz muy abultadas a causa de la excitación. Recordé lo que Tavish me había dicho sobre su adicción a la cocaína. Pero también recordé otra cosa: el tráfico ilegal de sistemas informáticos que llevaba a cabo.

—¿Qué podría estar haciendo usted que resultara interesante espiar? —pregunté con toda candidez.

—¿Cree que no sé cómo descubrió lo de Frankfurt a tiempo para salvarse? ¿O cómo ha acabado trabajando para Lawrence? ¿Cree que Willingly y yo no sabemos lo que pretende con ese círculo de calidad? Está intentando descubrir las contraseñas y las claves de verificación. Quiere llegar al sistema de transferencias telefónicas, ¡para demostrar que su seguridad es la peor del banco!

¡Por suerte Kiwi largaba más de lo que recibía! Pero era una noticia espantosa. Significaba que Kiwi me pisaba los talones y que sabía lo que pretendíamos hacer, aunque era de esperar que ignorase la razón. Karp no hubiera podido olfatear todo eso por sí solo, con toda la cocaína que se metía por la nariz. Tenía que hacer algo de inmediato.

—Peter-Paul —le dije con voz amable—. No soy tan amiga de Pearl como parece creer, pero es posible que halle el modo de convencerla para que abandone su departamento. ¿Qué le parecería si le dijera que conozco un puesto al que ella se lanzaría sin pensarlo?

—Le estaría eternamente agradecido, Banks; sería su devoto esclavo.

—Haré lo que pueda —le aseguré, preguntándome cómo diablos iba a conseguirlo—. Pero, si lo logro, tendrá que dejar de conspirar con Kiwi contra mí. Detenga esta guerra entre nuestros departamentos, al menos hasta que termine con este proyecto. Y Tavish no podrá volver a su departamento hasta entonces, ¿conforme?

—Completamente —dijo él con sinceridad—. Tavish era lo último en lo que pensaba.

Métetelo por el tabique desviado, pensé. Pero en voz alta dije:

—Confío en usted.

Justo después de la comida, arrastré a Tavish hasta mi despacho. Parecía bastante taciturno.

—Quiero que instales programas de seguimiento en todas las contraseñas que dan acceso a nuestros programas o archivos —le dije—. De alguna forma, Kiwi y Karp se han enterado de lo que tramamos y de que Pearl está también en el cotarro. Si no han sobornado a alguno del equipo, quizá rastreen nuestras actividades a través del propio sistema.

—Enseguida —convino Tavish—, pero primero deberías saber que Kiwi me ha estado tanteando; me ha invitado a comer hoy.

Me quedé paralizada.

—Divide y vencerás, parece ser su estrategia —le dije—. Yo he comido con nuestro querido amigo Karp. Quería un favor. ¿Qué quería Kiwi?

—Me ha ofrecido un puesto; ofrecido no es la palabra correcta, me ha amenazado.

—¿Amenazado? —Me quedé pasmada—. ¿Qué quieres decir con eso?

—En el momento mismo en que consigamos forzar un solo sistema o archivo, Lawrence espera que le enviemos un informe oficial sobre todas nuestras actividades. Entonces, nuestro grupo será disuelto de inmediato. Kiwi dice que puedo ir a trabajar para él. La alternativa es volver con Karp.

—¿Y por qué no quedarte conmigo en mi próximo proyecto? —sugerí tratando de calmarle.

—No vas a tener un próximo proyecto —me informó—. Realmente están hasta las pelotas; esta vez planean librarse de ti para siempre, y, Pearl te acompañará.

Perfecto. Aquellos dos imbéciles esperaban realmente que yo les entregara a Pearl como regalo de despedida. Y sin duda Lawrence estaba detrás de todo aquello. ¡Qué cerdo! ¿Por qué ser un bastardo parecía un requisito previo para formar parte de la banca?

—En realidad —le dije a Tavish—, tengo otro proyecto en la manga. Te he hablado de mi apuesta con el doctor Zoltan Tor, pero no he mencionado nunca lo que apostamos.

—Ojalá no hubiera oído jamás hablar de esa horrible apuesta —dijo Tavish con aire sombrío y la mano en la puerta—. ¿A quién le importa cuáles sean las apuestas? Son demasiado elevadas para mí. Acabaré en la cárcel, o deportado como extranjero indeseable, iY todo porque trataba de hacer algo tan noble y honorable como robar a un banco!

—Puedes dejarlo cuando quieras —le aseguré—. Pero yo sigo teniendo una apuesta, que se resume así: Si pierde Tor, me conseguirá ese trabajo en el Fed que Kiwi me saboteó. Pero si pierdo yo, tendré que trabajar un año directamente a las órdenes del doctor Tor.

—¿Trabajar para el doctor Tor? —Tavish se animó—. A mí no me parece que eso sea perder una apuesta. Si alguna vez llegara a conocerle, a estrechar su mano o a charlar con él un rato, me sentiría como si me hubiera muerto y estuviera en el cielo. Quería preguntarte hace días si no podrías arreglarlo tú, ya que lo conoces tan bien.

—Puedo decirte hasta el día en que te lo presentaré —le confié—. Será el día en que salgas ahí y descifres ese maldito código.

A las cinco Pearl estaba en mi despacho, deambulando por él como una pantera.

—Bien, ¿entonces, qué te ha dicho? —preguntó, bufando de cólera.

—Me ha pedido que le libre de ti, que te encuentre otro trabajo.

—¿Dónde?

—En Siberia. ¿Qué más le da? Dice que le vuelves loco obligándole a rellenar impresos, ¡y que incluso le sigues al lavabo de los hombres!

—¡Eso es una mentira descarada! —exclamó—. Quizá le haya esperado en la puerta del lavabo de hombres un par de veces…

—Tienes que dejarlo. —Reí—. He accedido a apartarte de Karp y debo hacerla. Sólo será durante una temporada, pero no puedo arriesgarme a sus ataques de histeria. El tiempo se me acaba. Si no conseguimos entrar en ese sistema esta noche, habré perdido la apuesta y Tor lo adivinará enseguida. Tal vez aún podría mover algo de dinero, poner en evidencia a unos cuantos Karps y Kiwis, como yo había imaginado al principio. Pero ya tengo a todo el banco respirando tras mi nuca. No tardarán mucho tiempo en imaginar el resto, y cuando lo hagan será mejor que tenga un triunfo para oponer a su as, o me veré obligada a hacer las maletas y salir de la ciudad.

—¿Esta noche? —dijo Pearl—. Cielo, no puedo creerlo. Hace apenas unas semanas que empezó este asunto, un mes como mucho. En cierto sentido, hasta ahora todo me había parecido un juego. Pero vas a hacerlo realmente, ¿verdad?

—Puedes apostar lo que quieras —le dije.

Al darme cuenta de las palabras que había utilizado, hice una mueca. Era esa estúpida y condenada apuesta lo que, en menos de un mes; me había metido hasta el fondo en el lío en el que me hallaba. ¿Cómo lo había conseguido Tor en un corto día en Nueva York? Un mes antes, yo era la mujer que ocupaba el puesto ejecutivo más alto en el mayor banco del mundo. Había dedicado una vida entera a aprenderlo todo sobre la banca. Tenía a mis espaldas una carrera tecnológica de doce años y la promesa de otra aún más gloriosa por delante. Al llegar la medianoche de aquel día, o bien estaría robando un banco o bien en un avión camino de Nueva York para firmar un contrato de lo que parecía que iba ser una esclavitud eterna. Y todo gracias a Tor, que había convertido mi chispa de venganza en una vendetta internacional. Dios mío, ¿es que no aprendería nunca?

Justo entonces oí un leve golpe en la puerta. Al otro lado de la pared de cristal de mi despacho, las luces estaban apagadas desde las tres, hora en que el banco había cerrado sus puertas para iniciar las vacaciones de Navidad.

Pearl y yo examinamos la forma en sombras que rondaba por el exterior.

—¿Qué explicación damos para mi presencia aquí si es Karp? —preguntó Pearl en susurros.

—Estamos charlando sobre tu nuevo trabajo —susurré a mi vez.

Pearl se levantó y abrió la puerta. Tavish apareció en el umbral cargado de hojas de ordenador impresas. Cruzó la habitación y esparció el grueso montón sobre mi mesa. Incluso mirándolo desde arriba, supe lo que era. Me dio un vuelco el corazón.

—Hemos descifrado la clave de verificación, señora —me comunicó—. Abriremos esas nuevas cuentas bancarias ahora. Creo que podemos esperar que esta noche se ingresen cantidades considerables en ellas.

—El destino —dije con una sonrisa, mientras Pearl y yo chocábamos las manos.

Tan sólo esperaba que no fuera demasiado tarde.

Telefoneé a la florista y encargué flores, todas blancas: lirios, crisantemos, narcisos, gipsófilas comunes, lilas blancas y ramas de cerezo; el suministro de un mes. La florista se quedó apabullada.

Raras veces invitaba a gente a mi casa, ya que era mi vía de escape, la nube donde me refugiaba para desconectar del mundo. Pero aquella noche decidí que sería más cómodo para Pearl, para Tavish y para mí estar allí que permanecer en un centro de cálculo a oscuras, comiendo pizza fría. Y probablemente también más seguro, desde el punto de vista de la posibilidad de ser detectados.

Llamé además a la tienda de licores para pedir champán helado y al Szechuan Deli, donde elegí por teléfono todos los platos especiales del menú diario del señor Hsu.

Al llegar a casa vi que el portero ya había dejado el vino junto a mi puerta, en su caja de hielo seco. El señor Hsu me aguardaba sentado junto a las cajas apiladas de flores, en el último escalón.

—Señora True —me dijo, levantándose para saludarme—. Le traigo la comida porque precisamente ahora voy camino de casa.

—Señor Hsu, ¿le gustaría tomar una copa de champán? —le propuse, mientras acarreaba las cajas de flores hasta el apartamento seguida por el señor Hsu y sus cajas de comida.

—No, debo regresar a casa, mi mujer me está esperando. Pero antes de irme desearía saber una cosa. ¿Cuántas personas cenarán con usted esta noche?

—Otras dos. ¿Por qué lo pregunta?

—Es justo lo que le he dicho a mi mujer; la señora True siempre encarga para treinta, aunque sólo sean tres. Mi mujer no me ha creído, mujer estúpida. Un día, cuando venga a mi restaurante, debe explicarle su filosofía. Es muy americana.

—¿Se refiere a lo de «más vale que sobre que no que falte».?

—Sí. Me gusta mucho esta filosofía americana. Un día me convertirá en un hombre muy rico.

No le expliqué al señor Hsu que todos los informáticos son adictos compulsivos a las «sobras». Le dejé disfrutar con su sueño capitalista. El señor Hsu me ayudó a meter la caja de champán y luego se despidió.

Apenas tuve tiempo de sacar y arreglar las flores, poner en su sitio el champán, colocar la comida en platos para calentarla en el horno, bañarme y cambiarme. Me empolvé, me eché colonia, y me estaba poniendo un suave jersey de cachemira cuando sonó el timbre de la puerta.

Pearl llegó vestida con un suéter de angora de color naranja rojizo, tan ajustado como un traje de baño, y Tavish con una camiseta a juego, seguramente elegida por Pearl, en la que figuraba la siguiente inscripción: «Los auténticos hombres comen caviar Beluga».

Descorchamos el champán, colocamos la botella en el cubo de plata que había junto a la mesita del café y nos sentamos sobre cojines desparramados por el suelo para comer y relajarnos como preparativo previo a la noche de agotador procesamiento informático.

—Sentada aquí, encima del mundo, rodeada de flores y champán —comentó. Pearl—, me siento como si todo lo demás, el banco, mi horrible carrera y ese desgraciado de Karp, fuera irreal.

—Pero, gracias a la tecnología moderna —puntualizó Tavish—, sólo están a una llamada telefónica de distancia.

Aquélla era la llamada telefónica que iba a cambiar mi vida, pensé.

A las nueve estábamos sentados en torno a la gran mesa lacada de mi estudio. Tavish tecleaba con una expresión resuelta, mientras Pearl y yo, cansadas a causa de la tensión y en parte también por el exceso de champán, bebíamos un café solo muy cargado y comprobábamos sus progresos de vez en cuando.

—Este ordenador, ¿Charles Babbage se llama?, tiene su personalidad. —Tavish sonrió desde detrás del PC—. Acaba de decirme que espera que le paguen horas extras por este trabajo.

Yo había hecho un trato con los Bobbsey Twins para que aquella noche me dejaran a Charles hasta muy tarde, con objeto de «acoplar» su lista de clientes a la del ordenador del banco y abrir nuestras nuevas cuentas.

El banco recibía nuevos clientes cada día, de modo que abrir cuentas como ésas no era más que un procedimiento ordinario, siempre y cuando dispusiéramos de un saldo inicial para poder abrirlas.

Y ese dinero saldría del sistema de transferencias telefónicas en cuanto nuestros «cambios en el programa» se trasladaran del sistema de prueba a la ejecución real en producción. Debido a que hasta las cinco de esa misma tarde, cuando Bobby había descifrado el código, no supimos qué harían exactamente esos nuevos programas, tuvimos que escribirlos a toda prisa, así como redactar los documentos de autorización necesarios para notificar al centro de cálculo que aquellos cambios iban a producirse esa noche. Por otro lado, era una época del año muy conveniente para pedir cambios de última hora a los sistemas de producción. Siempre había una larga cola de cosas que esperaban entrar en producción en cada sistema justo antes del cierre del ejercicio, y el sistema de transferencias no era una excepción. Me limité a añadir nuestros programas a los demás antes de salir de la oficina. Estaba segura de que los códigos estarían en el ordenador mucho antes de medianoche, captando transferencias y esparciendo el dinero por todas nuestras cuentas. Pero a las diez en punto ocurrió algo espantoso. Pearl y yo habíamos salido a la terraza y nos encontrábamos en medio de la niebla nocturna, buscando la calma tras el enloquecedor frenesí de la jornada. Tavish estaba dentro, dando los últimos toques. Acababa de copiar la lista procedente de Nueva York y de permitir que Charles Babbage desconectara para el mantenimiento nocturno.

De repente, le oímos gritar:

—¡Maldita sea! ¡Oh, maldita sea!

Corrimos al interior y encontramos a Tavish contemplando la pantalla del ordenador con mirada salvaje.

—¿Qué ha ocurrido? —exclamé, rodeando la mesa para ver la pantalla.

La voz de Tavish pareció hacerse eco en el fondo de mi cerebro cuando miré impotente las letras verdes que brillaban en la pantalla:

PRUEBAS EN EL BANCO DEL MUNDO

CONCLUIDAS POR HOY.

¡FELIZ NAVIDAD

Y FELICES FIESTAS!

—¡Han desconectado el maldito sistema de pruebas! —dijo Tavish, casi a gritos—. Mis malditos programas están ahí fuera en la cola, ¡y han desconectado el maldito sistema dos horas antes de lo normal!

—¡Mierda! —exclamé, paralizada delante de la pantalla y preguntándome qué demonios hacer. No me había sentido tan impotente en toda mi vida.

—Y nosotros repantigados aquí —comentó Pearl—, engullendo comida china y bebiendo champán como si tuviéramos todo el tiempo del mundo. ¿Qué significa esto exactamente? ¿Qué ocurre ahora?

«Desde donde estás, puedes oír sus sueños —recitó Tavish—. Desalientos y desesperos y el vuelo y la caída y los grandes océanos de sus sueños…».

—¿Qué se supone que quiere decir eso? —preguntó Pearl, mirando a Tavish como si éste se hubiera vuelto realmente loco.

—Dylan Thomas —contestó Tavish—. Significa que nuestros sueños están acabados, nuestro sistema está acabado, nuestro proyecto está acabado y nosotros estamos acabados.

Se levantó y salió de la habitación en un trance vaporoso sin miramos a ninguna de las dos.

—¿Es eso cierto? —me preguntó Pearl—. ¿No podemos hacer nada?

—No lo sé —contesté, mirando aún fijamente la pantalla—. Realmente no tengo ni idea.

Eran las once de la noche y Pearl acababa de decirle a Tavish que le vaciaría la copa de champán en la cabeza si volvía a repetir una vez más: «Ojalá no hubiéramos…».

Fue entonces cuando tuve la idea. Sabía que era un disparo a ciegas, o peor aún, un jodido escupitajo al viento, pero estaba dispuesta a intentar cualquier cosa antes que pasarme toda la noche mirando las paredes y toda la semana siguiente mal diciéndome hasta que pudiera entrar de nuevo en el sistema.

—Bobby, ¿sabes escribir códigos objeto? —le pregunté a Tavish.

—Un poco, pero no es uno de mis hobbys precisamente —me contestó.

—¿Qué es un código objeto? —se interesó Pearl.

—Lenguaje informático —explicó Tavish—. Es aquello en lo que están compilados los otros programas, bits y bytes, inses ejecutables, órdenes que el ordenador puede comprender y llevar a cabo.

—¿Qué estás tramando? —me preguntó Pearl.

Pero yo seguía mirando a Tavish.

—¿Podrías coger el código objeto de esos programas que has escrito y colocarlo directamente en la biblioteca de producción real, como si estuvieran ya compilados y listos para funcionar?

—Claro, supongo que sí —dijo Tavish, con algo más que un deje de cinismo—. Por supuesto, tendríamos que conseguir que el departamento de operaciones desconectara el sistema de transferencias telefónicas, que justo ahora está funcionando veinticuatro horas al día, y me dejara entrar en los ordenadores para hacerlo. Pero estoy seguro de que estarán encantados de detener la producción para nosotros si les explicamos que tenemos que meternos en el ordenador para robar al banco esta noche.

—No quería decir eso —protesté, consciente de que lo que quería decir era aún más increíble—. Me refiero a que, si tuvieras la posibilidad de entrar en el sistema de producción ahora mismo, ¿podrías efectuar los cambios mientras el sistema de transferencias está funcionando?

Tavish me miró y se echó a reír.

—Estás bromeando, por supuesto —dijo.

—Traducción, por favor —se quejó Pearl—. ¿Quiere eso decir que al cerebro con traje de franela gris se le ha ocurrido alguna extravagancia?

—Se ha vuelto majara, desde luego —concedió Tavish—. Lo que tienen en el banco son máquinas «virtuales»; tienen cientos de unidades periféricas en línea, todas ellas introduciendo y extrayendo información rápida y eficazmente, y también tienen centenares de subdivisiones abiertas, paginando y analizando a una velocidad de nanosegundos…

—Para el carro —le interrumpió Pearl—. Me refería a una traducción a un inglés vulgar y corriente.

—Básicamente —dijo él con exasperación—, es como los Harlem Globetrotters del demonio haciendo juegos malabares con un millón de pelotas de baloncesto al mismo tiempo y a la velocidad de la luz. Entrar en una máquina de este tipo para efectuar cambios sería como intentar realizar una operación quirúrgica en el cerebro de un canguro utilizando un cronómetro.

—Una descripción muy lograda —le felicité—. ¿Crees que podrás hacerlo si consigo que entres?

Tavish meneó la cabeza y miró al suelo.

—Estoy loco, pero no tanto —me contestó en voz baja—. Además, no es posible entrar en el sistema desde una terminal conectada telefónicamente como ésta.

—No estaba sugiriendo que introdujeras los cambios por teléfono —le dije con una sonrisa—. Creo que deberíamos implantarlos en persona.

—¿Quieres decir… en la sala de ordenadores? —se asombró Pearl.

Tavish se puso en pie de un salto y arrojó la servilleta al suelo.

—No. No. ¡No y otra vez no! —gritó—. ¡Es completamente imposible!

Parecía algo histérico y yo comprendía perfectamente por qué. Si cometíamos el más mínimo error mientras un complejo conjunto de máquinas como aquél estaba en funcionamiento, todo el sistema se vendría abajo, provocando ese deprimente chasquido mortal que les produce pesadillas a los informáticos. Una vez que lo has oído, incluso un amago de apagón en un supermercado te pone mal cuerpo. En el caso del que yo hablaba, sería peor que bloquear un ordenador, puesto que, si metíamos la pata allí, nos cargaríamos la producción de todo el procesamiento internacional del Banco del Mundo.

Finalmente, si algo así ocurría mientras estábamos en el centro de cálculo, nos quedaríamos encerrados en sus entrañas, rodeados de círculos concéntricos de trampas y puestos de vigilancia. Estaríamos atrapados sin remisión, sin ninguna salida.

—Tienes razón —admití sombríamente—. No puedo pedirte nada tan peligroso. He perdido la cabeza al pensar siquiera en hacerlo yo misma.

—Esa apuesta te ha llevado demasiado lejos —dijo Tavish, calmándose un tanto y sentándose—. Claro está que, si tu amigo el doctor Tor estuviera aquí, la cosa sería diferente. Sin duda él podría hacer lo que me has pedido. Incluso ha escrito libros sobre el tema.

Fantástico, y yo no me había molestado en devolverle la llamada. No obstante, era improbable que Tor estuviera ansioso por coger un avión y acudir en mi ayuda, aunque yo supiera qué ayuda necesitaba. Después de todo, éramos rivales en la apuesta, como a él tanto le gustaba puntualizar.

Justo entonces sonó el teléfono. Y, pese a saber que sería llevar la sincronización demasiado lejos, tuve la extraña sensación de quién podría ser cuando le indiqué a Tavish con un asentimiento que cogiera el teléfono.

Tavish colocó la mano sobre el auricular.

—Un tipo llamado Lobachevski —me dijo—. Dice que es urgente.

Sonreí con una mueca, me acerqué y cogí el teléfono. Todo había terminado; sólo quedaba la puntilla. De algún modo, y a casi cinco mil kilómetros de distancia, Tor había percibido que acababa de ganar la apuesta.

—Vaya, Nikolái Ivánovich —dije afablemente—, qué alegría oírte. No he visto ningún nuevo tratado de tu cosecha sobre matemáticas euclidianas desde…, ¿cuándo fue, mil ochocientos cincuenta?

—Mil ochocientos treinta y dos, para ser exactos —contestó Tor—. No me has llamado.

—He estado muy liada —le aseguré—. En un auténtico embrollo, «para ser exactos».

—Cuando te envío un mensaje urgente, espero al menos la cortesía de que te intereses por mi situación. Es lo mínimo que yo haría por ti.

—No me pediste que me interesara, ¡querías que me subiera a un avión porque tú habías chascado los dedos, y me fuera a Nueva York tal cual! —protesté airadamente—. ¿Has olvidado que tengo que trabajar? Por no mencionar la apuesta que he de ganar.

Tavish me miró con ojos de asombro al darse cuenta de quien era.

—Como digo, sería lo mínimo que yo haría por ti —repitió Tor, malhumorado—. Bien, ¿puedo salir de esta maldita niebla y subir? Suponiendo, claro está, que a tu invitado o invitados no les importe.

La respiración se me cortó durante unos segundos.

—¿Dónde estás? —pregunté en un susurro.

—En el quiosco que hay un poco más abajo de tu casa —me dijo—. No había visto nunca esta ciudad y sigo sin verla. ¿Estás segura de que hay una ciudad por aquí? Durante todo el trayecto desde el aeropuerto no había más que niebla. Tuve suerte de que el avión pudiera aterrizar.

Cerré los ojos, puse la mano sobre el auricular y susurré:

—Gracias, Dios mío. —Luego le guiñé un ojo a Tavish—. Qué coincidencia —le dije a Tor—. Acabamos de tener una de tus transmisiones telepáticas, de modo que te estábamos esperando.

No me había alegrado tanto de ver a alguien en toda mi vida.

Cuando le abrí la puerta a Tor por el interfono y finalmente lo vi subiendo el último tramo de la escalera desde el ascensor hasta el ático, envuelto en su elegante abrigo de cachemira y con la luz del rellano reflejada en sus rizos cobrizos, me entraron ganas de correr hacia él y abrazarlo; pero eso hubiera sido una imprudencia, considerando lo que quería pedirle en cuanto entrara por la puerta. Así que me limité a cogerle el abrigo.

Tras unas breves presentaciones, Tavish se quedó prácticamente mudo al encontrarse por primera vez cara a cara con su ídolo. Los dejé a los tres instalados en la sala de estar para que Pearl y Tavish pusieran a Tor al corriente de nuestras últimas y traumáticas ocho horas. Yo me fui a la cocina para poner en marcha el asunto.

—Un lugar encantador —dijo Tor a mi espalda—. De un blanco virginal. Me recuerda un capítulo de Moby Dick. Aunque es muy apropiado para tu personalidad.

A pesar de su cínico sentido del humor, siempre a mi costa, sabía que, aunque Tor no hubiera sido mi mentor durante todos aquellos años, aunque no me hubiera persuadido de aceptar la apuesta, aunque no necesitara un favor con la urgencia suficiente para arrancarlo de los brazos de su amado Nueva York, él nunca me dejaría en la estacada cuando me hallaba en una situación como la de aquella noche, sobre todo si se le ofrecía la oportunidad de alardear de esa magia tecnológica que sólo él poseía. Porque íbamos a necesitar magia, como Tavish y yo muy bien sabíamos.

Una vez en la cocina, saqué la lista de números de emergencia del cajón y la recorrí con el dedo hasta que hallé el número particular del vicepresidente de operaciones. Él y yo habíamos pasado juntos largas y frías noches en el pasado, abajo, en el centro de cálculo, a causa de algún fallo en producción. Sabía que Chuck tenía cinco hijos pequeños y una mujer que se estaba hartando de dormir sola con los pies fríos. Además, era Nochebuena y ninguno de ellos se alegraría de recibir la noticia que estaba a punto de darles.

—Chuck, soy Verity Banks, de Transferencia Electrónica de Fondos —le dije cuando contestó al teléfono—. Siento tener que molestarte, sobre todo esta noche, pero me temo que ha habido una crisis en producción.

Oí unos cuchicheos de protesta y la voz de una mujer que decía:

—No puedo creerlo, ¿en Nochebuena?

—Oh, está bien —me dijo Chuck—. Son las pegas de la profesión supongo. —Sonaba como si acabara de pasar con botas de clavos sobre la tumba de su madre—. ¿Es algo que pueda resolver uno de los operadores? —preguntó esperanzado.

Los operadores estaban en el centro de cálculo, mientras que Chuck vivía en Walnut Creek, al otro lado de la bahía, a una hora larga de camino en coche.

—Me temo que no —le contesté—. Al parecer hay una unidad que funciona mal, pero no podemos desconectar el sistema para reemplazarla. Ya sabes que es fin de año, la época más fuerte del banco. Podríamos bloquear el sistema si empezamos a desconectar periféricos en medio de la producción. Si accidentalmente cometiéramos un error; tendríamos que iniciar en frío el sistema y realizar una recuperación reconstitutiva.

—Eso es malo —admitió, al borde de una auténtica depresión.

Ya lo creo que lo era; por eso me había inventado aquella excusa. Podía llevamos semanas, incluso más, recuperar todas las transacciones que estaban entrando en ese momento. Si Chuck tenía que detener la producción, el banco podría perder decenas de miles de dólares, y la noticia no se quedaría en casa. Hasta la prensa se abalanzaría sobre ella si un banco de la importancia del nuestro dejaba de funcionar durante las Navidades.

—Voy a enviar a un ingeniero —le dije a Chuck— para actuar sobre seguro. —Eso también salvaría la cabeza de Chuck si algo salía mal—. Pero creo que debería estar presente un director de cierto nivel para tomar una decisión, si la situación es peor de lo que pensamos.

—Estoy de acuerdo —replicó Chuck con voz absolutamente compungida.

En ese momento oí que su mujer decía: «¡No vas a cruzar Bay Bridge en Nochebuena, y no hay más que hablar!». Entonces me decidí a lanzar los dados.

—Te propongo una cosa. Si quieres, puedo ir yo en tu lugar. Vivo sólo a cinco minutos del centro de cálculo, ¡y no tengo niños esperando que Santa Claus baje por la chimenea! Si es algo serio, te llamo; pero creo que sería una lástima que hicieras el viaje, para que luego resulte que no era necesario.

—Vaya, ¡eso sería fantástico! —exclamó Chuck, saltando casi del teléfono para estrecharme la mano—. ¿Estás segura de que no te importa?

—Sé que tú harías lo mismo por mí —contesté—. Pero necesitaré una autorización, claro está, para que el ingeniero pueda entrar.

—Hecho —dijo Chuck con gran alivio—. Martinelli está a cargo del turno de noche. Tendrás autorización para entrar en menos de media hora. Y oye, Banks, no tengo palabras para expresar cuánto te lo agradezco.

—No hay problema —le aseguré—. Esperemos lo mejor.

Colgué el teléfono y volví a la sala de estar. Tor alzó la vista, interrumpiendo la conversación con Tavish y Pearl, y sonrió.

—Acabo de enterarme de tu apuro, querida, gracias a tus colegas aquí presentes —me informó, sonriendo ampliamente—. Por lo que veo, esperas que te eche una mano. Supongo que es el sino de los genios tener que demostrarlo continuamente, pero siempre me complace ser de utilidad. Recuerda tan sólo, mi veloz pajarillo, que después de esta noche me deberás una.

—Vámonos entonces-le dije, preguntándome por qué tendría que ser siempre así con él.—No disponemos de mucho tiempo; tenemos una cita con una, maquina.

Era asombroso que una simple llamada telefónica nos permitiera atravesar seis capas de seguridad y penetrar en el santuario sin mayores aspavientos. Habíamos acordado que Tavish y Pearl se fueran a casa y que los llamaríamos si necesitábamos que pagaran la fianza.

Tor caminaba tras de mí con la cabeza inclinada, llevando un maletín que contenía el código objeto de Tavish para los programas que teníamos que cargar y vestido con una gabardina usada que Tavish le había prestado. Así ofrecía una imagen de teckie más acorde con su papel de ingeniero a domicilio.

—El jefe dice que hay una unidad que funciona mal-dijo Martinelli, el encargado del turno de noche, cuando entramos en el espléndidamente iluminado centro de cálculo.

Martinelli, un italiano rechoncho con sudadera y tejanos y un corte de pelo a lo marine, supervisaba el funcionamiento de millones de dólares en tecnología punta de hardware, esparcidos por los cuarenta mil metros cuadrados de espacio que cubrían las tres plantas del Banco del Mundo.

—Hemos comprobado todas las unidades —añadió, cuando Tor depositó su maletín con decoro profesional—, pero no hemos encontrado nada que vaya mal.

—Nos aparece el mensaje de error cada vez que intentamos escribir en la unidad diecisiete —le dije—. Quizá se le haya pasado algo por alto.

Martinelli puso cara de malas pulgas, pero comprobó la lista de configuración.

—Esa unidad no figura como «información en este sistema» —me aseguró, lo que significaba que el sistema se negaba a reconocer una unidad con ese número porque nunca se le había informado sobre ella.

Por supuesto, no hacía más que inventar, improvisar al vuelo. Lo único que quería era conseguir que Tor se metiera en el maldito sistema del modo que fuera.

—Entonces ése debe de ser el problema —le dije a Martinelli—. Nuestro sistema está tratando de recibir transferencias telefónicas, pero, por algún motivo, el directorio de la unidad donde quiere introducidas ha desaparecido. ¿Habéis estado vosotros conectando periféricos a nuestro sistema?

—Nadie tiene que hacer nada con este sistema —afirmó Martinelli, dando unas palmadas a un procesador cercano—. El sistema de transferencias telefónicas funciona a través de los grandes ordenadores centrales, el sistema más fiable y de mayor calidad que tenemos.

—A menos que alguien decidiera conectar unos cuantos enchufes —dije yo en tono condescendiente—. Puesto que hemos de pagarle a este ingeniero; que sea por algo, no para que esté mano sobre mano. Que monte el detector de fallos, dale permiso para entrar en el supervisor y quizá podamos terminar pronto.

El detector de fallos era un programa de diagnóstico que actuaba como una especie de médico de ordenadores; se movía por el interior de la máquina mientras otros programas estaban en funcionamiento y los examinaba para ver si estaban enfermos. Si se permitía que pasara por encima del «supervisor», que dirigía todo el sistema, podía entrar en esos programas y efectuar cambios en ellos sin que nadie se enterara. Tor me había dicho que debía planteado de aquella manera y que le dejara a él el resto.

Martinelli, murmurando algo sobre mujeres y barcos, cogió una cinta de un estante cercano, la colocó en una unidad y le dio la vuelta a la guía hasta que la cinta se enganchó en el eje. Dejó que la puerta de cristal subiera deslizándose, se aproximó a una consola e introdujo unas cuantas órdenes a través del teclado.

—Está en línea —le dijo a Tor, apartándose de la consola.

—¿Tienes un cigarrillo? —le pregunté a Martinelli, sabiendo que era un sempiterno fumador y que no se le permitía fumar dentro de aquel clima controlado—. Dejemos que este tipo se gane sus exorbitantes honorarios, ¿no te parece? —añadí, señalando a Tor.

Martinelli y yo bajamos la rampa de carga hasta la pequeña salita para el café situada tras las puertas de cristal automáticas del centro de cálculo. Por el rabillo del ojo veía a Tor frente a la consola mientras sus largos dedos acariciaban las teclas. Preferí no pensar en lo que podría ocurrir si algo salía mal y cometía el más leve desliz.

Retuve a Martinelli en la salita para el café tanto tiempo como me fue posible, prestando la máxima atención a sus explicaciones sobre lo bien que le iba a su equipo en la liga interbancaria de bolos. El café del turno de noche era aún peor, por imposible que pareciese, que el que nos daban durante el día.

Cuando por fin volvimos a la sala de las máquinas, Tor seguía tecleando de espaldas a nosotros.

—¿Y bien, Abelardo? —le dije yo, dándole una palmada en el hombro—. ¿Qué tal va?

—Terminando, Eloísa —replicó, librándose de mi mano con desdén.

Al verlo de perfil me di cuenta de que estaba más pálido de lo habitual y de que tenía la frente perlada por una fina línea de sudor. Recé por que todo fuera bien.

Miré con preocupación los listados que Tor tenía delante y que Tavish le había dado, listados que no había visto nunca antes de aquella noche. Estaban escritos en código hexadecimal y carecían totalmente de significado para mí, pero Tor había garabateado unas cuantas notas en rojo en los márgenes. Y aunque eran un galimatías para la mayoría de las personas, sabía que mi vida y el destino de todos nosotros dependían de que fueran exactas al cien por cien. Si contenían el más mínimo error, sería mejor que nos hiciéramos el harakiri allí mismo, en el centro de cálculo.

—¿Ha encontrado lo que era? —le preguntó Martinelli a Tor, acercándose a él con unos cuantos operadores del turno de noche a remolque—. Aquí manejamos un barco inmaculado, nunca hemos recibido mensaje alguno de que hubiera problemas. ¿Qué ha hecho para arreglarlo?

—Elemental, mi querido amigo —dijo Tor, saliendo del sistema para mi alivio—. He cambiado la denominación de la unidad y ¡en marcha!

—Imposible —se asombró Martinelli—. Quiere decir ¿en el programa?, ¿mientras el programa estaba funcionando?

—En serio, no ha sido nada, —le aseguró Tor—. Sólo tiene que llamamos si lo necesita.

Cruzamos el último conjunto de trampas para llegar a los ascensores. Cuando llegamos al garaje, las piernas me temblaban de tal modo que apenas pude meterme en el coche. Notaba frías gotas de sudor resbalándome por la frente y un nudo que me atenazaba el estómago. Esperaba que en cualquier momento se dispararan las alarmas y nos dejasen encerrados en el edificio, cuando el ordenador encontrara por fin el código que Tor acababa de insertar; pero conduje el coche rampa arriba y salimos sin que se produjera el menor movimiento.

Tor había permanecido extrañamente silencioso mientras escapábamos de la escena del crimen. Me preguntaba qué estaría pensando y si habría pasado tanto miedo como yo.

—Espero que el maldito sistema no se vaya a hacer puñetas a las tres de la mañana —le dije, hallando apenas el camino en medio de la niebla cegadora.

—¡Qué efusivo agradecimiento! —replicó—. Recuérdame que viaje cinco mil kilómetros en medio de la noche para ayudarte la próxima vez.

—Te compraré una botella de coñac cuando lleguemos a mi casa —le dije.

—No vamos a esa blanca trampa mortífera a la que llamas casa —me informó—. Si lo que quieres es un sudario, querida mía, me parece que en cualquier esquina de esta blanca metrópoli fantasmal serías bien visible. Sigues perteneciendo a Nueva York.

—Espero que no estés pensando en llevarme allí esta noche —dije, escudriñando a través de las ventanillas para intentar descubrir en qué calle estaba.

—Ciertamente debería hacerlo; pero, por desgracia, el último avión ya ha salido —explicó—. Sigue recto hasta llegar a la bahía. He estudiado un mapa de esta horrible ciudad mientras iba de camino hacia ti. Vamos a un lugar llamado Fisherman' s Wharf.

—Quizás hayas estudiado un mapa —dije—, pero no las costumbres locales. Es más de la una de la madrugada. En San Francisco está todo cerrado a esta hora.

—Trogloditas repugnantes —murmuró Tor, cuya ciudad, como Las Vegas, no cerraba nunca—. No obstante, haz lo que te he dicho. Me han asegurado que el lugar al que vamos permanecerá abierto tanto tiempo como nos plazca.

No me gustaba la idea, pero sabía que le debía a Tor no ya un favor, sino la vida. Dudaba de que hubiese muchas personas en el planeta que hubieran hecho por alguien lo que él había hecho por mí aquella noche, y mucho menos de manera tan imprevista. Si quería ver el maldito muelle, ¿por qué no?

Nos detuvimos cerca de Fisherman's Wharf. Había montones de sitios para aparcar a aquella hora. Bajamos del coche y lo cerramos. De no ser por la niebla, habría estado muerta de miedo; pero supuse que si alguien quería asaltarme en medio de aquella niebla primero tendría que encontrarme.

Tor me cogió de la mano y me guió por el muelle. Tiendas y bares empezaron a escasear y, ya casi al final, los barcos crujían y chapoteaban en el agua entre los fantasmales edificios desvencijados y medio derruidos.

—Me parece que es éste —anunció Tor, señalando un pequeño barco de motor que apenas distinguí en la penumbra.

—¿Me llevas de paseo en bote? —pregunté, algo histérica—. ¿En medio de la bahía, a estas horas?

Pero él se metió en el bote sin pronunciar una palabra y empezó a buscar.

—Veamos, la llave debería estar… aquí. —Oí su voz en la niebla—. Bien, mi querida niña —añadió, y su mano surgió de la niebla para coger la mía—, ¿has vivido conmigo alguna vez una experiencia con la que, a la larga, no hayas disfrutado?

—Creo que ésta puede ser la primera —repliqué.

Pero de poco me serviría oponerme, de modo que le di la mano y salté al bote.

Nos pusimos en marcha para adentrarnos en la bahía antes de que me diera cuenta. Cuando abandonamos los muelles y estábamos ya bastante lejos, vi la luz de la ciudad que quedaba atrás reflejada en las negras aguas. En la bahía no había más que pequeños intervalos de niebla y los altos edificios de San Francisco se elevaban por encima del sudario de nata batida como la perdida Atlántida saliendo del agua, chorreante de espuma. Había luna llena, envuelta en nubes que pasaban velozmente por el cielo. No había visto jamás nada tan magnífico.

—Es increíble —le susurré a Tor, aunque no había nadie en varios kilómetros a la redonda que pudiera oírme—. No había estado nunca en medio de la bahía de noche.

—No es más que la primera de las muchas experiencias que preveo en tu inmediato futuro —me contestó.

—¿Adónde me llevas? ¿O es sólo una excursión sin destino? —le pregunté. Después de todo, había dicho que el sitio estaría abierto.

—Vamos a una isla, nuestra isla —explicó en voz baja, como si hablara consigo mismo—. En medio de un mar de oscuro vino…