Era joven, pero ése es precisamente el momento de empezar. Cuanto antes se siembra, antes se recoge. En aquella época andaba siempre de un lado para otro, nunca fui un holgazán. Más vale gastar suelas que hojas: ése era mi lema.
Al que madruga, Dios le ayuda.
BOUCK WHITE,
The Book of Daniel Drew
MARTES, 8 DE DICIEMBRE
Duke Jimmy se desabrochó la bragueta y echó una buena meada, calentita, en su portal favorito de la Tercera Avenida. Tras abrocharse de nuevo los pantalones, se bajó el suave y viejo suéter de cachemira que le habían dado, después de zurcido, en la Liga de Salvamento de San Marcos. El suéter era de un bonito color vino y combinaba bien con la chaqueta de tweed remendada que había conseguido en la Misión de la Luz Divina.
El hombre se encaminó a Union Square, donde pensaba recoger la limosna habitual de la mañana. Cerca de allí había un edificio con una agradable rejilla por donde salía aire caliente y junto a la cual le gustaba sentarse mientras se tomaba el desayuno. Pero la mañana era más fría de lo que había creído. Cuando llegó a Union Square, sus manos, metidas en los bolsillos raídos, estaban heladas, y notaba la humedad de la nieve filtrándose a través de los periódicos que forraban sus zapatos.
Se encontraba sentado al lado de la rejilla, con un zapato fuera, cuando se percató del hombre que lo contemplaba de pie junto a él. Duke Jimmy alzó la vista. Había algo extraño en aquel tipo. Luego se dio cuenta de que era el color de sus ojos. Jimmy no había visto nunca unos ojos parecidos salvo en los gatos callejeros.
—Muy buenos días, señor —dijo Jimmy afablemente.
—Hola —replicó Tor—. La mañana es mucho más fría de lo que había pronosticado el hombre del tiempo. Debe de estar helándose con esa ropa.
—Muy cierto —dijo Jimmy—. Justamente estaba pensando que una buena botella de vino tinto calentaría mis viejos huesos.
—Me preguntaba —dijo Tor—, si le importaría ponerse de pie un momento.
—Espero que no esté pensando en robarme —repuso Jimmy, mientras se ponía el zapato y se levantaba—. Si es así, no cabe duda de que ha escogido al tipo equivocado.
Tor rodeó lentamente al viejo vagabundo, mirándolo de arriba abajo.
—Creo que servirá —afirmé—. ¿Qué le parecería ganar algún dinero?
—Eso depende —contestó Duke Jimmy con cautela.
—Parece tener la misma talla que yo. ¿Qué le parecería venderme la ropa que lleva? Sólo las prendas exteriores, no estoy interesado en la ropa interior —añadió Tor rápidamente. Le acababa de llegar una bocanada del intenso olor del viejo borracho y se preguntó cuánto desinfectante haría falta para eliminar los piojos de la ropa.
—¿De cuánto dinero se trata? —preguntó Jimmy—. Esta ropa es prácticamente una herencia familiar, ¿comprende? No puedo desprenderme de ella así como así.
—Cincuenta dólares —contestó Tor.
—Me parece justo —concedió Jimmy—. Pero ¿qué me pondré si le vendo mi último traje?
Tor no había pensado en ello, pero tampoco deseaba embarcarse en una expedición de compra para equipar a aquel tipo.
—¿Qué me dice del traje que lleva usted? —sugirió Jimmy—. Si mi ropa le queda bien, su ropa debería quedarme bien a mí.
—Este traje es bastante caro —replicó Tor.
—Me parece perfecto —dijo Jimmy—. Por eso me llaman Duke Jimmy, porque reconozco la calidad en cuanto la veo.
La oficina de mensajería, en el centro de Manhattan, estaba atestada de cuerpos sudorosos. El continuo zumbido de las voces, similar al de un ventilador, cesaba durante unos instantes cada vez que el empleado anunciaba el número de uno de ellos.
Tor se levantó del fondo de la estancia cuando se anunció su número. Era consciente del fuerte olor a líquido de limpieza en seco y desinfectante que le acompañaba al tiempo que atravesaba la habitación, y del aroma soterrado que parecía ligeramente más intenso. Pero nadie más pareció percibido.
Siguió al empleado hasta un espacioso almacén con muchas mesas.
—¿Señor Duke? —preguntó el entrevistador sin apenas levantar la vista cuando Tor entró en el cubículo.
—Sí, Jimmy Duke —respondió Tor, conteniendo una leve sonrisa.
—Escribiré James, ¿le parece bien? ¿Es ése su nombre auténtico?
—La gente me llama Jimmy-respondió Tor.
—Bien —dijo el entrevistador, y escribió James en el casillero—. ¿Me permite ver el formulario que ha rellenado? —Cuando Tor se lo tendió, preguntó—: ¿Ha trabajado antes en algo parecido?
—He hecho de repartidor para tiendas de comestibles —contestó Tor.
—Ah, sí, ya lo veo —dijo el entrevistador—. Bien, permítame que le explique el trabajo. Una agencia de valores, o la Bolsa, nos llama por teléfono. Si le avisan a usted, tiene que ir a la dirección indicada. Allí encontrará los valores metidos en una cartera. Usted debe recogerla y comprobar que están todos; luego firma y entrega el recibo a la agencia. Tiene que hacerles firmar el papel rosa para que podamos enviarles la factura correspondiente.
—¿Y luego qué hago? —inquirió Tor.
—Llevarlos al Depository Trust, donde anotarán la entrada. Cotejarán los impresos con los valores y le darán un recibo. Les cobramos diez dólares por entrega, y a usted le pagaremos ocho dólares la hora. La mayoría de entregas le llevarán muy poco tiempo, ya que casi todas las oficinas están situadas en el distrito financiero. Nosotros ponemos la bicicleta. Eso es todo.
—Bien-dijo Tor.—¿Cuándo empiezo?
—Tardaremos unas dos semanas en tramitarle el seguro. Pero, como por lo que veo en su formulario no le han arrestado nunca ni tiene antecedentes, y ahora mismo andamos un poco cortos de personal, puede empezar de inmediato. Le enviaremos sus papeles cuando esté listo el seguro, dentro de unas semanas. Preséntese en la oficina de mensajería de Broad Street mañana a las ocho de la mañana.
—Bien dijo T or, y salió.
No tendría que esperar a que llegaran los papeles del seguro. Al cabo de dos semanas, el robo ya se habría materializado.
MIÉRCOLES, 9 DE DICIEMBRE
A las nueve de la mañana del 9 de diciembre, un hombre con una chaqueta de tweed raída y un suéter color vino traspasó las puertas de Merrill Lynch. Llevaba zapatillas de deporte manchadas de barro, prendedores de los que utilizan los ciclistas alrededor de los bajos de los pantalones, y una carpeta con sujetapapeles donde había varias hojas escritas. Se acercó a la mesa de la recepcionista.
—Recogida para el Depository —anunció.
—¿Es usted mensajero? —preguntó la mujer. Tor asintió—. En el piso siguiente —indicó.
Tor salió del ascensor en el piso siguiente. Había un largo pasillo con una puerta al final sobre la que se leía ENTREGAS. Lo recorrió hasta llegar a la puerta, pulsó el timbre y la puerta se abrió con un chasquido.
—¿Recogida para el Depository? —preguntó Toral hombre que había en la ventanilla.
—¡Vale; ya está aquí! —gritó éste por encima de su hombro—. Vamos, date prisa, no tenemos todo el día. ¿Hay algo entre la A y la G? No tengo nada todavía entre la H y la M. De la S a la Z está bien…
El hombre repasó las pilas de documentos que tenía sobre la mesa, tachando los que figuraban en una lista que tenía delante.
—Bien, creo que esto es todo —le dijo a Tor.
Ambos repasaron los valores y anotaron los números. Tor los metió en la cartera de lona que le tendió el hombre y le dio un recibo a éste, quien firmó los impresos que Tor llevaba en la carpeta. Por último, recogió la cartera.
—¿Clasifican estos títulos por orden alfabético? —preguntó.
—Sí. ¿Para qué quiere saberlo? —replicó el hombre desde el otro lado de la ventanilla.
—Si tengo que entregar valores aquí, ¿se los he de traer a usted?
—No. Ésos van a entradas, en el siguiente piso.
—Gracias —dijo Tor. Cuando se volvía para salir añadió para sus adentros—: Que la mano izquierda no sepa lo que hace la mano derecha.
—¿Qué ha dicho? —preguntó el hombre, un poco mosca.
—Una cita bíblica —contestó Tor, y la puerta se cerró tras él con un chasquido.
Sin ayuda bíblica no tenían modo de cotejar las entradas y salidas diarias de títulos como los que él llevaba en la cartera, pensó mientras volvía por el pasillo. Si las cosas se manejaban y archivaban en tantos lugares diferentes, sería harto difícil cotejar la cantidad de dólares en bruto que entraban y salían por la puerta. Tor sonrió.
Las calles estaban llenas de fango y sucias de nieve pisada. Tor caminó hasta la bicicleta y arrojó la cartera de lona a uno de los cestos que colgaban de la parte de atrás. Luego liberó la bicicleta del soporte y se alejó por los desfiladeros de acero y hormigón de Wall Street.
Una hora más tarde, cubierta de fango y cargada con varias carteras de lona parecidas, la bicicleta avanzaba laboriosamente entre el denso tráfico hasta la estación de metro de Wall Street.
Tor pedaleó cansinamente hasta el soporte para bicicletas de la entrada este, ató el vehículo y se cargó los cestos al hombro. Gruñendo un poco a causa del peso, bajó las escaleras y se metió en el metro.
Lelia llegó corriendo por el pasillo tan pronto como la criada abrió la puerta de doble hoja de la entrada.
—Mein Gott in Himmel! —exclamó—. ¡Fango! ¡Fango! Qu'est qu'il fait? No le dejes entrar. ¡Me ensuciará el suelo! ¿Qué quierre?
—Lelia, encanto, qué hospitalidad —dijo Tor, quitándose la suciedad de los párpados y dejando al descubierto dos zonas blancas que parecían anteojos.
—Oh, mon cher—dijo Lelia—. ¿Qué le han hecho? Le han arrastrado por la cuneta, con lo sucio que está. ¿De dónde viene con esas ropas?
—Al parecer es la indumentaria apropiada para los mensajeros —le aseguró Tor—. He llevado a cabo un estudio sobre el tema. Los encargados de las entregas se habrían alarmado si hubiera llegado vestido con un traje Brioni. Al parecer prefieren mensajeros del tipo sórdido.
—Tiene que quitarse eso y le diremos a Nana que prepare un agradable baño de burbujas —le dijo Lelia, arrugando la nariz ligeramente al percibir el aroma de Tor.
—No tengo tiempo para burbujas, querida —replicó él—. ¿Dónde está Georgian? Le ha llegado el momento de trabajar.
Georgian estaba en la Habitación Ciruela, preparando los documentos y limpiando el equipo. Tor y Lelia acarrearon las carteras por el pasillo, las abrieron una a una y examinaron su contenido, haciendo una lista de lo que habían sacado de cada una y colocando los títulos seleccionados en una pequeña pila en el suelo. Lelia llevaba una cuenta apresurada del valor nominal de cada bono que extraían para imprimir.
—Será mejor que te laves las manos antes de seguir tocándolos —le dijo Georgian a Tor—. O deja que lo haga mi madre. Estas armando un buen lío.
—Si haces tu trabajo correctamente —dijo Tor, con una mueca que reveló unos dientes blancos en un rostro negro—, no tendrán que salir de aquí.
Georgian se quedó mirándolo fijamente.
—Dios mío, esto ya está. Ahora sí que empieza en serio, ¿no es cierto? —dijo.
—No sé qué quieres decir con «esto». Pero sin duda éstos son títulos negociables, y vamos a coger las cantidades en dólares y los números de cada certificado para grabarlos en nuestros certificados en blanco. No me digas que ahora sientes escrúpulos.
Georgian se quedó sin habla.
—Allons, allons! —intervino Lelia de inmediato—. Mach snell! Dépechez-vous! Tenemos todo el trabajo por hacer y vosotros estáis en las nubes. Tú empieza las fotos y yo haré un poco de potage para el pobre Zoltan. Necesitará la comida para recuperar la buena salud.
—Madre, por Dios, ¿no piensas nunca en otra cosa que no sea la comida?
—Da fuerzas para que los delincuentes tengan éxito —dijo Lelia, poniéndose en pie.
Tor miraba la pila de títulos que habían elegido, pasando las hojas con el dedo pulgar. Levantó la vista con expresión sombría.
—Sólo tenemos veinte —dijo.
—¿Veinte qué? —preguntó Georgian.
—Veinte certificados, de todas estas carteras, que podamos utilizar. Tienen que ser de tipos para los que ya tengamos listos los grabados. Si todos los títulos que conseguimos son como éstos, de tan sólo cinco mil dólares por documento, estaremos haciendo planchas de grabado durante meses sólo para imprimir los números.
—Me llevó la mayor parte del fin de semana hacer las planchas para esos bonos de muestra que compraste —admitió Georgian—. Podría necesitar todo el día sólo para grabar los números de estos pocos.
—No disponemos de todo el día —espetó Tor.
Se agachó y rápidamente volvió a puntear la cantidad que había en la pila—. Menos de diez millones— dijo irritado.
—¿Y qué tiene de malo? —inquirió Georgian—. ¡La apuesta con True consiste en ver quién roba antes treinta millones! ¡Prácticamente lo hemos conseguido en la primera tacada!
Tor suspiró y se incorporó.
—No se trata de robar treinta millones, sino de ganar treinta millones —explicó pacientemente—. Para eso se necesitan mil millones en valores pignoraticios.
—Entonces toma prestados títulos más altos para que yo los copie —sugirió Georgian con su lógica marca de la casa.
—Hago todo lo que puedo —contestó Tor, poniendo énfasis en cada palabra—. Considerando que tengo que coger lo que las empresas tienen a bien transferir, y que tú te has convertido en el maestro Zen del grabado, es decir, la perfección o nada, ¡yo diría que no acabaremos con esta pequeña travesura hasta el próximo junio!
—No entiendes nada —dijo Georgian con lágrimas en los ojos—. Tengo que preparar una plancha nueva: hacer la foto, revelar la película, realizar el grabado con ácido…, o sea, todo el proceso, para cada maldito bono que entre por esa puerta. Cada uno de ellos requiere demasiados pasos. Además —añadió cogiendo un bono y agitándolo en las narices de Tor—, la mitad de los números de estas tonterías ni siquiera están grabados, se limitan a imprimirlos en una prensa normal. No veo por qué he de esforzarme tanto…
—¿Qué has dicho? —exclamó Tor, arrancándole el bono de la mano y examinándolo detenidamente. Luego sonrió lentamente y miró a Georgian—. Mi pequeño genio cabeza de chorlito —le dijo en tono irónico—. Creo que acabas de salvamos el cuello a todos.
Tor engullía su segundo plato del delicioso minestrone de Lelia mientras acababa de explicarle el anverso del bono a Georgian.
—Podemos grabar casi toda la cara delantera antes de hacemos con el bono auténtico que queramos copiar. El dibujo de la orla, el nombre y el número del emisor no cambian nunca, independientemente de la cantidad o del número de serie del bono.
—Correcto —asintió Georgian—. Todo lo demás puede fotografiarse e imprimirse a partir de la foto, sin necesidad de hacer planchas de grabado. Es decir, todo menos la denominación del bono, su «valor nominal». Eso se diría que está grabado, más que impreso, en cada tipo de bono.
—De acuerdo, pero…, pasa los dedos por encima de ese número —dijo Tor—. Quizás esté grabado, pero sólo tiene un poco más de relieve que las partes del bono impresas. Además, la denominación se halla situada en el centro del título. Si la orla de alrededor está grabada, y eso es lo que con toda probabilidad se toca al revisar un montón de títulos, resultará muy difícil detectar si uno de los floridos números del centro está grabado o impreso.
—Sin duda así reduciríamos el tiempo necesario —admitió Georgian—. Podría hacer un negativo fotográfico para cada ocho títulos y grabar directamente a partir del negativo. Sería mucho más fácil que hacer la foto y luego preparar ocho planchas de grabado antes de imprimir.
—Muy bien, de acuerdo, estoy dispuesto a correr ese riesgo si tú lo estás —anunció Tor—. Después de todo, soy yo quien tiene que entregar los títulos falsos en el Depository Trust. Será a mí a quien pillen si los documentos no pasan la inspección.
—Me encantaría estar allí para hacerte una foto —bromeó Georgian, riendo. Pero parecía realmente preocupada—. ¡Me pongo tan nerviosa cuando la más mínima cosa sale mal! —explicó—. Me siento como si nos hubiéramos metido en una pesadilla…
—No hay tiempo para pesadillas, ni tampoco para sueños —interrumpió Lelia, que llegaba para llevarse los platos de sopa—. No debéis dejar para mañana lo que podáis hacer pasado mañana.
—Muy bien, madre. —Georgian rió—. Trae el secador, al parecer vamos a ponemos a trabajar.
Eran las dos y media cuando Lelia entró en el antiguo vestíbulo impregnado de olor a pescado del South End Yacht Club, más abajo de Whitehall, en el East River Drive. Llevaba un sobre bajo el brazo que contenía los veinte títulos terminados.
—Perdone, señora —la detuvo el portero—, pero no puede entrar a menos que vaya acompañada de un miembro del club.
—Pero es que el doctor Tor me está esperando. Se trata de un asunto de grave urgence —explicó Lelia.
—Quizás algo le haya retenido —dijo el portero—. Hoy no ha venido.
Lelia estaba a punto de protestar cuando el portero miró hacia la puerta alarmado. Tor subía corriendo los escalones cubierto de lodo, con la raída chaqueta de tweed, los pantalones desteñidos y las cestas de la bicicleta colgando del hombro.
—Me alegra que me haya esperado, querida —dijo, agarrando a Lelia de la manga del abrigo de piel con grandes precauciones—. George, ésta es la baronesa Daimlisch. Tomaremos el té en el comedor privado, ya está reservado. Y mándanos una botella de ese clarete del treinta y dos, si eres tan amable.
El atónito portero trató de no mirar el atuendo de Tor, pero abrió el armarito que tenía a su espalda y sacó una corbata con la diminuta insignia del club. A continuación se la tendió a Tor, que se la colocó alrededor del cuello de su suéter color vino y se hizo el nudo. Tor le ofreció el brazo a Lelia y ambos se dirigieron al comedor.
—¡Ah, George! —añadió Tor por encima del hombro—. Y no pierda de vista mi bicicleta, por favor. Está justo delante de la puerta.
—Por supuesto, señor-replicó George.
—Este clarete es excelente —dijo Lelia, sentada junto a la chimenea del comedor privado del club, tenuemente iluminado y con paredes revestidas de madera.
—Y estos grabados son exquisitos —replicó Tor, hojeándolos cuidadosamente—. Ahora los pondremos en las carteras correspondientes para entregarlos. He cogido unos cuantos más mientras usted y Georgian trabajaban en éstos. Ahora son las tres menos cuarto. ¿Cree que podrá volver a casa, copiarlos y volver a las cinco para que yo pueda entregados en el Depository?
—Será dificile —opinó Lelia—, pero ha hecho todo esto en menos de una hora. El problema es el tiempo que yo necesito para venir hasta aquí desde el metro, aunque es más rápido que hacer todo el trayecto en taxi.
—Entonces, quizá sea mejor que nos encontremos en el metro —sugirió Tor—. Y no más pausas para comer o para cócteles a partir de hoy. El tiempo es esencial, así que me alegra que esté dispuesta a ser nuestro enlace. No obstante, espero que comprenda que está corriendo un riesgo.
—¿Qué es la vida si uno teme correr riesgos? —dijo Lelia.
Tor asintió y miró uno de los títulos falsos. Pasó los dedos por el número festoneado que había en el centro y que rezaba: «$5.000 y n.º/ 100», un número que había sido impreso en lugar de grabado. Sólo un experto percibiría la diferencia. Era la frase que había seis líneas más abajo lo que le preocupaba. No por su aspecto, sino por lo que decía: «Salvo amortización anticipada, según se menciona».
Habían copiado un bono amortizable por anticipado, un título que podía ser «recuperado», como un pagaré, si el emisor deseaba amortizarlo anticipadamente. ¿Cómo no se había dado cuenta antes?
Oh, bueno, pensó, ahora ya estaba hecho. Lo más probable era que no ocurriera nada. Y, como decía Lelia, ¿qué era la vida si uno temía correr riesgos?
Tor metió el bono en la cartera para el Depository Trust.
Los cuarenta pisos de cemento y cristal del edificio del Depository Trust ocultaban una construcción interna, semejante a una cámara acorazada, en la que se almacenaban cientos de miles de títulos como los que había en la bolsa de Tor.
La mayoría de entregas normales se efectuaban en la entrada principal, que albergaba al Chemical Bank. Pero las entregas importantes, el trasiego constante de títulos, se realizaban por la parte de atrás del edificio.
En la parte de atrás del 55 de la calle Water había unas puertas construidas en acero de treinta centímetros de grosor. Detrás de éstas habían instalado una serie de «trampas» de doble puerta, a través de las cuales pasaban, durante todo el día, mensajeros despeinados con tejanos descoloridos y zapatillas de deporte, carteras de reparto y maletines repletos de bonos corporativos y municipales, valores ordinarios y acciones preferentes.
Las cámaras acorazadas donde se almacenaban los títulos se encontraban situadas en el laberinto de sótanos de múltiples niveles del edificio. Pero los mensajeros no hollaban jamás aquellos sacrosantos lugares, ni tampoco las oficinas que albergaban las plantas superiores. Todo lo que se hacía tras las puertas de acero estaba controlado por cámaras de seguridad, mecanismos de identificación y un puesto de control para los guardas de seguridad.
A las cuatro cincuenta, exactamente, de la tarde del 9 de diciembre, un hombre vestido con chaqueta de tweed descolorida, suéter de color vino y zapatillas de deporte enlodadas entró en el Depository Trust Company. Llevaba colgado del hombro un cesto doble de bicicleta que contenía carteras salpicadas de barro y llenas de títulos. Empujó las puertas de acero y traspasó el laberinto de puertas subsiguientes, pasó junto a cámaras y guardas de seguridad y entró en la pequeña habitación donde se efectuaban las entregas. Una vez allí, se situó detrás de otro mensajero y aguardó frente a la puerta de dos batientes hasta que le llegó el turno.
Una a una, colocó sobre el mostrador las carteras con los impresos que las acompañaban. La administrativa que había tras el mostrador las abrió y comprobó si estaban todos los títulos que figuraban en la lista.
Luego, la mujer sacó y firmó los impresos en cuatro copias que iban sujetos a las carteras y agregó una copia a los títulos, que serían depositados en la cámara acorazada. Rellenó la segunda copia del impreso y devolvió las dos restantes al mensajero, como prueba de que la entrega había sido realizada. El mensajero entregaría una de esas dos copias al propietario de los títulos.
Tor recogió sus recibos y salió por las puertas de acero. Transacción finalizada.
Cuando salió a la calle, miró el reloj. Apenas eran las cinco, pero el cielo estaba absolutamente negro. Volvió a rodear lentamente el edificio hasta llegar a la parte delantera, donde había dejado la bicicleta. La soltó y alzó la vista para contemplar el edificio. Las luces del Chemical Bank brillaban resplandecientes, a pesar de que el banco debía de haber cerrado ya hasta el día siguiente.
Entre los dos viajes y las dos impresiones realizadas aquel día, había depositado cerca de treinta millones de dólares en bonos al portador, que descansarían en los estantes del Depository Trust Company desde entonces hasta la eternidad.
Y nadie les había echado siquiera una mirada para comprobar si eran auténticos.
VIERNES, 18 DE DICIEMBRE,
UTRECHT, PAÍSES BAJOS
Era el último viernes antes de las vacaciones de Navidad y Vincent Veerboom estaba sentado en su despacho del Rabobank, garabateando unas notas para su secretaria y alzando la vista ocasionalmente para mirar por la ventana.
La única y sombría ventana de su inexpugnable despacho daba a la ciudad de Utrecht, humeante y cubierta de nieve. El fino velo de nieve cristalina, que caía lentamente del negro cielo, ocultaba la fealdad de sus edificios achaparrados y grises.
Veerboom oyó unos golpes suaves en la puerta. Su ayudante entró en la habitación.
—¿Sí? —gruñó Veerboom, irritado por la interrupción de su ensueño prevacacional.
—Señor, disculpe, por favor. Ya sé que está preparándose para iniciar las vacaciones, pero la baronesa Daimlisch está ahí fuera. Desea que la reciba.
—No estoy —contestó.
Era casi la hora de salir; el banco cerraría al cabo de un cuarto de hora y él se había pasado toda la tarde pensando en ese momento y en lo que le seguiría. Su mujer y sus hijos ya se habían ido a la casa rústica que tenían en Zermatt, para esquiar, y no se reuniría con ellos hasta el día siguiente. Tan pronto como abandonara el banco, pasaría una velada romántica arropado por el abundante pecho de su amante, Ullie, quien presumiblemente, estaba calentando la cena para él en el pequeño apartamento que le había alquilado en la zona residencial de Utrecht.
—Señor, la baronesa insiste en que es un asunto de la máxima urgencia. Desea realizar una transacción importante hoy mismo antes de que cierre el banco.
—¿La víspera de las vacaciones de Navidad? —le espetó Veerboom—. ¡Desde luego que no, es absurdo! Que venga cuando volvamos de vacaciones.
—El banco permanecerá cerrado durante toda una semana-señaló el ayudante,—y la baronesa se marcha esta noche a Baden-Baden.
—De todas formas, ¿quién es esa baronesa Daimlish? El nombre me suena…
El ayudante cruzó la estancia y susurró en el oído de Veerboom, como si alguien estuviera escuchando por la cerradura.
—Ah, ya comprendo —dijo Veerboom—. Bien, entonces hágala pasar. Esperemos que podamos despachar el asunto rápidamente. Odio hacer negocios con esas mujeres alemanas chillonas e insoportables.
—La baronesa es rusa de nacimiento —indicó el ayudante—. Un expatriada, ya sabe.
—Sí sí, gracias. A veces a uno se le olvidan estas cosas. ¿Y cuál es el nombre de pila de la baronesa, Peter?
—Lelia, señor. Su nombre es Lelia Maria von Daimlisch.
El ayudante salió e instantes después introdujo a Lelia en el despacho.
Lelia iba envuelta en pieles blancas y embutida en unas altas botas, también blancas, de piel de lagarto. Cuando entró, apartó la capa hacia atrás, y el despliegue de diamantes que rodeaban su cuello le cortó la respiración a Veerboom. Este, tras recuperar su aplomo, avanzó unos pasos y estrechó la mano que Lelia le tendía.
—Lelia, qué alegría volver a verla —la saludó cordialmente. Veerboom no se había convertido en un importante banquero holandés precisamente por haber tirado el encanto al cubo de la basura—. Está más radiante que nunca. Sigue siendo la jovencita que recordaba. ¿Cuánto tiempo hace? Parecen años, pero, en algunos aspectos, se diría que fue ayer.
—Para mí —dijo Lelia, agitando recatadamente las pestañas—, el tiempo no es relativo.
No había visto jamás a aquel hombre; los banqueros eran tan presuntuosos.
—Eso mismo pienso yo —convino él calurosamente, indicándole que se sentara. Veerboom se sentó en una silla junto a la de ella y apretó un pequeño timbre para llamar al botones—. Supongo que mi ayudante le ha explicado ya que tengo una cita de negocios muy urgente esta tarde, lo que lamentablemente limita el tiempo que puedo concederle a usted. Así que será mejor que vayamos directamente al asunto. ¿Qué le trae al Rabobank con tanta urgencia la víspera de las vacaciones de Navidad?
—Dinero —contestó Lelia—. Un legado de mi querido y difunto marido. Me dejó una suma considerable para el cuidado de mi única hija. Deseo invertir una parte de ese dinero en su banco, ¿es eso posible?
—Naturalmente. Por supuesto. Estaremos encantados de desempeñar el papel que usted desee. ¿Desea usted que actuemos como fideicomisarios de su hija?
—En absoluto. Mi hija va a venir aquí, a Europa, y deseo que tenga todo lo que desee; pero lo que le doy a usted son los…, mis propias inversiones… que no deseo convertir en líquido.
—Comprendo —dijo Veerboom—. Usted tiene algo para usar como valores pignoraticios y desea obtener un préstamo sobre ellos, ¿no es así? De este modo, no tendrá que convertir sus inversiones en líquido y perder así los intereses, sino utilizarlas simplemente para garantizar una línea de crédito. ¿Y desea usted que esa cuenta vaya a nombre de su hija?
—No, sólo a mi nombre —respondió Lelia—. Y quiero sacar dinero tan a menudo como desee; ahora, por ejemplo.
—Bien, eso es algo diferente —dijo Veerboom—. No sólo quiere establecer una línea de crédito, sino un saldo de apertura en forma de préstamo, lo que naturalmente dará lugar a intereses. Si lo he entendido correctamente, usted le dará a su hija las órdenes de pago que necesite a partir de esa cantidad inicial, y de ese modo usted seguirá detentando el control absoluto del dinero. Muy sensato, si me permite decirlo.
—Entonces, ¿es posible?
—Por supuesto, nada más fácil, mi querida señora. ¿Y cuánto desea cómo préstamo para establecer el saldo de apertura?
—Ésa es la razón por la que deseaba hablar directamente con usted, monsieur Veerboom. Se trata de una suma considerable.
—¿Y de qué suma estamos hablando, mi querida baronesa? —preguntó Veerboom, sonriendo amablemente.
—Veinte millones de dólares americanos, mi querido monsieur Veerboom.
Veerboom se quedó mirándola durante unos instantes, luego recuperó su encanto.
—Ciertamente. ¿Y qué tiene pensado utilizar como valores pignoraticios para el préstamo?
—¿Serán suficientes cuarenta millones? —preguntó Lelia dulcemente.
—¿Cuarenta millones para garantizar un préstamo de veinte? —inquirió Veerboom, preguntándose si había oído bien—. No habrá ningún problema, mi querida baronesa. Pero quizá, siendo fiesta y teniendo en cuenta que el banco va a cerrar ahora mismo, podría firmar unos documentos hoy y yo me pondría en contacto con usted dentro de una semana más o menos, en Baden-Baden, donde según creo usted…
—Eso no será posible —le aseguró Lelia—. Deseo llevarme varios millones ahora mismo, hoy. A causa de esta necesidad he traído personalmente la garantía, los valores pignoraticios.
Lelia abrió el gran bolso que llevaba y sacó un montón de auténticos bonos al portador, cuyas copias se hallaban depositadas, acumulando polvo, en la cámara acorazada del Depository Trust, en Nueva York. Los desplegó en abanico sobre la mesa mientras Veerboom trataba de no quedarse con la boca abierta.
Justo entonces entró el botones.
—Té para la señora —le dijo Veerboom. Prácticamente se atragantó al hablar, de tan seca que tenía la garganta—. Y a mí tráeme un coñac. Trae la botella, mejor. Señora, ¿le apetecería tomar un coñac?
Lelia asintió y sonrió dulcemente.
—¡Ah, Hans! —añadió Veerboom, recordando algo en el último momento—. ¿Puedes decirle a Peter que telefonee al caballero con quien estoy citado a las seis y le diga que llegaré tarde, por favor? Muchas gracias.