Negaciones

Descubrí que regatear el precio con el granjero y sacarle hasta el último penique era un buen método. Pues, por extraño que pueda parecer, eso induce al granjero a confiar en ti.

Pronto aprendí que, si no tienes miel en el cántaro, has de tenerla en la boca.

Bouck white, The Book of Daniel Drew

Cuando mi avión sobrevoló San Francisco, la atmósfera aún era radiante, la bahía conservaba su color azul, las pequeñas casas de las laderas de las colinas seguían siendo de colores pastel y los eucaliptos todavía se agitaban bajo las fragantes brisas. Las lluvias torrenciales de las últimas semanas lo habían limpiado todo.

Pearl y Tavish me aguardaban fuera, en el bombardero verde, ambos vistiendo camisetas que rezaban: «Calidad comprobada». No se me había ocurrido pensar en el problema de meternos tres personas, además del equipaje, en un coche diseñado para entrar con calzador.

—Dejaremos que Bobby se encargue de eso —afirmó Pearl, saltando del coche para abrazarme—. Los hombres realizan mejor esas tareas de poca monta.

—En Escocia —murmuró Tavish, recogiendo mis maletas—, son las mujeres las que se encargan de acarrear los bultos mientras nosotros los tíos retiramos al pub más cercano para deliberar sobre el papel del trabajo en la sociedad.

Finalmente, resultó ser un trabajo de equipo. Encajamos las maletas donde encontramos un hueco y Tavish se instaló precariamente encima del cambio de marchas, entre nosotras dos.

—Hay algo que debo deciros a los dos —empecé, cuando Pearl salió disparada hacia la autopista, estableciendo un nuevo récord de barrera del sonido para el tráfico de superficie—. No he montado el círculo de calidad sólo para comprobar la seguridad y demostrarle a Kiwi y a todos los demás que están equivocados. En realidad, planeo robar al banco.

—Eso me dijiste. —Pearl sonrió irónicamente—. Pero nadie creerá, cielo, que estás dispuesta a lanzar tu carrera por la borda sólo para demostrar que tienes razón. ¿Por qué no escribes un libro sobre ello en vez de robar al banco?

—Las cosas se han complicado —le respondí—. No sólo quiero demostrar una teoría; además, he apostado que puedo hacerlo.

—Cada vez resulta más curioso —dijo Tavish, con voz amortiguada y emparedado entre las dos—. Tú has apostado que eres capaz de robar al banco impunemente, y yo apuesto a que acabaremos todos en la cárcel antes de decir esta boca es mía. Usted debe de estar mal del tarro, señora.

—¡Oh, mierda! —exclamó Pearl, lanzando una mirada inquieta al retrovisor lateral—. Tenemos compañía.

Se paró en el arcén, abrió la portezuela del coche y saltó fuera. Se estiró la camiseta y se ajustó su mercancía de «calidad comprobada».

Estiré el cuello por encima de mi hombro y de las rodillas de Tavish y vi al fornido, guapo y jovencísimo patrullero que se aproximaba con el bloc de multas en la mano.

—La he seguido desde el aeropuerto, señora —le dijo a Pearl cuando llegó a su altura. Nos echó una mirada a Tavish y a mí, que parecíamos sardinas en lata—. Lleva demasiados pasajeros para la seguridad del vehículo. Tendré que multarla por eso y por conducir zigzagueando entre los coches, por exceso de velocidad, por conducción temeraria…, ha circulado por el arcén de la autopista durante un rato…, por no llevar cinturones de seguridad…

El policía abrió el bloc meneando la cabeza. —Vaya…, ¡qué uniforme tan atractivo, oficial! — comentó Pearl, palpando el tejido de la chaqueta del policía—. ¿Es un nuevo diseño?

Al oficial se le escapó el bloc de las manos. Pearl lo recogió rápidamente y se lo tendió con una sonrisa. Me pareció que el policía se sonrojaba, pero no estaba segura. No había visto nunca a un policía que pudiera enfrentarse con Pearl.

—Sí, señora —decía—. Bien, ahora, si me permite ver su carnet de conducir y la documentación del coche…

—Le queda muy bien. ¿Se lo han hecho a medida? —Tendríamos suerte si no la arrestaba por abordarlo con intenciones deshonestas—. Oficial, debe usted perdonarme, pero, para ser sincera, tenía problemas con el coche. Me resulta muy difícil controlar toda esa potencia. Algunas veces, las cosas con tanta potencia parecen escaparse de las manos, usted ya me comprende.

—Es un vehículo de alto rendimiento —convino—. Sé que es un Lotus, pero no había visto nunca uno igual.

—Usted debe de saber mucho de coches —dijo Pearl en tono admirativo—. Pertenezco al Lotus Club. Éste es un modelo limitado; sólo hay cincuenta en todo el mundo. Muy pocas personas lo hubieran reconocido.

—Trabajé como mecánico en el ejército —admitió él con modestia.

—Oh, ha estado en las fuerzas armadas —dijo Pearl—. ¡Parece demasiado joven para haber tenido tantas responsabilidades! Quizás usted pueda decirme qué debo pedir cuando lleve el coche a la próxima revisión para que no se me vaya de esa manera.

—¿Quiere que le eche un vistazo al motor? —inquirió amablemente, guardando el bloc de multas.

Tavish y yo intercambiamos una mirada y sonreímos.

—No sabe cómo se lo agradecería —dijo Pearl, y lo condujo hasta la parte frontal para que oyera su motor.

Comimos entre palmeras plumosas, bajo el techo de cristal del Palace's Palm Court: huevos a la benedictina, fizzes Ramos y litros de oscuro y cremoso café. Cuando los camareros terminaron de llenar por última vez los vasos de agua, nos quedamos solos.

—Al parecer has escogido a la amiga adecuada para ayudarte en tu delito —comentó Tavish—. Acabamos de ver a mademoiselle Lorraine violando con impunidad la mitad de las normas estatales para autopistas e intentando sobornar a un oficial de policía…, ¡con su cuerpo!

—Era un patrullero de la autopista —le corrigió Pearl—. California tiene los patrulleros más guapos de todo el país, y, créeme, soy una experta. Me encanta cuando me paran de esa manera.

El restaurante estaba casi vacío y el mar de moqueta color melocotón y oro con pilares de mármol y blancos manteles había recuperado su impecable elegancia tras la avalancha del mediodía. Había llegado el momento.

—No quiero ocultaros nada a vosotros dos —les dije—. La semana pasada tenía a tiro un puesto muy importante en el Banco de Reserva Federal: directora de seguridad. Me he pasado la vida trabajando para remediar el modo lamentable en que se dirigen los bancos; al menos he aportado mi modesta contribución. Pero me encuentro en un punto muerto; no puedo ascender más y lo sé. En el banco no hay ninguna mujer que sea vicepresidente ejecutivo ni que forme parte de la junta de dirección. Es improbable que viva lo suficiente para alcanzar alguno de mis objetivos, pero podría haberlo conseguido en el Fed.

—¿Qué ocurrió? —preguntó Tavish.

—¿A ti qué te parece? Kiwi me hizo sabotaje. ¿Adivinas por qué?

—Estarías por encima de él y le obligarías a hacer todo lo que se ha negado a realizar hasta ahora —dijo Tavish—. Como gastar cincuenta centavos en algún tipo de control.

—Así que se trata de una vendetta —intervino Pearl con una sonrisa—. Quieres que te ayudemos a robar en sus sistemas para demostrar que es un bobo ignorante.

—Creo que empezó siendo así —admití—, pero he comprendido unas cuantas cosas desde entonces. Kiwi no es más que la punta del iceberg, hay muchos más como él. Quiero desenmascararlos a todos, pero necesito vuestra ayuda.

—Pongamos las cosas en claro —dijo Tavish, y bebió un sorbo de café—. ¿Vamos a desenmascarar a todo banquero infame sobre la tierra y a obligar a la comunidad internacional de banqueros a comportarse como caballeros de un solo golpe, limitándonos a demostrar que podemos introducirnos en un pequeño sistema del Banco del Mundo?

Se mostraba cínico, pero me di cuenta de que había utilizado el «nosotros». Sonreí.

—Me adhiero a este arisco escocés —dijo Pearl—. Creo que te has dejado llevar demasiado lejos, pero aún podemos parar todo esto. Lo siento; debería haberte comentado por teléfono que Tavish y yo hemos hecho algo en tu ausencia que podría cambiar tus planes.

—Teníamos que hacerlo —intervino Tavish—. No creíamos que fueras en serio con esa idea loca del robo. Temíamos que te enviaran a Frankfurt en pleno invierno, con lo cual nosotros habríamos acabado trabajando para otros Kiwi y Karp parecidos, con todas las de perder.

—¡Oh, no! —exclamé. El corazón me dio un vuelco—. Será mejor que me digáis lo que habéis hecho.

—Hemos enviado un informe oficial al Comité de Dirección —contestó Pearl—, recomendando que te quiten el control del círculo de calidad…

La furia me cegó. Tuvieron que tranquilizarme y pedir otra copa. Después de tantas maquinaciones y planes, ahora resultaba que aquellos dos habían acabado con el círculo de calidad y con mi apuesta. Me sería imposible idear un nuevo plan como aquél en tan poco tiempo, sobre todo después de que ése hubiera fallado. Si no conseguía salir de aquel lío, al cabo de un mes me vería trabajando para Tor en Nueva York.

Se deshicieron en excusas, pero sin dejar de señalar la sensatez de su acción. Por fin consiguieron calmarme lo suficiente para que escuchara el relato exacto de lo que habían hecho.

—No hemos dicho exactamente que el círculo de calidad no debería trabajar para ti —me aseguró Pearl—. Sabíamos que Kiwi planeaba hacerse con el control del grupo y quizás utilizarlo contra Karp, pero necesitaba asegurarse de que nuestro ataque no afectaría a ninguno de sus sistemas. Te hubiera mandado a Frankfurt. Nosotros no podíamos hacer nada para oponernos.

—Así que le dijimos —añadió Tavish— que, debido a la delicada naturaleza de nuestro trabajo, el círculo de calidad no debía informar a ningún director que estuviera a cargo de sistemas de movimiento de dinero. Después de todo, ésos son los sistemas que se supone que debemos atacar, ¿correcto?

—Pensamos que si te quitábamos el control del equipo, Kiwi no se empeñaría en enviarte lejos —dijo Pearl—. Supongo que lo hemos echado todo a rodar, ¿no?

—Quizá no —contesté yo, sintiéndome agotada. Sin embargo, la ira se había desvanecido; después de todo, lo habían hecho con la mejor intención—. ¿Sabéis a quién van a asignarle el equipo? No pueden dárselo a Karp; él también maneja sistemas monetarios.

Pero cuando reflexioné sobre el asunto, comprendí que no habría director alguno en el banco que aceptara la responsabilidad de un grupo como el mío sin diluir antes su trabajo hasta que quedara irreconocible. Sería como sacar a relucir los trapos sucios de los propios colegas.

—Nuestra propuesta dice que no deberíamos informar a nadie —explicó Tavish—. O al menos que no deberíamos seguir los cauces oficiales. Se supone que estamos por encima de todo eso.

—Tienen que colocaros en alguna parte —le dije—. No sois una manada de lobos errantes; tenéis una misión oficial, bendecida por el más alto Comité de Dirección del banco.

Entonces lo comprendí; todavía no se habían redactado las normas. Quizás aún no fuera demasiado tarde.

—¿Y si me uniera yo misma al círculo de calidad, como coordinadora? —sugerí.

Me miraron fijamente.

—Cariño —dijo Pearl, poniendo una mano sobre la mía—, para eso tendrías que dejar el departamento que ahora diriges. Te encontrarías en el fondo del barril, flotando en el escabeche. ¿Sabes cuánto te costaría salir trepando de ahí?

—¿Harías todo eso —se admiró Tavish— sólo para demostrar que puedes robar dinero del banco? Realmente debes de estar loca.

—Ya os he dicho que he hecho una apuesta —dije, y sonreí de nuevo al pensar en ello—. Y en este caso, quizás haya más honor entre ladrones que entre banqueros. El caballero del que estoy hablando ha apostado a que él es mejor ladrón que yo. No puedo dejar que siga creyéndolo.

—Tal vez el mundo entero se haya vuelto loco —filosofó Tavish—. Y pensar que la semana pasada creía que Karp era el mayor problema de mi vida. —Me miró y se echó hacia atrás un rizo de cabellos rubios—. Bien, ¿quién es ese amigo tuyo que cree que puede, y que debería, robar más dinero que tú?

—¿Has oído hablar del doctor Zoltan Tor? —pregunté.

Se quedaron callados unos instantes.

—Cené con él anoche en Nueva York —le aseguré—. Hace más de diez años que nos conocemos.

—He leído todos los libros del doctor Tor —le contó un excitado Tavish a Pearl—. Es un genio, un mago. Él fue el causante de que me metiera en el mundo de los ordenadores cuando no era más que un niño. ¡Dios mío, cómo me gustaría conocer a un hombre como él! Pero ya debe de estar chocheando.

—Sólo tiene treinta y nueve años, y se conserva muy bien —respondí con una sonrisa—. Me has preguntado quién había hecho la apuesta conmigo. Me temo que ése es el tipo de juego que más le gusta a Tor.

Los puse al corriente de lo que había ocurrido y ellos no pronunciaron palabra durante toda mi explicación. Cuando terminé, Tavish estaba radiante. Pearl se frotó la cara con las manos.

—Cielo, realmente te mereces un diez —me dijo—. Aquí me tienes, acusándote todos estos años de ser una mojigata. Lo retiro; si estás dispuesta a lanzarlo todo por la borda por una apuesta, eres algo más que un banquero con traje de franela gris.

—No sólo es una apuesta —interpuso Tavish en mi defensa—. Es por principios y, francamente, creo que tiene razón. Ahora lamento que hayamos enviado esa carta y espero que no lo hayamos echado todo a perder. Me gustaría ayudarte a ganar la apuesta.

—Quizá fue una medida correcta —le contesté—. En cualquier caso, no nos queda otro remedio que intentar hacer que funcione. ¿Acaso no somos un equipo?

Los dos pusieron las manos encima de la mía sobre la mesa.

—Entonces, es preciso conseguir una copia de esa carta para que yo pueda leerla. El lunes debemos ir preparados para la escaramuza.

El lunes 7 de diciembre era el principio de la tercera semana después de mi noche en la Opera. Parecía una eternidad.

Pavel apareció en la puerta de mi despacho con una taza de café en la mano. Le entregué el regalo que le había traído de Nueva York en su caja azul celeste de Tiffany. Intercambiamos la taza por la caja y me siguió al interior de mi despacho mientras desataba la cinta de raso blanco.

—¡La divina Sarah! —exclamó, cuando vio la vieja fotografía de Sarah Bernhardt que me había dado Lelia en un marco de plata art deco—. Es de la Salomé de Osear Wilde, ¡justo antes de hacerle el amor a la cabeza cortada del Bautista! Me encanta, la pondré sobre mi tocador. Pero, hablando de cabezas cortadas, ¡espero que sepa lo que está a punto de pasarle a la suya! Lord Willingly ha tenido una semana realmente agitada: hibernación, gafas oscuras como una estrella de cine, cortinas echadas, letrero de «No Molestar» en la puerta… Y quiere que vaya a verle antes de nada. Al parecer, su pequeño círculo de calidad le trae de cabeza. Tengo el oído atento, ya sabe.

—Aún no he llegado —le dije, sorbiendo la infusión tibia.

—Me temo que sí ha llegado —me informó con una mueca—. Hay un problema aún peor. Lawrence ha telefoneado esta mañana, casi al amanecer, justo cuando acababa de entrar por la puerta. Al parecer, los leones sí se pelean cuando sólo hay un cristiano que devorar.

El conjunto de despachos de Lawrence estaba en el último piso y consistía en un conglomerado de espacios acristalados que se extendían como una fortaleza feudal dominando la ciudad.

En el negocio de la banca, el poder se mide por metros de moqueta, y Lawrence había acaparado el mercado de moqueta gris. Tardé diez minutos en recorrer la distancia desde la puerta de su despacho hasta su mesa, pero ya había estado antes allí, de modo que conocía los escollos de la travesía. Si extendías la mano demasiado pronto, dabas la impresión de ser un pato tratando de salir del lago bajo un fuerte viento, atascado en el lodo antes de alcanzar la otra orilla.

De los muchos ejecutivos del Banco del Mundo, Lawrence era el único que no se metía jamás en política ni en intrigas; para él no existían los chismorreos de vestuarios. Lawrence no creía en la efectividad de conspirar contra los demás, sino en la de hacerse con un completo dominio sobre ellos. Era el rey del lavado de cerebro total, una expresión que en el mundo de la banca significa: «Házselo a los demás antes de que te lo hagan a ti».

Su despacho era el arma clave de aquel juego. Le gustaba llevar a cabo las reuniones en su despacho siempre que fuera posible. Cuando entrabas en aquella tierra de nadie, la ausencia de color te circundaba como un campo de batalla envuelto en la niebla. Todo era neutro, sombras de gris claro y gris oscuro, y tú sabías que estabas perdiendo terreno sin saber dónde estaba el terreno en realidad.

Carecía de las comodidades habituales; no había papeles cubriendo la mesa, ni tampoco diplomas o cuadros en la pared, ni instantáneas de la mujer y los hijos sobre una estantería, ni ninguna otra cosa a la que la vista pudiera aferrarse en busca de refugio. El efecto era el de un arma neutralizadora aplicada a tu psique; todo se veía tan reducido a la nada que prácticamente desaparecía. Todo excepto Lawrence.

En aquel fondo semejante a un vacío, su persona ardía como una llama fría y dura. Era un hombre sin lazos, sin compromisos, sin estúpidas emociones que obstaculizaran su habilidad para tomar decisiones. Tenía cuarenta años, era delgado, atractivo y letal.

Cuando entré en su despacho, Lawrence llevaba un traje gris y gafas con montura de oro. Sus cabellos rubio ceniza, grises en las sienes, brillaban a la luz del sol que entraba por las paredes de cristal. Se levantó y me miró sin expresión alguna mientras yo cruzaba la estancia, como una araña observando a un insecto que entrase en su red, sin importarle si éste llegará a tiempo para la comida o para la cena. Lawrence era un depredador nato, pero no de la especie habitual. Era del tipo que mata por instinto y no por la supervivencia; en él, se trataba de una simple rutina.

—Verity, siento haberte pedido que vinieras con tan poco tiempo de antelación. Me alegra que hayas podido hacerme un hueco.

A Lawrence le gustaba llamarte por el nombre de pila de inmediato para que así te sintieras cómodo, aunque su tono sugería que, de no ser por su buena voluntad, no hallarías lugar alguno en el planeta donde sentirte cómodo.

El poder implica cierto protocolo. Por ejemplo, la disposición de los asientos; es decir, la posición del que ejerce el poder con respecto a la del sujeto sobre el cual éste se ejerce. La gran mesa de fresno de Lawrence lo colocaba al menos a tres metros y medio de su presa, y la silla en la que me indicó que me sentara debía de dejar mi cabeza unos treinta centímetros por debajo de la suya.

—Sentémonos allá para poder hablar mejor —sugerí, indicando una zona de asientos cerca de las ventanas más alejadas, donde ninguna mesa se interpondría entre nosotros.

Lawrence sacó el mejor partido posible de la situación, sentándose en una silla donde los reflejos del edificio que había al otro lado de la calle formarían cuadrados sobre la superficie de sus gafas con montura de oro. Al darme cuenta, hice algo que probablemente no tenía precedente: moví mi silla hasta que pude mirarle directamente a los ojos.

Mirar a Lawrence directamente a los ojos no era una experiencia agradable; poseía la rara habilidad de dar la impresión de que cerraba las pupilas, como los gatos, cuando no quería revelar lo que estaba pensando.

—Acabas de volver de Nueva York, según tengo entendido —empezó, cuando nos hubimos instalado—. Ah, te envidio. Mis primeros diez años en el banco los pasé en la agencia de Manhattan. Cuéntame qué has hecho, ¿has ido al teatro?

Aquella campechanía inicial no debía confundirse con las bromas ociosas. Se sabe de depredadores que se hacen amigos de su comida y juegan con ella durante horas, antes de comérsela.

—No he tenido tiempo para eso, señor —le contesté—. Pero he ido a muchos restaurantes excelentes, ¡cómo verá cuando reciba el informe de mis gastos!

—Ja, ja. Veo que tienes sentido del humor, Verity.

Lawrence era la única persona a la que yo había visto reír sin sonreír.

—Quizá sepas ya, Verity, que en tu ausencia he recibido un informe del círculo de calidad que diriges.

—Se lo enviaron siguiendo mi consejo, señor-le expliqué, tal como habíamos acordado Pearl, Tavish y yo.

—¿Te das cuenta, Verity, de que ese documento propone que el círculo de calidad quede fuera del alcance de todos los que controlan sistemas de producción y, en concreto, de quienes dirigen los sistemas directos desde donde se manejan los recursos financieros del banco?

—He leído el informe —repliqué.

Bien, si Lawrence se preguntaba cómo demonios podía haber leído un documento de cincuenta páginas, cuando acababa de poner los pies en el banco tras una semana de ausencia, no lo demostró; no perdía jamás la compostura.

—Entonces, ¿propones que te sea retirado el control de ese círculo de calidad, cuyas actividades iniciaste tú misma?

Miré a Lawrence directamente a los ojos; fue como recibir el impacto de un bloque de hielo en el estómago.

—A mí me parece que no es ésa la única alternativa que ofrece la propuesta, señor —contesté.

Sus pupilas se contrajeron durante un instante, apenas el tiempo necesario para pestañear.

—¿En serio? Quizá lo hayas interpretado de un modo diferente al mío.

—Se dice, simplemente, que los interventores deben estar separados de las cuentas que son objeto de revisión —señalé—. ¿Tiene alguna objeción en contra?

Sus pupilas se dilataron considerablemente y me felicité por el asiento elegido, aunque sabía que yo no estaba representando el papel de la presa que lucha sin cuartel en una cacería, sin demostrar miedo alguno y diciéndose a sí misma: «No dejes que encuentren el rastro de tu olor».

—Vamos a ver si lo entiendo —dijo él, empezando a traspasar la grieta que nos separaba. Lawrence no era ningún idiota; reconocía una añagaza cuando la veía—. ¿Me estás diciendo que no recomiendas que te quite el control del círculo de calidad? Quizá deberíamos repasar el asunto desde que comenzó hasta ahora. Tú pusiste en marcha el círculo para examinar con lupa la seguridad del banco. Recurriste al Comité de Dirección para que lo financiara, sin obtener primero el apoyo de tu propio director… —Aquello era un golpe bajo, pero lo dejé pasar—. A continuación te fuiste a Nueva York para conseguir el respaldo de la comunidad bancana. ¿Estoy en lo cierto hasta aquí?

—Sí.

—En tu ausencia me envían un informe, según afirmas, bajo tus auspicios, donde se solicita que se evite toda relación entre las actividades del grupo y los directores que, como tú, controlan los sistemas informáticos monetarios.

—Correcto.

—Y ello a causa de un posible conflicto de intereses, es decir, para garantizar que el grupo no tendrá interés personal alguno en examinar unos sistemas más concienzudamente que otros. Y aun así, ¿afirmas ahora que eso no significa que tú debas lavarte las manos con respecto al círculo de calidad?

—Ésa no es la única posibilidad, señor.

—Al parecer, eres una persona capaz de ver muchas posibilidades —replicó con calma—. La única alternativa posible que yo veo es la de que abandones tu puesto como jefe de los sistemas monetarios.

—Ésa parece ser la alternativa —admití.

Se quedó callado durante unos instantes. No estaba segura, pero creí reconocer una mirada que se acercaba al respeto, aunque se convirtió rápidamente en algo más parecido a una mirada calculadora. Entonces me lanzó un directo.

—¿Recomendarías que aceptara esa propuesta, Verity?

Mierda. Debería haberlo visto venir. Si decía que sí, sin obtener compromiso alguno por anticipado, perdería la ventaja. Si decía que no, quedaría como una maldita estúpida, puesto que se suponía que era yo quién había patrocinado la propuesta.

Si no conseguía que Lawrence se comprometiera, por anticipado, a ascenderme a mí y al equipo a su departamento, fuera del control de Kiwi, quedaría a merced de los vientos imperantes que pudieran soplar. Tenía que devolver la pelota al lado de Lawrence, lograr que hiciera una oferta en firme.

—Señor —contesté, saliéndome por la tangente—, ¿qué interés tiene usted en declinar esta propuesta?

Me miró fijamente. Sus pupilas se cerraron de golpe y luego se abrieron completamente.

—Banks, ¿juegas al ajedrez? —me preguntó, sin mirarme.

—Sí, señor, juego un poco —admití.

—Yo diría que juegas mucho. Dime qué quieres.

—¿Perdón?

—¿Qué estás persiguiendo con todo esto, tú, Verity Banks? —Se dio la vuelta y me miró—. ¿Qué expectativas tenías al subir aquí? ¿Qué esperabas ganar con esta pequeña entrevista?

—Fue usted quien me llamó, señor —corregí.

—Lo sé —dijo con impaciencia—. Pero tú esperabas que yo tomara alguna decisión; de lo contrario, no me hubieras enviado esa maldita carta. Bien, ¿qué será? ¿El círculo de calidad o las transferencias monetarias? No puedes tener ambas cosas.

¡Pero continuaba sin decir si el círculo tendría que informarle directamente a él!

—Señor, yo no me atrevería…

—No necesitas atreverte a nada; te lo estoy preguntando yo. Obviamente, tu carta me ha colocado en una posición insostenible. Si no separo ese círculo de calidad de todos los departamentos de producción, tendré interventores en el desayuno, la comida y la cena. De modo que, a partir de hoy, el círculo de calidad me informará directamente a mí. ¿Vendrás con él, o te quedarás en transferencias monetarias con Willingly? A propósito, no resulta demasiado agradable trabajar con Willingly después de pisarlo, cosa que has conseguido varias veces durante el último mes. —Quizá fuera mi expresión lo que provocó su risa—. Supongo que estás pensando que, en ese sentido, no mejoras mucho cambiando a Willingly por mí —añadió—. Pero si subes aquí, espero que no descubras que has quemado tus naves.

—Con el debido respeto —le dije—, algunas naves se hunden por sí solas. Tentaré la suerte con usted.

Me levanté y me acompañó hasta la puerta.

—Banks, debo decirte que para ser una mujer tienes más pelotas que ninguna otra persona que haya conocido. Sólo espero que no tropieces con ellas; puede ser una experiencia dolorosa. Ahora no dispongo de tiempo para perderlo en estas cosas, pero ordenaré que vacíen unos cuantos despachos del ala oeste para tu grupo. Haz que te suban las cosas aquí hoy mismo. Y, por cierto, trata de esquivar a Willingly durante una hora o así, hasta que yo le haya explicado cómo está la situación.

Me tendió la mano para indicarme que saliera. La estreché, pero no salí.

—Con todos los respetos, señor…

—¿Sí?

Lawrence levantó una ceja.

—Desde el ala este se disfruta de una vista de la bahía.

Bajando en el ascensor de vuelta a mi planta, me felicité de nuevo por haberme asegurado de que Pearl y Tavish habían mandado copias de aquel informe en forma de insinuación cifrada tanto al SPIG como al departamento interno de revisión de cuentas.

Crucé la planta en dirección a mi despacho silbando el tema de la Espada, de Nothung con la sensación de ser invencible. Eso explica por qué no vi a Pavel, que agitaba frenéticamente los brazos haciéndome señas, hasta que fue demasiado tarde. Mi secretario dio un respingo cuando la voz de Kiwi bramó desde el interior.

—Interrúmpenos dentro de un par de minutos con una llamada urgente —le susurré.

Pavel asintió resignadamente cuando pasé junto a él. Kiwi estaba instalado detrás de mi mesa y llevaba gafas de espejo. Más de diez años antes, Tor me había explicado cómo debía actuar con los jefes a los que ya no necesitaba. Sólo era cuestión de ganar tiempo.

—¡Hola, Kiwi! —le dije alegremente, corriendo las cortinas para que la luz inundara la habitación—. ¿Qué trama por aquí?

—¡Tú estás tramando algo! ¡Y no es nada bueno! —me informó en un tono que no me gustó lo más mínimo.

Empecé a revolver la bandeja de «entradas» y a abrir el correo como si él no estuviera allí.

—Si pudiera darme una pista… —dije con aplomo—. He estado una semana en Nueva York…

—¡Y conspirando contra mí todo ese tiempo, allí y aquí! —gritó—. ¡No intentes hacerte la niña buena conmigo!

Aunque en aquella ocasión su histeria tenía cierta base real, no por ello me molestó menos.

—¿No cree que exagera un poco? —protesté—. ¿Por qué no me dice que le preocupa y así podremos dejar estos juegos de lado?

—Eres tú quien ha de explicarse —contestó con una voz fuera ya de control—. Si no sabes nada, ¿por qué no me has dicho que acabas de bajar del despacho de Lawrence? ¿Qué contestas a eso? ¿Qué has estado haciendo allí la mitad de la mañana?

¡Jesús! Kiwi tenía espías por todas partes. Justo entonces sonó el interfono.

—Llamada urgente, señorita Banks —anunció la voz de Pavel—. En la línea seis, por favor.

—Perdone —le dije a Kiwi cortésmente.

Kiwi tuvo que desalojar su carrocería de mi silla para que yo pudiera pasar al otro lado de la mesa y coger el teléfono. Se cambio a una silla del lado opuesto y me miró fijamente mientras yo descolgaba el teléfono.

—Hola, amiga mía, ¿adivinas qué estamos haciendo?

La ronca voz de Georgian me llegó desde el otro lado de la línea. ¡Dios mío, era una llamada auténtica!

—¿Qué están haciendo?

Miré a Kiwi. A pesar de las gafas de sol, noté el calor de su mirada furiosa. Al parecer iba a quedarse.

—Pareces preocupada —dijo Georgian—. ¿Te llamo más tarde?

—En situaciones como ésta, creo que las cosas deberían enfocarse de manera muy diferente —le contesté.

—¿De qué demonios hablas? —se extrañó—. ¿Hay alguien contigo ahí en este momento?

—Eso es precisamente lo que yo opino —respondí—. Me alegra que haya comprendido los problemas que tenemos por «nuestra». parte.

—Hay alguien ahí, pero no quieres que cuelgue —dijo ella—. ¿Qué debo hacer entonces?

—Tómese su tiempo y explíqueme con todo detalle lo que ha conseguido hasta ahora —le contesté—. Necesito conocer los hechos concretos para poder exponer la situación ante mi jefe, que casualmente está sentado justo frente a mí.

Aunque Kiwi iba a ser pronto mi ex jefe, tenía que ganar tiempo hasta que Lawrence le informara del hecho. Miré a Kiwi y alcé las cejas significativamente, como si algo realmente decisivo estuviera ocurriendo al otro lado de la línea.

—¿Tu jefe? Espero que no tengas problemas —comentó Georgian—. Vaya, me siento como un agente secreto en una misión muy importante o algo parecido. ¿Estás segura de que no me esta oyendo?

—Creo que deberíamos tomar toda precaución posible para evitar que pueda ocurrir algo parecido —le dije.

Incluso en un susurro, la voz de Georgian sonaba como Tallulah Bankhead tocando en el Radio City Music Hall.

—Thor ha estado aquí toda la semana —me contó—, revoloteando a mi alrededor mientras imprimía o cocinando con mi madre. Por cierto, sus pastelillos de patata son divinos.

—Vaya al grano —repliqué, consciente de que Kiwi no se contendría mucho tiempo—. ¿Cómo va su proyecto?

—Anoche hice un gran adelanto —respondió—. Se me ocurrió la idea de imprimir marcas de agua sobre el papel utilizando un aceite del tipo de la glicerina. Cuando lo sostienes frente a la luz es traslúcido, igual que las auténticas marcas de agua. Creo que no se podría detectar por medio de rayos X. Dudo mucho de que realicen una inspección tan completa…

Kiwi había cogido una revista y la hojeaba irritado, cruzando y descruzando las piernas como si apenas pudiera contener la impaciencia.

—Y Thor ha estado perfeccionando mi equipo —prosiguió Georgian—, ingeniería industrial lo llama él, de modo que ahora podemos sacar ocho valores con una sola placa fotográfica. Si imprimimos cien mil bonos, ¡es casi un millón de pavos por foto! Yo diría que no está mal si se compara con las exposiciones fotográficas de primera fila.

Garabateé en el bloc de mi mesa con un ojo puesto en Kiwi, mientras Georgian seguía charlando sobre gastos y dificultades. A mí me resultaba difícil concentrarme viendo que Kiwi estaba a punto de estallar.

En ese momento, se levantó, arrojó a un lado la revista y comenzó a caminar de un lado a otro, acercándose cada vez más al teléfono. Yo traté de hacer pantalla sobre el auricular con el hombro y empecé a reducir mis respuestas a gruñidos monosilábicos, pero él prácticamente me echaba el aliento en la nuca.

—Así pues, ¿cuál es el resultado final? —interrumpí, para hacerla callar—. ¿Van a cumplir los plazos previstos? ¿Están a punto para la siguiente fase?

—Estaremos a punto la semana próxima, o tal vez antes —me aseguró.

¡Mierda! Y yo ni siquiera había conseguido entrar en un solo fichero.

—Pero, Verity, ahora que estamos tan cerca, empieza a invadirme el pánico, ¿sabes? Me refiero a que, si nos descubren antes de que hayamos terminado, el asunto se verá como algo ilegal. ¿Estás segura de que quieres hacerlo? ¿Qué te parece?

—También yo —respondí.

—En fin, lo que cuenta es que no vamos a quedarnos con el dinero. Mi único pretexto es que estamos haciendo algo honorable.

—También yo.

—Por supuesto, está la parte de aventura. Cuando Zoltan me contó lo de la apuesta, me dije: «¡Qué diablos! Creo que a tu vida le iría bien mejorar un poco».

—También yo.

—Por otro lado, si nos pillan, creo que deberíamos entregar todos los beneficios a la Madre Teresa; tal vez así me haría sentirme más feliz el hecho de ir a la cárcel.

—También yo.

Kiwi se abalanzó contra mí y se detuvo a unos centímetros de mi cara. Se arrancó las gafas de sol y me miró.

—¡También yo, también yo, también yo! —explotó—. ¿Qué clase de conversación es ésta?

—Perdóneme —le dije a Georgian—, ha surgido una emergencia en mi despacho. —Volviendo el rostro hacia Kiwi, espeté—: Estoy hablando por teléfono. Quizá sería mejor que concertáramos una entrevista para continuar esta charla en otro momento más apropiado.

—Estamos hablando, y estamos hablando ahora, Banks —me contestó, con la cara negra por la rabia—. Ni unos caballos salvajes ni Dios bajado del cielo podrían arrastrarme fuera de este despacho. Estoy clavado al suelo. Ahora, termina esa conversación, y deprisa.

—Perdóneme, señor Willingly —le dijo Pavel a Kiwi desde el umbral de la puerta—. Tengo a la señora Harbinger al teléfono. Dice que su jefe quiere verle en su despacho enseguida.

La señora Harbinger era la secretaría de Lawrence. Sonreí dulcemente cuando Kiwi vaciló, clavado al suelo.

—Dile que iré en cuanto pueda —murmuró Kiwi.

—Entonces tal vez sea mejor que hable usted mismo con ella, señor —insistió Pavel—. Está en mi línea, dice que llevan toda la mañana buscándolo, pero que no estaba en su despacho.

—El señor Willingly ha estado en mi despacho toda la mañana —comenté en tono distraído.

Kiwi me lanzó una mirada furiosa.

—Sí, finalmente se les ha ocurrido buscarle aquí. Al parecer es muy importante, señor —afirmó Pavel.

—De acuerdo, de acuerdo —murmuró Kiwi, mientras se dirigía hacia la puerta pisando con fuerza—. Pero será mejor que no te muevas de aquí, Banks. Quiero ver tu culo en tu despacho y en esa silla cuando vuelva.

Kiwi salió echando humo por las orejas, mientras Pavel y yo nos sonreíamos mutuamente.

—¿Qué ocurre? —preguntó Georgian.

—Unos caballos salvajes y el mismísimo Dios acaban de venir a mi despacho y se han llevado a rastras a mi jefe —le expliqué.

—Al parecer, la vida en el banco no es tan aburrida como yo me la había imaginado siempre.

—Es una diversión continua —le aseguré—. Tengo que colgar ya porque he de llamar ahora mismo a los de mantenimiento para que trasladen mis cosas. Mi culo estará en la misma silla y en mi despacho cuando él vuelva. Pero mi despacho estará en la trigésima planta y no en la decimotercera.

—¿De qué estás hablando?

—Hablaba sola —respondí—. Dime, ¿exactamente hasta dónde habéis llegado ya?

—He impreso copias en blanco de todos los bonos que Thor me entregó —me dijo—. Lo único que necesito ahora es un documento auténtico para poder grabar los números de serie y todo lo demás. Se supone que será un día de éstos; en cualquier momento, de hecho. Thor está buscando un empleo.

—¿Un empleo? ¿Para qué? Es dueño de una empresa —repliqué sorprendida.

—Creo que necesitará ese empleo —me aseguró.— Deja que te lo explique…