Fusiones

El dinero en sí no puede crecer.

ARISTÓTELES

VIERNES, 4 DE DICIEMBRE

No vi ni a Georgian ni a Tor en toda la semana. Habían llevado con gran secreto y misterio su plan, pero me aseguraron que me lo contarían todo durante la cena del viernes por la noche, antes de que regresara a San Francisco. Mientras tanto, yo tenía mi propio trabajo por hacer.

Nueva York estaba lleno de bancos y mi secretario, Pavel, a quien le encantaba poner conferencias, había telefoneado a un gran número de ellos para simular mi itinerario. Pese a haber montado las visitas y aquellos departamentos de seguridad con objeto de encubrir mi escapada para ver a Tor, ahora que éste era mi rival en una apuesta y no ya mi consejero, tanto las reglas como los intereses habían cambiado. Y, puesto que me encontraba en Nueva York, empollar un poco de seguridad no me haría ningún daño.

El señor Peacock, de la United Trust, estaba casi al final de mi lista, pero no tenía nada nuevo que decirme, de modo que me las arreglé para librarme de la cita que tenía con él para almorzar. Necesitaba estar un tiempo a solas para pensar. Pero cuando acudí a la última cita concertada, me encontré con una gran sorpresa.

Debía de haber cien mil personas en Nueva York que se apellidaran Harris, de modo que me sorprendió descubrir que el Harris que estaba a cargo de la seguridad del Citibank era uno de mis antiguos amigos, ¡los Bobbesy Twins!

Diez años antes, la última vez que lo había visto, estaba algo gordo, iba despeinado, llevaba los faldones de la camisa por fuera y ceniza de cigarrillo esparcida por el vientre. Era evidente que el tiempo y el dinero habían obrado en su favor.

Cuando se levantó de su elegante mesa de palisandro para saludarme, me fijé en sus sienes plateadas y bien peinadas, su chaqueta deportiva cachemira, su corbata de reps y el soporte lleno de costosas pipas extranjeras que adornaba la mesa.

—¡Harris! —exclamé, cuando rodeó la mesa para abrazarme calurosamente—. ¿Qué rábanos haces trabajando aquí? Cuando hablé con Charles la semana pasada estabas en el centro de cálculo…

Harris se llevó un dedo a los labios y miró por el cristal de la puerta de su despacho.

—Mal negocio si se enteran —me advirtió—. Aquí me consideran algo así como un alto funcionario. Vamos a ver, ¿tienes planes para almorzar? Podríamos ir a comer y charlar a alguna parte.

Así pues, Harris cogió su abrigo de piel de camello y su pañuelo de seda con flecos y nos fuimos al Four Seasons; una leve mejora con respecto a la pista de petanca donde solíamos cenar en otros tiempos.

El edificio que albergaba el Centro Científico de Cálculo no había cambiado demasiado en los últimos diez años, como descubrí cuando fuimos allí en taxi después de comer. Estaba ennegrecido como si lo hubiera chamuscado un incendio. Los hilos de cobre del corazón de Charles debían de estar ya verdes, pensé, si aún mantenían las ventanas abiertas para «enfriarlo» con el humo de las fábricas de Queens.

Los británicos del estilo de los Bobbsey Twins siempre se llamaban por el apellido. En su caso resultaba un poco confuso, ya que tenían el mismo. Como teckies que eran, habían resuelto el problema atribuyéndose mutuamente un subíndice: Harris Sub Uno y Harris Sub Dos. Y así seguía yo pensando en ellos.

Cuando entramos en el centro de cálculo, Harris estaba de pie, de espaldas a nosotros y ocupado con una máquina dotada de muchas partes móviles y que parecía llenar y doblar sobres. El ruido era ensordecedor.

La habitación parecía algo más limpia que en el pasado. Charles Babbage estaba en el centro de la misma, apoltronado y feliz como un pachá supervisando su harén. Lo habían pintado de un alegre color azul celeste y ostentaba una vieja gorra de béisbol de los Brooklyn Dodgers colgada en la parte superior de la consola. A pesar del disfraz, resultaba fácilmente reconocible.

—¡Caramba, si es Verity Banks! —exclamó Harris, cuando se dio la vuelta y me vio—. Charles, mira, chaval, ¡tu madre está aquí!

—¡Apaga esa máquina infernal! —bramó Harris1—. No puedo oír ni mis pensamientos.

Harris, apagó el rellenador de sobres y se acercó a nosotros con una sonrisa radiante. También él tenía un aspecto magnífico, con su chaqueta de tweed con coderas de piel y un suéter de cuello vuelto de varios colores. Se había dejado crecer una barba canosa y parecía el vivo retrato de un hacendado.

—Por lo que veo, a los dos os ha ido muy bien —le dije—. Tenéis buen aspecto y, si no me equivoco, ¡aquí hay más hardware que hace diez años!

—En realidad, nos hemos metido en el negocio de los pedido por correo —explicó Harris1—. Charles Babbage es el presidente de nuestra corporación y nosotros los vicepresidentes. Las máquinas estaban demasiado tiempo sin funcionar e iban a seguir así durante muchos años. Nos aburríamos como ostras toda la noche aquí; por eso Harris2 se buscó ese trabajo diurno en el banco. Descubrimos que podíamos dirigir este sitio aunque uno de nosotros trabajara en otra parte. Luego nos volvimos más creativos y abrimos un negocio. Luego nos volvimos más creativos y abrimos un negocio. Hemos hecho un montón de dinero nosotros tres en estos últimos años.

—Suena muy bien, aunque ligeramente ilegal —les dije—. Después de todo, vosotros no sois los dueños de este centro de cálculo.

—También tú has estado utilizando a Charles Babbage en los últimos diez años —señaló Harris1—. Leemos los registros diarios, ¿sabes? Pero hemos comentado muchas veces que, si tú no le hubieras salvado la vida, nosotros no habríamos llegado a nada. En cierto modo, Charles nos ha dado la inspiración que necesitábamos para convertirnos en empresarios.

Yo hojeaba algunos de los listados que caían sobre la bandeja de la impresora de Charles mientras charlábamos.

—¿Qué es esto? —pregunté.

—Un listado de direcciones que nos ha encargado nuestro principal cliente —explicó Harris2—, un consorcio de universidades de la Costa Este. Ellos han refundido sus listados de antiguos alumnos con objeto de escoger a la flor y nata, a los alumnos realmente ricos, y solicitar tipos especiales de donativos conjuntos.

—Nosotros hemos completado los datos —intervino Harris1—, añadiendo información de Dun y Bardstreet, del Registro Social e incluso de los valores en cartera de bienes raíces en las zonas más elegantes de la costa. Si pusiéramos en venta este listado, por sí solo podría valer medio millón de dólares.

Mientras escuchaba, estudié la lista con mayor detenimiento. No sólo incluía nombre, categoría y número de serie, sino también estadísticas familiares, afiliación política, conexiones en el mundo de los negocios, pertenencia a clubes, propiedades y donativos libres de impuestos entregados a varias instituciones. Era oro puro, y yo lo sabía. Tal vez esa lista valiera medio millón pera los Bobbsey, pero para mí tenía un valor mucho mayor.

Sonreí. Una vez más, Charles Babbage acudía en mi ayuda sin tan siquiera saberlo. Tenía que establecer miles de cuentas falsas cuando volviera a San Francisco, ¿no?, cuentas donde pudiera depositar toda la pasta mientras la invertía sin que nadie sospechase a causa del volumen de los depósitos que se movían. Difícilmente hallaría mejores nombres que los que tenía ante mí. Y ni siquiera me vería obligada a inventarme números de la seguridad social ni situaciones financieras solventes; lo tenía todo allí.

Claro está que, desde mi punto de vista, ¡el argumento decisivo era que muchos de los peces gordos de aquella lista eran también miembros de Vagabond Club! Quizás hubiera justicia en ese mundo después de todo.

No dejé de silbar de camino al hotel. La iluminación de la Quinta Avenida le daba el aspecto de un árbol de Navidad. El aroma del invierno flotaba en el aire y las gentes recorrían las calles a paso vivo. Era casi de noche cuando empujé la puerta giratoria de cristal del Sherry.

Cuando llegué a mi habitación, dispuesta a cambiarme para cenar, vi que la luz roja del teléfono parpadeaba, así que llamé a la recepción para recoger los mensajes. Había recibido dos llamadas: una de Pearl y otra de Tavish, ambas desde San Francisco. Miré el reloj. Si en Nueva York eran las siete y media, en California serían las cuatro y media; el banco aún estaría abierto. Decidí que tenía tiempo para darme una ducha primero. Llamé al servicio de habitaciones para pedir una botella de jerez y me dispuse a hacer mis abluciones. Cuando salí del cuarto de baño quince minutos más tarde, con la cabeza envuelta en una toalla, en la salita de estar había una bandeja con vasos. Me serví y cogí el teléfono.

—La señorita Lorraine ya no está en este número —me informó la secretaria del banco—. Ahora trabaja para el señor Karp. No se retire, por favor; le pasaré la comunicación.

Tras unos instantes, oí la voz de Pearl al otro lado de la línea.

—Hola, corazón —dijo Pearl—. Me alegro de que hayas llamado. Me ha parecido que debías saber que por aquí están pasando ciertas cosas. Nuestro amigo Karp y tu jefe, Kiwi, han estado planeando medidas extremas en tu ausencia. Mi despacho, si es que a este tugurio se le puede llamar así, se encuentra al lado del de Karp y a través de las paredes oigo todo lo que dicen. Preveo un largo viaje transoceánico para ti en el futuro.

—¿Qué quieres decir? ¿Intentan hacer que me despidan?

—Peor que eso, cielo —me respondió sombríamente—. De algún modo se han enterado de que tu pequeño equipo de calidad está revisando sus sistemas con lupa. El último plan es hacer que te trasladen a Frankfurt durante el invierno, un lugar encantador en esa época del año. Sin nadie aquí para pararles los pies, podrían lograr que tu proyecto acabara en agua de borrajas y deshacerse de mí impunemente. Y Karp podría hacer con Tavish lo que le diera la gana. Por cierto, es el Frankfurt de Alemania, no el de Kentucky, ¡y no se considera un ascenso!

—Una sutil maniobra —reconocí—. Bueno, estaré en casa mañana. Lo discutiremos cuando vengas a recogerme. Si puedes, tráete a Tavish al aeropuerto. Ya es hora de que yo también comparta otras noticias.

—Será mejor que te lo pregunte ahora que estamos solas. ¿Alguna actividad por Manhattan?

—No me he dedicado a rondar por ahí «dejándome llevar», si es a eso a lo que te refieres —le contesté secamente.

—Si no se usa, se atrofia —me dijo Pearl con un suspiro.

—Gracias por tan sabio consejo —repliqué antes de colgar.

Tavish no estaba en su mesa, al menos eso supuse cuando oí que la línea saltaba a otro número. Por fin, alguien cogió el teléfono; mientras esperaba, escuché el sonido de fondo de las unidades de disco y el zumbido de los sistemas de control del clima.

—¿Dónde estás, en la sala de ordenadores? —pregunté cuando Tavish se puso al aparato—. ¿Puedes hablar?

—En este momento, no —me contestó en voz baja—. Pero ya sabes quién se ha tomado mucho interés en nuestro trabajo. Nos pide un resumen de la situación día a día, hora a hora.

—Te refieres a Kiwi —dije yo—. ¿Qué le has contado?

—No trabajo para él, trabajo para ti —replicó Tavish—, pero ha estado buscando los favores del resto del equipo, de todos y cada uno. Me complace informarte que no son unos traidores; todavía no. Pero es cuestión de tiempo que acabe por perder completamente el control, si es que antes poseía mesura alguna, por pequeña que fuera. ¿Cuándo volverás?

—Mañana. Pearl Lorraine irá a buscarme al aeropuerto. ¿Podría recogerte de camino por la mañana?

—Encantado. No sabía que os conocierais tan bien. A propósito, ella y yo nos hemos dedicado al politiqueo en tu ausencia para tratar de proteger lo que pudiéramos…

—Acabo de hablar con Pearl —le interrumpí—. Dime, ¿habéis forzado ya el acceso a algún fichero?

—Me temo que no, pero estamos trabajando en ello —respondió Tavish—. Quizá mañana tenga mejores noticias.

Me decepcionó que Tavish no hubiera sido capaz de descifrar las claves de verificación ni de entrar en el fichero de cuentas de clientes. Si no accedíamos a este último, ni siquiera podría abrir las cuentas a nombre de esos prestigiosos personajes, cuyos datos había obtenido gracias a los Bobbsey Twins.

No obstante, quizá fuera una suerte. Si el círculo de calidad hubiera forzado algún fichero o código, tal vez Kiwi habría conseguido enterarse e informado de ello a la dirección. En tal caso, no sólo se habría llevado toda la gloria, si no que también se habría ocupado de «resolver el problema».: yo.

Comprendí que había sido un error poner en marcha el círculo de calidad en mi ausencia y otro aún mayor dejar que Tavish trabajara en la ignorancia. Debía hacerle partícipe de mis planes si quería que me ayudara. Resulta peligroso tener un diente en una rueda dentada sin saber cuál es su función.

Sin embargo, la mayor de todas mis equivocaciones había sido darle la espalda a Kiwi, aunque fuera durante una semana. Si conseguía enviarme a Alemania, arruinaría mis planes y yo había perdido la apuesta antes incluso de haber despegado. Era una suerte que regresara al día siguiente. Quizás aún tuviese tiempo para dar un rápido golpe de mano.

Me empolvé, me cepillé los cabellos, me puse el traje de noche y salí a la Quinta Avenida en busca de un taxi que me llevara a casa de Lelia, para averiguar qué progresos había hecho la otra parte.

En honor a la Navidad, habían decorado el vestíbulo del edificio de Lelia con un enorme árbol artificial de color rosa, y unas llamativas luces rojas tapaban el cesto de frutas de yeso y las arañas. Parecía un diseño ideado por María Magdalena antes de su conversión.

—Champaña rosado para los visitantes —dijo Francis, el ascensorista, tendiéndome un vaso de plástico con espumoso.

La doncella estaba en el vestíbulo de Lelia, danzando y balanceándose con una corona de acebo alrededor de la frente. Con un cucharón me llenó una taza de cristal del recipiente de ponche que había en la mesa de la entrada. Me deshice del champaña en vaso de plástico, cogí varias galletas de una gran bandeja de plata y me adentré en el pasillo. Las puertas de la Habitación Roja, a mitad de camino, estaban abiertas.

—Cenaremos dentro de media hora —me informó Tor en cuanto vio el puñado de galletas.

—¡Déjala comer! ¡Tiene que engordar! —exclamó Lelia.

Se había instalado cómodamente en una silla de seda roja, con los pies apoyados en una otomana de cuero repujado. Tor se hallaba de pie junto a ella con una taza de ponche en la mano y vestía esmoquin de terciopelo color vino y pañuelo de seda color melocotón. El fuego de la chimenea se reflejaba en sus rizos cobrizos. Tenía un aspecto gallardo, como el de un caballero de otra época. Estaba segura de que Lelia había tenido algo que ver en su atuendo.

Lelia estaba aún más radiante, sentada allí, frente al gran árbol cuyas ramas ostentaban multitud de lazos de raso carmesí y gruesas velas se sebo. Aquel caftán de brocado rojo oscuro servía de magnífico fonde a una gargantilla de dos toneladas de diamantes amarillo canario. Llevaba la alborotada melena de leona peinada hacia atrás, para lucir unos enormes pendientes de cabujón, cubiertos de diamantes tallados, que le colgaban casi hasta los hombros. Cuando me incliné para besarla, aspiré su aroma a vainilla y clavo.

—Tenéis los dos un aspecto magnífico. ¿Dónde está Georgian? —pregunté.

—Prepara lo más excitante para ti —contestó Lelia—. Quiere mucho que te sorprendas al ver todo el trabajo que ha hecho esta semana. —Luego torció el gesto y me miró con severidad—. Querida mía, otra vez llevas el negro. Pero ¿por qué? No se muere nadie aquí; no es necesario vestir de luto. Cuando yo tenía tu edad, los jóvenes se detenían a mirarme cuando paseaba por los Champs Elysées. Me llevaban flores y joyas y me besaban la mano, y sufrían si yo olvidaba notar su presencia.

—Los tiempos han cambiado, Lelia —le dije—. Hoy en día, las mujeres quieren algo más que flores y joyas.

—¿Qué? —inquirió, alzando las cejas—. ¿Qué otra cosa hay? Eso es lo que da romanticismo. No lo comprendes, eso está claro. Debes tener una gran manque en tu vida que te hace actuar así.

—Dígame, por favor, ¿qué es una manque? —preguntó Tor con una sonrisa.

—Una pérdida…, un hueco…, una ausencia de algo —traduje yo.

Quel sangfroid —dijo Lelia—. Esta mujer siempre ha sido très difficile.

—Yo diría —convino Tor—, que es très difficile en francés, en inglés o en cualquier otra lengua. No lleva negro por ir de luto, ¿sabe? El negro es ampliamente reconocido como el color del poder, y poder es lo que ella quiere.

—¿Qué es poder? —profirió Lelia—. El encanto lo es todo. Usted, por ejemplo, es un hombre encantador, très gentil

—Buenos modales, cortés —le dije a Tor con una sonrisa.

—Este hombre encantador sólo tiene una idea en la cabeza —declaró Lelia—, y es hacer el amor contigo. Pero eres tan tonta que no te dar cuenta, ¡y en cambio hablas de poder y de ser el hombre!

Tor no sonreía.

—¿En serio? —le dijo fríamente a Lelia—. Yo no sacaría conclusiones apresuradas sobre mi interés por genios de la economía vestidos de negro. No son tan atractivos como pudieran pensar algunos. Creo que iré a averiguar qué es lo que retiene a Georgian.

Acto seguido, salió sin dirigirme siquiera una mirada.

—Lelia, has molestado al doctor Tor —le recriminé severamente—. Toda esa sabiduría europea resulta divertida en pequeñas dosis.

—Te quiere, estoy segura —siseó—. Tú dices que soy una vieja tonta, pero a menudo es necesario la folle para decir la verdad a los cuatro vientos, donde todos puedan oírla. En la ceguera de Monet, yo podía ayudar, podía ver las flores por él, pero no hay ayuda posible para la ceguera del corazón.

Justo entonces llegó Georgian con un sucinto vestido, tan corto como una camisa y cubierto de lentejuelas color salmón que lanzaban destellos cuando se movía.

—Tor se dirige a la Habitación Ciruela —anunció—. ¡Venid, venid! ¡Lo tenemos todo preparado!

La gran prensa estaba en el centro de la Habitación Ciruela, sobre una lona. Había mesas con cajas de suministros y, montadas en el andamio, una ampliadora y una enorme cámara, ambas enfocadas hacia la superficie de la enorme mesa.

Georgian se colocó delante de la mesa con una pierna enlazada en la otra, como una niña, y mirándonos con los ojos muy abiertos.

Tor andaba toqueteando, moviendo palancas e interruptores mientras el equipo bajaba y subía con zumbidos y chasquidos. No alzó la vista cuando entramos.

Me pregunté qué habría adivinado Lelia de nuestra pequeña apuesta. Se había quedado justo en el umbral de la puerta y era toda oídos.

—¿No es fabuloso? —preguntó Georgian, conteniendo a duras penas la excitación.

—Es impresionante —admití—. Pero ¿qué vais a hacer con todo esto?

—Como te expliqué, vamos a falsificar valores —respondió Tor, ocupado con las palancas.

—Tú no me habías dicho eso —desmentí—. Creía que ibas a cometer un robo en ese sitio, en la Depository Trust, para demostrar lo fácil que es hacerlo.

—No exactamente —replicó él sonriendo y alzando la vista por primera vez, con su penetrante mirada—. No veo razón alguna para robar valores, sobre todo si consigues que no lleguen a entrar allí. ¿Para qué iba a necesitar un fotógrafo si quisiera tan sólo robas una cámara acorazada?

Por fin comprendí de qué se trataba. Copiarían acciones y bonos, se quedarían los auténticos ¡y meterían los falsos en la cámara acorazada! ¿Por qué no lo había adivinado antes? Aun así, también me di cuenta de que quedaban unas cuantas preguntas sin respuesta.

—Si no piensas robar una cámara acorazada, ¿cómo vas a sustituir los auténticos por los falsos? —quise saber—. Si no me equivoco, tendrás que cambiarlos antes de que los metan allí.

—Exacto —convino Tor con una sonrisa.

—Déjame que te lo explique —intervino Georgian.

Cogió un papel que había sobre la mesa y me lo entregó. Tenía el borde azul y una inscripción en letras sinuosas y floridas. Pasé los dedos por encima y noté la superficie irregular.

—Tor ha conseguido copias de diversos tipos de bonos con los que se negocia abundantemente este mes —me explicó—. Son los que, con toda probabilidad, llevarán ahora a la Depository Trust. Hemos hecho múltiples copias de cada tipo. Este es un ejemplo.

—¿Lo has impreso tú? —pregunté, asombrada. Cuando ella asintió orgullosamente, añadí—: Pero los valores tienen número de serie ¿no?

—Sí, y también otro tipo de información identificativa —replicó Tor—. No sabremos cuál corresponde a cada uno de los bonos que copiaremos hasta que veamos el documento. Y no lo veremos hasta que una agencia o un banco lo envíen a la cámara acorazada del Depository.

—Disponemos de muy poco tiempo para grabar esos número identificativos en el documento —agregó Georgian—. Eso es lo que más me preocupa: el tiempo que tarda en secarse la tinta. La tinta de secado rápido se desmenuza y la de secado lento huele. Pero tenemos que lograr una copia perfecta.

—Ésta perece muy buena —admití—. ¿No podrías consultar con alguien, con un experto?

—No, a menos que quieras telefonear al Departamento del Tesoro y preguntarles su opinión —contestó Tor secamente, apoyándose en la pared con los brazos cruzados.

Tenía muchas preguntas, pero allí estaban ellos, haciendo que todo pareciera muy sencillo.

—¿Cómo pensáis apoderaros de esos valores, asaltando un furgón blindado? —inquirí—. ¿Y qué me decís de las marcas de agua? Todos los documentos negociables las llevan, incluso los billetes.

—¡Ah! Tenemos que guardar algún secreto —replicó Tor, sonriente—. Después de todo, ¡eres el enemigo!

—¡Es verdad! —exclamó Georgian—. ¡Esto es una competición! Nuestro labios están sellados a partir de ahora.

—Creo que pasáis por alto el valor de mi contribución —les dije, sintiéndome súbitamente como si me dieran de lado—. Al fin y al cabo soy banquera. ¡Por ejemplo, apuesto a que no habéis pensado en el registro!

—¿Qué registro? —quiso saber Georgian.

—Cuando alguien compra acciones, imprimen el nombre del comprador en ellas. O incluso, si están registradas por el «nombre de calle», la compañía titular investiga quién es el propietario. Sin duda Tor lo ha tenido en cuenta, me lo contó el mismo.

—¿Es eso cierto? —preguntó Georgian.

—En efecto —dijo Tor con su críptica sonrisa suya—. Precisamente por eso no vamos a falsificar títulos nominativos, mi pequeño y veloz pajarillo, sino títulos al portador. ¡Y los títulos al portador son oro!

Durante nuestra conversación, Lelia se había marchado y, cuando la criada llegó para anunciar que lacena estaba lista, aún no había regresado. Así pues, los tres volvimos por el pasillo.

—¿Qué participación tiene Lelia en todo esto? —le pregunté a Georgian.

—Oh, ya conoces a mi madre. Es imposible evitar que meta las narices en todo. Nos ha ofrecido su ayuda en todo lo imaginable. Sin embargo, no estoy segura de que comprenda que no se trata de un juego. De hecho, no estoy segura de creérmelo ni yo. Estamos haciendo algo ilegal, por muy puros que sean nuestros motivos. Si nos cogieran antes de devolver el dinero, ¡acabaríamos en la cárcel!

—Razón de más para mantener a Lelia al margen —convine—. Ya sabes cómo es.

Tor se rezagaba detrás de nosotras, contemplando los cuadros colgados de la pared, entre las puertas cristaleras.

—No tienes por qué hacer todo esto, ¿sabes? —le dije a Georgian—. En realidad, aunque la idea fue mía, me da la impresión de que se me ha escapado de las manos. Ha sido Tor quien lo ha convertido en un circo. Le encanta hacerme estas cosas. Por eso le he evitado como a una plaga durante tantos años. Aunque no siempre tengo la inteligencia de recordarlo.

—Si quieres mi opinión —me informó—, él es lo mejor que te ha ocurrido en la vida. No has hecho nada que al menos pareciera arriesgado en muchos años.

—Hacía años que no me veías —puntualicé.

Pero tenía que admitirlo. Si Tor no se hubiera involucrado voluntariamente, era muy poco probable que yo hubiese ejecutado un plan tan temerario como el que estaba a punto de poner en marcha. Eso era lo que me preocupaba.

Tor nos alcanzó cuando llegamos al comedor, pero Lelia no estaba allí. La suntuosa mesa de madera oscura brillaba gracias al aceite con que la habían pulido, y el precioso centro de narcisos blancos y acebo se reflejaba en su superficie. A ambos lados había candelabros de varios pisos y en cada extremo un alto recipiente para mantener frío el champán. Todo a nuestro alrededor tenía un brillo de oropel, un aire navideño.

Estábamos a punto de sentarnos cuando Lelia entró apresuradamente en la estancia.

—¡He hallado la solución! —barbotó alegremente.

Con una sonrisa de complicidad, tendió las manos que escondía tras la espalda y mostró un secador de pelo grande y con forma de revólver. Lo contemplamos en silencio.

—Madre…, ¡eres un genio! —exclamó Georgian por fin—. Tendría que habérseme ocurrido a mí.

—Está tan claro como el día —dijo Lelia, muy complacida—. Yo lo sostendré mientras se secan los papeles para el gran golpe. Entonces seré importante, ¿no?

—Entonces será importante, sí-dijo Tor, dándole un fuerte abrazo.

Como era habitual en las cenas de Lelia, la comida era exquisita: crema fría de zanahorias, gelatina de verduras tiernas con trufas —una especie de giardiniera— y faisán asado con salsa de grosella y puré de castañas. Cuando ya no podíamos comer más, llegaron los dulces y el café.

Lelia le pasó a Tor una caja de cigarros y cogió uno para ella, cortó las puntas y encendió ambos con una larga vela. Tor estaba achispado y con ganas de hablar mientras echaba bocanadas de humo. Lelia le sirvió solícitamente una copa de coñac.

—¿Sabes? —me dijo—. Llevaba años pensando en este problema del Depository. Pero, si no hubieras aparecido tú con esa idea disparatada, probablemente no habría hecho nunca nada al respecto.

—No veo para qué necesitas mi ayuda, ni esta apuesta —señalé—. Podrías haber llamado su atención igualmente apoderándote de unos cuantos millones de dólares y enviándoselos por correo.

—No se necesitarían mil millones para demostrar mi teoría sobre la seguridad —admitió Tor—. Sin embargo, hay otra lección de vital importancia que deben aprender. Por eso quería hacer esta apuesta contigo. He visto demasiada corrupción y avaricia desenfrenadas en el mundo de las finanzas. A pesar de que se les confía la salvaguarda del dinero de otras personas, con el tiempo, los banqueros e inversores llegan a considerar esos bienes como propios. Juegan con ellos a su antojo, arriesgándose sin detenerse a reflexionar con perspectiva de pasado o de futuro. Civilizaciones enteras han sido destruidas por esa especie de ruleta sin control.

—Comprendo —repuse irónicamente al oír aquel bonito discurso—. Eres el Conejo Cruzado que va a poner la economía mundial patas arriba. Creía que eras del tipo de personas que no hacen nunca nada por motivos altruistas.

A pesar de mis palabras, sabía que tenía razón. Debía hacerse algo, y pronto. En todas partes había bancos que se iban a la quiebra, y la culpa no era de hombres de particular honor o integridad. Los «errores» que se habían cometido en mi propio banco iban desde la incompetencia delictiva al robo descarado, pero nadie hacía saltar la liebre, ni siquiera se amonestaba a los culpables. La intransigencia de Kiwi en materia de seguridad acababa siendo la falta más leve de todas, si te parabas a pensarlo.

—Dime —pregunté—, ¿qué pinta nuestra pequeña apuesta en ese grandioso plan?

—Lo creas o no pinta mucho —me aseguró, y bebió un trago de coñac—. El plan que he ideado para invertir nuestro dinero servirá sin duda para poner de manifiesto mi teoría; pero, por el momento, es sólo una idea. Te lo explicaré más adelante en detalle.

—Estoy impaciente —le dije. Y era cierto. Me moría de ganas de saber qué carta ocultaba realmente en la manga.

—Si las altas finanzas se practicaran como en otros tiempos, en la época de los Rothschild, por ejemplo —dijo Tor—, ahora las cosas tal vez fuesen diferentes. Eran inteligentes, quizás incluso implacables, pero no corruptos. Prácticamente por sí solos, los Rothschild crearon la comunidad bancaria internacional tal como la conocemos en la actualidad. Estabilizaron el dinero en circulación entre estados, crearon una economía mundial donde antes sólo habían existido grupos de intereses opuestos…

—¡Qué historia tan aburrida! —le interrumpió Lelia—. Tenían que casarse avec leur propre famille para ser aceptados. Aquel viejo… ¡era un auténtico cafardl!

—Una cucaracha —traduje para Tor, tan sorprendido por aquel arranque como yo—. Los Rothschild tenían que casarse con miembros de su propia familia para poder heredar, eso tengo entendido, al menos.

—¡Quel cachón!—refunfuñó Lelia entre dientes.

—¡Qué cerdo! —traduje.

—Madre, basta —intervino Georgian—. Ya nos has explicado todo eso.

—Si no se dice la verdad, estas cosas surgen como la ronde d'histoire —prosiguió Lelia, ignorándola—. Tu papá se levantaría de su tombeau…, le destrozaron su…, comment dit-on ame, querida?

—Alma —respondí—. Si no hablamos sobre estas cosas, se repetirán. A tu padre le destrozaron el alma y se levantaría de su tumba si…

—¡Ya sé lo que dice! ¡Es mi condenada madre la que habla! —estalló Georgian.

—Quizá no debería haber sacado este tema… —empezó Tor, pero Lelia volvió a interrumpirle.

—Glicina —dijo.

Tor la miró confundido.

—¿Perdón?

—Glicina, ése era el nombre —insistió Lelia.

—Glicina es el nombre de la flor que Lelia solía admirar —le expliqué a Tor. Al no replicar él, añadí—: En el jardín de Monet, en Giverny.

—Comprendo —dijo Tor.

—Una conversación anterior —señalé.

—Efectivamente.

—Me gustaría mostrarte algo —me informó Tor, cuando salíamos en su coche del garaje subterráneo de Lelia y nos adentrábamos en Park Avenue.

—¿Ahora? ¡Dios mío, es casi media noche! Tengo que coger un avión mañana por la mañana, ¿no puede esperar?

—No temas, no tardaremos mucho —me aseguró—. Es una cosa que he comprado. Quiero que me digas si es una buena inversión.

—Si ya lo has comprado, ¿qué importa lo que yo piense? Supongo que no será el tipo de inversión que sólo puede verde desde un mullido sofá.

—Lejos de mi intención, a estas alturas, mancillar tu inmaculada virtud, —rió—. Créeme, esta inversión requiere cientos de metros de espacio abierto para ser apreciada en su totalidad.

—¿Está al aire libre? Debes de estar bromeando. ¿Esta noche? ¿Adonde vamos? ¡Éste es el camino del puente!

—Exactamente. Vamos a Long Island, donde ninguna persona civilizada pone el pie en esta época del año. Pero, por otra parte, ni tú ni yo hemos sido nunca demasiado civilizados, ¿no es cierto?

Tor me revolvió los cabellos con una mano y, sin esperar respuesta, enfiló la rampa hacia el puente.

Desperté, después de lo que me parecieron varias horas, con la cabeza en su regazo. Se había quitado la chaqueta para arroparme con ella y me acariciaba el pelo distraídamente.

Me incorporé en el asiento y miré a través de las ventanas cubiertas de hielo. Delante de nosotros, la luna se reflejaba en la reluciente superficie negra del océano. Bueno, a mí me pareció el océano, pero luego me di cuenta de que era una especie de lago o estanque, y de que lo que en un principio había tomado por agua era en realidad hielo. Incrustados en el hielo había docenas de botes.

—¿Cómo es posible que la gente deje ahí esos botes? —pregunté—. ¿No se estropean si se congelan de esa manera?

—Se estropearían si fueran barcos corrientes —me respondió—. Pero son botes mágicos, veleros para hielo. Y aquel que tiene el mástil alto y rojo es mío.

—Un velero para hielo, ¿ésta es tu inversión?

—Ven. Te lo mostraré.

Salimos del coche con nuestros trajes de noche y caminamos por la crujiente nieve. El aire era más frío de lo que había imaginado y el viento levantaba la nieve, transportándola de un lado a otro sobre la superficie del hielo y dándole al lago una apariencia mística. Recordé el cuento de la Reina de las Nieves, que conducía su trineo por los cielos y arrojaba trozos de hielo a la tierra para helar los corazones de los niños.

—¿Ves? —me explicaba Tor mientras me ayudaba a subir a la cubierta, donde el viento parecía aún más fuerte—. Este bote es extremadamente ligero y está provisto de una vela para aprovechar la fuerza del viento. Tiene dos patines…

—Como los patines de carreras de Hans Brinker —dije yo.

Tor abrió una trampilla en la cubierta, sacó la vela doblada y empezó a desplegarla.

—Funciona de forma muy semejante a un velero. La propulsión la obtiene del viento, pero, debido a que se desliza patinando sobre el hielo, que no ofrece resistencia, es mucho más rápido que un bote navegando en el agua y precisa menos viento.

—¿Para qué aparejas el bote? No pensarás salir ahora, ¿verdad?

—Siéntate —me ordenó, empujándome hasta un asiento—. Y abróchate esa correa.

Me até aquel arnés mientras él elevaba la vela con el aparejo. Por sus movimientos parecía todo un experto. El hermoso hielo negro adquirió súbitamente un aspecto amenazador. Imaginé con asombrosa rapidez cómo me sentiría al ser arrojada sobre el hielo y deslizarme por él sin control mientras sus dientes afilados y mellados me convertían en tiras, o al caer sobre una zona más delgada, atravesarla y quedar atrapada bajo la siniestra superficie de las aguas subárticas.

—Te gustará mucho —me aseguró Tor, sonriendo mientras tiraba de una cuerda y la enrollaba en torno a una cornamusa.

La vela restalló en el fuerte viento; la cabeza se me fue hacia atrás y el bote salió disparado, adentrándose en el lago. Cogimos velocidad tan rápida y silenciosamente que tardé varios segundos en darme cuenta de la celeridad con que nos movíamos.

Cuando me puse de cara al viento, tuve que cerrar los ojos. Sobre el rostro recibía el impacto de las agujas de nieve que los patines arrancaban a la superficie y que me quemaban la piel. Permanecí con los ojos cerrados, sintiendo el frío azote en el rostro. Cuando intenté hablar el hielo se agarró a mis pulmones como un ancla.

—¿Cómo se le da la vuelta a esta cosa? —grité, para hacerme oír sobre el gemido del viento.

—Cambiando de posición el cuerpo o las velas —replicó Tor. El ruido del hielo contra el casco se hizo más fuerte—. O también moviendo el timón ligeramente con esta palanca.

Parecía tan tranquilo que intenté mostrarme confiada. Sin embargo, volábamos sobre el hielo a una velocidad tal que temí que pronto despegaríamos. El nudo que el miedo me había formado en el estómago empezaba a quemar como un metal frío y helado al convertirse en terror. Los ojos se me llenaban de agua al deshacerse las agujas de hielo. Me pregunté cómo podía ver Tor sin protegerse con unas gafas.

Cuando solté el asiento al que me aferraba para enjugarme los ojos, estábamos cambiando muy ligeramente de trayectoria. El corazón me dio un vuelco cuando vi que nos abalanzábamos contra la orilla opuesta. Mientras veía acercarse silbando la línea de hierba, rocas y árboles helados a una velocidad de vértigo, me sentí como si hubiéramos alcanzado la velocidad de la luz.

La tierra se acercaba a tal velocidad que no podía creer que Tor viera lo que estaba ocurriendo. Sentí deseos de gritar. Los trozos de hielo golpeaban el casco como fuego de ametralladora y una cortina de nieve me impedía la visión a medida que avanzábamos, cada vez más deprisa. Después capté visiones fugaces de árboles y rocas que parecían saltar sobre nosotros por encima del hielo y me di cuenta, con una súbita histeria, ¡de que era demasiado tarde para virar!

Sentí, medio ahogada, que me ardía la garganta y que la sangre palpitaba, no, daba golpes furiosos en las cuencas de mis ojos.

Me agarré al borde del bote como si estuviera clavada, esforzándome en mirar mientras nos precipitábamos sin remedio, totalmente fuera de control, contra la mortífera línea negra de la orilla. Sentí que el estómago me daba un vuelco cuando se aproximó el momento del impacto.

Pero nos desviamos hacia un lado al cambiar Tor de posición y trazar el bote una amplia curva limpia y cerrada, bordeando elegantemente la orilla. El tiempo pareció detenerse y en ese instante empecé a oír los fuertes latidos de mi corazón.

Cuando salimos de la curva, la adrenalina inundó mi cuerpo en una cálida oleada, bombeando la sangre de nuevo hacia el corazón y los pulmones.

—¿Te ha gustado? —preguntó Tor alegremente, sin notar al parecer que yo estaba enojada.

Mis piernas y mi espalda parecían espaguetis. Nunca había sentido un miedo semejante. Estaba furiosa. Me preguntaba si sería posible asesinarlo y conseguir volver a tierra de una pieza.

—Ahora que nos hemos calentado, ¿qué te parece si probamos algo realmente excitante? —sugirió. Estaba segura de que mi corazón no resistiría más excitación. Pero estaba tan aturdida y conmocionada que no podía hablar. Sospechaba, además, que cualquier síntoma de debilidad por mi parte sólo serviría para prolongar mi agonía. A Tor le encantaba poner a prueba mi temple.

Sin esperar respuesta, volvió a tensar la vela y empezamos a adquirir velocidad. No tardamos en desplazarnos a tal velocidad que la orilla que discurría junto al bote se convirtió en un borrón captado por el rabillo del ojo. No obstante, mientras no nos apartáramos de la orilla ofrecía un aspecto cómodo y seguro. Cuando de repente Tor viró hacia el interior del lago, la vasta extensión negra pareció desplegarse ante mí como las fauces oscuras y abiertas de la muerte.

—Estos veleros pueden alcanzar más de cien nudos —me informó despreocupadamente, elevando la voz sobre el monótono gemir del viento.

—¿Cuánto es un nudo? —pregunté, haciendo un esfuerzo, pero sin querer saberlo en realidad. Se me ocurrió que, si conseguía hacerle hablar, quizás olvidaría su idea de «probar algo realmente excitante».

—Una milla náutica —contestó—, más de ciento sesenta kilómetros por hora. Ya hemos alcanzado los cien.

—¡Qué emocionante! —exclamé, aunque mi voz traicionaba mis sentimientos.

Tor me miró de soslayo.

—¿No estás asustada? —inquirió.

—No seas ridículo —repliqué.

En ese momento, la sangre caliente se agolpó en el interior de mis ojos. Estaba segura de que iba a desmayarme.

—¡Fantástico! ¡Entonces, la desplegaremos totalmente y volaremos de verdad! —dijo regocijado.

«Dios mío, voy a morir»., pensé.

Las velas parecían estar a punto de romperse. La nieve que atravesaba el arco era tan espesa que formaba un túnel aislante que impedía toda visión. Nos encontrábamos dentro de una funda de almohada de nieve silenciosa cuando forcé vista y oído para distinguir el entorno. El silencio y la ceguera resultaban más aterradores que lo que ocultaban.

De pronto, la nieve se desvaneció y mi corazón se detuvo.

¡Estábamos casi sobre el embarcadero! Los botes se cernían sobre nosotros, rodeándonos como horribles monstruos impúdicos. Cuando nos abalanzábamos sobre ellos, Tor inclinó el trineo de costado. De no haber estado atada, habría salido volando. El giro fue tan brusco que estaba segura de que los patines saldrían disparados y de que nos incrustaríamos en el embarcadero.

Durante unos espantosos segundos, casi toqué el hielo con la cabeza cuando la gravedad nos atrajo más y más hacia la tierra. Luego nos desviamos totalmente hacia el lado contrario y dimos media vuelta en un suave y firme círculo en dirección hacia el embarcadero.

Jadeaba sin resuello, tragando aire con fuerza para no desmayarme. Tor se deslizaba zigzagueando grácilmente en amplios y suaves arcos. Cuando alcanzamos la orilla, dejó caer la vela, deslizó el bote dentro de la grada en un inesperado corte diagonal y saltó al embarcadero para amarrar el bote.

Yo me quedé inmóvil, paralizada por el miedo, tan temblorosa que casi no me sostenía en pie. Cuando me tendió la mano no estaba segura de que pudiera moverme. Pero, cuando conseguí ponerme en pie y Tor me ayudó a salir, me asaltó súbitamente una ráfaga de calor, una energía intensa y radiante, más allá de la excitación o de la histeria. Tardé unos instantes en comprender de qué se trataba. Era euforia.

—Me ha encantado —comenté en voz alta, sorprendiéndome a mí misma.

—Sí, imaginaba que te gustaría —dijo Tor—. ¿Podrías decirme por qué?

—Creo que ha sido por el miedo —le contesté, preguntándome a mí misma la razón de que fuera así.

—Exacto, el miedo a la muerte es la afirmación de la vida —explicó—. Los hombres lo saben, pero las mujeres… casi nunca. Lo vi en ti aquella primera noche, cuando te encontré en el pasillo. Eras como una niña perdida. Estabas tan asustada que diste un salto cuando te hablé. Tenías miedo de lo que iba a ocurrir en tu trabajo, pero el miedo no te detuvo. Te tendí la mano y tú la tomaste. Te alzaste contra todos ellos y lo hiciste sola.

Tor sonrió y me levantó del suelo. Me sostuvo un rato demasiado largo; el calor de su cuerpo penetraba a través de mi grueso abrigo y su rostro permanecía pegado a mis cabellos. Súbitamente sentí miedo, pánico, aunque no sabía por qué.

—Por eso te elegí-me dijo por fin.

—¿Qué me elegiste? —pregunté, apartándome un poco de él para mirarlo—. ¿Qué rábanos quieres decir?

—Sabes perfectamente lo que quiero decir —replicó.

El también parecía algo nervioso. La tenue luz de la luna tino de plata su piel y sus cabellos. Puso las manos sobre mis hombros y se inclinó sobre mí. No le había visto nunca aquella expresión.

—Quizás esté demasiado cansado —me dijo—. Siempre me han aburrido las personas que me rodean. La vida ya no ofrece reto alguno para mentes como la mía. Te he echado de menos, querida. Me alegra que hayas vuelto por fin.

—No he vuelto —repliqué, sintiendo el corazón latir fuertemente en mi pecho. Sin duda, la palpitación que notaba en el cerebro había sido causada por la carrera con el velero para hielo—. Además, creía que era a mí a quien se le habían agotado las emociones, al menos eso dices siempre.

—Tus emociones no se han agotado, están reprimidas —me contestó fríamente—. ¿Cómo puede agotarse algo que no se ha utilizado jamás?

Tor giró en redondo sobre sus talones y se dirigió al coche. Yo le seguí torpemente, con mis zapatos de noche ridículos e inadecuados para la ocasión. Era asombroso que hubieran permanecido en mis pies después de aquel torbellino.

—Mis emociones sí han sido utilizadas —le grité a la espalda.

Vi que abría la portezuela del coche y corrí por entre los montones de nieve.

—Tengo una emoción que está a punto de ser utilizada —me dijo, empujándome al interior del coche—: la ira. ¡Y tú la provocas tan a menudo que no comprendo cómo no te he dado de azotes todavía!

Después de aquel arrebato, cerró la portezuela violentamente, subió al coche y se ajustó los guantes a tirones. Permaneció callado mientras ponía el motor en marcha y esperaba a que se calentara. Yo contemplaba cómo mi aliento empañaba los cristales. No sabía qué decir.

—Creo que es una buena inversión, —apunté por fin.

—Crees que es una buena inversión, ¿eh? ¿El qué? ¿Qué yo pierda los estribos? ¿O acaso me sugieres que compre un látigo para azotarte?

—No, el velero para hielo —aclaré.—Creo que es una buena… ¿Por qué te ríes de esa manera? ¿No era para eso para lo que me has traído hasta aquí? latir fuertemente en mi pecho. Sin duda, la palpitación que notaba en el cerebro había sido causada por la carrera con el velero para hielo—. Además, creía que era a mí a quien se le habían agotado las emociones, al menos eso dices siempre.

—Tus emociones no se han agotado, están reprimidas —me contestó fríamente—. ¿Cómo puede agotarse algo que no se ha utilizado jamás?

Tor giró en redondo sobre sus talones y se dirigió al coche. Yo le seguí torpemente, con mis zapatos de noche ridículos e inadecuados para la ocasión. Era asombroso que hubieran permanecido en mis pies después de aquel torbellino.

—Mis emociones sí han sido utilizadas —le grité a la espalda.

Vi que abría la portezuela del coche y corrí por entre los montones de nieve.

—Tengo una emoción que está a punto de ser utilizada —me dijo, empujándome al interior del coche—: la ira. ¡Y tú la provocas tan a menudo que no comprendo cómo no te he dado de azotes todavía!

Después de aquel arrebato, cerró la portezuela violentamente, subió al coche y se ajustó los guantes a tirones. Permaneció callado mientras ponía el motor en marcha y esperaba a que se calentara. Yo contemplaba cómo mi aliento empañaba los cristales. No sabía qué decir.

—Creo que es una buena inversión, —apunté por fin.

—Crees que es una buena inversión, ¿eh? ¿El qué? ¿Qué yo pierda los estribos? ¿O acaso me sugieres que compre un látigo para azotarte?

—Ño, el velero para hielo —aclaré—. Creo que es una buena… ¿Por qué te ríes de esa manera? ¿No era para eso para lo que me has traído hasta aquí?

Tor se enjugó las lágrimas de los ojos.

—Bien, el velero para hielo es una inversión excelente. El banquero del año acaba de dar su aprobación. Me alegra que te guste, querida; está a tu disposición siempre que lo desees.

—No seas tonto —le dije. Encendí un cigarrillo para distanciarme de mis propios sentimientos—. Un velero para hielo no me sirve de nada en San Francisco. Vivo allí, y allí es donde pienso quedarme.

—Vives en tus fantasías —me espetó, en un tono de voz que nunca le había oído utilizar.

A continuación, metió la primera con furia y salió a la carretera levantando nubes de nieve.

Contemplé su perfil ceñudo, que las débiles luces verdes del salpicadero delineaban. Tardé un rato en conseguir pronunciar una sola palabra.

—No te entiendo —le dije por fin—. Nunca te he entendido. Dices que quieres ayudarme, pero da la impresión de que lo que quieres es poseerme. No dejas de intentar remodelarme según una imagen que tienes en la cabeza, pero no sé por qué. Nunca he sabido por qué.

—Tampoco yo —admitió en voz baja. Luego repitió en un susurro, como si hablara para sus adentros—: Tampoco yo.

Proseguimos el viaje en silencio durante largo rato. Más tarde le vi sonreír.

—Supongo que pienso de ti lo mismo que tú piensas del trineo de hielo —confesó. Me miró en la penumbra y sonrió—. Quizá seas una buena inversión —dijo.