El dinero, que representa la prosa de la
Vida y del que apenas se habla en los alones
Sin una disculpa, es, en sus efectos y leyes,
Tan hermoso como las rosas.
Ralph Waldo Emerson
LUNES, 30 DE NOVIEMBRE
A las ocho de la mañana, Tor entró en la Biblioteca Pública de Nueva York y pidió que se le indicara dónde estaba la sección financiera. La mujer que le dio las instrucciones necesarias lo miró con un suspiro cuando Tor se encaminó hacia las escaleras de mármol. Hombres con tal aspecto acudían raras veces al mostrador de información de la biblioteca pública.
Tor subió a saltos las escaleras. Vestía un traje de color carbón de gabardina italiana. La corbata gris perla de finas rayas con un delicado toque malva estaba sujeta por un alfiler de oro cuyo diseño era exactamente igual al de los gemelos. Varias personas volvieron la cabeza cuando Tor recorrió el pasillo hasta llegar a la sección financiera. Una vez dentro, le preguntó a la bibliotecaria dónde podría encontrar las guías del Standard and Poor’s y del Moody’s, a lo que ésta respondió señalando las estanterías correspondientes.
Situado tras los estantes, Tor cogió el pesado volumen de Moody’s y hojeó los número más recientes, que ya habían sido encuadernados. Al llegar al apartado de los bonos municipales, pasó varias páginas hasta encontrar lo que había ido a buscar.
Tras echar una rápida mirada en derredor, se sacó un cortaplumas del bolsillo y cortó la página del volumen. La dobló cuidadosamente y se la metió en el bolsillo junto con el cortaplumas plegado. Luego devolvió el libro a su estante, dio las gracias a la bibliotecaria, que aún seguía mirándole, y abandonó la biblioteca.
Menos de una hora más tarde, Tor entró en las oficinas de Louis Straub, corredores de bolsa, en Maidon Lane. Cuando empujó la puerta de cristal, vio una habitación llena de agentes de bolsa encorvados sobre sus teléfonos, con los nudos de las corbatas aflojados y las chaquetas colgadas de cualquier manera en los respaldos de las sillas. Las secretarias y administrativos corrían de una mesa a otra dejando caer documentos en las bandejas de archivo y depositando mensajes telefónicos. Aquello era un pandemónium. La recepcionista mascaba chicle y se pintaba las unas mientras sostenía una entretenida conversación telefónica. Interrumpió sus actividades para preguntarle a Tor con tono impaciente si podía ayudarle en algo.
—Me gustaría abrir una cuenta —le contestó Tor con una sonrisa irónica—. Es decir, si no está demasiado ocupada.
La chica enrojeció, pidió a su interlocutor que esperara y apretó el botón del interfono.
—Señor Ludwig —le dijo al interfono. Su voz resonó por toda la planta—. Cuanta nueva. Por favor, pase por recepción. Estará aquí dentro de unos minutos —le informó a Tor, antes de reanudar su conversación telefónica.
Tor echó una mirada a la planta. Louis Straub era la agencia bursátil más importante del país. La firma manejaba ingentes volúmenes de valores para aquellos que no necesitaban que les ayudaran a planear sus valores en cartera ni sus fortunas.
Cinco años antes, un joven llamado Louis Straub había comprendido que en Estados Unidos se necesitaba una agencia que manejara acciones y bonos como si fuera un supermercado donde los clientes pudieran escoger lo que quisieran y los agentes se limitaran a telefonear para efectuar la compra. No daban café ni atención personal a los clientes. Una transacción en Louis Straub era tan rápida y limpia que a menudo los agentes ni siquiera recordaban las caras de sus clientes. Por eso Tor había ido allí.
El señor Ludwig, un hombre menudo y calvo, cruzó la puerta y estrechó la mano que le tendía Tor casi sin mirarlo.
—¿Quiere usted abrir una cuenta, señor…?
—Dantes. Edmundo Dantes —dijo Tor—. Sí. En realidad, abrirla y cerrarla. Desearía comprar unos bonos como regalo de Navidad para mis sobrinas. Traigo una lista de lo que quiero.
—Así pues, ¿será una transacción al contado? Aceptamos tarjetas de crédito o cheques personales si lleva los documentos de identificación.
El hombre hablaba mientras conducía a Tor por la planta, hasta una pequeña mesa de despacho desordenada al fondo de la sala.
—Le dejaré una paga y señal al contado, elegiremos los bonos y, cuando haya fijado su valor, le traeré un cheque de administración dentro de una media hora.
—No podemos comprar nada hasta que tengamos el dinero o hayamos establecido una línea de crédito, compréndalo —dijo Ludwig.
Tor asintió y le tendió la página arrancada del Moody’s, en la que había señalado con un círculo una serie de bonos.
—Tiene usted un montón de sobrinas —comentó Ludwig, mirando a Tor con una débil sonrisa.
—Lo hago todas las Navidades —explicó Tor—. Normalmente se ocupa mi agente, pero este año la temporada ya está muy avanzada y acaba de irse de vacaciones. Son unas niñas encantadoras; detesto que se me pasen por alto los regalos de Navidad.
Ludwig miró a Tor como preguntándose cuántos años tendrían aquellas niñas y qué parentesco le uniría a ellas, pero inclinó la cabeza sobre la hoja y empezó a teclear número en la calculadora.
—Sin comprobarlo en el ordenador, no puedo decirle con exactitud lo que está disponible ni el precio de compra —le dijo Tor—. Pero creo que rondará los cincuenta mil dólares como máximo, señor…
—Dantes —repitió Tor—. Perfecto. Si necesita localizarme, tengo el despacho en el número treinta de Park Avenue, en la Cristo Corporation. ¿Por qué no empieza a trabajar en la lista? Yo volveré con un cheque por cincuenta mil dólares a las diez y media. Si hay alguna variación en el precio puede ingresarlo en mi cuenta o darme un cheque por la diferencia.
—De acuerdo —aceptó Ludwig—. ¿Le importa que le haga una pregunta? Según veo, ha elegido un bono de cada tipo y aquí hay decenas de tipos. Quiero decir, ¿por qué no le da a cada una de sus sobrinas un bloque de unos cuantos tipos diferentes? Sería mucho más rápido y sencillo que compráramos bloques de múltiplos de cada tipo. Aun así, podría darles certificados por separado.
—No creo que a Susie le guste tener los mismos bonos a Mary Louise —replicó Tor.
Además, no podía explicarle la razón real por la que necesitaba comprar un solo bono de cada tipo. Estaba ya en pie para dirigirse a la puerta.
—Hasta dentro de una hora —se despidió.
Tor cruzó la planta, salió por la puerta sin dedicarle ni una inclinación de cabeza a la recepcionista, que seguía hablando por teléfono, y se encaminó a un restaurante situado cerca de su banco. El banco no abriría hasta las diez, pero no se tardaba mucho en obtener un cheque de administración. Y entonces el negocio se pondría en marcha.
Mientras Tor tomaba un café en una pequeña cafetería de Wall Street y esperaba a que abriera el banco, Georgian bajaba de un taxi frente a un enorme edificio de hormigón en el Bronx.
El edificio estaba rodeado de altas vallas de tela metálica con alambre de espinos en la parte superior. En la puerta había una garita con su correspondiente guardia, y a lo largo de todo el perímetro de la verja, un vigilante con un pastor alemán aproximadamente cada cien pasos. Todos lo vigilantes llevaban pistolera ceñidas a la cadera y contemplaron a Georgian atentamente cuando ésta se acercó a la garita del guarda.
Georgian lucía un vestido que dejaba poco margen a la imaginación; era de ante teñido en un rojo eléctrico y muy corto. Calzaba altas botas de cuero negro y llevaba una escurridiza capa de lana también negra cruzada sobre un hombro.
—Hola —saludó Georgian al guardia—. Espero no llegar tarde para la visita de las diez. He venido en metro hasta la parada más cercana, pero luego he tenido que coger un taxi. Prácticamente me he quedado sin dinero y estoy helada.
—No se preocupe, la visita aún no ha comenzado —la tranquilizó el guarda—. Empezará allí, en la entrada principal. Si quiere, puede entrar en la garita a calentarse. Avisaré para que pasen a recogerla. Siempre esperan a que haya unos cuantos rezagados en la puerta.
—Oh, muchísimas gracias —dijo Georgian, y entró en la diminuta cabina al mismo tiempo que el guarda cogía el teléfono.
La joven se quitó los guantes con el rostro de Santa Claus en el dorso y se frotó las manos mientras el guarda intercambiaba unas cuantas palabras por teléfono. A través de las paredes de cristal de la garita, observó que los vigilantes apostados alrededor de la valla se miraban unos a otros, muy sonrientes, e inclinaban la cabeza señalando en su dirección. El guarda se volvió hacia ella.
—¿Cómo es que una chica como usted se interesa por visitar una planta de impresión en un día tan gris como éste? —inquirió.
—No imaginaba que iba a hacer un día así —replicó Georgian, mirando hacia el cielo encapotado que prometía nieve—. Estudio en la Art Students League y hace siglos que quería venir a visitar este sitio. Todos mis compañeros de clase dicen que tienen aquí a los mejores maestros grabadores de toda la Costa Este.
—Oh, sin duda eso es cierto —dijo el guarda—. El U.S. Banknote es el impresor de valores más antiguo del país. Vienen muchos grabadores comerciales y estudiantes como usted a visitarlo. Mientras realiza el recorrido, debería presentarse a los grabadores; les encantará charlar con usted y mostrarlo lo que están haciendo. ¡Vaya! Ahí viene el cart y no le he pedido que firme la entrada. Sólo tiene que poner su nombre y dirección en este registro.
El hombre le tendió una carpeta provista de un sujetapapeles, donde había una hoja llena de formas.
Georgian escribió su nombre con todo cuidado: «Georgette Heyer”. Al lado, en la columna encabezada con el título “Nombre de la empresa», escribió: Art Students League. Se alegró de no tener que proseguir su charla con el guarda; ni siquiera estaba segura de dónde se hallaba situada la Art Students League.
Agitando la mano para despedirse del guarda, salió corriendo de la pequeña garita de cristal, saltó al interior del vehículo eléctrico que había frente a la perta y se alejó.
—¡No tenía ni idea de que el U.S. Banknote imprimiera tantas cosas diferentes! —decía Georgian, al tiempo que sorbía la espuma de su jarra de cerveza y traspasaba la penumbra del bar con la mirada—. Me alegro mucho de haber hecho la visita y de haber tenido la oportunidad de conocer a unos caballeros tan asombrosos como ustedes.
Alrededor de la mesa de formica color rojo ladrillo se hallaban sentados cinco de los maestros grabadores del U.S. Banknote, ante platos con grandes bocadillos malolientes de embutido a medio comer y jarras de cerveza medio vacías. Todos ellos devoraban con los ojos a Georgian, con ávida curiosidad científica, como si fuera un nuevo instrumento de grabado.
—¡Figúrense! —prosiguió ella rápidamente—. Sellos para comestibles, y sellos de correos, y cheques de viaje, y valores, y bonos, ¡e incluso libros encuadernados en piel! Pero ¿no tendrían que especializarse en algo? Es decir, ¿todos ustedes son expertos en todo, o unos son mejores en… huecograbado y otros en roto…, roto…?
—Grabado —apuntó uno de los hombres, y los otros rieron.
Georgian fingió estar nerviosa y dejó que su mirada, de ojos desorbitados por la admiración, se posara en los cinco hombres uno por uno.
—Cada uno tiene su especialidad —admitió uno de los grabadores—. Nos alegra que los estudiantes como usted acudan a estas visitas programadas. ¿Quién sabe si algunos no se convertirán en aprendices con el tiempo? Los estudiantes de hoy son los maestros grabadores de mañana.
Todos ellos asintieron y siguieron comiendo los bocadillos y bebiendo cerveza.
—Pero la especialidad que más me interesa a mí —dijo Georgian, antes de soplar la espuma de su cerveza— es el fotograbado. Yo estudio fotografía y lo que me gustaría hacer es convertir una de mis fotografías en un grabado realmente bueno. ¿Realizan ustedes fotograbados?
—No demasiados —explicó uno de los grabadores—. Los que dominan ese campo son los japoneses. Sus litografías a color y sus grabados son increíbles. Ellos hacen el tipo de cosas a que usted se refiere. Debería ir a algunos de los museos de Maniatan y ver los resultados que están obteniendo.
—Aquí, en la planta, no hacemos demasiadas cosas de ese tipo —agregó otro—. Nos ocupamos principalmente de documentos de garantía, de cosas que poseen un valor monetario, como los cheques de viaje, y cuyas planchas deben ser grabadas manualmente al aguafuerte. La impresión es muy compleja, para que así los documentos que producimos sean difíciles de falsificar. Algunas veces esto supone utilizar hasta treinta colores en un solo documento. Sin duda el proceso de grabado de una fotografía debe de ser mucho más sencillo.
—Me gustaría saber cómo se hace —declaró Georgian—. ¿Conocen a alguien que pueda ayudarme?
—De hecho —dijo uno de los hombres—, hay un fotograbador japonés en Staten Island. Trabaja en su propia casa. Realiza trabajos muy complejos, algunos comerciales, pero en su mayor parte artísticos. ¿Recuerdas su nombre, Bob? Era el tipo que hizo aquella plancha para billetes de un dólar hace unos años y exhibió los billetes en una galería. ¡Las planchas estaban tan bien falsificadas que el FBI fue a su casa y las rompió! ¿Cómo se llamaba ese tipo?
—¡Ah, sí! —dijo el otro—. Lo recuerdo, se llamaba Seigei Kawabata.
MARTES, 1 DE DICIEMBRE
Poco después del mediodía, Georgian, completamente envuelta en su bohemia capa negra, bajó del ferry de Staten Island y recorrió a pie la plataforma de desembarque bajo la nieve. Paró el primer taxi que vio y le dio al chófer la dirección.
Pagó y se bajó del taxi delante de una vieja casa de recargada arquitectura, en una calle flanqueada por árboles. No parecía el tipo de sitio donde pudiera vivir un grabador famoso; Georgian había esperado algo un poco más moderno.
Georgian caminó por el helado sendero de entrada, subió los escalones que conducían al porche delantero y pulsó el timbre. Tras unos instantes, oyó ruido de pasos que se acercaban a la puerta. Ésta se abrió con un crujido y asomó una cara pequeña y arrugada.
—¿El señor Kawabata? —inquirió Georgian. El viejo asintió, mirándola con recelo, pero sin abrir más la puerta—. Soy Georgette Heyer. Le he telefoneado desde la ciudad. Soy de la Art Students League.
Georgian le sonrió con el mayor encanto del que era capaz, pero lo maldijo para sus adentros por mantener la puerta medio cerrada. Se estaba congelando.
—¡Ah, sí! —dijo por fin el señor Kawabata, abriendo la puerta e indicándole que entrara—. La Art Students League. Yo doy conferencias allí a menudo. ¿Qué Profesores tiene? Estoy seguro de que los conozco. ¿Le apetece un té?
Georgian se vio obligada a admitir antes el señor Kawabata, mientras tomaba té y galletas, que no estudiaba en la Art Students League. Le dijo que en realidad era una fotógrafa comercial que había decidido pasarse al fotograbado, pero que no quería que ninguno de sus competidores supiera que iba a extender sus actividades a ese campo. La excusa le pareció endeble incluso a Georgian, pero el señor Kawabata la aceptó.
—Señor Kawabata, los grabadores del U.S. Banknote me han dicho que usted realizó un grabado perfecto de un billete de dólar. ¿Es eso cierto? —le preguntó al señor Kawabata, que le guiaba a través del laberinto de habitaciones victorianas de altos techos.
Todas las habitaciones estaban inmaculadamente limpias. Las altas ventanas quedaban ocultas tras pantallas de papel pintadas a mano y sobre las mesas de pálido lacado se apiñaban, como obras de arte, hermosos tarros de tonos pastel llenos de pinceles.
—Sí —respondió Kawabata—. El gobierno se enfureció conmigo. Después de la inauguración en la galería, vinieron a mi casa y efectuaron un registro completo buscando otras planchas. Creyeron que era un falsificador profesional, pero yo les expliqué que tan sólo trataba de mostrar el estado que había alcanzado mi arte en el mundo occidental. Si lo desea, le mostraré una copia que no confiscaron de aquella serie.
Georgian le aseguró que le encantaría. Kawabata la condujo a una habitación que daba a un jardincillo oriental, la única cuyas ventanas no estaban cubiertas de papel. El jardín era hermoso, con su pequeño estanque y sus senderos de lisos guijarros negros, que se abrían paso entre macizos de árboles bonsai cuidadosamente guiados. El suelo de la habitación estaba cubierto por esteras de sauce y en su derredor se esparcían cojines pintados a mano.
En una pared había un pequeño grabado de unos treinta centímetros de diámetro. El fondo era de un oscuro color gris purpúreo de bella textura. En el centro del grabado había una pequeña manzana sobre una mesa y, junto a ella, de frente al observador, un billete de dólar perfecto. Parecía que lo hubieran pegado en el cuadro, como si se tratara de un collage. El color era idéntico y las líneas no tenían defecto alguno.
—Es magnífico —musitó Georgian. Sacó un dólar del bolso y lo comparó con el que había en la copia.
—Eso es un fotograbado —explicó Kawabata en su habitual tono bajo—. En realidad, fotografié el billete por un lado y la manzana y la mesa por otro, y luego superpuse las dos fotografías. Hice las planchas por separado. Si le interesa, le mostraré cómo se hace.
Kawabata condujo a Georgian a una habitación que contenía varias prensas pequeñas y una grande. Las prensas manuales estaban colocadas sobre gruesos tablones de madera en una lado de la habitación y la más grande se hallaba adosada a la pared del fondo. Una gruesa lona protegía el suelo. En el centro de la estancia, una cámara de gran formato colgaba de las gruesas vigas que habían quedado al descubierto tras quitar el techo. Bajo la cámara había una enorme mesa, cuya amplia y lisa superficie se encontraba cubierta por un limpio papel blanco. Todo era inmaculado. Georgian pensó que aquélla era la imprenta más limpia que había visto jamás.
—¿Hacemos una copia de muestra? —preguntó Kawabata. Acto seguido, apretó un botón y la cámara descendió con un zumbido—. Si desea realizar unos grabados de primera, debe utilizar una cámara de gran formato para obtener una copia de alta resolución. Cuanto mayor sea el negativo, mayor detalle obtendrá, igual que en la impresión fotográfica. Para semejante magnitud de detalle se precisa una gran paciencia y una gran percepción. Tome esta lupa fotográfica y vuelva a mirar su billete de dólar.
Georgian cogió el pequeño cubo de cristal que le tendía y miró el billete de dólar a través de él. Al aumentar, pareció cobrar vida. Lo que a simple vista tenía el aspecto de un confuso mar de adornos verde salvia, surgió ante sus ojos como una miríada de floridos puntos, remolinos, rayas y sombras verdinegras de esmerada textura.
—Cuando observe la mitad izquierda del Gran Sello, donde está la pirámide de Egipto —le explicaba Kawabata—, ¡se dará cuenta de que el ojo místico masónico suspendido encima de halla rodeado de versos antiguos! Es este tipo de precisión el que se pretende lograr.
Georgian alzó la vista de la lupa.
—¿Qué vamos a imprimir? —preguntó.
—¿Por qué no su billete de dólar? —replicó Kawabata, sonriendo y cogiendo el billete de debajo de la lupa—. Pero, hagámoslo más interesante. Como se trata de un mero ejercicio, simulemos que el dólar se imprime en varios colores, como los billetes de algunos países.
Con un rotulador, coloreó cuidadosamente el ojo místico de rojo, de modo que parecía haber pasado una noche insomne sobre la pirámide. —Así podré mostrarle algunas técnicas de grabado más complejas. Los jóvenes de hoy en día suelen tener mucha prisa por llegar a algún sitio, sin saber realmente adónde van. Pero el grabado no puede hacerse con prisas. El grabado es como la ceremonia del té; debe realizarse paso a paso, y cada paso a su debido tiempo. Entonces despliega sus secretos para ti, como una flor abriéndose.
Kawabata la llevó al cuarto oscuro que había junto a su estudio y allí le mostró, paso a paso, los laboriosos procesos requeridos para poner un ocultador a las placas fotográficas, cubrir las planchas de grabado con una emulsión fotosensible, preparar los baños de ácido y controlar con cuidado el tiempo necesario para cada etapa de la operación. Era similar al revelado de negativos y el proceso de impresión, pero Kawabata destacaba la importancia de cuidar extremadamente cada detalle preciso, de lograr un nivel de limpieza y esmero mucho mayor que el requerido para hacer una fotografía de primera calidad.
—Para mezclar un color —explicó Kawabata cuando hubieron aclarado y secado cuidadosamente la última placa fotográfica—, aunque se trate sólo del negro, es preciso sentirlo en el alma. Ahora vamos a mi estudio para meditar.
—¿Meditar? —preguntó Georgian, desconcertada.
—Un maestro grabador siempre debe meditar antes de preparar el color —afirmó Kawabata—, para conseguir que las vibraciones de su alma estén en armonía con el universo.
Georgian no se dio cuenta de lo tarde que era cuando terminaron el grabado. Ella y Kawabata estaban sentados en la amplia sala de estar donde habían tomado antes el té. La joven sorbía un sake de ciruela caliente y sostenía entre los dedos el billete perfecto de un dólar de color rojo y verde. Se sentía como si acabara de licenciarse en una carrera de diez años como maestra grabadora.
—Señor Kawabata —dijo, soñolienta a causa de la fatiga y de los efectos del sake caliente—. No tengo palabras para expresar lo que esta tarde ha significado para mí. Me voy a ir derecha a casa para empezar a practicar todo lo que me ha enseñado.
—¿Tiene una prensa para trabajar?
—No, pero supongo que podré comprar una. ¿No habrá anuncios de prensas a la venta en los periódicos?
—Todas esas prensas nuevas tienen mezcladores automáticos de color. Son muy buenas si lo que quiere es imprimir en serie. Pero, para una artista como usted, creo que sería preferible utilizar una prensa de estilo más antiguo que permite hacerlo todo manualmente. Así podrá mezclar los colores y alcanzar la perfección. No destruirá los delicados matices del grabado.
—¿Dónde puedo encontrar una prensa así? —preguntó Georgian.
—Tengo una aquí que puedo prestarle o venderle, señorita Heyer. ¿Cómo va a volver a casa? Quizá podamos meterla en un taxi grande. Y creo que dos personas podrían bajarla hasta el sendero de entrada. Si no tiene que subir cinco pisos cuando llegue a su destino…
El teléfono estaba sonando y Lelia lo buscaba por entre las pilar de cojines del sofá. Por fin consiguió desenterrarlo y respondió sin resuello:
—¿Aló? ¿Aló? —Tras unos segundos, exclamó—: ¡Oh, no! ¡Oh, merde! Oui, está aquí. Sí, haré que vaya enseguida. Pero estás complètement fou, mi chéri.
—Lo que no consigo imaginar —decía Tor, que llegaba de la cocina con las manos llenas de masa enharinada— es cómo consigue siempre que las uvas se hinchen en el strudel, si las pone entre dos capas de masa… ¿Qué ocurre?
Lelia estaba delante de él, mirándolo con la cara descompuesta.
—Es Chorchione —contestó, volviendo a poner el auricular en su sitio con un suspiro—. Tiene que ir a recogerla.
—¿Dónde demonios está? —dijo él, limpiándose las manos en el trapo que llevaba atado alrededor de la cintura—. Son casi las cinco y tenía que haber vuelto a mediodía. ¿Algo ha salido mal?
—Oui. Está esperando en el ferry de Staten Island a que usted vaya a recogerla.
—¿Por qué no coge el metro para venir? —preguntó Tor.
—Está en el embarcadero del ferry en Staten Island —replicó Lelia.
—Entonces, ¿por qué no coge el ferry y luego el metro?
—Porque, mon cher ami, no encuentra a nadie que la ayude a subir y bajar del ferry con su prensa.