Los hombres de piel fina, cuya conciencia
Les produce picores constantes, están fuera de
Lugar en el regateo de los negocios. Una con—
Ciencia quisquillosa sería como un mandil
Blanco para un herrero.
Lo que cuenta no es el modo de conseguir
Dinero, sino lo que se hace con él.
BOUCK WHITE
The Book of Daniel Drew
Indudablemente fue un alivio tener la oportunidad de pasear por Wall Street tras la comida. Pero, aun así, apenas puede ingerir un cuarto de la cena que Tor pidió en el comedor del Plaza esa misma noche —saumon en papillote, pato a la naranja y soufflé Grand Marnier, por mencionar lo más importante mientras pulíamos los defectos de nuestra apuesta.
Tor no estaba dispuesto a revelar cuál sería su deseo en caso de ganar la apuesta. Por eso, basándome en mi experiencia previa con él, creí que sería mejor proponer unos términos más concretos. La negociación no empezó con el café, sino con el salmón, y nos llevó horas; después, a pesar de que me dolía la cabeza desde mucho antes de que nos sirvieran el coñac, no recordaba la última vez que me lo había pasado tan bien.
Tor había tenido siempre una habilidad especial para explicarlo todo con asombrosa claridad, pero su mente en sí era barroca. Era un maestro de la complejidad y la intriga, y le encantaba examinar un asunto desde todos los posibles puntos de vista. Yo sabía que había ideado aquella apuesta tanto por aburrimiento como por indignación moral. Como de costumbre, para él la vida no constituía un reto suficiente.
—Llevarse simplemente mil millones de dólares es demasiado sencillo —me soltó nada más empezar—; cualquier hacker podría hacerlo. Para que sea interesante de verdad, creo que no deberíamos concretar la cantidad de dinero.
—¿Cómo determinaremos entonces quién ha resultado ganador? —quise saber.
—Estableceremos un tiempo límite, tres meses o algo así, y añadiremos un poco más para planear los detalles. Luego cogeremos el dinero que hemos «tomado prestado»… ¡y lo invertiremos! De este modo, el desafío de la especulación constituirá un aliciente añadido. La cuestión no será sólo quién roba más dinero, sino también quién hace un mejor uso del mismo. Pondremos como tope una suma razonable. El primero que consiga reunir la cantidad acordada ganará.
—Claro, porque robar mil millones no es lo bastante difícil —comenté, sin esperar que me respondiera.
En efecto, Tor ya había empezado a teclear en su diminuto aparato.
—¡Treinta millones de dólares! —anunció, levantando la vista—. Eso es todo lo que mil millones pueden proporcionar, con un interés decente, en tres meses. —Sin pararse a escucharme, sacó un calendario de bolsillo—. Hoy es veintiocho de noviembre, casi diciembre —prosiguió—. Tardaría dos semanas, como he dicho, en llevar a cabo el robo propiamente dicho, y tres meses en efectuar la inversión. Con unas pocas semanas más para los preparativos, el asunto debería estar listo ¡el uno de abril!
—¿El Día de los Inocentes?[5] —pregunté, riendo—. Me parece muy apropiado. Pero ¿qué me dices de mí? Charles me informó que sólo podría robar diez millones. ¿Cómo voy a invertirlos para que me rindan treinta?
—Nunca he menospreciado a Charles —me contestó, con su característica sonrisa—. Pero he visto tus gráficos. Lo que ocurre es que le hiciste una pregunta equivocada, a saber, cuántas transferencias telefónicas internas podrías robar, ¡apenas una gota en el océano! ¿Qué hay del dinero procedente del extranjero?
¡Santo Dios, tenía razón! Con eso se doblaba el volumen, o más aún, pero no había incluido esas transferencias en mi estudio. Aunque yo no controlaba sistemas como el CHIPS o el SWIFT, las redes de transferencias telefónicas más importantes del gobierno, naturalmente estaba conectada a ellos, y ese dinero también entraba y salía de nuestro banco.
—Empiezo a estarte agradecida —admití, bebiendo coñac con una sonrisa—. Trato hecho, si nos ponemos de acuerdo en la apuesta. Sé lo que quiero; he estado pensando en ello durante todo el día. Quiero ser jefe de seguridad en el Fed. De todas formas iban a darme ese puesto antes de que mi jefe les dijera que no me contrataran. Ya sé que, con tus contactos, podrías conseguir que volvieran a ofrecérmelo ahora mismo, pero no te lo pediré, a menos que gane con todas las de la ley.
—Muy bien —convino él con una mueca—. Pero, querida mía, como te dije hace doce años, tu sitio no está en una institución financiera. Esos tipos no saben hacer la o con una canuto; creen que los préstamos son capital activo y los depósitos capital pasivo. Tu sitio está conmigo. He invertido demasiados años en ti para quedarme mirando ahora cómo rellenas las columnas de los libros mayores de los banqueros, un puñado de ignorantes que no saben apreciar lo que tienen.
—Mi abuelo era banquero —apunté yo, con el orgullo ofendido.
—En realidad, no. Perdió hasta la camisa por culpa de individuos como ésos. Créeme, conozco la historia. ¿Qué le faltó? ¿No te lo has preguntado nunca? No creo que fuera ni inteligencia ni integridad.—Tor hizo una seña para pedir la cuenta mientras hablaba, en un tono algo irritado—. Muy bien, tendrás lo que deseas. Pero si gano yo, como sin duda ocurrirá, no tendré escrúpulo alguno en exigir lo que quiero: vendrás a trabajar para mí, como deberías haber hecho ya hace tiempo.
—¿En calidad de qué? ¿De Galatea, tu creación perfecta? —pregunté con una carcajada, aunque no lo había encontrado nada divertido. Había huido de aquello hacía diez años, y ahora lo tenía de nuevo delante de las narices. Pero, aunque perdiera, no pensaba convertirme en víctima de la arrogancia de Tor durante el resto de mi vida—. ¿Por cuánto tiempo? —le pregunté—. No esperarás que sea para siempre, ¿verdad?
Tor sopesó mi pregunta durante un rato.
—Durante un año y un día —contestó enigmáticamente sin mirarme.
—¡La lechuza y el minino! —exclamé—. Recuerdo ese poema: «Un poco de miel cogieron y también mucho dinero…».
—«Envuelto en un billete de cinco libras» —continuó Tor, alzando la vista agradablemente sorprendido.
—«Y estuvieron navegando durante un año y un día, bajo la luz plateada de la luna». —concluí.
—Al parecer, a pesar de ser una madura y experimentada banquera, aún recuerdas las fábulas, mi querida minina —dijo Tor con una sonrisa—. ¡Quién sabe! Quizá disfrutes más perdiendo la apuesta que ganándola.
—Yo no contaría con ello —repliqué.
Sólo había una cosa que molestara a Tor de la apuesta que me había inducido a aceptar. Para poder llevar a cabo su parte de la apuesta, necesitaba un cómplice. Aunque sabía todo lo que había que saber sobre ordenadores, carecía de una de las habilidades necesarias para realizar su plan.
—Necesito un fotógrafo —me explicó—, y uno que sea bueno.
Casualmente, yo conocía a uno de los mejores fotógrafos de Nueva York. Acepté presentárselo a la mañana siguiente.
—Háblame de tu amigo —me pidió mientras el taxi nos conducía a la parte alta de la ciudad el domingo—. ¿Se puede confiar en él? ¿Podemos decirle la verdad sobre nuestro planes?
—Es una mujer y se llama Georgian Daimlisch —le conté—. Es mi mejor amiga, aunque hace años que no la veo. Te aseguro que es de toda confianza, pero no creo una sola palabra de lo que dice.
—Comprendo —dijo—. Te has explicado con toda claridad. Estamos a punto de encontrarnos con una esquizofrénica de mucho cuidado. ¿Sabe por qué vamos a verla?
—No estoy segura de que sepa siguiera que vamos a verla.
—¿Pero, no me dijiste que habías hablado con su madre? —preguntó Tor.
—¿Con Lelia? Sí, por supuesto, pero eso no significa nada.
Tor permaneció silencioso el resto del trayecto.
Siempre me mostraba dura al hablar de Georgian, a pesar de que había sido mi mejor amiga durante más tiempo del que ella me permitía revelar. Cuando vivía en alguna parte, lo hacía en el apartamento que su madre tenía en la zona alta de Park Avenue, pero Georgian no se quedaba nunca mucho tiempo en el mismo sitio; era una mariposa de una rara especie, con su misma independencia salvaje.
Georgian no era independiente en el aspecto financiero, o más bien debería decir que nadie sabía exactamente de cuánto dinero disponía. Debido a su trabajo de fotógrafa, viajaba por todo el mundo, alojándose en castillos y palacios que no estaban al alcance de cualquiera. Por otro lado, solía ir vestida con tejanos raídos y camiseta, y llevaba tantos anillos de oro que sus nudillos parecían de latón.
La mayoría de sus conocidos creían que era una frívola maníaca sexual y una extravagante a la que le faltaba más de un tornillo. Yo la encontraba seria y reservada, y la consideraba una mujer de negocios brillante con una mente como una trampa de acero. ¿Cómo podía una persona provocar impresiones tan diversas en las mentes de tantas personas? Sencillo; era única, se había creado a sí misma. Se había dedicado a la fotografía para moldear su propio universo y después vivir en él.
La veía en contadas ocasiones porque, cuando lo hacía, Georgian esperaba que la imitara.
En cuanto acepté presentársela a Tor, empecé a sentir recelos. Tenían mucho en común; ambos se mostraban sumamente posesivos conmigo y creían que podían cambiar todo l oque no les gustaba de mí. Sin embargo, sus ideas sobre los cambios a realizar eran incompatibles. Tor quería que fuera realista; Georgian quería que borrara esa palabra de mi vocabulario. Temía que se odiaran mutuamente a primera vista.
El vestíbulo del edificio donde vivían Lelia y Georgian parecía una sala de exposición de coches elegantes. Sólo faltaban los Cadillac. De los techos colgaban enormes arañas como racimos de uvas heladas. Todo el vestíbulo estaba lleno de mullidos divanes de terciopelo y, por alguna extraña razón, junto a cada uno de ellos había una escupidera de cobre. Los pilares de mármol formaban una auténtica jungla; había más que en Pompeya. En todas las paredes había blancos ventanales pródigos en oro. En una especie de urnas funerarias negras se apiñaban arco iris de flores de seda y sobre los ascensores había una cornucopia de yeso que derramaba sus frutos, los cuales caían en festivo abandono por entre las puertas.
—¿Qué le ha ocurrido al buen gusto? —murmuró Tor, pestañeando mientras cruzábamos el amplio vestíbulo.
—Espera a ver la casa de Lelia —le dije—. Sus gustos se decantan por el estilo decadente francés.
—Pero si me habías dicho que era rusa —comentó Tor, al llegar a los ascensores.
—Rusa, blanca y educada en Francia —expliqué—. Lelia no sabe hablar demasiado bien su lengua materna, ni ninguna otra, por cierto. Es una especie de batiburrillo lingüístico.
—¡Qué me aspen si no es la señorita Banks! —exclamó Francis, el ascensorista—. ¿Cuántos años hace? La baronesa estará encantada, madame. ¿Sabe que está usted en la ciudad?
Aquél era el discreto modo, típico de Francis, de decirme que tenía que llamar a la baronesa para anunciarnos. Le dije que así lo hiciera.
En la vigesimoséptima planta, Francis abrió las puertas del ascensor con su llave y salimos a un amplio recibidor de mármol donde una doncella nos recibió con una ligera reverencia y nos condujo a otras puertas que daban a un gran pasillo; un vasto corredor de mármol con puerta cristaleras a ambos lados estilo Versalles.
Cuando la doncella se alejó para ir en busca de nuestra anfitriona, Tor se volvió hacia mí y susurró:
—¿Quién es la baronesa?
—Lelia —contesté—. Creo que, en realidad, el título es falso. Es como ser un Romanoff. ¿Quién se va a presentar para corroborar o desmentir tu pretensión?
Mientras esperábamos en el pasillo, nos llegaron sonidos procedentes de varias habitaciones distantes: un buen número de chillidos femeninos y puertas cerrándose de golpe. Por fin, uno de los portazos consiguió que los candelabros de pared de cristal tintinearan.
Una de las cristaleras se abrió y asomó por ella Lelia, vistiendo un largo quimono de raso verdeazulado con plumas de marabú que se arremolinaban al andar. A pesar de que eran casi las doce del mediodía, sus cabellos de color miel estaban revueltos, como si acabara de levantarse.
Me abrazó y apretó su cara contra la mía dos veces, al estilo francés, luego me dio un gran abrazo de oso ruso, haciéndome cosquillas en la nariz con sus plumas de marabú.
—¡Querida! ¡Feliz feliz feliz! Siento que has esperado, pero Georgian está très mauvaise hoy.
Para acabar de completar la confusión de la jerga borschtbouillabaisse que utilizaba, Lelia solía olvidar a media frase lo que estaba diciendo, y contestaba a algo que le habías preguntado en otra ocasión. Cuando pronunciaba el nombre de Georgian, sonaba así como «Chorchione», lo cual provocaba en muchas personas la falsa creencia de que se refería aun postre italiano.
—He traído a mi amigo el doctor Tor, para presentárselo —expliqué a modo de introducción.
—Ce qu’il est charmant! —exclamó Lelia, observando a Tor con mirada brillante y admirativa. Le tendió una mano y… ¡qué me cuelguen si él no se la besó!—. Este hombre tan guapo que traes es como una estatua de orro. Vi nye ochin nrahveetis. Y su traje, très chic, ¡del mejor corte italiano! —Tocó su chaqueta deportiva delicadamente, como si estuviera admirando una obra de arte—. Siempre estoy desesperada por ti, querida mía. Trabajas mucho, sin tiempo para los jóvenes, pero ahora me traes a este atractivo…
—Deja de desesperarte, Lelia —le dije. Por difícil que fuera Georgian, había olvidado que Lelia resultaba mucho más peligrosa en lo tocante a comentar mi vida privada, tema que yo no estaba ansiosa por divulgar; aunque, en realidad, no tenía lo que ella consideraba vida privada—. El doctor Tor es un colega —me apresuré a añadir, mientras nos acompañaba por el pasillo.
—Quel dommage —comentó Lelia tristemente, mirándolo como si se tratara de una trucha que se hubiera soltado del anzuelo.
—Tenemos que charlar de negocios con Georgian —le dije, echando miradas de soslayo a las pocas habitaciones cuyas puertas cristaleras estaban abiertas—. ¿Por qué no ha salido?
—¡Ésa! —resopló Lelia—. ¡Imposible! Se viste como para conducir el camión, ¿pero cambiarse para los invitados? Quel enfant terrible. ¿Qué debe hacer una madre? Sentaos. Haré algo bueno para comer. Chorchione vendrá pronto.
Lelia nos instaló tras las puertas de persiana de la Habitación Azul, su color preferido, indicando así que Tor merecía su total aprobación. Lelia clasificaba a todo el mundo por colores. Me besó, me dio unas palmaditas en la cabeza, le echó una nueva mirada aprobatoria a Tor y salió.
Un momento despés reapareció la doncella, adornada con abundantes cintas y llevando una bandeja en la que había una botella de vodka y dos vasitos de cristal. Tor sirvió para los dos, pero yo rechacé el vaso que me tendía. Él se bebió el contenido del suyo de un trago.
—Stolinchnaya —dijo, lamiéndose los labios.
—Menudo catador estás hecho —me burlé—. Es el brebaje de Lelia; tiene dos millones de grados. Te caerás redondo si te tomas otro.
—Éste es el modo correcto de beber vodka —me aseguró—. Y es una grave falta rechazar una bebida en un hogar ruso.
Cuando la doncella vino a decirnos que «mademoiselle» nos recibiría, Tor apuró rápidamente mi vaso, sin duda para que nuestra anfitriona no se ofendiera. La doncella nos condujo hasta la Habitación Ciruela, que estaba al final del pasillo.
La Habitación Ciruela antes era el cuarto de música y ahora tenía las paredes cubiertas de espejos por encima del revestimiento de madera. Todo lo demás que yo recordaba había cambiado.
El viejo piano Bösendorfer estaba arrinconado en una esquina, al otro lado de la estancia. Todas las sillas tapizadas se hallaban abarrotadas de papeles y las alfombras de Aubusson de color melocotón, malva y gris, que en otros tiempos habían embellecido el suelo de travertino, estaban enrolladas y apiladas como columnas contra la pared más alejada.
Una lona de color verde oscuro cubría ahora el suelo y un andamiaje ocupaba el vasto espacio convertido en una especie de gimnasio laberíntico. Bajo la estructura había tres maniquíes angulosas envueltas en raso, lentejuelas y una lluvia de plumas blancas, inmóviles en sus respectivas poses y sin respirar apenas.
En lo alto, despatarrada sobre el andamiaje como una araña en su tela, estaba Georgian, con varias cámaras colgando del cuello y algunas más montadas sobre las barras que la rodeaban por todas partes. Grandes focos Klieg brillaban como balizas en la oscura habitación.
—Cadera —dijo Georgian. Una modelo adelantó la pelvis unos centímetros—. Naomi, no te veo el muslo. Bien, eso es. Birgit, tienes la nariz metida en las plumas. Mentón arriba, ángulo recto. Para. —Clic—. Phoebe, el hombro hacia atrás, el pie derecho delante. —Clic—. Hombro abajo. Levanta esas plumas, hay una sombra. Bien. —Clic.
Desde la oscuridad, Tor contempló atentamente toda la escena: la colocación de las luces, la posición de Georgian en el andamio y la trayectoria desde las cámaras hasta las modelos, que se movían como autómatas bajo las doce toneladas de acero y aparatos. Finalmente me miró sonriendo.
—Es muy buena —susurró.
—¡Silencio en el plató! —espetó Georgian, y siguió con su retahíla—: Cabeza abajo. Levanta el brazo. Bien. —Clic.
Tras casi media hora de aquel código místico entrecortado entre Georgian y sus víctimas, la joven asomó la cabeza por encima de la matriz de acero, colgó las cámaras y objetivos de los ganchos del andamio y descendió del techo como un mono.
—Luces —dijo, cuando unas cortinas se descorrieron en alguna parte para dejar que la pálida luz del frío invierno inundara la habitación. Las modelos adquirieron súbitamente un aspecto extraño y grotesco. Se quitaron allí mismo la ropa, se quedaron en pantis y empezaron a embadurnarse la cara de crema, como si no hubiera nadie delante.
—¡Dios santo! ¡Has vuelto! —exclamó Georgian, abalanzándose sobre mí e ignorando a Tor y a las otras.
Me plantó un húmedo y fuerte beso en la boca, enlazó su brazo en el mío y miró brevemente a Tor.
—No se preocupe por nosotras, volveremos enseguida —le dijo, y me empujó hacia las puertas.
—¿Dónde diablos lo has encontrado? —me susurró una vez fuera—. Una chica como tú, que apenas sale… Me asombras, ¡es puro sexo!
—El doctor Tor es un colega, bueno, mi mentor, en realidad —expliqué, con cierta rigidez. Georgia y Lelia se comportaban como si fuera un dios griego.
—Me gustaría tener unos cuantos colegas como él —me aseguró Georgian—. Todos los míos son de los que te sacan la lengua cuando hablan contigo. ¿Lo ha visto ya mi madre?
—Desde luego. Le besó la mano —repliqué.
—Probablemente ahora estará en la cocina preparando strudel, no es de las que dejan pasar una oportunidad. Al contrario que tú —añadió, tocando las diferentes capas de tela de mi atavío, como si estuvieran contaminadas—. Pareces un tanque disfrazado de mujer. ¿No te he enseñado nada en todos estos años? Teatralidad, eso es lo que te falta. Mira que presentarlo como «doctor». ¿Es que no tiene nombre de pila? Philolaus…, Mstislav…, algo sexy, seguro. ¡O Thor! ¡Thor Tor!
—Se llama Zoltan —le dije.
—Lo sabía. Apostaría a que también está haciendo piroshki.
—¿Quién?
—Mi madre, ¿quién si no? —contestó Georgian—. Ven conmigo, tengo que hacer una cosa.
Georgian me arrastró a través del laberinto de estancias hasta llegar a sus habitaciones, que estaban en la parte de atrás, mascullando todo el rato.
Todo en ella era teatral: sus manos de escultor con aquellos largos y gráciles dedos, sus enormes ojos de un azul grisáceo y sus anchos pómulos, aquel rostro camaleónico, unas veces cómico y otras trágico, que se transformaba según sus estados de ánimo, y su boca ancha, expresiva, sensual, con una doble hilera de dientes perfectos. «Con unos dientes como ésos —solía decir a menudo su madre—, yo me hubiera comido media Europa».
Cuando llegamos al cuarto de Georgian, una habitación que parecía decorada para una niña de seis años, repleta de sedas, volantes y porcelanas, me sentó delante de su tocador y empezó a cepillarme el cabello y quitarme las horquillas que lo sujetaban.
—Tienes mucha cara para atreverte a criticar mi ropa —me quejé, mirando la camiseta rota que llevaba. Los agujeros parecían estar situados exactamente para provocar el máximo efecto.
—Tengo elegancia de sobra… para ser una gorrona —replicó riendo. Me puso brillo en los labios y me untó la cara de cosas extrañas, que iba sacando del confuso montón de frascos que abarrotaban su tocador—. Si tuvieras mi estilo, todos comerían de tu mano.
—No sé por qué, me parece que el lamé dorado y los zapatos de charol no serían bien recibidos en el Banco del Mundo —señalé—. Soy una ejecutiva, no un miembro de la jet set como tú, y sencillamente no puedo comportarme…
—¿Comportarte? Al cuerno con ese maldito banco —dijo—. ¿Te envían espías para comprobar cómo vas vestida? Vienes aquí arrastrando a ese magnífico pedazo de hombre, todas caemos al suelo en un frenesí sexual, ¡y tú no dejas de llamarlo colega! ¡Mentor! Hace un momento no te miraba como si quisiera enseñártelo todo sobre márgenes de beneficios de las empresas, te lo aseguro, pero tú te niegas a creerlo. Sé sincera, ¿cuándo fue la última vez que saltaste de la cama, abriste la ventana y dijiste: «Gracias a Dios, estoy viva! Hoy es un día glorioso y voy a hacer algo tan fabuloso que cambiará toda mi vida».?
—¿Quieres decir… antes del café? —pregunté a mi vez, riendo.
—¡Estás como una cabra! —exclamó Georgian, revolviéndome los cabellos y obligándome a ponerme en pie—. Tú sabes que te quiero. Lo que ocurre es que me gustaría que dejaras de pensar en tu vida y empezases a sentirla.
—¿Cuál es la diferencia? —inquirí.
—Ésa es precisamente la cuestión —dijo, haciendo un mohín. A continuación se acercó al armario, se quitó la camiseta y metió su cabeza de cortísimos cabellos rubio platino por el escote de un suave suéter rosa—. ¿Eres capaz de decirme sinceramente que no te sientes atraída por él? —me preguntó con toda seriedad.
Ésa era una pregunta que ni siquiera me había querido plantear. Tor era mi mentor, mi Pigmalión incluso, ¡pero nadie había contado nunca la historia desde el punto de vista de Galatea! ¿Qué ocurrió en su interior después de que aquella creación perfecta en piedra de Pigmalión se convirtiera en carne y huesos? Con todos los problemas que había tenido en mi carrera y en mi vida, aún no estaba preparada para resolver aquella cuestión, al menos a corto plazo.
—Si no te interesa, amiga mía —añadió Georgian—, me encantaría quitártelo de las manos.
—Yo invito —le respondí de inmediato, preguntándome por qué mi voz me había sonado insegura incluso a mí.
—¡Ja, ja! —exclamó Georgian con una sonrisa diabólica—. Demasiado rápida apretando el gatillo, ¿no crees?
De repente, lamenté de veras haber llevado a Tor allí. Siempre que en los ojos de Georgian aparecía aquella mirada, significaba que algo terrible estaba a punto de ocurrir. Y no quería imaginar siquiera que.
—Por favor, contrólate —le dije severamente—. Es mi colega y no quiero que conviertas nuestro proyecto en tu habitual circo de tres pistas.
—Bueno, ahora yo también tengo un proyecto —me dijo enigmáticamente—, y conozco cuál es mi deber. Como de costumbre, te has estado mintiendo a ti misma; pero eso me estimula. Casualmente, corregir las impresiones que las personas tienen sobre sí mismas es mi fuerte.
Georgian me pasó un brazo por los hombros y me llevó de vuelta a través del laberinto sin interrumpir su alegre cháchara, mientras yo me sentía flaquear interiormente. Cuando llegamos al amplio pasillo, oímos un murmullo de voces en la Habitación Azul.
—¿Son retratos de familia? —preguntaba Tor cuando entramos.
—Niet —contestó Leila—. Mi familia, todos están muertos. Ésos son mis queridos amigos: Pauline, que hacía los trajes, ¿cómo se dice?, era la modista. Pauline Trigère. Y ése es Schiap, otro que hacía trajes y también ha muerto. Y ésa es la contessa di…
—¿Con qué estás aburriendo a nuestro invitado, madre? —preguntó Georgian, acercándose para tomarla del brazo.
—¿Quién es ese anciano? —quiso saber Tor—. Me resulta familiar.
—Ah…, ése es Claude, mi queridísimo ami. Era muy dulce, le encantaban todas la flores. Pero, desgraciadamente…, ¿cómo se dice?, le era difícil ver. Yo iba a sus jardines de Giverny y le explicaba cómo eran las flores, y entonces él las pintaba sobre su lienzo. Dice que soy sus ojos jóvenes.
—¿Giverny? ¿Era Claude Monet? —Tor contempló a Lelia y luego nos miró a nosotras.
—Da, Monet. —Lelia miró la foto pensativamente—. Él era muy anciano y yo muy joven. Había una flor que me gustaba mucho, ¿la recuerdas, Chorchione? Me hizo una pequeña acuarela. ¿Cómo se llamaba esa flor?
—¿Nenúfar? —sugirió Georgian.
Lelia negó con la cabeza.
—Era una flor muy larga…, poorporniyi…, del color de los raisins, lo que llamáis uvas. Púrpura, ¿existe esa palabra?
—¿Larga y del color púrpura de la uva? —dije—. ¿Quizás una lila?
—No importa. —Lelia desestimó nuestras propuestas—. Me acordaré más tarde.
—Madre —interrumpió Georgian con impaciencia—, todavía no me han presentado al amigo de True.
—¡Claro que no! —espetó Lelia—. Porque siempre dejas a tus invitados en el recibidor. ¡Podrían morirse de asco allí! Y tampoco has dicho au revoir a las modelos. ¡Tienen que salir por la puerta de servicio, como la femme de ménage! Da gracias a le bon Dieu por tener una madre que se preocupa de tus malos hábitos.
—Sí, doy gracias a Dios todos los días por eso —replicó Georgian irónicamente.
—Georgian, te presento al doctor Zoltan Tor —le dije con toda formalidad—. Es amigo mío desde hace casi tantos años como tú.
—¿Y qué se supone que quiere decir eso exactamente? —me preguntó ella con dulzura.
—¿True? —se sorprendió Tor—. Es muy bonito.
—Quiere decir lo mismo que Verity, ¿no? Y no suena tanto a banquera remilgada: «Verity la de préstamos» y otras cosas de ese estilo. Georgian se volvió hacia Lelia y dijo:—Madre, True quiere que hablemos de negocios con su amigo, así que ¿por qué no te vas y haces todo lo posible para que no nos molesten?
Lelia pareció alicaída, pero Georgian la rodeó con un brazo y la sacó a la fuerza de la habitación. Se oyeron unos cuantos susurros desabridos en francés tras la puerta y, a continuación, Georgian regresó sola.
—A mi madre no le gusta perderse nada —explicó.
—La encuentro encantadora —afirmó Tor con una sonrisa—. Dígame, ¿conoció realmente a Claude Monet?
—Oh, madre conoce a todo el mundo —contestó Georgian. Luego agregó en voz más alta—: Pero sólo porque es una fisgona.
Oímos el ruido amortiguado de unos pies calzados con zapatillas deslizándose por el pasillo. Georgian sonrió y se encogió de hombros; luego se dejó caer en una otomana.
—Siento haberme ido corriendo con True antes —declaró, mientras Tor y yo tomábamos asiento—, pero ¡hacía tanto tiempo que no la veía! Viene a menudo a Nueva York, pero nunca me llama. Al menos cuando viene «por negocios». Tiene dos personalidades completamente diferentes, ¿sabe?
Georgian pestañeó inocentemente. Sentí que me acometía el deseo de estrangularla, aunque sabía que no había hecho más que empezar.
—¿Dos personalidades? Me temo que yo sólo he visto una de ellas —protestó Tor en tono de reproche.
—Es posible, puesto que, según afirma ella, usted no es más que un «colega», pero la auténtica no se parece en nada a la True que está en ese banco-como-se-llame. Ésa es una mera pose.
Georgian agitó una mano negligentemente.
—Siempre sospeché que había otra Verity —afirmó Tor.
—Entonces, ¿no sabe lo que sus hazañas? —Georgian alzó las cejas—. ¿No conoce su aventura en un harén de Riad? ¿Ni la odisea del kama sutra en el Tíbet? ¿Ni que fue vendida en el mercado de esclavas en Camerún? ¿Ni la travesía hasta Marruecos entre ganado?
—Georgian…
Apreté los dientes, pero Tor intervino.
—Por favor, continúe —le dijo a Georgian. Y, volviéndose hacia mí con una admirable compostura, añadió—: Al parecer me has ocultado unas cuantas cosas. Creo que tengo derecho a enterarme de tu pasado antes de realizar más tratos contigo.
«Mi pasado…, ¡y un huevo!», pensé. Pero Georgian había tomado de nuevo la palabra.
—Exactamente. Es adorable, pero una hipócrita. Bien, en cuanto a nuestra primera aventura, True y yo éramos muy jóvenes…
—¿Qué edad teníamos? —le pregunté con malicia.
Ella alzó una mirada furiosa, pero no echó marcha atrás.
—No hace mucho. Éramos muy pobres; no teníamos dinero, pero soñábamos con ir a Marruecos. Carecíamos de las habilidades necesarias para pagar el viaje con nuestro trabajo; no necesitaban ni banqueros ni fotógrafos. Sólo pudimos obtener pasajes en un horrible y viejo barco de transporte de ganado absolutamente lleno de bichos: moscas en las boñigas de vaca y ese tipo de cosas. Tuvimos que viajar en el entrepuente.
—¿En serio? —interpuso Tor.
—Literalmente. Dormíamos con los bovinos; una auténtica pesadilla. Pero True fue más afortunada. El capitán se encaprichó de ella. Una noche bajó, la vio durmiendo en medio de las boñigas de vaca y exclamó: Ach! Das ist ein voman!, o algo parecido.
—Entonces, ese capitán era alemán —dedujo Tor, con una sonrisa que no me gustó.
—Un alemán alto, rubio y guapo —convino Georgian—. Ahora que lo pienso, se parecía un poco a usted.
—¿De verdad? —dijo Tor, reclinándose con los brazos cruzados. Me di cuenta de que ya no me miraba.
—La cogió en brazos, le llevó hasta su cabina y la sedujo sin decir una sola palabra. La retuvo allí durante tras días, sin agua ni comida; pero, cuando la liberó, no parecía demasiado trastornada. Muy al contrario, le había encantado la experiencia. ¿Y sabe lo que hice yo durante todo ese tiempo? —agregó—. ¡Zampar boñiga de vaca durante todo el viaje! Mientras ella pagaba nuestro pasaje a Marruecos con sus generosos favores sexuales al guapo y rubio capitán y su tripulación de jóvenes adonis…
—También la tripulación… —repitió Tor, alzando una ceja.
—No había uno solo que pasara de los veinte —siguió Georgian, sin detenerse apenas para respirar—. True se bañaba en cueros y retozaba como un delfín con aquellos ágiles y jóvenes oficiales, mientras ellos se alimentaban de papayas, dándose de comer unos a otros con los dedos…
—Estábamos en Marruecos, no en Tahití —señalé tamborileando con los dedos en señal de impaciencia.
—… fue como en Rebelión a bordo.
—Página trescientos veintisiete, para ser exactos —dije, preguntándome cuándo terminaría aquella tortura.
—Pero en realidad se había enamorado del capitán —prosiguió Georgian—. Una mujer como True necesita ser dominada. Ella lo admiraba por haber tenido la audacia de jugar la carta más alta…
—Hay una moraleja en todo esto, ¿no? —preguntó Tor, intentando contener la sonrisa.
—No me cabe la menor duda de que se hace la estrecha con usted, le llama colega y se comporta como tal, ¡pero no se deje engañar por su actitud fría y su atuendo de saco! —Georgian se levantó y se colocó detrás de mí. Hundió las manos en la maraña de mis cabellos ya revueltos, y los revolvió aún más.—. ¡En su interior vibra una agitada, angustiada e insaciable pasión insatisfecha!
—Es una suerte que me haya quitado la venda de los ojos —dijo Tor, mientras yo escupía furiosamente los cabellos que se me metían en la boca—. Mi querida Verity, ahora que he visto ese otro lado…
—¿Qué lado? —estallé—. ¡No hay ningún lado! Por favor, ¿podemos ponernos a trabajar?
—Naturalmente —contestó Tor, mirando cordialmente a Georgian—. Ahora que las cosas están más claras, ¿se me permite decir que creo que éste va a ser el inicio de una relación sumamente productiva?
Aunque Georgian seguía detrás de mí, juro que intercambiaron un guiño conspirador.
He olvidado mencionar que la Habitación Azul era una de las siete maravillas del mundo. Parecía pequeña, pero yo había medido sus dimensiones en una ocasión en que ayudé a Lelia a instalar la chimenea faux de cuarzo rosa, con tallas de querubines mofletudos entrelazados con escaramujos y cisnes salvajes.
Aquella habitación contenía no menos de diecisiete sillas, sofás, otomanas, fauteuils y divanes, todos lacados en blanco y tapizados en azul pálido. Los estilos variaban desde el Luis XII hasta el XVI. Las mesas de diferentes tamaños estaban abarrotadas de obras de Lalique, esmaltes tabicados y porcelanas, en un número tan elevado que parecía que las mesas acabarían desplomándose bajo su peso.
Las paredes estaban decoradas con celosías pintadas, a través de las cuales se vislumbraban, para tormento del observador, tantas vistas que al caminar alrededor de la habitación daba la vertiginosa impresión de estar dando la vuelta al mundo en un tiovivo.
Como toque final, si es que se necesitaba algo más, la nutrida colección de fotos y miniaturas de Lelia se hallaba esparcida por todos los huecos. Muchos de aquellos recuerdos estaban sujetos a celosías, de modo que parecían cientos de ojos que miraban al observador, mientras éste intentaba fijar el vertiginoso paisaje de detrás.
El hecho de que Georgian, Tor y yo permaneciéramos sentados allí durante cuatro horas, constituye una prueba de nuestro aguante. Quizás el vodka nos ayudara. De todas formas, al llegar ala tercera hora estábamos tirados por el suelo cantando Troika. Yo cantaba la parte de las campanillas del trineo, ya que no sabía ruso. Nos interrumpió la doncella, que entró con gran decoro y pasó delicadamente por encima de nuestros cuerpos con una bandeja de comida en las manos.
—¿Qué te había dicho? —exclamó Georgian, mirándome con ojos velados—¡Piroshki!
—¡Y borscht! —añadió Tor, olisqueando el aire como un perro perdiguero—. ¡Con auténtico requesón ruso!
Se puso en pie con dificultad cuando la doncella salió y, con gran ceremonia, sirvió comida en platos y tazones, derramando un poco aquí y allá. Yo no me había dado cuenta del hambre que tenía hasta que olí la comida de Lelia.
—Este borscht es delicioso —dijo Tor entre ruidos guturales.
—No coma demasiado; mi madre se animaría —le advirtió Georgian desde el suelo—, y entonces llegaría la comida marchando como en El aprendiz de brujo. Nos enterraría bajo montañas de comida y tendríamos que atrancar la puerta para impedir que entrara.
—Me encantaría morir de esa forma —suspiró Tor, inhalando el aroma del piroshki. Extendió la mano hacia el más cercano y lo engulló—. Pero ahora, puesto que ya hemos terminado de cantar, será mejor que le explique por qué estamos aquí.
—Dios mío, ¿de vuelta a los negocios? —dijo Georgian, rodando sobre sí misma y poniéndose un almohadón sobre la cabeza.
—Verity y yo hemos hecho una pequeña apuesta —informó Tor al almohadón. Hizo una pausa y volvió a servirse borscht como si fuera el agua de la vida eterna—. Y si ella la pierde, tendrá que concederme mi deseo más preciado.
La cabeza de Georgian salió de debajo del almohadón. Se sentó y me miró.
—¿Un deseo? Deme un tazón de sopa. ¿Qué clase de apuesta es esa?
—Una apuesta en la que creo que se divertiría tomando parte —afirmó Tor con una sonrisa y sirviendo la sopa—. Para ganarla, ¿sabe?, necesitaré un aliado, un fotógrafo muy bueno.
Georgian no se perdía una sola sílaba.
—¿Qué conseguiría cada uno si ganara? —le preguntó a Tor.
—Si Verity, o True, gana, conseguirá un trabajo en una institución financiera aún más aburrida que la prisión donde está ahora —contestó éste. Georgian arrugó la nariz y me dedicó una mueca—. Pero si gano yo, tendrá que venirse a Nueva York y trabajar para mí, ser mi esclava durante un año y un día. Ya ve, su pequeño relato tenía una moraleja después de todo.
Georgian lo miró mientras en su rostro se dibujaba una sonrisa beatífica y peligrosa. Tendió la mano y Tor se la estrechó.
—¿Le importa que le llame Thor? —preguntó.
—¿Thor?
Me miró con curiosidad.
—Creo que en el antiguo nórdico significaba «muerte por conspiración» —le informé.