Si un hombre le entrega a otro plata, oro,
O cualquier otra cosa en garantía, sea lo que
Sea debe hacerlo ante testigos y establecer el
Contrato antes de realizar el depósito.
Código de Hammurabi
La mayoría de los norteamericanos aborrecen la ciudad de Nueva York durante su primera visita. Suciedad y miseria, pintadas y ruido, histeria y violencia, decadencia y precios exorbitantes… Todo ello produce un gran impacto en la sensibilidad de los visitantes procedentes de las ciudades más ordenadas y mejor cuidadas del oeste. Pero, en realidad, como cualquier neoyorquino sabe, se trata de un inteligente camuflaje destinado a alejar a los pusilánimes. Si uno tiene que vivir en una ciudad, Nueva York es la única ciudad del mundo.
—¿Es de Nueva York, señora? —me preguntó el coger del taxi a través del comunicador colocado en el cristal antibalas que nos separaba.
—He estado fuera mucho tiempo —le contesté.
—No se ha perdido nada; todo es viejo, todo es nuevo, todo sigue igual. Cuantas más cosas cambian, menos cambian. En fin, el mismo viejo vertedero de siempre, pero yo lo llamo hogar, ¿comprende?
Lo comprendía…, plus ça change… Esa misma cualidad de cambio permanente (esa atmósfera de agitación constante, violenta y desintegradora de átomos) producía una energía que me encantaba. Mucho antes de llegar al hotel, mis biorritmos estaban en sincronía con el latido de la Gran Manzana.
Me registré en el Sherry, acompañé a mi equipaje hasta la suite y bajé al restaurante para tomar un piscolabis tardío y un cóctel.
Degustar un jerez en el Sherry Netherland era mi tradición privada; me hacía evocar la Navidad en Nueva York.
Sentada allí, sola mirando a través de las ventanas escarchadas que daban a la Quinta Avenida, vi pasar a la gente cargada de montones de paquetes, paseando entre la nieve. Mientras estaba sentada, caliente y cómoda, sorbiendo el vino ligero y con sabor a nuez, volví a pensar en Tor.
Quizá para Nueva York no exista el tiempo, pero las personas cambian. Desde la última vez que había visto a Tor, él se había hecho rico, famoso y vivía proporcionalmente más recluido, mientras que yo me había convertido en una banquera. Me preguntaba en qué habría cambiado, si tendría tripa o se habría quedado calvo. Y qué le parecería yo tras todos aquellos años en los que, extrañamente, había pensado en él más a menudo cuanto más habían ido espaciándose sus llamadas…
Contemplé mi imagen en el espejo: alta y enjuta, toda ojos, boca y pómulos. Seguía pareciendo, como él solía decir, un chiquillo de catorce años haciendo novillos para ir a pescar.
Terminé el piscolabis y la bebida; luego, a eso de las diez, me acerqué a la recepción y recogí mi llave. El recepcionista me la entregó acompañada de una nota:
Tu restaurante favorito. A mediodía.
No había nombre, pero reconocí el estilo. Doblé la nota, me la metí en el bolsillo y subí a acostarme.
Mi restaurante favorito de Nueva York es el Café des Artistes, al otro lado del parque, frente a Sherry.
Como una estúpida, decidí caminar por la nieve en medio de un frío glacial. Lamenté mi decisión mucho antes de haber llegado al centro de Central Park South. Preparándome para protegerme del viento cruel, sepulté los puños en los bolsillos y dediqué el resto de la desafortunada excursión a recordar el brillante sol en la bahía de San Francisco, mis orquídeas de invierno y los pequeños veleros blancos deslizándose por las aguas verdeazuladas, y pronto me encontré temiendo todo lo que tenía que ver con el almuerzo hacia el que me encaminaba.
En algún lugar recóndito de mi subconsciente, sabía que el problema no era sólo que me preocupara poner en peligro mi carrera, la cual se encontraba ya en un callejón sin salida, al quebrantar las normas o la ley por perpetrar lo que era esencialmente un delito honorable, ni tampoco arrastrar a mis colegas a llevar a cabo un plan que podría explotarnos en las narices. Lo que me ponía nerviosa era estar de nuevo en Nueva York, con Tor, aunque no sabía por qué.
Sin embargo, nada más traspasar la puerta del Café des Artistes volví a la realidad, a lo que era a fin de cuentas Nueva York. El café había sido construido en los años veinte y seguía teniendo el aspecto parisino de la época de la expatriación de los literatos. En sus inicios había sido un bar para pintores, cuyos talleres de los pisos superiores se habían convertido más tarde en apartamentos privados. Las paredes del restaurante estaban cubiertas de murales de junglas llenas de loros, pinturas de conquistadores españoles desembarcando de sus galeones, monos, flora salvaje y coquetas desnudas de miembros dorados, asomando inesperadamente por entre el denso follaje, todo ello en un revoltijo de estilos que combinaba a Watteau, Gibson Girl y Douanier Rousseau; el auténtico kitsch de la Gran Manzana.
Ese día había un carrito de latón en el centro, repleto de frutas, ramos de flores, pasteles y cestas de pan recién hecho. El paté de conejo y la mousse de salmón también estaban allí expuestos.
Unos pasos a la izquierda, donde el bar formaba ángulo con un pasillo, encontré a Tor en uno de los reservados que había a lo largo de las paredes. Estaba tan cambiado que, de no haberme hecho señas, quizá no lo habría reconocido. Sus cabellos cobrizos le caían en rizos sobre el cuello, su piel parecía más blanca y su mirada más intensa. En lugar de los elegantes ternos que habían constituido su marca de fábrica, llevaba una desenfadada camisa de piel con flecos y abalorios y unos pantalones de fina gamuza que revelaban los músculos tensos de sus piernas. Tenía un aspecto viril y saludable y parecía diez años más joven, pero su sonrisa burlona seguía siendo la misma.
—¿Has venido andando desde San Francisco? —me preguntó con sarcasmo cuando se levantó para saludarme—. Llegas treinta minutos tarde y tu nariz parece de licor de marrasquino.
—Vaya, qué agradable bienvenida después de diez años —dije, sentándome en el reservado frente a él—. Estaba a punto de comentar que tú tienes un aspecto magnífico con ese atuendo provocativo.
Extendí una mano y le di un capirotazo en los abalorios de los flecos; él me dedicó una de sus radiantes sonrisas, la que disparaba una señal de alarma en mi cerebro.
—Gracias —me contestó con una buena dosis de encanto—. Tú tampoco tienes mal aspecto y todavía lo tendrás menos cuando dejes de moquear sobre la mesa. Ten, toma mi pañuelo e intenta hacer un uso adecuado de él.
Lo cogí y me soné la nariz.
—El sonido de un ruiseñor y los modales de una reina —dijo.
—¿Por qué no hablamos de negocios? —sugerí—. No he hecho un viaje tan largo para charlar sobre mis modales en la mesa.
—Has estado fuera mucho tiempo —contestó—. Has olvidado que aquí no hacemos las cosas así. Primero el aperitivo, el pescado, el pollo, la ensalada, los dulces y quizás el queso; los negocios se discuten mientras se toma el café, no antes.
—Me alegrará ver cómo te llenas la barriga, si ésa es la costumbre, pero yo no puedo engullir tanta comida.
—Bien, entonces déjamela a mí —dijo, y a un leve chasquido de sus dedos, un camarero se materializó junto a nuestra mesa con una botella de vino puesta ya a enfriar en su cubo.
—Siempre he querido preguntarte cómo haces eso —comenté, señalando hacia el camarero que se alejaba.
—ESP de restaurante…, gran control de la mente —contestó alegremente—. Funciona siempre. Con dos potentes mecanismos de transmisión no se necesita un alambre de cobre para completar un enlace con éxito. ¿Cómo crees que me enteré de lo de tu amigo Charles Babbage… y que me puse en contacto contigo?[3]
Lo miré fijamente mientras me llenaba la copa de vino.
—Así que has interceptado nuestras longitudes de ondas. ¡Fantástico! Estoy almorzando con Nostradamus. No puedes controlar mi mente y nunca has podido. Me niego a creer que esté sentada en un restaurante, en el corazón de Maniatan, discutiendo seriamente sobre la telepatía mental.
—Bien. Si lo prefieres, discutiremos sobre los robos a bancos, puesto que eso te parece más sensato.
Eché una ojeada en derredor para asegurarme de que nadie lo había oído. A Tor no le había llevado demasiado tiempo sacarme de mis casillas. ¿Cómo conseguía siempre ponerme a la defensiva de esa manera? Era como si pudiera leerme el pensamiento y supiera lo que iba a dar en el clavo.
—Mejor será que hablemos sobre el menú —insinué fríamente.
—Ya he pedido —me comunicó, dándole vueltas a la botella en el hielo—. Como siempre he sostenido, a los niños no se les debería permitir…
—Tengo treinta y dos años, soy vicepresidenta de un banco —le informé, tratando de no parecer enojada— y he escogido ya unos cuantos menús por mí misma. Ahora soy una mujer adulta y no tu pequeña protegida, así que puedes olvidar ese numerito de sage philosophe.
No podía comprender qué tenía Tor para conseguir irritarme de tal forma. Lo había vuelto a descubrir en el mismo momento en que le vi levantarse para saludarme: él era la razón por la que me había ido de Nueva York diez años antes, y no la tentadora oferta del Banco del Mundo. Al igual que mi abuelo, Tor era la quintaesencia del artesano en busca de un pedazo de arcilla. Él mismo lo había dicho, ¿no era cierto? ¿Tenía yo la culpa de querer ser la escultora de mi propio destino?
Sin embargo, tras la pequeña diatriba que acaba de soltarle, él me contemplaba con una expresión rara que no lograba descifrar.
—Ya veo —me dijo enigmáticamente—. En efecto, eres una mujer adulta. Así que eso es lo que ha cambiado. No se me había ocurrido. —Se interrumpió unos instantes—. Creo que tendré que revisar mis planes.
¿Qué planes?, quise preguntar, pero me mordí la lengua al ver llegar mi lenguado al limón. Me dediqué a la cháchara superficial durante el resto de la comida, tratando de adaptarme a mis sentimientos contradictorios e indefinibles. Al pescado le siguieron unas chuletas de ternera con guarnición de verdura, una ensalada de lechuga suavemente aliñada y, finalmente, fresas frescas (todo un lujo en aquella época del año) con una espesa nata Devonshire.
Tor había permanecido extrañamente silencioso durante toda la comida. Me sentí como una glotona, pues, a pesar de mis protestas anteriores, había dado buena cuenta de todos los platos. Cuando Tor trató de meterme una fresa, chorreando nata, en la boca, aparté la cara.
—No necesito que me alimenten a la fuerza —protesté—. No soy una planta, ni una niña, ni tampoco…
—Ya hemos convenido en eso —dijo él secamente, sirviéndose café de una pequeña jarra de plata—. Y puesto que hemos venido aquí a hablar de negocios, es hora de empezar. ¿Por qué no me muestras tu esquema?
Saqué la gruesa carpeta y se la tendí. Uno a uno, Tor desplegó el lío de gráficos que Charles había producido para mí y recorrió con los dedos las líneas toscas que representaban el riesgo por dólares robados.
—Dios mío, ¿con qué has calculado estas cifras, con un dinosaurio? —me preguntó, alzando la mirada hacia mí.
A continuación sacó del bolsillo un aparato diminuto, más pequeño que una calculadora; era un microordenador de bolsillo del tipo que habían mencionado en la prensa y que aún no había salido al mercado. Tecleó unos cuantos número y luego estudió los resultados atentamente.
Mientras se ocupaba en garabatear número en un trozo de papel, estudiando alternativamente su máquina y mis gráficos, le hice señas a un camarero que pasaba y pedí natillas al caramelo con una ración extra de azúcar quemado. Tor alzó la vista brevemente para mirarme con repugnancia.
—Creía que no podías comer ni una pizca más —dijo.
—Es prerrogativa de las mujeres cambiar de opinión —señalé.
Pero, cuando llegó el postre, metió una cucharilla sin levantar la vista de los gráficos y se sirvió una porción de las empalagosas natillas. Me miró con una expresión traviesa.
—En el fondo siempre me ha divertido tu deseo de hacer la cosas a tu modo —admitió, dando unos golpes con le lápiz sobre los gráficos que tenía delante—. Según estas cifras tienes que conseguir realizar el robo en un período no superior a dos meses. Y lo máximo que conseguirás robar serán unos diez millones.
Tor levantó su taza y bebió un sorbo de café.
—Supongo que crees que tú puedes hacerlo mejor —dije con sarcasmo.
—Mi querida jovencita —me replicó con una sonrisa—, ¿sabía Strauss bailar el vals? Al parecer has olvidado todo lo que aprendiste en otro tiempo bajo la batuta del maestro. —Se inclinó hacia delante para acercar su rostro al mío y me miró directamente a los ojos—. Yo puedo robar mil millones de dólares en dos semanas —afirmó.
El camarero rondaba pro allí, sirviéndonos más café y cepillando las migas de la mesa con ademanes ostentosos. Tor pidió la cuenta y la pagó en el acto mientras a mí se me llevaban todos los diablos en silencio.
—¡Me dijiste que querías ayudarme, no que ibas a elevar las apuestas! —siseé en cuanto se marchó el camarero—. Me dijiste que si te enseñaba mi plan podrías mejorarlo. ¡Por eso he venido!
—Y lo he mejorado —replicó, ofreciéndome otra de sus sonrisas de gato—. Tu plan presenta muchos problemas, así que he ideado uno por mi cuenta; un modelo superior, si se me permite decirlo. Siempre he creído, ¿sabes?, que es más fácil robar sumas de dinero realmente importantes ¡sin utilizar un ordenador para nada!
—Oh, no, ésa no me la trago —espeté, al tiempo que recogía mis gráficos—. Si crees que estoy lo bastante loca como para robar mil millones de dólares sin utilizar un ordenador, es que has perdido el juicio.
—No seas absurda —dijo Tor, poniendo una mano sobre la mía por encima de la mesa para aplacar mi impaciencia—. Por supuesto que no lo creo. ¡No te sugiero que hagas nada parecido! Naturalmente, estaba hablando de mí mismo.
Me quedé paralizada y lo miré. Sus ojos eran dos brasas negras y las ventanas de su nariz se agitaban como un pura sangre piafando antes del pistoletazo de salida. Debería haberlo previsto, debería haber reconocido aquella mirada que tan cara me había costado en el pasado, pero no pude resistir la curiosidad.
—¿Qué quieres decir con eso de tú mismo? —inquirí cautelosamente.
—Me gustaría proponerte una pequeña apuesta —me dijo—. Cada uno de nosotros robará la misma suma de dinero, tú con un ordenador y yo sin él. En realidad, yo seré como John Henry con su pequeño martillo y tú como la gran máquina de acero. ¡La eterna lucha del hombre contra la máquina, del alma contra el acero!
—Muy poético —admití—, pero no demasiado práctico.
—Que yo sepa, John Henry ganó su apuesta —dijo Tor con aire de suficiencia.
—Pero murió por conseguirlo —señalé.
—Todos tenemos que morir tarde o temprano, es sólo una cuestión de tiempo —explicó Tor—. Es preferible tener una sola muerte grandiosa que muchas pequeñas, ¿no estás de acuerdo?
—El mero hecho de ser mortal no me hará desear elegir el modo de enterrarme esta tarde —le contesté—. Esto empezó como una pequeña travesura para demostrar que la seguridad bancaria no funciona. Dijiste que me ayudarías, pero al parecer lo quieres convertir en una estafa financiera internacional. ¿Mil millones de dólares? Creo que te falta un tornillo.
—¿Crees que esos banquero con los que trabajas son los únicos malos de la película? —dijo muy serio—. Yo tengo que tratar casi a diario con el SEC[4], realizar las operaciones comerciales, mercantiles y bursátiles. Sé cosas sobre su modo de actuar que te helarían la sangre. La mejor ayuda que puedo ofrecerte, mi encantadora confidenta, es ensanchar tus horizontes. Y lo voy a hacer ahora.
Se levantó de improviso y me tendió una mano.
—¿Adónde vamos? —pregunté, mientras nos poníamos los abrigos y nos encaminábamos hacia la puerta.
—A echar un vistazo a mis aguafuertes —me contestó enigmáticamente—. Eres una chica que al parecer necesita que la seduzcan para actuar.
Al calor del taxi, camino del centro de la ciudad, Tor se volvió hacia mí.
—Quiero mostrarte lo que yo apuesto —explicó—, para que veas que hablo completamente en serio.
—Devolveré el dinero, ¿comprendes? —le dije—. Ni siquiera lo voy a coger. Sólo lo trasladaré de un lado a otro para que no lo encuentren durante un tiempo. Todo lo que quiero es ver sus caras cuando no puedan encontrar su dinero. Así que, aunque aceptara tu ridícula apuesta, ¿qué interés tiene para ti?
—El interés que tiene para mí, como tú dices de manera tan encantadora, es el mismo que para ti y algo más. No sólo quiero ver sus caras, quiero que ellos aprendan a comportarse.
—¿Quiénes son «ellos»? —pregunté, sarcástica—. Has olvidado mencionar de dónde vas a sacar esos mil millones.
—¿No telo he dicho? —dijo Tor con una sonrisa—. Vaya, permíteme enmendar mi error, querida mía. He pensado dedicarme a los «grandes»: a la Bolsa de Nueva York y a la Bolsa Americana.
Suele decirse que la línea divisoria entre el genio y la locura es muy delgada, y pensé que Tor la había cruzado. Pero, pensándolo con la distancia que da el tiempo, mi pequeño plan tampoco era precisamente el resultado de una mente en su sano juicio. Al parecer, empeoraba por momentos.
El taxi nos depositó en la parte baja de Manhattan, en el laberinto del distrito financiero, donde la trémula neblina del río cercano quedaba suspendida en los estrechos cañones que se formaban entre los edificios próximos al cielo. Frente a nosotros había un edificio de cristal y hormigón que se elevaba cuarenta pisos sobre la calle Water y ostentaba el 55 en grandes y gruesos número sobre la fachada.
—Mis aguafuertes están dentro de este edificio —me aseguró Tor con una sonrisa, al tiemo que se frotaba las manos para ahuyentar el frío—. O quizá debería decir «grabados». Esta estructura alberga la mayoría de los valores y bonos con que se ha negociado en las principales bolsas durante los últimos treinta años.
«La idea surgió en los años sesenta, cuando las agencias bursátiles de todo el mundo empezaron a saturarse de papel. Se requería una ingente tarea para transferir valores y bonos de una mano a otra, de modo que decidieron ponerle fin. Los valores se guardan según el “nombre de calle», es decir, el de las agencias que los negoció por última vez. Esa misma agencia controla la propiedad de los valores, y los instrumentos físicos son depositados aquí. Éste es el edificio financiero más importante de Nueva York; el Depository Trust.
—¿Todos los valores bursátiles que se negocian en Estados Unidos se encuentran en este edificio? —inquirí.
—Nadie sabe con exactitud qué porcentaje se almacena aquí en relación con los valores y bonos que aún obran en manos de agentes de bolsa, bancos o particulares, pero la intención es que todo se traslade aquí, por mor de la eficacia.
—Ya veo el gran riesgo que corren. ¿Y si alguien tirara una bomba, por ejemplo?
—Es algo más complejo —me aseguró él, mientras rodeábamos la gigantesca estructura para conseguir una visión mejor. Me quitó el primer copo de nieve de la cara, me pasó el brazo por el hombro como quien no quiere la cosa y prosiguió—. La semana pasada precisamente asistí a una reunión del SEC. Habían reunido a un nutrido grupo de ejecutivos de las agencias bursátiles y los bancos más importantes. El propósito de la reunión era conseguir que esos banquero y agentes de bolsa utilizaran una nuevo sistema informático desarrollado por el SEC y que servirá para localizar físicamente los valores.
—¿No se controlan ya los valores por ordenador? —pregunté asombrada.
—El comercio sí, pero no la ubicación física —me informó Tor—. El SEC cree que de un cinco a un diez por ciento de los valores que hay en bóvedas de bancos, viejos baúles caseros e incluso en el Depository Trust, o bien son fraudulentos, o bien robados. Si consiguieran meterlos todos en un ordenador, podrían descubrir cuáles son duplicados y cuáles falsificaciones. Quieren tener un inventario físico y además lo quieren ya.
—Parece una gran oportunidad para todo aquel que quiera hacer un blanqueo— convine.
—¿Estás segura? —dijo Tor, alzando una ceja y mirándome en la creciente penumbra del atardecer—. Entonces quizá puedas explicarme por qué todas las instituciones sin excepción rechazaron el plan.
Desde luego, no se necesitaba ser un genio para imaginárselo. El SEC no era dueño de los bancos y no podía obligarlos a realizar un inventario, aunque ellos mismos les proporcionaran el sistema. ¡Y ninguna de aquellas instituciones querían que se supiera cuántos de sus valores carecían de valor! Mientras ellos siguieran fingiendo que eran auténticos, podrían seguir negociando con ellos o utilizarlos como garantía subsidiaria para otras cosas. Si se demostraba que eran falsos, ¡bingo!, sería como tener el saco vacío. De repente me di cuenta de la enorme difusión de ese comportamiento vil a lo largo y ancho de toda la industria financiera, exactamente como había dicho Tor, y me enfureció.
Pero también me di cuenta de otra cosa. Había subestimado con mucho a Tor y me sentí horriblemente mal por ello. ¿Por qué tenía que ser tan malditamente farisaica y dar por supuesto que yo era la única persona sobre la tierra que poseía principios, y deseaba actuar guiada por ellos? Tor estaba en lo cierto al decirme que necesitaba ensanchar mis horizontes. Por fin sabía lo que tenía que hacer.
Alcé los ojos y lo vi contemplándome mientras nos rodeaba la niebla, que se había convertido en una ligera nevada. Su rostro mostraba aquella sonrisa irónica tan característica de él, y durante unos segundos sentí renacer las sospechas, como si Tor hubiera diseñado previamente los engranajes de mi cerebro y supiera exactamente cuántas revoluciones serían precisas para hacerme llegar a ese punto.
—Así pues, ¿aceptas la apuesta? —me preguntó.
—No tan deprisa —le respondí—. Si se trata de una apuesta y no sólo de un robo con doble dificultad, ¿no debería haber alguna recompensa?
—No había pensado en eso —concedió, molesto por un momento—. Pero tienes razón. Si tenemos que esforzarnos, supongo que debería haber una recompensa.
Reflexionó durante un rato mientras caminábamos del brazo por la calle vacía en busca de un taxi. Por fin se volvió hacia mí y me puso ambas manos sobre los hombros, mirándome con una expresión que no logré descifrar.
—Ya lo tengo —me dijo, con un mohín travieso, que no me gustó lo más mínimo—. El que pierda deberá concederle al ganador su más ansiado deseo.
—¿Un deseo? —pregunté—. Eso suena a cuento de hadas. Además, quizás el perdedor no esté en disposición de conceder ese deseo.
—Quizá no —admitió él, sin dejar de sonreír—, yo sólo sé que tú estarías en situación de concederme el mío.