La era de las máquinas

La disciplina de las máquinas elimina los

Cimientos de ley y orden sobre los que se basa

La empresa comercial.

¿Qué puede hacerse para salvar a la humanidad

civilizada de la vulgarización y la

desintegración forjadas por la industria de

las máquinas?

Thorstein Veblen,

The Machina Age

Era agradable volar gracias a la tarjeta de crédito del banco, porque siempre viajaba en primera clase. Sin embargo, en la mayoría de líneas aéreas incluso la comida de primera clase me daba náuseas, así que solía llevarme una cesta con viandas de un restaurante italiano cercano a mi casa: Vivande.

Aquel día, al levantar la servilleta descubrí una cueva de tesoros culinarios: caviar frío y ensalada de judías, un trozo de panceta cubierta de higos machacados, una tarta de limón amargo y media botella de verdicchio para regarlo todo. Me senté, me puse música de Mozart en los auriculares y traté de dejar la mente en blanco, pero mi mente no hacía sino volver al plan que acababa de maquinar y a lo que ocurriría cuando hablara con Tor.

A pesar de haber puesto en órbita el círculo de calidad con bombo y platillo, de haber suscitado el interés de Pearl y de hallarme camino de Maniatan para iniciar mi misión, sabía que aún no era demasiado tarde para bajar a todos del carro a puntapiés si decidía cambiar de opinión. Al menos no era demasiado tarde en «ese» momento. Cuando me hubiera encontrado con Tor, podría serlo.

Muchos años antes, Tor me había sacado de algunas situaciones difíciles, pero lo conocía demasiado bien para no darme cuanta de que, incluso en tales casos, ¡había sido su intervención la causa de que me encontrase en apuros! Pedir ayuda a Tor para resolver un problema informático era como conseguir que Leonardo te ayudara a dibujar: parecía no tener precio, hasta que te pasaba factura.

Yo sabía, además, que a Tor le gustaba cobrar las cuentas impagadas. Por primera vez en muchos años desde la última vez que lo había visto, tuve la sensación enfermiza y vertiginosa de que me balanceaba con un pie apoyado en el eje de «deudas devengadas» y el otro en una ruleta, una posición que no es precisamente la favorita de alguien a quien le gusta dominar la situación.

Doce años antes, en la época en que conocí a Tor, yo era una novata de veinte años en el mundo de los ordenadores, una recién llegada a la Monolito Corp., una de las empresas de ordenadores más importantes del mundo, gracias a mi total ignorancia del negocio del procesamiento de datos (pensaba que IBM era la marca de un reloj y Honeywell la de un termostato), la firma me concedió de inmediato el impresionante título de «experta técnica» y, como tal, me envió a instalar sistemas de ordenadores a gran escala.

Naturalmente, me vi en un auténtico aprieto para empollar la gran diversidad de temas que mis clientes creían que dominaba. Desplegando una actividad febril, tomaba abundantes notas en casa de los clientes, me apresuraba a volver a la oficina para buscar expertos que me ayudaran y volvía a visitar a los clientes a la mañana siguiente con las respuestas. Vivía aterrorizada por la idea de que me desenmascararan, pero durante varios meses aquella rutina pareció funcionar. Entonces se destapó el pastel.

Un lunes, al entrar en la oficina, encontré a mi jefe, Alfie, un tipo fofo y quejica a quien no le era simpática, de pie junto a mi mesa con los labios apretados y los brazos en jarras.

A mí me había contratado un superior de Alfie, el cual me había confiado a éste como empleada en prácticas. No había nada que Alfie odiara más que preparar a personas de las que creía que estaban mejor relacionadas que él. Así que, en lugar de enseñarme, dedicaba todos sus esfuerzos a intentar poner de manifiesto mi incompetencia. Cuanto mejor realizaba los trabajos que me asignaba, más furioso se ponía.

—Verity, quiero verte inmediatamente en mi despacho —me dijo en tono de burla, mirando en derredor para comprobar que todos, súbitamente silenciosos, habían notado mi nerviosismo.

Desde su cubículo de paredes de cristal situado en la parte posterior de la planta, Alfie disfrutaba de una vista completa de la galera de escritorios dispuestos en largas y rectas hileras. De espaldas a ellos, se aseguraba de que los programadores trabajaban duramente. Si nos pillaba alguna vez cuchicheando entre nosotros, hacía sonar un timbre que tenía sobre su mesa. Contaba las líneas codificadas que cada uno de nosotros producía cada mes y clavaba esas estadísticas en el tablón de anuncios de la entrada, con pequeñas estrellas doradas, rojas y verdes pegadas en la hoja. Aquello era igual que un parvulario. Cada hora del día, como un reloj, un carrito recorría toda la planta; cuando pasaba por nuestro lado teníamos que arrojar en su interior las hojas cifradas y las tarjetas perforadas que serían procesadas después. Disponíamos de dos pausas insignificantes al día y de media hora de comer; cualquier otra ausencia suponía un descuento en el salario.

Debido a que yo trabajaba principalmente en la calle, con los clientes, conseguía evitar buena parte de aquella atmósfera dickensiana.

—Verity —empezó Alfie cuando nos sentamos tras la pared de cristal—, voy a pedirte que te hagas cargo de algunos clientes nuevos.

Mi jefe sacó una larga lista y me la pasó. La recorrí con la vista.

—Pero, señor, ya tengo más clientes que los demás —protesté—. Y algunas de estas firmas utilizan hardware y lenguajes de programación con los que no estoy familiarizada. Quizá me lleve algún tiempo…

—No hay tiempo —me informó, con una voz que sonaba sospechosamente a regocijo—. Si no querías trabajar duro, no deberías haber venido a Monolito. No hay lugar para los gandules en nuestra nómina. La mitad de tus colegas de ahí delante daría cualquier cosa por estar en tu piel, y ahí los pondré si metes la pata. Eso es todo.

Pendía de un hilo y lo sabía. Tenía doble número de clientes que cualquier otra persona de la oficina. Muchos de ellos eran los «usuarios» más sofisticados, así como los que precisaban de un trabajo de apoyo más complejo. Me descubrirían en menos de un mes.

Al final de aquella semana estaba exhausta de trabajar desde el amanecer hasta entrada la madrugada; mi mesa se hallaba llena de trabajos que debía llevarme a casa y terminar durante el fin de semana. Pasaba de largo la hora de salir el viernes cuando apareció Alfie con una amenazadora pila de manuales y dejó caer su carga sobre mi mesa con un golpe sordo.

—Louis va a concederte un gran honor —me informó. Louis Findstone era el jefe de Alfie, el director de la sección—. El lunes por la mañana, a primera hora, serás presentada a la junta de directores de la Transpacific Railroad, nuestro mayor cliente, como su nuevo representante. No te piden que digas nada durante la reunión, pero he pensado que quizá te gustaría leer algo sobre la Transpacific durante el fin de semana, por si acaso te hacen alguna pregunta.

Ciertamente era un gran honor, como yo bien sabía. Los teckies no eran mostrados públicamente ante un grupo tan selecto como aquél, pero ¿cómo diablos iba a leer todos aquellos libros y realizar el trabajo que tenía pendiente para ponerme al día?

Como si me hubiera leído el pensamiento, Alfie añadió:

—Francamente, no estoy de acuerdo con tu elección para este trabajo; aún estás demasiado verde y me da la impresión de que te has dedicado a achicar agua para intentar mantenerte a flote con tu trabajo diario. Pero lo dejo a juicio de Louis.

Y tras esas palabras se fue.

Así que me quedé en la oficina esa noche cuando todos los demás se habían ido para disfrutar del fin de semana, tratando de leer los libros que Alfie me había dejado, demasiados en número y en volumen para transportarlos a casa en metro; porque, desde luego, no podía permitirme pagar un taxi.

No me llevó mucho tiempo comprender que estaba metida en un verdadero atolladero. Aquellos libros eran como jerga de brujas para mí. Quizás aquellos términos significaran algo para una persona con estudios empresariales, pero yo era licenciada en matemáticas. ¡Ni siquiera sabía leer un estado de cuentas!

Decidí darme una vuelta por el edificio para ver si por casualidad se había quedado alguien hasta tarde aquel viernes. Pero a medida que las puertas del ascensor se abrían ante las plantas vacías y oscuras, mis esperanzas se fueron desvaneciendo.

Bajé al centro de cálculo, que estaba abierto toda la noche, llevando conmigo un grueso tomo y pensando que tal vez uno de los operadores nocturnos podría explicármelo.

—Esto es chino para mí —me contestó el tipo al que encontré allí—. Todos los demás han salido a cenar y creo que el resto del edificio permanece cerrado durante la noche, pero echemos una ojeada. —Se acercó al panel de control de edificio y repasó las plantas—. ¡Ajá! Todavía se cuece algo en la planta doce; quizá sea alguien que se ha quedado también a trabajar. Yo iría a probar suerte.

Cuando se deslizaron las puertas del ascensor en la planta decimosegunda, vi que habían encendidas unas cuantas luces de los pasillos, sin embargo, el resto se hallaba sumido en la más completa oscuridad. Recorrí de un lado a otro los pasillos formados por paredes de cristal, pero realmente todos los despachos estaban vacíos y en tinieblas.

—¿Puedo ayudarte, jovencita?

La suave voz sonaba justo detrás de mí. Me dio un vuelco el corazón; noté que me temblaba el labio a causa del susto cuando tragué saliva y me di la vuelta.

Me encontré con el hombre de aspecto más asombroso que jamás he conocido. Era alto —medía quizás uno noventa o dos metros—, y se inclinaba hacia delante ladeando la cabeza, como si estuviera acostumbrado a tratar con personas mucho más bajas que él. Su delgadez era comparable a su altura; tenía la tez pálida, ojos juntos y de mirada intensa, nariz aguileña, labios finos y cabellos de color cobrizo. A pesar de que sus maneras sugerían una edad más avanzada, no debía de tener más de treinta años. Algo en él hizo que me relajara de inmediato. Más tarde me di cuenta de que no ejercía ese efecto tranquilizador sobre todo el mundo.

Y había en él otra cosa más difícil de explicar, pero que aún sigue viva en mi memoria después de tantos años. Tenía una especie de energía volátil, como si se tratara de un átomo constreñido y mantenido bajo control a duras penas y con grandes esfuerzos. En toda mi vida he percibido esta características en muy pocas personas, lo que me ha conducido a creer que se trata, pura y sencillamente, de inteligencia, aunque en una cantidad tal que resulta difícil imaginar cómo podría ser utilizada. Los que poseen esta rara cualidad parecen contener un alto explosivo cuyo detonador pudiera dispararse la más mínimo movimiento. Tales personas hablan con suavidad, se mueven lentamente y parecen sobrellevar con infinita paciencia el trato que deben mantener con el mundo exterior. Pero en su interior hay mares y montañas de agitación.

Permanecí en silencio durante un buen rato antes de darme cuenta de que me estaba mirando con expresión divertida, casi como si también él estuviera viendo algo por primera vez. Ignoraba por completo lo que podía ser, pero tenía la inquietante sensación de que aquel hombre podía ver los engranajes moviéndose dentro de mi cabeza, impresión que volvía a tener en muchas ocasiones posteriores. En aquel momento y, a la luz vaga del pasillo, no distinguí el color de sus ojos.

—Mi nombre es Tor, Zoltan Tor —me dijo, hablando con cautela, como si no tuviera la costumbre de presentarse a sí mismo—. ¿Te has perdido? Quizás yo podría ayudarte a encontrar la salida.

El modo en que lo dijo, pronunciando cada palabra como si la estuviera cortando con un cuchillo para hacerla más precisa, me hizo detenerme a pensar antes de contestarle. Aunque sólo me había preguntado si podía ayudarme a salir del edificio, daba la impresión de que se ofrecía a ayudarme a salir de mi vida.

—No lo creo —le contesté tristemente—. Me temo que necesito un técnico experto.

Y desde luego él no parecía serlo con aquel terno hecho a medida. Quizá los diplomáticos llevaran camisas de seda y gemelos de oro como los suyos, pero ningún teckie se vestiría de esa forma.

—¿Por qué no me cuentas tu problema? —me preguntó con una sonrisa—. La tecnología me interesa sólo superficialmente, por diversión; pero, algunas veces, lo que yo tengo que decir también divierte a los demás.

No estaba segura de lo que significaban sus palabras, pero me sentía tan preocupada y a la vez tan aliviada por su oferta de ayudarme que se lo solté todo de un tirón allí mismo, en el pasillo.

Cuando llegué a la parte sobre la gran oportunidad que me habían ofrecido esa misma tarde, me detuvo poniéndome una mano en el brazo.

—Un momento, un momento —me dijo rápidamente—. ¿Dices que trabajas para un hombre llamado Alfie? Ésa es la sección de Findstone, sistemas de transporte, ¿no?

Asentí y una lenta sonrisa iluminó su rostro.

—Así que Alfie y Louis te van a dar esa gran oportunidad, ¿no es cierto? Me parece muy interesante, de veras. —Hizo una pausa, sin mirarme, y pareció llegar a una conclusión particular. Luego añadió—: Pero tú no te has creído lo que te han dicho.

Era más una observación que una pregunta.

—No, no me lo creo —admití, aunque no me había dado cuenta de ello hasta el momento mismo en que lo decía.

Tor estudió mi rostro con detenimiento, como si buscara la verdad en una bola de cristal.

—Lo que crees es que te pedirán que hagas una especie de presentación ante el cliente y que pasarás por una estúpida. En realidad, antes incluso de que surgiera esta situación, temías esa posibilidad.

—No sé todo lo que debería saber —concedí—, pero creo que se equivoca con respecto a Alfie y Louis; no tendría sentido. ¿Por qué habría de querer la gente para la que trabajo ponerme en evidencia de esa manera, y delante de sus propios clientes?

—Hace tiempo que desistí de intentar comprender los motivos de los ignorantes y los ineptos —me contestó—. Es una pobre manera de emplear un tiempo que podría dedicarse a aprender algo de mayor provecho. ¿Cuánto tiempo te queda para ese debut improvisado?

—Hasta el lunes por la mañana temprano —le dije.

—A pesar de tu juventud, está claro que posees la inteligencia suficiente para saber que la preparación no perjudica a nadie. El pero resultado que puede producir es ser un poco más sabio que antes. ¿Qué te parecería aprender, para el lunes por la mañana, cómo funcionan exactamente los ordenadores y las empresas?

—¡Me encantaría! Tengo unos cuantos libros más como éste —le conté, tendiéndole el grueso volumen que me había dado Alfie y que seguía llevando bajo el brazo.

—No los necesitarás —me aseguró sin mirarlo siquiera—. Probablemente ni siquiera te sirvan. Yo sé todo lo necesario sobre la Transpacific Railroad. El presidente es un tipo llamado Ben Jackson, si no me equivoco.

—Es cierto —dije, roja por la excitación.

Al menos había aprendido algo hojeando aquellos libros.

—Ven a mi despacho —me ordenó Tor. Parecía satisfecho por algo, pero no pensaba decirme por qué—. Te queda un duro trabajo por delante. Espero que no hayas hecho planes para el fin de semana. Yo estoy completamente libre y me siento feliz de poder serte útil.

No podía creer mi suerte. Nunca se me ocurrió preguntarme por qué aquel completo extraño le dedicaba su tiempo libre a una persona con unas credenciales tan insignificantes como las mías y se mostraba tan solícito con ella.

—Le prometo tomar nota de todo —le dije alegremente mientras trotaba detrás de él por el pasillo.

—No es necesario que te molestes; quiero que todo quede «grabado» en ese pequeño y ávido cerebro. Tienes que empezar a pensar como un ordenador. Los que no puedan mantener el ritmo de la revolución tecnológica, se encontrarán, en el plazo de uno o dos años, con que ellos mismos se han vuelto obsoletos.

Así empezó el fin de semana más importante de mi vida, unos días en los que entré en el capullo como una ignorante y emergí de él como un tecnócrata en flor. Pasamos la mayoría del tiempo en el despacho de Tor, aunque me permitió ir a casa cada noche para echar una cabezada, bañarme, cambiarme de ropa y volver al amanecer. Lo que empezó como una ardua y penosa tarea se convirtió en puro placer, como el de ascender una montaña, que merecía todos los sufrimientos una vez alcanzada la cima.

Pronto descubrí que Tor poseía un don extraordinario: la habilidad de explicar temas complejos y hacer que resultaran tan transparentes como el cristal. Comprender lo que me decía fue tan fácil como ingerir miel.

Al final de la última noche, sabía lo suficiente sobre cada uno de los ordenadores, sistemas operativos y lenguajes de programación para dar yo misma un curso sobre el tema. Tras la noche del sábado, sabía lo mismo acerca de los productos de todas las firmas competidoras y de sus diferencias con respecto a los nuestros. Al acabar el domingo, podía explicar cómo utilizaban cada una de las máquinas existentes en el mercado en las principales empresa e industrial. Los detalles eran una historia de aventuras; cada una de las palabras de Tor estaba grabada en mi mente (sin haber tomado notas), tal como me había prometido.

Sin embargo, un vistazo a su despacho me dijo más sobre el hombre que los tres días que pasé encerrada con él.

Había supuesto que su despacho sería como todos los demás en nuestro uniforme edificio: paredes de cristal, una mesa metálica, archivadores y estanterías. Pero él me condujo al centro del edificio, donde se hallaban situados los ascensores y las salidas de incendios, ¡y me introdujo en un almacén para los productos de limpieza!

Cuando encendimos la luz, vi escobillones, cubos e hileras de estanterías metálicas donde se apilaba el material: tarjetas perforadas, lápices, papel y manuales técnicos, todo ello cubierto de una firme capa de polvo.

—El espacio entre los cuartos de los ascensores se destinó a almacén —me dijo mientras acaba una llave del chaleco y abría una pesada puerta de metal oculta tras la última hilera de estanterías—. Pero yo le he encontrado una utilidad mejor. Odio trabajar en esa pecera de ahí fuera, así que he adaptado una parte del almacén y la he insonorizado. Yo tengo la única llave. La intimidad, como el comer y el respirar, es uno de los requisitos básicos de la vida.

Entramos en una habitación enorme y oblonga, con suelo de parquet y paredes cubiertas de libros desde el techo hasta el suelo. Muchos de ellos estaban encuadernados en piel, y una mirada me bastó para ver que pocos, si es que había alguno, trataban sobre ordenadores.

Elegantes alfombras persas cubrían parcialmente el suelo. Había sillas de piel un tanto deterioradas y lámparas Tiffany de color verde azulado con un aspecto sumamente distinguido. Sobre un anaquel se veía un servicio de té Spode y sobre una mesa, en el rincón, un antiguo samovar de cobre con tres espitas. El centro de la estancia lo ocupaba una gran mesa redonda con el tablero de piel, sobre el que había un grueso tapete verde donde reposaban docenas de figuritas de metal, esmalte, marfil y madera. Me acerqué para examinarlas. Noté que la base estaba tallada.

—Son sellos —me explicó—. ¿Sabes algo sobre ellos?

—Sólo que antiguamente se utilizaban para marcar la cera con la que se cerraban las cartas —le repliqué.

—Antiguamente…, sí —admitió, riendo—. Con eso, el hombre moderno resume todo lo que ha ocurrido en los últimos cinco mil años. Sí, los sellos se utilizaban para marcar documentos; pero había algo más: fueron el primer sistema criptográfico. Las marcas talladas eran utilizadas como una especie de código, dependiendo del lugar del documento en que se encontraran o de la combinación.

—¿Ha realizado usted un estudio sobre la criptografía?—pregunté.

—Soy un ávido estudiante de todo arte de lo secreto, porque es un arte —me contestó—. El secreto es la única libertad que aún se nos permite en lo que llaman «el mejor de los mundos posibles».

Quizá lo imaginé yo, pero me sonó algo amargado.

—¿Está citando al doctor Pangloss? —pregunté—. ¿O a su creador, que dijo: «Me río sólo para no colgarme a mí mismo».?

—¡Claro, ya lo tengo! —exclamó, evitando a todas luces responder a mi pregunta—. Es a Cándido a quien me recuerdas; posees esa misma ingenua impresionabilidad que uno pierde tan rápidamente cuando se enfrenta al mundo real. Pero debes llevar cuidado y asegurarte de que sea siempre de provecho, para desvelar la verdad, como el niño en el cuento del traje nuevo del emperador, y no para desembocar en el cinismo y la soledad, como le ocurre a Cándido. Ahora, tu mente es como un trozo de cera nueva y caliente en la que aún no se ha dejado marca alguna.

—¿Así que tiene la intención de imprimir su marca sobre mí? —inquirí.

Tor, que estaba ordenando los sellos sobre la mesa, levantó la cabeza vivamente. Entonces vi el color de sus ojos. Causaban un extraño desconcierto, porque en sus profundidades ardía una intensa llama cobriza que contrastaba con sus modales distantes y formales.

Parecía que su mirada pudiera penetrar como un láser, fundir esas capas de barniz con las que solemos protegernos y llegar hasta el mismo hueso. Luego pestañeó y se desvaneció esa impresión.

—Eres una chica extraña —me dijo observándome—. Tienes la habilidad de captar la verdad sin comprender realmente lo que significa. En cierto sentido es un don, aunque peligroso si te dedicas a soltar las cosas por ahí con tan poco tacto.

No estaba segura de por qué había acertado y carecido de tacto, así que me limité a sonreír.

—He estudiado el arte de lo secreto durante mucho tiempo —prosiguió él—: criptografía, decodificación, información, espionaje… Pero, al final, sólo he descubierto una cosa: que nada puede escapar a la visión con rayos X, por muy ocultas que estén las cosas. La verdad posee propiedades divinas, y la habilidad para captarla es un don que no se adquiere, sino que nos es concedido.

—¿Qué le hace pensar que yo lo tengo? —pregunté, porque sabía que era eso lo que él quería.

—Eso no importa; lo único que cuenta es que reconozco un don cuando lo veo. Me he pasado la vida buscando desafíos, para acabar por aprender al final que el mayor desafío es el de encontrar un desafío. ¡Qué triste que cuando lo encuentro por fin, llegue en forma de una niña de catorce años!

—Tengo veinte —señalé.

—Aparentas catorce y te comportas como si los tuvieras —dijo el con un suspiro, acercándose para poner ambas manos sobre mis hombros—. Créeme, querida, cuando digo que nunca me han acusado de altruista. En algunos idiomas no hay modo de expresar, como se hace en inglés, el concepto de tiempo como una mercancía; el concepto de malgastarlo, pasarlo o matarlo. Cuando utilizo mi tiempo para algo, espero una recompensa proporcionalmente valiosa. Si recojo a una niña abandonada por los pasillos y le ofrezco la posibilidad de mejorar mediante mis enseñanzas, te aseguro que no lo hago por mejorar el conjunto de la asolada humanidad.

—Entonces, ¿por qué? —pregunté, mirándole directamente a los ojos.

Tor sonrió. Era quizá la sonrisa más enigmática que yo había visto nunca.

—Soy Pigmalión —me respondió—. Cuando acabe contigo, serás una obra maestra.

El lunes por la mañana me sentía realmente una obra maestra, aunque no tenía aspecto de serlo. Mi cabello estaba enmarañado y profundos cercos oscuros marcaban el contorno de mis ojos.

No obstante, mi cabeza está atiborrada de sabiduría y, tal como había predicho Tor, no había olvidado ni un punto. Por primera vez en mi vida sentía esa tranquila confianza que le invade a uno cuando posee auténticos conocimientos sobre una cosa, cuando está completamente preparado. Me sentía como si me hubiera dado una larga zambullida en una piscina refrescante.

Deseaba darle a Tor las buenas noticias de inmediato, pero la reunión y lo que siguió duraron más de lo previsto. Pasé por su planta varias veces a lo largo del día, pero incluso el sucio almacén se hallaba cerrado.

Estaba a punto de marcharme a casa tras la jornada laboral, cuando recibí una nota en mi mesa:

Ven al almacén cuando tengas ocasión.

Cuando llamé a la puerta, Tor la abrió enseguida. Vestía un traje de etiqueta y estaba muy elegante. Cuando me introduje en la habitación, vi un gran cubo de plata donde antes estaba el samovar y, al lado, dos copas de cristal.

—¿Champán, madame? —me preguntó, doblando una toalla de hilo alrededor de su brazo—. Según tengo entendido, has conseguido un gran éxito hoy.

—Lo siento, no bebo —me excusé.

—El champán no es beber, es celebrar —me explicó, mientras llenaba las copas de unas burbujas de aspecto peligroso—. Por cierto, ¿tienes algún vestido?

—Por supuesto que sí.

—Me gustaría que fueras a casa y te lo pusieras —dijo—. Quiero llevar a cenar a alguien con piernas. De todas formas, tenía intención de hablar de ello contigo. Deja de intentar parecer un chico; no engañas a nadie por mucho que te esfuerces.

—¿Va a salir conmigo esta noche?

Estaba asombrada.

—Esa inocencia compulsiva resulta impropia —replicó—. Bébete el champán.

Tomé un sorbo, pero las burbujas me subieron por la nariz, me quemaron la garganta y me hicieron toser. Inicié el movimiento para devolverle la copa.

—No te lo bebas como si fueras un caballo en el abrevadero —me corrigió—. El champán se ha de beber lentamente.

Tor volvió a llenarme la copa.

—Me hace cosquillas en la nariz.

—Bueno, entonces saca la nariz de la copa. Ahora cuéntame tu éxito de esta tarde. Luego te llevaré a casa para que te pongas algo más presentable, si es posible.

Así que le conté a Tor que Alfie, como habíamos previsto, había aprovechado la reunión para intentar humillarme delante del cliente. Me presentó como una experta en todo y luego convirtió la reunión en un examen para que lo demostrara. Louis, que no conocía ese plan, empezó a masticar píldoras para el estómago y a lanzarle miradas siniestras a Alfie. Louis era un estúpido que estaba a punto de perder al cliente y había confiado en Alfie para sacarle del apuro, no para sabotearlo. Pero las cosas no resultaron como ellos preveían.

Gracias a las clases de Tor, yo sabía lo suficiente de la industria del transporte y de nuestro papel en ella para dejarlos pasmados. Antes de abandonar la sala de juntas, el cliente, que había estado a punto de despedirse de nuestra firma, había decidido, por el contrario, hacer un gran pedido en equipamiento. El presidente de la junta, Ben Jackson, llegó a felicitar a Louis y a Alfie por haberme incorporado a su cuenta.

—Y mientras tú alcanzabas el estrellado —dijo Tor—, ¿qué hacían Louis y Alfie, hurgarse la nariz?

Me sirvió más champán, aunque yo sentía ya un hormigueo en los dedos de los pies.

—Me estoy emborrachando —le comuniqué.

—Seré yo quien juzgue eso —replicó él, inclinando la cabeza para indicarme que continuara.

—Me interrogaron durante todo el trayecto de vuelta en el taxi —le conté—, para saber cómo había conseguido aprender todo eso en tan poco tiempo. Espero que no le importe, les dije que había estado trabajando con usted. Al principio no me creyeron, pero cuando por fin se convencieron, se pasaron una hora discutiendo cómo podrían utilizarlo en su propio beneficio.

—¿Y a qué conclusión llegaron? —preguntó Tor, sonriéndome.

—Al parecer se le olvidó informarme sobre lo que hace realmente aquí —le contesté—. Es el arma secreta de nuestra firma, el cerebro pensante de Monolith Corp. —Tor puso mala cara, pero yo proseguí—. Louis cree que si pueden persuadirle de que dedique unas cuantas horas aquí y allá con clientes elegidos, del mismo modo que conmigo, su departamento produciría millones en beneficios.

—Muy cierto —convino Tor—, pero es más divertido pasar esas horas contigo. Ese es el tipo de cosas que Louis no podrá comprender nunca. Su alma está hecha de cartón.

Tor se inclinó y le dio la vuelta a la botella vacía en el cubo; luego volvió a erguirse.

—Creen que podrían utilizarme como «palanca» —añadí—, que estará dispuesto a dedicarme su tiempo toda la vida. La estima de Louis por mí ha crecido considerablemente y Alfie finge lo mismo, aunque ninguno de los dos consigue imaginar por qué lo hizo.

—Están en lo cierto —dijo Tor, ofreciéndome su mano y escoltándome hasta la puerta—. Voy a hacerlo y tampoco yo consigo imaginar por qué. Pero, mientras reflexionamos sobre esta importante cuestión, sugiero que vayamos a cenar.

Tor tenía un Stingray verde oscuro y lo conducía a gran velocidad. Me dejó en mi apartamento, cerca del East River, y esperó en el vestíbulo.

Me puse un vestido de terciopelo negro muy corto. Cuando bajé de nuevo al vestíbulo, lo hallé sentado en un sillón mirando melancólicamente hacia el techo. Al advertir mi presencia, me contempló con los ojos entornados mientras yo recorría el espacio que nos separaba; luego se levantó y me cogió del brazo.

—¡Qué lugar tan encantador has escogido! —exclamó, señalando el vestíbulo—. Una réplica del castillo de Barba Azul, ¿no? De cualquier modo, está bien situado.

No volvió a hablar hasta que estuvimos cómodamente instalados en el coche e iniciando la marcha.

—Te felicito —dijo entonces, observando la carretera como si yo no estuviera allí—. Al parecer, sí tienes piernas después de todo. Aplaudo tu decisión de no enseñarlas a menudo. Maniatan tiene ya bastantes atascos de tráfico. Dime, ¿te gusta comer en Lutece?

—No he estado nunca, pero sé que es terriblemente caro —le contesté—. No entiendo los menús franceses y no soy glotona, así que me parece…

—No temas. Las raciones son pequeñas y yo pediré por ti. En realidad, a los niños no se les debería permitir que eligieran sus comidas.

Tor era muy conocido en Lutece; todo el mundo empezó a llamarle «doctor» y a hacer aspavientos hasta que estuvimos instalados. Después de que él hubiera pedido, saqué a colación un tema sobre el que había estado haciéndome preguntas a mí misma.

—Me recibió con una botella de champán descorchada. ¿Cómo supo, antes de verme, que habría algo que celebrar?

—Me lo dijo un pajarito —replicó mientras estudiaba la carta de vinos como si se la estuviera aprendiendo de memoria. Por fin levantó los ojos—. Me telefoneó un amigo llamado Marcus.

—¿Marcus? ¿Marcus Sellars?

Marcus Sellars era el presidente de la junta de Monolith Corp. Me habían dicho que Tor era importante, pero no que lo fuera hasta ese punto.

—Marcus recibió una llamada telefónica de Ben Jackson, tu nuevo cliente, para preguntarle si podía entrar en la lista de espera de esos nuevos equipos que había oído que íbamos a producir. Dado que estaba hablando de un hardware que aún no se ha anunciado, ni siquiera internamente, Marcus creyó que debía averiguar cómo habías conseguido esa información. Al parecer llevaba la impronta de mi estilo y Marcus no es ningún tonto.

—¿Quiere decir que presenté un montón de equipamientos que ni siquiera han sido fabricados todavía? —dije yo alarmada—. ¿Y qué hizo Marcus?

—Presumiblemente sacó la pluma y tomó nota del pedido. Luego cogió el teléfono y me llamó. Le complacía ver que yo había vuelto a interesarme de forma activa por el negocio. Marcus cree que necesito cierto estímulo. Últimamente no he visitado a muchos de nuestros clientes. Dice que me echan de menos.

—¿Y qué cree usted?

—Creo que prefiero hablar sobre el vino —contestó Tor—. ¿Cuál te gustaría tomar?

—He oído hablar de uno llamado Lancers…

—Yo lo pediré —me interrumpió él, haciendo una leve seña.

Un sumiller se materializó junto a la mesa; tras una breve consulta, Tor eligió un vino con un nombre largo y difícil. Cuando el sumiller lo trajo, Tor lo probó, dio su aprobación para que lo sirviera y se volvió hacia mí.

—¿Sabes?, es divertido lo que has dicho sobre que Louis y Alfie planean utilizarte como instrumento. Creo que podríamos invertir la situación en tu favor, ¿no te parece?

—¿En mi favor? En realidad me encuentro en un lío por culpa de todo esto —señalé—. Todos esperarán que me proporcione más información de la que ellos pueden desear o incluso soñar. Alfie lo utilizará como una arma contra mí si me niego.

Tor juntó los dedos y apoyó el mentón sobre ellos.

—¿Y para qué necesitas a Alfie? —preguntó.

—¿Qué quiere decir? ¡Es mi jefe!

—¡Ajá! Pero ¿por qué es tu jefe? ¡Porque le dejas serlo!

—Él paga mi salario —dije. No comprendía en absoluto de qué me hablaba Tor.

—La firma paga tu salario, no lo olvides nunca —señaló él—. Y dejarán de pagártelo en el momento en que dejes de producir dinero para ellos. Ahora, repito: ¿para qué necesitas a Alfie?

Reflexioné sobre ello y sentí que se desvanecía la nube que oscurecía mi mente. Pensándolo bien, tenía que admitir que Alfie no había hecho otra cosa que desbaratar mis esfuerzos por llevar a cabo un trabajo decente. Aquella misma mañana, gracias a sus trampas, podría haber perdido un cliente.

—Supongo que lo haría mucho mejor sin él —concedí. Quizás era el champán el que hablaba, pero preferí no hacer hincapié en esa posibilidad y tomé también un sorbo de vino.

—Bien, entonces está decidido. Deshazte de él —concluyó Tor, reclinándose en su silla como si el descanso fuera obvio—. Dile sencillamente a Louis que ya no necesitas a Alfie; él captará la idea.

No podía creer que fuera tan fácil. Justo entonces apareció el camarero con el primer plato.

—Aquí están nuestras ostras —dijo Tor—, ampliamente reconocidas como el alimento del amor. No las mastiques; deben tragarse de golpe, arrancándolas de la concha. Así; deja que se deslicen por tu… Por todos los diablos, ¿qué es ese desafortunado sonido que estás haciendo?

—¡Están crudas! —exclamé.

—Por supuesto que están crudas. ¿Qué rábanos voy a hacer contigo?

—No se preocupe, me las comeré todas —anuncié—. Mi madre me dijo que no debería permitírsele la entrada en los restaurantes a la gente que tiene miedo de probar platos nuevos.

—Una mujer muy sabia, tu madre. ¡Ojalá estuviera aquí ahora! No tengo experiencia en niños que aún necesitan niñera.

—No soy una niña —protesté.

—¡Oh, sí! Lo eres, querida mía. Tienes las emociones de una niña de tres años y el cerebro de un sabio de noventa, la gracia de un muchacho adolescente y el cuerpo de una ninfa prepúber. Sí, sí, no me mires de esa forma. Cómete tus ostras. Me gustaría estar ahí algún día, cuando todas esas partes se unan y formen una mujer adulta. Podría ser un auténtico placer.

—Preferiría ser un hombre —dije yo, dándome cuenta de repente de que era verdad.

—Lo sé perfectamente —me respondió con una sonrisa— pero no lo eres y nunca lo serás. Acepta que eres una mujer y te aseguro que redundará enormemente en tu beneficio. En realidad, ya ha ocurrido.

La azafata nos estaba pidiendo que nos abrocháramos los cinturones para aterrizar en el aeropuerto Kennedy. Me pregunté si no habría sido mucho más rica de haber inventado el cinturón de seguridad y ganado un dólar por cada cinturón que se había abrochado cada pasajero desde el nacimiento de la navegación aérea comercial. Me gustaba realizar ese tipo de cálculos con la imaginación, pero aquél resultó deprimente.

A pesar de todas las ventajas que Tor me había asegurado que tenía por ser una mujer, había pasado por alto un par de inconvenientes. De hecho, apenas unos meses después de que me hubiera echado al ruedo para pelear con Alfie, mi jefe, Tor se había ido de Monolith Corp. para fundar su propia empresa, dejándome en la estacada.

—Tú ya sabes lo que debes hacer —me dijo, dándome palmaditas en la espalda—. Sólo tienes que atar los cabos sueltos. Finalmente había conseguido darle el golpe de gracia a Alfie, aunque no resultó fácil. Y de poco me sirvió: nunca me ascendieron a puestos ejecutivos en Monolith Corp. Según los directores jefes, los técnicos de sexo masculino no aceptarían nunca trabajar para un jefe de sexo femenino. Supongo que todos habrían abandonado la firma o bebido cicuta antes de sufrir esa humillación. Pero, cuando le explicaba a Tor cosas tales como que el salario no merecía el esfuerzo que realizaba, él se limitaba a reír.

—Para lograr la igualdad de derechos, las mujeres tienen que ceder un poco —me comentó.

Pero nadie parecía comprender que no eran «derechos» lo que yo buscaba. Parecía ser mi maldición personal querer a personas que trataban de presentarme la vida en bandeja de plata, una bandeja a la que habían atado montones de cuerdas. Diez años después, me costó mucho tomar la decisión de romper con Tor y seguir la vida por mi cuenta; y no me refiero al aspecto monetario.

Cuando el avión empezó a volar en círculos para esperar su turno de aterrizaje, como era habitual en el Kennedy, me pregunté cuánto me costaría aquel nuevo encuentro con Tor.