El motivo

Al hombre de negocios le es indiferente

Que las perturbaciones que sus transacciones

Provocan en el sistema industrial beneficien

O perjudiquen al sistema en general, salvo en

Lo concerniente a objetivos posteriores. Sin

Embargo, la mayoría de los principales capitostes

De la industria moderna tienen unos

Objetivos posteriores.

Thorstein Veblen,

The Mahine Age

Nunca deseé las riquezas por si mismas,

Sino para la consecución de un propósito

Ulterior.

Thomas Mellon

Nunca me pregunté cuál hubiera sido el resultado de no haber telefoneado Tor aquella noche. Desde el momento en que él entró en mi vida, sentí que perdía el control. Tor quería que pareciese que era yo quien provocaba aquellos cambios, que él era un mero observador, pero yo sabía que los ordenadores no le bastaban, que quería cambiar la realidad; para ser más exactos, mi realidad. Eso era lo que me preocupaba.

El primer cambio se produjo a la mañana siguiente, cuando me miré en el espejo del cuarto de baño lleno de vapor. Siempre me preparaba una fuerte infusión de cítricos y café antes de encararme con mi rostro en el espejo. Cuanto más vieja te haces, más sensatas son tales precauciones. Pero, aquella mañana, el rostro que me devolvía la mirada desde el trozo limpio de vaho del espejo me dijo que había sido una mentirosa. Era el rostro de una aventurera por naturaleza.

¡Con qué astucia me lo había ocultado a mí misma! Después de diez años de frustración y amargura, de luchar contra el sistema hasta tener la cara cubierta de cardenales sólo para realizar un trabajo decente cada día, ¡de repente «deseaba» ir a trabajar! Me sentía alegre y diez años más joven, y sabía porqué: si Tor me ayudaba realmente, y la noche anterior me había dicho que lo haría, podría arrancarles la careta a mis hipócritas compañeros banqueros con toda facilidad. Silbé unos cuantos compases de la Cabalgata de las valquirias, me vestí y me dirigí a la oficina.

Debo confesar que, a pesar de que mi jefe, Kiwi, tenía fama de traicionar alegremente y ascender en el escalafón de manera implacable, mi fama en ciertos círculos era aún peor. Sin embargo, el rumor según el cual yo trataba a mis subordinados como si estuvieran en galeras constituía una exageración. Simplemente yo sabía cómo motivas a los especialistas en ordenadores; y lo que ocurrió aquella mañana lo demostró.

Los individuos que trabajan con ordenadores no son seres humanos normales y corrientes. Los psicólogos no han escarbado la parte superficial de esa raza ni podrían hacerlo, porque parten de la premisa de que todo el mundo tiene unas necesidades básicas primordiales, como dormir, comer y recibir calor humano. El tipo de individuo que yo estoy describiendo no necesita esas cosas. En nuestro mundo se conoce como «teckie”.[2]

El teckie se relaciona más con los ordenadores que con las personas. Trabaja mejor de noche, cuando todos, menos las bestias nocturnas depredadoras, se han ido a dormir. Come poco, subsiste esencialmente de comida basura. No ve nunca la luz del día ni respira aire fresco, sino que florece bajo luz artificial y sometido a una temperatura controlada. Si se casa y se reproduce, lo cual es raro, clasifica a sus hijos como analógicos o digitales. Puede ser arrogante, indisciplinado, ingobernable y antisocial. Yo lo sabía todo sobre los teckies porque era uno de ellos. Consideraba, además, que los rasgos teckies, desde el punto de vista evolutivo, constituían un capital más activo que pasivo.

Todos los teckies del banco conocían mi reputación. Acudían a mí desde los rincones más alejados porque sabían que sería justa con ellos y les haría trabajar hasta la extenuación. Anhelaban horarios apretados, largas horas de trabajo y problemas tan complejos que hicieran palidecer a Einstein y rascarse la cabeza a Dios. Debido a que yo siempre intentaba proporcionarles ese tipo de ambiente, se rumoreaba que tenía pelotas, que es la expresión coloquial teckie para decir que alguien tiene agallas.

Aquella mañana mi reputación tuvo su recompensa: al llegar me encontré con un gran paquete del director de personal sobre mi mesa. El paquete contenía currículos de técnicos de todo el banco, e iba acompañada de una breve y alegre nota del propio director:

Querida Verity, no sabía que estabas reclutando gente. El director de personal siempre es el último en enterarse.

Quizá el director de personal fuese el último en enterarse, pero radio macuto era siempre la primera. Antes de que me diera tiempo de expresar una posición abierta (mi propuesta había sido impresa y enviada la noche anterior), ya había recibido los currículos de varios de los teckies más duros del banco, solicitando un puesto en mi nuevo proyecto: el círculo de calidad para implantar la teoría Z. Por supuesto, eso significaba que radio macuto sabía algo que yo ignoraba hasta ese momento: que el Comité de Dirección había leído mi propuesta y le había gustado. Iba a morder el anzuelo.

Había alguien más a punto de morder. Kiwi había estado echando espumarajos por la boca ante la puerta de mi despacho, donde Pavel lo mantenía a raya. Yo había permanecido encerrada todo el día pues empecé a entrevistar a los aspirantes al círculo de calidad en cuanto obtuve la probación oficial, y ya había empleado a Tavish, uno de los mejores técnicos del banco, a pesar de las objeciones acaloradas de su jefe. Pero, antes de enfrentarme a Kiwi sobre la cuestión de haber pasado por encima de él, era preciso que me ocupara de otro asunto: mi viaje a Nueva York.

A primera hora de la mañana le había enviado a Kiwi los papeles que debía firmar, esperando que, sin darse cuenta, aprobaría mis planes de viaje. Yo disponía de un presupuesto propio para tales viajes, de manera que su firma solía ser un mero formulismo. Por lo general, no había nada que le gustara más que enviarme lejos para así poder dedicarse a supervisar a mi personal. Kiwi tenía pocos «informes directos» del suyo…, apenas un puñado de directores que conocían su trabajo y le consideraban un obstáculo innecesario para llevarlo a cabo. Cuando yo me iba, mis subordinados se escondían en los lavabos para esquivarlo.

—¿Qué quería el señor Willingly? —le pregunté a Paven cuando asomé por fin—. ¿Eran mis billetes de avión lo que iba sacudiendo por ahí? ¿Los ha firmado ya?

—¿Quién puede saber lo que quiere? —se quejó Pavel—. Ni siquiera lo sabe él mismo. No tiene trabajo que lo mantenga ocupado. Debería aprender a delegar en sus superiores y así nos dejaría en paz. «Bésalo Willingly el Mierda», así lo llamamos en la salita de secretarios. Todo el mundo la compadece por tener que trabajar…

—Pavel, te he hecho una pregunta —le dije, en un tono inusualmente brusco.

Pavel me miró sorprendido y ordenó los lápices que había sobre su mesa.

—Su Majestad desea verla en su despacho de inmediato —me contestó—. Ahora. Ayer. Anteayer. Se trata de Tavish, ese tipo al que ha entrevistado, y del idiota de su jefe.

El jefe de Tavish, cuyas objeciones yo había pasado por algo para contratar a Tavish, era un prusiano pomposo llamado Peter-Paul Karp. Decidí que sería mejor ocuparme de él y dejar a Pavel mirando su mesa con cara larga.

Para acceder al despacho de Kiwi, situado en el lado opuesto de aquella planta, tenía que atravesar el laberinto. Su secretaria me hizo un gesto sin levantar la vista de la máquina de escribir. Entré preparada para lo peor, pero me aguardaba una sorpresa.

—¡Ah, Banks! —me saludó él, respirando profundamente, como si acabara de llegar de un paseo inmediato—. ¡Buenas noticias! ¡Buenas noticias! Pero primero déjame entregarte tus papeles; lo he firmado todo. Así que te vas a Nueva York el fin de semana, ¿no? Y también me han dicho que estás a punto de lanzar un nuevo proyecto.

Kiwi me tendió el expediente con los papeles para el viaje.

—De hecho, estaba a punto de venir para discutirlo con usted…

—Y según me cuentan se trata de un proyecto de altas miras. Quiero que sepas que estoy aquí para ayudar, Banks, mi puerta permanece siempre abierta. Como dijo Ben Franklin: «Debemos mantenernos unidos o acabarán colgándonos por separado» —Kiwi hizo una pausa antes de lanzarme una mirada y añadir: Y Ben Franklin tenía razón.

Sí, menudo tipo ese Ben Franklin.

En fin, aquello quería decir que había hecho bien en actuar deprisa. El Comité de Dirección había aprobado y financiado una propuesta más amplia aún que la que Kiwi había echado por tierra. No le había servido de nada arruinar traicioneramente mi futuro en el Banco de Reserva Federal. No podía cancelar mi proyecto actual ni golpearme en los nudillos. Tampoco podía arrogarse el mérito, puesto que yo me había asegurado de que él no tuviera siquiera una copia para poder leerlo. Así pues, intentaría meter la nariz en el asunto; pero yo contrarrestaría sus esfuerzos, como había hecho en el pasado en situaciones semejantes.

Antes de que pudiera congratularme por la partida ganada, añadió:

—Así que ya puedes imaginar mi sorpresa al ver que no compartías los problemas que has tenido con la selección de personal, antes incluso de que tu proyecto haya salido de la primera base. —¿Problemas de selección de personal?—. Nuestro amigo Karp, el de sistemas para el departamento de divisas, acaba de telefonearme. Al parecer, no quiere que ese… —consultó el bloc de notas que tenía sobre su escritorio—, ese Tavish se le escape. ¿Es cierto?

—En realidad —repliqué, maldiciendo a Karp, para mis adentros por haber metido a Kiwi de por medio—, ha sido apenas hace un momento. Karp ha demostrado una obstinación irracional en todo esto.

—Así que le dijiste que podía llamar a Lawrence si no le gustaba, ¿no es así?

Asentí sombríamente. Lawrence era el jefe de Kiwi, uno de los ejecutivos de más alto nivel del Banco del Mundo, y el presidente del Comité de Dirección. Había utilizado esa táctica sólo porque sabía que Karp no lo haría jamás. Nadie llamaba nunca a Lawrence; él te llamaba a ti. Y, cuando lo hacía, solías desear que no hubiera encontrado nunca una razón para buscar tu número.

—Al parecer, hemos empezado con mal pie este proyecto —me decía Kiwi—. No queremos molestar a Lawrence con nuestras pequeñas y mezquinas disputas de personal, ¿no es cierto? Le he dicho a Karp que tú y yo no nos andaríamos con rodeos y hallaríamos una solución. Si ese tipo, Tavish, es tan indispensable para el departamento de Karp, ¿hace falta que se lo quitemos? Además, Karp asegura que Tavish le debe un favor.

Eso me puso en un auténtico aprieto. El mayor problema que presentaba la teoría Z era que, por definición, un círculo de calidad funcionaba sin jefe. Yo podía seleccionar a los miembros del equipo, pero, una vez establecido éste, operaría a puerta cerrada, sin mi participación. Por consiguiente, necesitaba un aliado dentro del grupo, alguien que tuviera la suficiente destreza técnica como para ganarse el respeto de los demás y, aun así, hacer las cosas a mi modo. Tavish era el único de quien sabía que haría todo eso y que, además, impediría que Kiwi metiera las manos en el tarro de las galletas. Lógicamente, no podía utilizar ese argumento para justificarme ante Kiwi.

Por otro lado, había algo en la actitud de Kiwi que me inquietaba. SE mostraba demasiado razonable, por no decir alegre. Me dio la impresión de que aquel asunto de Karp era un pretexto. Resolví averiguar qué se ocultaba bajo la superficie.

—¿De qué buenas noticias hablaba cuando he entrado? —pregunté.

—Bueno, se supone que no debo decírselo a nadie… —respondió, exhibiendo una sonrisa de oreja a oreja.

¡Bingo! Fui hasta la puerta para cerrarla y luego me senté frente a él.

—No tiene que contármelo si no quiere —dije, inclinándome hacia delante—, pero sabe que soy capaz de guardar un secreto.

—Que quede estrictamente entre nosotros —me pidió, mirando a su alrededor como si las paredes oyeran—. Adivina adónde voy a cenar esta noche.

Le solté los nombres de todos los restaurantes elegantes de la ciudad que se me ocurrieron y él los descartó uno a uno con un gesto de la cabeza, mientras su sonrisa se iba ensanchando. De repente empezó a hacerse la luz en mi mente, aunque esperaba estar equivocada.

—Es mucho más exclusivo; es un club privado —explicó.

Me quedé paralizada por la rabia que empezaba a crecer en mi interior. Kiwi estaba tan excitado que no recordaba lo que me había hecho apenas dos noches antes al impedir que progresara en mi carrera. Intenté preparar una expresión que encajara en algún lugar intermedio entre el asombro y el entusiasmo, pero noté que mis verdaderos sentimientos se adherían a mi rostro como si fuesen de yeso.

—¡El Vagabond Club! —susurró con voz trémula a causa de una alegría histérica—. ¡Lawrence me ha invitado!

El Vagabond Club, como todo el mundo sabía, era su sueño más ansiado. Se hubiera cortado las venas de haber creído que mediante ese sacrificio conseguiría entrar en los sacrosantos salones del Vagabond Club.

El Vagabond Club era la estrella de San Francisco, una ciudad que se jactaba de tener más clubes privados para hombres que ninguna otra de Norteamérica. No era ni el más antiguo ni el más exclusivo, pero entre sus muros cubiertos de hiedra se cerraban más tratos al más alto nivel que en todas las salas de juntas de los bancos de toda Norteamérica. Me ponía furiosa que, después de que la mujer hubiera conseguido por fin el derecho al voto, un salario y un sitio en las mesas de dirección, los hombres siguieran desarrollando su juego a puerta cerrada. De hecho, la banca pagaba a sus ejecutivos las cuotas de tales clubes, cuya política con las ejecutivas (yo misma, por ejemplo) consistía en tratarlas como si fueran fregonas y negarles la entrada. ¡Y lo hacían con el dinero de los accionistas! El Vagabond Club tenías guardias apostados en la puerta para asegurarse de que no se le permitía la entrada a ninguna mujer, a fin de evitar que estropeara la conversación o se apoderase de un pedazo de pastel. La madre naturaleza seguía imponiendo su ley. Para unirse a aquella asamblea de brujas no era preciso tener cerebro.

Felicité a Kiwi por su buena suerte, que se debía a una baza contra la que nada se podía oponer: ser un hombre.

—Teniendo en cuenta que Lawrence va a recomendar mi admisión —Kiwi hablaba con efusión excesiva y sin aliento, como una colegiala—, no es conveniente que le moleste. ¿No podrías echarle un hueso a Karp hasta que se le pase? Si quieres a ese Tavish, encuéntrale a Karp otro tipo que le sirva. Dejo el asunto en tus manos, Banks; eres un buen hombre…, quiero decir, una buena mujer. Le llamaré y le diré que hemos encontrado un candidato misterioso, alguien verdaderamente increíble. Delego en ti la tarea de buscarlo.

Abandoné el despacho de Kiwi aferrada a mis papeles para el viaje a Nueva York. Me sentía afortunada por haber salido tan bien parada. Después de todo, me quedaba por lo menos un día para mantener mi postura sobre Tavisch hasta que ideara un plan para quedármelo, y el viernes estaría ya en la Gran Manzana. Una vez que tuviera a Tor de mi parte, nada me detendría. Además, tener unos cuantos millones de dólares dando vueltas por ahí, aunque fuera por poco tiempo, aplacaría las quejas de cualquier empleado descontento.

Al menos eso era lo que yo pensaba entonces.

Había invitado a Tavish a cenar conmigo en mi propio club: Le Club, mi restaurante favorito de San Francisco. Quería que el círculo de calidad estuviera en funcionamiento antes de ir a Nueva York a finales de semana, y sabía exactamente lo que sus miembros tenían que hacer.

Quizá Tavish, un teckie honrado y franco, sintiera escrúpulos con respecto a algunas de las cosas que yo tenía en mente. Sin embargo, si no le daba algunas directrices, seguiría buscando bajo las piedras equivocadas cuando yo regresara. Yo sólo intentaba ayudar. Después de todo, iba a forzar los sistemas cuya dirección había estado a mi cargo durante los diez años anteriores.

Cuando paré el coche un poco antes de llegar al restaurante, vi a Tavish esperando bajo el toldo verde oscuro. Llevaba traje, corbata y zapatillas deportivas. SE había recortado los largos cabellos rubios, que le llegaban hasta los hombros, consiguiendo casi aparentar los veintidós años que en realidad tenía.

—¡Caramba! Espero que no te hayas comprado ese traje sólo para la cena de esta noche —le dije cuando me acerqué, después de haber aparcado—. ¿Dónde te has dejado la camiseta? Pensaba que era tu uniforme.

—La llevo debajo de la camisa, como Superman —me contestó—. Tengo la impresión de que me infunde una especie de energía interior.

Aunque Tavish pudiera parecer infantil e ingenuo, se había afilado sus dientes de teckie con algunos importantes cerebros de la matemática.

El mundo del procesamiento de datos presenta la peculiaridad de que muchos teckies, con independencia de su edad, ganan más dinero que los altos ejecutivos. Según las cifras mencionadas en la ficha de Tavish, éste había sobrepasado la cuantía de mi salario en el Banco del Mundo cuando apenas contaba dieciocho años. Sus credenciales eran tan impresionantes que me pregunté por qué seguiría en el banco, trabajando para un burro como Karp, cuando podía marcharse a Silicon Valley, a cincuenta kilómetros, en cuanto se lo propusiera. Quería saber qué era lo que motivaba a Tavish; por eso le había invitado a cenar. Y no esperé a terminar los cinco platos para ir al grano.

—Me gusta este sitio —dijo Tavish media hora más tarde, inspeccionando el cálido y acogedor salón donde nos hallábamos cómodamente sentados en sillas tapizadas de terciopelo verde oscuro. Los camareros nos servían platos espléndidamente presentados y rellenaban nuestras copas de champán en un silencio discreto—. Y me alegra tener la oportunidad de darle las gracias por arrancarme de las garras de Karp.

—Me temo que aún no estás completamente fuera —repuse, regando mi blanquette de veau con un delicioso borgoña blanco—. Tu amigo Peter-Paul ha telefoneado a Kiwi poco después de que yo me hubiera quedado convencida de que te había contratado, y le ha dicho que no había trato. Al parecer piensa que tú estarás de acuerdo con él. Dice que le debes un favor.

—Le debo algo, de acuerdo —replicó Tavish torvamente—, pero no lo que él piensa. No es un secreto, al menos para usted. Trabajé con Karp antes, ¿sabe?, en Florida. Me contrató para desarrollar programas registrados que después comercializaría su firma. Yo iba a llevarme el cincuenta por ciento de los derechos, o al menos eso afirmó, y otra cosa que deseaba aún más.

—¿Y qué era?

—Me dijo que me avalaría para conseguir la tarjeta verde, un permiso de residencia permanente. Sin él, siendo extranjero, no puedo trabajar en este país, a menos que sea ilegalmente. Pero el negocio de Karp se fue al garete debiéndome medio millón en derechos de autor. Todos mis beneficios se los metió por la nariz, pero no podía denunciarlo porque era mi fiador oficial.

—¿Te refieres a cocaína? —pregunté, sorprendida.

—Tiene un vicio de cien mil dólares al año que no puede permitirse, a pesar de su desorbitado salario —me contó Tavish—, de modo que utiliza a sus subordinados y los sistemas informáticos del banco para producir programas en abundancia que luego vende en el mercado libre. Aunque no puedo probarlo, creo que todos sus subordinados hacen horas extras para él y las cobran con comisiones. A mí también me lo pidió, amenazándome con entregarme a Inmigración.

—Pero tú no estás aquí ilegalmente —repliqué—. Tienes un permiso temporal y estás intentando obtener la tarjeta verde. Lo he visto en tu ficha esta misma mañana.

—Él ya no puede ser mi fiador. Técnicamente su empresa ya no existe. En ese sentido, también mi trabajo en el banco es un fraude. Fue él quien les dio mis referencias, ¿comprende? Si me deportaran de vuelta al Reino Unido, tendría suerte si consiguiera un pequeño porcentaje de lo que gano aquí por mi cualificación técnica. No he asistido a un colegio prestigioso, ¿comprende?, sólo soy un chico de clase trabajadora.

—Supongo que te das cuenta de que esto me pone en un verdadero aprieto —mentí. ¡Qué asombroso milagro de buena suerte había resultado aquella cena!—. No puedo denunciar a Karp si no tengo pruebas de sus actividades ilegales; además, silo hiciese, ello significaría tu deportación o, como mínimo, tu ruina profesional por haber entrado en el banco de manera fraudulenta. Pero si dispusiera de un poco más de tiempo para encontrar a otra persona que trabajase para él, alguien a quien no pudiera rechazar, entonces, más adelante, idearía un modo de sacarte de este lío.

—No he pensado en otra cosa en todo el día. Estaba completamente seguro de que montaría el número —me confesó Tavish—, y por fin he encontrado a la persona perfecta, alguien que está deseoso de entrar en ese departamento para siempre.

—¿Conoces a alguien que quiere trabajar para Karp? —inquirí yo con perplejidad—. Sea quien sea, debe de tener un encefalograma plano.

—Es una mujer —me explicó—. Su nombre es Pearl Lorraine y se encarga de las divisas. Es especialista en econometría y mi cliente, puesto que creo el apoyo para sus sistemas. Es brillante y negra, Karp tendrá que buscar una buena razón para rechazarla.

—¿Pearl Lorraine? ¿La de la Martinica? Conoce el negocio de las divisas mucho mejor que Karp y también posee conocimientos de informática. Pero ¿qué piensa ella de la idea?

Por lo que yo sabía de Pearl Lorraine, no haría un movimiento semejante sin tener un buen motivo. En el banco tenía fama de ser una oportunista militante del medro.

—Dice que Karp es una especie de nazi, entre otras cosas. Al parecer, Karp llama negritas de la jungla a sus subordinadas y alardea de que contrata exclusivamente a secretarias negras porque tienen unos culos estupendos.

—¡Dios mío! —exclamé—. Si eso es cierto, ¿qué te hace pensar que ella querría trabajar para un tipo así?

—Muy sencillo —contestó Tavish con una sonrisa socarrona—: sabe de divisas más que él y aspira a ocupar su puesto. Y, si quieres hacer una carrera completa, tienes que darle a la bola cuando te la lanzan.

Estuve de acuerdo con Tavish en que, dadas nuestras apuradas circunstancias, Peral era la solución perfecta. Cuando llegaron el queso y la fruta decidí que era el momento indicado para pasar al verdadero tema de la cena.

—Me voy a Nueva York a finales de semana —le dije a Tavish—. El círculo de calidad estará en marcha para entonces. Seréis seis, y hay unas cuantas cosas que me gustaría discutir antes de irme.

Tavish me miró con seriedad por encima del tenedor y asintió, esperando que continuara.

—En primer lugar, quiero que entréis en el fichero de clientes y sus correspondientes datos sobre cuentas bancarias, y luego en el sistema de transferencia electrónica de fondos.

—¿En las transferencias telefónicas? ¿En su propio sistema? —se sorprendió Tavish—. Ese debe de ser el sistema más complejo de todo el banco; habrá que entrar al menos desde dos lugares diferentes…

—Necesitáis las claves de verificación, para acceder a las transferencias telefónicas en sí —admití—, y también los números de cuentas de los clientes y sus contraseñas secretas para sacar dinero de cuentas concretas.

—¿Quiere decir que hemos de robar una clave de verificación durante un día, sólo para demostrar que puede hacerse?

—Los bancos no pueden cambiar sus claves todos los días —expliqué—. Debe de existir un programa en el sistema que descifre todas las claves y que, de alguna manera, determine su validez aunque cambien sin previo aviso.

—Asombroso —dijo Tavish—, e increíble. Si existiera un programa de «decodificación» de ese tipo, cualquiera podría sacar dinero de la cuenta que más le gustara y transferirlo a cualquier otra, suponiendo que dispusiera de los número de cuenta.

Sonreí, cogí una servilleta de papel y dibujé sobre ella un esquema rudimentario:

—Cada agencia del banco tiene una ficha como ésta. El número de la parte superior es el número de localización, que nos dice qué agencia realiza la transferencia. En la primera columna figura un código especial para indicar el mes en curso, la segunda columna muestra el día y la tercera, la cantidad en dólares de la transferencia. Estos cuatro números, el de localización, el código del mes, la fecha del día y la cantidad en dólares, ¡son la clave de comprobación! Todas las claves cambian cuando cambian el día y la cantidad de dinero. ¡Eso es todo!

—Bromea —dijo Tavish—. Yo trabajo en sistemas de divisas y no sé nada de las operaciones de las agencias del banco; pero, si es tan sencillo, ¡cualquiera podría introducirse en el sistema y robar fondos!

—Quizá lo haya hecho ya —comenté, tomando un sorbo de champán—. Eso es lo que se supone que tenéis que averiguar. Aunque, lógicamente, tal vez resulte más difícil de lo que creo. Yo no he visto los sistemas que decodifican estas claves.

—¿Pero qué complejidad podría tener con una input así? —preguntó Tavish, blandiendo la servilleta en su excitación—. Después de todo, sólo son programas, ¿no es cierto? Pero, si tiene razón y realmente funciona así, ¡la seguridad debe de ser un horror inimaginable!

—¿Te arrepientes de haberte apuntado a este proyecto? —inquirí.

—En su lecho de muerte le preguntaron a Lord Maynard Keynes si se arrepentía de algo en su vida —replicó Tavish—. Su última frase fue: «¡Desearía haber bebido más champán!».

Brindamos por eso.

Había olvidado mencionarle a Tavish que conocía a Pearl Lorraine desde hacía años. En realidad, la conocía tan bien que fue ella quien me llevó al aeropuerto en su Lotus de dos asientos color verde esmeralda aquel viernes después de mi noche en la Ópera.

Todo en Pearl lanzaba destellos esmeralda, desde sus improbables ojos verdes en un rostro negrísimo, pasando por los pantalones de ante color esmeralda, ceñidos como una segunda piel, hasta el dije de esmeralda auténtico que colgaba entre el escote más que generoso de su suéter.

Pearl era una tía marchosa, pero demasiado rápida al volante para mi gusto. De camino al aeropuerto me pregunté si estaría intentando romper la barrera del sonido cuando, tras ver pasar volando el borrón de un eucalipto, Peral metió una marcha cuya existencia yo desconocía y tomó la rampa de la autopista sin peaje sobre dos ruedas.

—Caramba, de haber sabido que podíamos llegar antes que el avión te hubiera pedido que me llevaras a Nueva York —comenté, aferrándome a la portezuela con las uñas.

—Encanto, no te compres un coche rápido si no sabes conducirlo —me contestó; luego tocó la bocina y le arrancó la pintura a un taxi que renqueaba a ciento treinta—. Además, he salido pronto del trabajo para que podamos disponer de tiempo, sentarnos a tomar algo y darle al palique. Últimamente te has vuelto una ermitaña y apenas te veo.

—Creo que tendremos tiempo de sobra —le aseguré—. Acabamos de traspasar la línea horaria internacional. Al parecer, en la Martinico no hay educación correctiva para conductores.

—Cuando al mundo empiecen a gustarle los listillos, encanto, llegarás a la cima —me informó alegremente, al tiempo que nos deteníamos ante la puerta con un chirrido de frenos. Pearl saltó del coche cuando el polvo aún no se había vuelto a posar, le tiró las llaves y un billete de diez dólares al asombrado portero y le ofreció una de sus deslumbrantes sonrisas—. Nosotras cogeremos las maletas —dijo, mientras me hacía entrar apresuradamente.

—¿Tienen un mozo para aparcar? —inquirí.

—A caballo regalado no le mires el diente —me contestó Pearl, conduciéndome hacia el bar, una pesadilla de curiosidades polinesias con aspecto de haber sido diseñado por un equipo de arquitectos mormones de Guam.

Pearl había pedido dos Bloody Mary y estaba ya mascando su trozo de apio cuando volvía de facturar mis maletas.

—Gracias por conseguirme el trabajo con el imbécil de Karp —murmuró entre dientes—. Cuando quieras que te devuelva el favor…

—Espera a llevar unas cuantas semanas allí. Para entonces, a lo mejor has cambiado de opinión. —Tomé dubitativa un sorbo del aguado jugo de tomate y añadí—: Tavish me dijo que querías trabajar allí para quitarle el puesto a Karp, aunque no consigo imaginar por qué. He oído decir que es un racista. ¿No será una especie de vendetta? No me parece tu estilo…

—¿Para demandarle por discriminación racial, quieres decir? —Pearl rió y agitó la mano en el aire para que la camarera nos trajera otra ronda—. Por supuesto que no. Odio ese tipo de cosas en las que hay abogados metidos por medio. Siempre he pensado que debe de existir alguna razón para que en francés la misma palabra sirva para «abogado” y para “aguacate». No, Karp me importa un rábano. Es el poder, las riendas, encanto, ése es el nombre del juego. Tengo un máster en economía, lo cual significa que puedo aumentar los ceros de mi salario. Karp gana el doble que yo, pero todo lo que sabe producir son problemas. Cuando termine con él, le pondré el culo en una catapulta y lo arrojaré al espacio exterior.

Diez años antes, cuando conocí a Pearl en Nueva York, su padre era un prestigioso marchante de arte africano y de Oceanía, campo que entraba justo entonces en su edad de oro gracias a que los museos le pedían con insistencia las mercancías que él había ido atesorando durante cuarenta años. Había empezado desde cero como chico de los recados (algunos dicen que como contrabandista) y murió cuando Pearl, con tan sólo veinte años, acababa de obtener el título de economista por la Universidad de Nueva York. Allí había adquirido Pearl el gusto por el marchoso argot yanqui, los coches rápidos, el feminismo duro y el color verde, del que decía que le recordaba al dinero. Papá le dejó mucho verde, lo cual le había ayudado más que todos los títulos a derribar las puertas en su búsqueda, siempre ascendente, de poder.

A pesar de que Pearl era más agresiva que yo, teníamos algo en común: el dinero no era nuestra meta.

Como si me hubiera leído el pensamiento, comentó:

—No es por dinero, sino por principios. Me refiero a principios éticos, no económicos. ¿Qué importa que yo sea rica y no necesite el puesto? De todas formas, nadie lo sabe en el banco excepto tú. Me merezco ese puesto y Karp no. He llevado el tema de las divisas durante años y he ganado millones para el banco. Si sólo me interesara el dinero, debería haberme retirado cuando bajé de aquel bote en Fort-de-France; me hubiera ahorrado diez años de follones.

—Desde luego, pero ¿Cómo piensas quitarle el puesto convirtiéndote en su subordinada, si antes era él quien tenía que mantenerte contenta proporcionándote sistemas?

—Un día u otro cometerá un desliz —contestó Pearl con una sonrisa socarrona y misteriosa, al tiempo que llegaba nuestra segunda tanda de agua con sabor a tomate—, y yo siempre llevo una piel de plátano en el bolso para tales contingencias. Pero dejemos ese tema; quiero saber cuánto tiempo vas a estar en la Gran Manzana y lo que vas a hacer. ¡Después de todo, prácticamente es nuestra ciudad natal!

—Sólo dispongo de una semana —le conté.

—Eso no es nada —dijo Pearl, arrugando la nariz—. ¿Por qué no te tomas unas vacaciones y te relajas? Todo el mundo sabe que eres una esclava del trabajo, pero ¿por qué te castigas de esa manera? Ve a los teatros, cómprate trapos exóticos, conoce caras nuevas, saborea la comida selecta, déjate «llevar»…, ¿sabes a lo que me refiero?

—¿No crees que esta conversación es demasiado personal? —pregunté.

—Hace diez años que nos conocemos —me informó Pearl—, y sabes que no soy famosa por mi discreción. No nací con un traje de franela gris, un lápiz entre los dientes y las piernas bien pegadas con cemento como tú. Quizá joda a los tíos en la oficina, pero te garantizo que después de las cinco tengo cosas mejores que hacer con los hombres. Además, ¡empiezas a parecerte a un monje budista!

—Voy a Nueva York por cuestiones de trabajo —le dije con voz neutra.

—¡Bah!, ese rollo del círculo de calidad no se puede llamar trabajo. ¿Y por qué se te ha ocurrido esa idea cuando tienes una división de cinco millones de dólares bajo tus pies? Me he enterado de que has sacado de sus casillas a todos los directores del banco.

—Tengo un motivo excelente —le contesté tranquilamente—. Voy a robarle al banco.

—¡Y un huevo! —exclamó Pearl. Luego bebió un trago con aplomo—. Además me comeré esta esmeralda —añadió mientras me estudiaba, dando golpecitos sobre la mesa con una de sus largas y rojas uñas—. ¡Por Dios! Si no te conociera tan bien, diría que vas en serio.

La dejé en ascuas un buen rato antes de contestar con gran calma:

—Voy en serio.

—No puede ser verdad —dijo—. Tú, la quintaesencia del banquero, la «Mujer del Año”, la “Chica del Oeste Dorado»…, ¿vas a arrojar por la borda todo lo que tu abuelito quiso siempre…?

Pearl se detuvo a la mitad de su discurso y se quedó reflexionando en el asunto.

—¡Por Dios, a lo mejor lo dicen en serio! —exclamó asombrada—. Quieres vengarte por el tiempo perdido y las injusticias pasadas… Pero ¿por qué demonios un bloque helado de virtud como tú traspasaría la raya? Eso es lo que quiero saber.

Justo entonces anunciaron mi vuelo pro la megafonía. Me levanté y arrojé unas monedas a la mesa para pagar las copas.

—Pearl, ¿te has preguntado alguna vez por qué los bancos tienen tantos directores de rango medio cultos, cualificados, que trabajan duro y con ética y están relativamente mal pagados, como nosotras, mientras que los puestos de más categoría se los reparten un puñado de esnobs ignorantes, vanidosos, toscos y engreídos, a quieres sólo les preocupa su propio bienestar?

Aquella larga pregunta era la manifestación más clara que había hecho nunca delante de Pearl, o de cualquier otra persona, sobre mis sentimientos. Ella me miró con ojos desorbitados antes de contestar.

—Bien, ¿por qué?

—Porque la mierda flota —le dije.

Y me fui para subir en el avión.