Un mercado de dinero organizado tiene
Muchas ventajas, pero no es una escuela de
Ética social ni de responsabilidad política
R.H. Tawney
A la mañana siguiente de mi noche en la Ópera, mientras tomaba un zumo de naranja bajo una ducha de agua hirviendo, se me encendió una bombilla y comprendí finalmente quién era en realidad Alan Turing, el fantasma que me había enviado un mensaje.
Turing, el auténtico, era un mago de las matemáticas de Cambridge que había desarrollado algunos de los primeros ordenadores digitales. En su corta vida de tan sólo cuarenta y un años se convirtió en una de las figuras punteras del procesamiento de datos en Gran Bretaña, y se le consideraba internacionalmente el padre de la inteligencia artificial.
La mayoría de las personas que trabajan con ordenadores han leído sus obras en un momento u otro. Pero yo, aparte de eso, conocía a alguien tan experto en la materia que había dado clases sobre el tema. El tipo en cuestión era uno de los principales gurus de la informática de Estados Unidos, un tecnócrata de primera categoría.
Había sido mi mentor doce años antes, cuando fui a Nueva York por primera vez. Era la persona más reservada que había conocido, un hombre de mil caras e igual número de aptitudes. Quizás yo supiera más de él que nadie, pero lo que sabía apenas llenaba una página. A pesar de que no le había visto hacía varios años y de que raramente había tenido noticias de él, era la persona que había influido de forma más notable en mi carrera y, aparte de Bibi, de forma más duradera en mi vida. Se trataba del doctor Zoltan Tor.
En el mundo de la informática, todos conocían ese nombre. Tor era el padre de las conexiones de redes y había escrito los textos clásicos sobre la teoría de las comunicaciones. Tan famoso era que la gente joven que leía esos textos imaginaba que había muerto hacía ya tiempo, pese a que aún no había cumplido los cuarenta y disfrutaba de una salud de hierro.
Ahora que me había telefoneado, después de tantos años, ¿cuánto iba a durarme a mí la salud? Siempre que Tor decidía involucrarse en mi vida me metía en problemas. Aunque quizá problemas no fuese la palabra adecuada, pensé mientras alía de la ducha. La palabra era peligro.
Entre las muchas aptitudes de Tor se contaba su dominio de la criptografía. Había escrito una obra sobre el tema que se aprendían de memora todos los investigadores asociados al FBI. Por eso estaba nerviosa, porque su libro abarcaba todos los aspectos del arte de forzar códigos informáticos, «piratear», y robar información, además de explicar cómo podían prevenirse tales robos.
¿Por qué me había telefoneado Tor/Turing? ¿Cómo podía haberse enterado tan pronto del tipo de «investigación» al que me había dedicado la noche anterior? Era casi como si pudiera leerme el pensamiento a casi cinco mil kilómetros de distancia y supiera lo que yo estaba tramando. Decidí que sería mejor averiguar cuanto antes lo que pensaba sobre mis intenciones. No obstante, primero tenía que encontrarlo. Y no era tan sencillo, teniendo en cuenta que se trataba de un tipo que no creía ni en el teléfono ni en las direcciones postales ni en dejar mensajes firmados con su verdadero nombre.
Tor era dueño de una compañía a través de la cual realizaba transacciones financieras. La empresa se llamaba Delphic Group, sin duda por el oráculo, pero su número de teléfono no aparecía en el listín de Manhattan. Aunque eso no importaba, porque yo lo tenía. Desgraciadamente, Tor no iba jamás a su despacho, y cuando llamabas allí obtenías extrañas respuestas. Pese a todo, decidí intentarlo.
—Delphic —me espetó la recepcionista, poco pródiga en información.
—Estoy intentando localizar al doctor Tor, al doctor Zoltan Tor. ¿Está ahí?
Ni soñarlo.
—Lo siento —contestó ella, con voz de no sentirlo en absoluto—, se ha equivocado de número. Compruébelo, por favor.
Era como la maldita CIA.
—Bien, si encuentra a alguien cuyo nombre se parezca a ése, ¿podía darle el mensaje? —pregunté con impaciencia.
—¿A qué mensaje se refiere?
—Dígale que le ha llamado Verity Banks.
Antes de que pudiera pedirme que le deletreara mi nombre o se lo repitiera, colgué el teléfono.
El velo de misterio que envolvía la vida de Tor, más impenetrable que los sistemas de seguridad de la comunidad bancaria internacional, me molestaba tanto como me había molestado que se entrometiera constantemente en mi vida diez años antes.
Mientras tanto, tenía que trabajar. Eran las nueve cuando acabé de vestirme. Bajé a la calle, puse en marcha mi BMW abollado y me adentré en la espesa niebla de San Francisco camino del a oficina, ateniéndome así al horario de los banqueros. Había adoptado la norma de levantarme siempre al amanecer, pero en invierno no amanece hasta las ocho y media. Tenía la extraña sensación de que, por muy tarde que comenzara, sería un día muy largo.
El mundo de la banca está infestado de asesores, de la misma forma que la lepra está infestada de llagas. En el Banco del Mundo teníamos expertos en eficacia que nos decían cómo distribuir mejor nuestro tiempo, ingenieros industriales que nos decían cómo realizar nuestro trabajo y psicólogos industriales que nos ayudaban a soportar el entorno en le que nos movíamos. Nunca presté la menos atención a ninguno de ellos.
Por ejemplo, no me interesaban los estudios que demostraban que los banqueros que vestían trajes de franela gris despedían un aura de poder. Yo prefería vestirme como si el banco me perteneciera y me hubiera dejado caer por allí sólo para comprobar qué tal marchaban mis dividendos.
Aquella mañana llegué a la oficina vestida con los metros de seda azul marino suficientes para tapizar un sofá. Parecía una túnica andante, pero me habían asegurado que los mejores modistos de Milán se habían exprimido los sesos para diseñarlo. Eso en cuanto al código de la indumentaria.
Tampoco mis subordinados se tomaban en serio tales cosas. Cuando salí del ascensor en la decimotercera planta, andaban de un lado a otro vestidos con tejanos, zapatillas de deporte y camisetas con inscripciones tales como: «Rendimiento óptimo” o “Arranque en frío».
Yo siempre pensaba en la planta decimotercera como la planta comercial. Era un laberinto para ratas, formado de unidades modulares supuestamente diseñadas para crear una «atmósfera en la que se compartieran los problemas», todo ello en un «tranquilizador» tono azul… que contrastaba con un «estimulante» fondo de moqueta color naranja. Según mi propia experiencia, esa combinación producía esquizofrenia; pero, en cualquier caso, los que trabajan con ordenadores no son demasiado normales.
Me había aprendido el camino que debía seguir por el laberinto para llegar a mi despacho. Entré en él y cerré la puerta hasta que mi secretario, Pavel, tuvo un momento para traerme una taza de café. Pavel era alto, moreno y guapo, con los modales de un secretario de embajada. Podría haber sido una estrella de cine; de hecho, asistía a clases nocturnas para ser actor. Afirmaba que el trabajo en el banco le permitía experimentar la vida en su estado emocional más primitivo.
Todos los que trabajaban conmigo conocían la «norma de las dos tazas», es decir, que no podían ponerse en contacto conmigo hasta que me hubiera bebido dos tazas de café, o hasta las diez de la mañana, lo que se cumpliera primero. Hasta entonces podía recibir, pero no transmitir.
Pavel entró de puntillas con el café y cerró la puerta suavemente. Después depositó la taza delante de mí, sobre la mesa de despacho.
—Tibio, como a usted le gusta —me aseguró—. Hoy tiene tres reuniones; las he apuntado en su calendario. ¿Todavía quiere que se reserve la sala de conferencias pequeña para las cuatro? Puede asentir en caso afirmativo.
—Cancela las reuniones —le ordené, y él me moró con ojos desorbitados—. Esta mañana ya he tomado el suficiente café para poner a flote un riñón. Kiwi canceló mi propuesta anoche.
Ya que nadie sabía lo de mi trabajo en el Fed, creí más prudente no mencionar esa parte.
—Me lo había imaginado —susurró Pavel, perplejo, mientras se bajaba las mangas del suéter de seda—. He visto los pedazos en la papelera esta mañana cuando he entrado. —Se sentó frente a mí. Parecía tan preocupado cuando se inclinó hacia delante y apoyó la barbilla en ambas manos que sonreí—. ¿Qué va a hacer? —me preguntó.
—Presentar una nueva propuesta —contesté—. Tráeme el fichero de procedimientos burocráticos. Quiero todos los aburridos libros de normas del banco.
Pavel sonrió y se dirigió a la puerta, donde se detuvo un instante para esgrimir un puño en el aire.
—¡Plebeyos al poder! —exclamó—. Atáquelos con sus propias gilipolleces.
Conocer las reglas constituye la esencia del juego, tanto en la banca como en el cricket. «Jugar» respetando las reglas es algo más.
Algunas personas opinan que las reglas están hechas para infringirlas, pero yo nunca he estado de acuerdo. Para mí las reglas son como las astas con banderines que forman las puertas en las pruebas de eslalom; tienes que respetar su presencia religiosamente, rodearlas aproximándote a ellas cuanto te sea posible y no permitir nunca que disminuyas tu velocidad.
El Banco del Mundo era un banco muy grande, quizá, como sugería su nombre, el mayor banco del mundo. Debido precisamente a su tamaño, producía infinidad de normas, tantas que nadie tenía tiempo de leérselas todas y mucho menos de cumplirlas.
Había departamentos enteros cuya única función consistía en producir normas nuevas en abundancia, y a menudo se peleaban entre sí para decidir cuáles eran las «oficiales». Cada semana atestaban las mesa de mi despacho con normas y procedimientos nuevos, que me enviaban departamentos de los que yo ni siquiera había oído hablar. Pavel guardaba debidamente esos documentos en el archivo de procedimientos burocráticos, donde enseguida caían en el olvido. Yo sabía que entre aquel montón de gilipolleces hallaría algo que sirviera a mis propósitos. Después de todo, si existían tantas normas contradictorias sobre el «manejo» del dinero, debía de haber una que me permitiera «robar» una parte y demostrar que Kiwi era el estúpido irresponsable que yo sabía que era.
Me llevó gran parte del día encontrar lo que buscaba: un paquete de procedimientos de nuevo cuño elaborados por el departamento de Sistemas de Planificación de la Información General, o SPIG, como a ellos les gustaba llamarse. Conocía bien a los del SPIG; eran los creadores de estrategias más prolíficos del banco. Habían establecido un récord en la producción de documentos inútiles. Sin embargo, estaba convencida de que iba a dar un uso excelente a su última elucubración táctica. Tuve que echarle cierta imaginación al asunto, pero ése siempre había sido mi fuerte. Las primeras palabras que atrajeron mi atención fueron: «Este método fue utilizado con gran éxito en el United Trust para poner a prueba sus sistemas de seguridad».
¿Podía haber algo más adecuado?
El método se conocía como teoría Z. Yo ya sabía de qué iba y me daba ganas de vomitar. Lo habían importado de Japón y, cuando lo lanzaron en las revistas financieras como lo último en gestión administrativa, a mí me pareció el ataque más despiadado de los japoneses desde Pearl Harbor. Pero, desde que me había convertido en una ladrona teórica, la teoría Z había adquiría para mí un aspecto nuevo; era de color rosa.
La idea general consistía en que los directores resultaban totalmente innecesarios. Los autores del método explicaban que, en Japón, toda gestión la llevaban a cabo pequeños grupos sin rostro llamados círculos de calidad. Estos círculos se encargaban de realizar todos los pasos para crear un producto —diseño, fabricación, pruebas— y todas las decisiones se tomaban por consenso; era la dirección mediante comité. A la comunidad bancaria le había encantado esa teoría, la había adoptado y prácticamente la había «encerrado en un relicario», pero no estaba demasiado segura de qué hacer con ella exactamente.
Yo tenía la impresión de que podría decírselo.
Llamé a Pavel por el interfono, le pedí que telefoneara al United Trust de inmediato y que me pusiera con el jefe de sistemas de seguridad. Sólo tendría que decir, con su voz de ángel, que llamaba de parte del Banco del Mundo, y se pelearían por atender su llamada. El dinero manda, y el Banco del Mundo era inmensamente rico, incluso en un mercado con tendencia a la baja.
Pavel me comunicó, a través del interfono, que el jefe de seguridad estaba al aparato.
—Es un vice, y se llama Peacock, se lo juro.[1]
—Sí, señorita Banks, aquí utilizamos la teoría Z. —La voz de Peacock retumbó con poderío a través de la línea telefónica—. Tenemos un círculo de calidad que pone a prueba todos nuestros sistemas. El grupo está formado por nuestros mejores cerebros.
Según el señor Peacock, su círculo de calidad intentaba forzar la seguridad y jugar con el dinero burlando los sistemas de control y seguridad, para comprobar si éstos eran capaces de detectarlo. Los informes sobre sus resultados debían de haber resultado realmente embarazosos.
—El nombre de nuestro círculo de calidad para la comprobación de la seguridad es SADO —me contó—. ¡Significa Búsqueda y Destrucción en Acción! —Peacock prorrumpió en carcajadas. Es un rasgo característico de nuestra profesión convertirlo todo en acrónimos. Yo lo llamo la ADME: la Amargura De Mi Existencia—. Hasta ahora —prosiguió—, hemos conseguido forzar las contraseñas de los ficheros de nuestros clientes y hacer dos intervenciones activas. La semana pasada instalamos una bomba lógica y todavía estamos esperando que explote. ¡Ja, ja, ja!
Todo aquello no tenía nada de misterioso. Una intervención activa consiste en intervenir o pinchar una línea mientras se están moviendo datos (es decir, «dinero”) y en alterar la transacción, o sea, cambiar la cantidad o hacer que la abonen en su cuenta. Lo contrario es una intervención pasiva, que consiste en “tomar prestado» el número de cuenta y la contraseña de otra persona y quitarle el dinero.
Una bomba lógica es más interesante, pero es preciso tener acceso al ordenador para poder instarla. Se programa el sistema para que, en determinado momento, de repente haga algo que nunca habría hecho, como ingresar dinero en tu cuenta, por poner un ejemplo al azar.
Me alegraba que el señor Peacock estuviera tan ansioso por compartir su experiencia con una completa extraña. Yo ya me había enterado de lo que necesitaba saber y tenía poco que ver con el éxito de su trabajo.
Presentaría otra propuesta esa misma noche. Una idea merecía un público nuevo; el próximo iba a ser notable: el Comité de Dirección, el grupo de jefazos que decidía cómo se debían aplicar los presupuestos del banco. Su autoridad trascendía todos los departamentos, incluido el de Kiwi; y, aunque «él” no formaba parte del Comité, “su» jefe era el presidente.
Redacté mi alegato utilizando la información queme había proporcionado Charles la noche anterior. ¿Les preocupaba el estado de indefensión de nuestros sistemas? Debía preocuparles, les decía, ¡hasta un niño de seis años podía acceder a nuestros ficheros! Pero los delitos informáticos «conocidos» era tan sólo la punta del iceberg, ¿cuántos de ellos quedaban impunes? Los banqueros debían de saber la respuesta mejor que nadie, pensaba yo, pues eran ellos quienes renunciaban a denunciarlos. A las personas que tenían cuentas bancarias no les gustaría enterarse de que el dinero en efectivo, que ellos creían encerrado tras cuatro metros de acero y hormigón, en realidad andaba circulando por todo el mundo a través de líneas telefónicas, tan seguro como una llamada transatlántica.
Después de meterles miedo, me lanzaba a saco. Dentro del mismo banco teníamos la técnica que podía resolver ese terrible problema: la teoría Z, ese maravilloso método que los japoneses habían aplicado con tanto éxito, que se había convertido en la «estrategia oficial» de los principales bancos de Nueva York, como el United Trust, y del que se contaban maravillas. Si el Comité de Dirección aceptaba financiarme, yo escogería personalmente a los expertos necesarios y forzaría nuestro sistema de seguridad, así de sencillo. Después de todo, ¿de qué otro modo iba a hacerlo?
Me sentí maravillosamente bien cuando le entregué la propuesta a Pavel metida en un sobre. La pedí que pusiera el sello de urgente y confidencial en cada copia y que las enviara esa misma noche. Estaba segura de que ninguno de los miembros del Comité iba a oponerse; conseguía dar uso a una nueva teoría y resolver un antiguo problema. Oponerse a mi propuesta sería como renegar de las madres y de la tarta de manzana. Lejos de tener que sufrir represalias o que se sospechara de mí como una ladrona potencial, lo más probable era que me ganara los laureles por llevarme el dinero y devolverlo luego con mi rúbrica: Verity Banks, banquera electrónica.
Evité a Kiwi permaneciendo encerrada en mi despacho durante todo el día. A las ocho de la tarde me puse la gabardina, guardé el trabajo en el bolso y cogí el ascensor para bajar al garaje. Estaba oscuro y desierto, pero yo sabía que había cámaras de vídeo por todas partes, de modo que si alguien me atacaba, los tipos de seguridad que vigilaban desde arriba podrían verlo con toda comodidad. Subí la rampa, introduje mi distintivo en la ranura correspondiente, esperé a que las grandes puertas de acero se abrieran y recorrí las calles cubiertas por la espesa niebla en dirección a casa.
Cuando llegué ante el edificio donde vivía, las negras calles aún seguían húmedas a causa de la lluvia. Me costó un rato encontrar aparcamiento, pero por fin entré en el iluminado vestíbulo de mármol y cogí el ascensor hasta el ático.
Nunca encendía las luces cuando entraba en casa. Me encantaba ver el perfil de mis innumerables orquídeas sobre el fondo de luces distantes de la ciudad. En mi apartamento casi todo era blanco: los mullidos sofás, las espesas alfombras y las estanterías lacadas. Las mesas eran piezas de grueso cristal, sobre las que reposaban enormes recipientes, también de cristal, donde flotaban gardenias blancas.
Al entrar en el apartamento uno tenía la impresión de caer en el espacio. La ciudad brillaba y resplandecía en una niebla perpetua a través de las paredes de cristal, y por todas partes surgían orquídeas blancas, como una jungla que trepara a través de una nube.
A pesar de lo mucho que me gustaba, raras veces llevaba a alguien allí. Se decían muchas cosas de mi apartamento y sabía que muchos pensaban que era una especie de mausoleo o de museo de mi propia soledad. El útero blanco. En cierto sentido era eso precisamente. Me había roto los cuernos trabajando para conseguir todo lo que había ganado, y me lo gastaba en lo que más apreciaba: paz y soledad; la cima de una montaña en la ciudad.
Después de cenar me puse en contacto con Charles y dedicamos el tiempo necesario para completar el cálculo del riesgo. Yo ya sabía que estaba hablando con enormes sumas de dinero. A través de las líneas telefónicas del banco se movían miles de millones cada día. Aunque no podía hacerlo desaparecer todo de una vez sin que se echara en falta, sí podía escamotear una buena parte de ese dinero durante intervalos prolongados. Faltaba averiguar la cantidad, y la forma de distribuirla para que mis actividades no fueran descubiertas. También quería comprobar cuánto aumentaba el riesgo, desde la perspectiva del número de delitos detectados a escala internacional, razón principal por la que había recurrido a Charles. Él podía proporcionarme información sobre el número anual de delitos y auditorías, así como sobre los tipos de delito descubiertos mediante auditoría o por otros medios. Después de tomar unas cuantas notas sobre la charla que había mantenido con Charles la noche anterior, estuve lista para empezar:
DAME LA EXTENSIÓN DE LAS APROPIACIONES ELECTRÓNICAS A ESCALA NACIONAL EN UN GRÁFICO DE CINCO AÑOS —tecleé.
PUEDES HABLARME EN INGLÉS —me dijo Charles—. SOY UN ORDENADOR AMISTOSO CON LOS USUARIOS.
¿CUÁNTO DINERO SE HA ROBADO EN LOS ÚLTIMOS CINCO AÑOS UTILIZANDO ORDENADORES?
¿ROBADO DE DÓNDE? —preguntó Charles.
Empezaba a acabárseme la paciencia.
A ESCALA NACIONAL —repetí, aporreando las teclas.
¿QUIERES SABER CUÁNTO DINERO SE HA ROBADO DE LAS CASAS DE LA GENTE? —preguntó inocentemente.
Muy listillo.
EN LA ZONA CONTINENTAL DE ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA —respondí— NO JUEGUES.
ESTOY PROGRAMADO PARA RECONOCER LA LÓGICA, NO PARA DESCIFRAR SIGNIFICADOS OCULTOS —señaló Charles.
Acto seguido puso en marcha su cerebro, que estaba bastante apolillado, tuve que admitirlo. Era un ordenador de una antigua pero rara cosecha, y, a pesar de su personalidad, deseaba que siguiera en servicio una docena de años más. Sabía la edad exacta de Charles; lo conocía prácticamente de toda la vida. De hecho, de no ser por mí, no estaría vivo.
Al terminar mis estudios, hacía doce años, empecé a trabajar en la gigantesca compañía Monolith Corp., de Nueva York, especializada en ordenadores. Como la mayoría de los programadores, andaba siempre a la caza de un centro de cálculo que funcionara durante toda la noche y donde pudiera trabajar con grandes máquinas. Lo hallé un día, hojeando la voluminosa Guía de centros de cálculo de Manhattan de la compañía. Se llamaba Centro Científico de cálculo y, a juzgar por la dirección, nadie que estuviera en sus cabales iría allí de noche.
Aquella noche cogí un taxi que me llevó a un edificio de oficinas pequeño y sucio, encajonado entre almacenes oscuros y siniestros, no lejos de la zona de muelles de East End. No había ni vigilantes nocturnos ni interfono en la puerta; tan sólo un montacargas de propulsión manual, que descubrí en el callejón de la parte de atrás. Utilizando mi propia fuerza, subí al sexto piso, donde supuestamente se hallaba el Centro, y encontré una sala pequeña y triste.
El espacio era apenas suficiente para albergar los ordenadores; había que trepar por encima de ellos para llegar a las disqueteras y por todas partes colgaban cables, incluso del techo. Una capa de hollín de dos centímetros de espesor lo cubría todo. Parecía un cruce entre un taller de mecánica y una fábrica de espaguetis. ¿Cómo podían funcionar las máquinas en medio de aquella suciedad y aquel desorden?
Los operadores nocturnos —dos británicos, ambos llamados Harris—, se quedaron atónitos y se emocionaron al verme. Hacía años que nadie visitaba aquel centro y se pasaban las noches solitarias jugando al ajedrez, al go o al mah-jong con los ordenadores.
Según me contaron, el centro era en realidad un archivo del gobierno de Estados Unidos, su único cliente, y había estado acumulando datos años tras año, en cumplimiento de una normativa olvidada que exigía una copia de seguridad de los archivos históricos del gobierno fuera de su emplazamiento original.
Esa fue la noche en que encontré a Charles, Charles el hermoso, Charles el imparcial, Charles, cuyo increíble bagaje de conocimientos hacía temblar la tierra y me dejó deslumbrada durante años. Además, nadie sabía que estaba allí o que su existencia tuviera algún valor, ¡nadie excepto yo!
A lo largo de los años, los datos que Charles había acumulado sobre transporte, banca y media docena más de industrias reguladas por el gobierno, me habían ayudado en infinidad de ocasiones. Mis clientes pensaban que yo era un genio porque me sacaba de la manga una serie de cifras que costaba años de investigación reunir.
Cada noche, después de «desconectar» a Charles a la una, lo dos Harris venían a cenar conmigo a un restaurante italiano destartalado que había en la misma calle y cuyo letrero de neón proporcionaba la única luz de aquella manzana tenebrosa. A través de la barrera de tela metálica de gallinero que había junto a la mesa, veíamos a los viejos jugando a una especie de petanca por unas botellas de chianti barato. Comíamos pasta y ternera a la parmesana y cantábamos viejas canciones populares napolitanas. Allí fue donde, un año más tarde, los Harris me contaron entre susurros que la vida de Charles estaba a punto de concluir.
Las máquinas no envejecen como las personas ni tampoco se mueren con sus seres queridos y sus abogados apiñados en torno al lecho, esperando que exhalen el último suspiro. El modelo de Charles había aparecido en la «lista oficial de obsoletos”, lo que significaba que un día no muy lejano y con escasa fanfarria, lo recogerían, lo arrojarían al fondo de un camión y lo llevarían a una empresa que “reclamaría» las partes metálicas valiosas de sus conexiones y vendería el resto como chatarra. Parecía un triste destino para un ordenador tan maravilloso como Charles. Y no sólo eso; si se convertía a Charles en chatarra, sería reemplazado por una nueva máquina y alguien podría darse cuenta de la mina de oro en datos que atesoraba en los pequeños bancos de memora de su interior.
De modo que, una mañana, fui al departamento de contratos de Monolith Corp., saqué todos los documentos que había sobre Charles y les puse el sello de vendido al gobierno de Estados Unidos. Voilà! Charles desapareció de la lista de bienes corporativos fijos. Adelanté la fecha de su «venta» al año anterior para que nadie se fijara en ella durante la auditoría de ese año. El gobierno seguiría pagando por operar en el centro una tarifa mensual en la que se incluía el coste de Charles. Y la Monolith Corp., seguiría manteniendo la instalación, creyendo que el gobierno era el dueño de Charles y que continuaba pagándole sólo por el servicio y el local.
Al recordar todo aquello me di cuenta de que la adquisición de Charles había sido mi primer acto ilegal. Charles volvió a nacer gracias a mí para llevar una vida delictiva, así que no era de extrañar que ahora me ayudara a planear un nuevo delito.
Sin embargo, por valiosos que resultaran sus datos, la velocidad no era precisamente su mayor cualidad. Había pasado de largo su hora de dormir cuando me mostró en pantalla la única página de bits que gráficos que le había pedido y, aun así, tuve que componerlos yo misma a mano para averiguar su significado.
De los veinticinco millones de dólares a que ascendían los robos cometidos mediante ordenador en los últimos cinco años, sólo se habían recuperado cinco millones. Yo había dividido el eje horizontal de la tabla en las cincuenta y dos semanas de un año, y el eje vertical en cuentas bancarias por grupos de mil, hasta cincuenta mil. Los números que Charles me había proporcionado indicaban cuánto dinero podía depositar semanalmente en cada bloque de mil cuentas. Por encima, y marcado con pequeñas equis rojas, Charles ofrecía el gráfico que mostraba el riesgo en términos de semanas y de dólares. Este gráfico se salí de la página cuando alcanzaba los diez millones de dólares; no estaba mal para unos cuantos meses de trabajo.
Me serví un coñac y me senté en la oscuridad. Contemplé las luces de un pequeño bote que navegaba hacia el puerto de San Francisco de vuelta de la isla Tiburón. Se había aclarado la niebla pero no se veían las estrellas. En conjunto, era una hermosa noche para estar viva y en San Francisco. En un momento semejante resultaba imposible imaginar la decisión de la que dependía mi vida. Decidí no pensar en ello en absoluto.
De repente sonó el teléfono, haciendo que se agitaran las orquídeas sobre la mesa de cristal. Derramé una gota de coñac y la limpié con el dedo. Luego cogí el teléfono.
—Hola —dijo la vieja voz familiar—. ¿Me llamaste?
Era una voz suave y fina como de filo de una cuchilla, de ésas que hacen que un escalofrío te recorra la espina dorsal aunque te creas impenetrable.
—¡Vaya, señor Turing! —exclamé—. ¡Quién iba a imaginárselo, después de tantos años! ¡Pensaba que había fallecido en mil novecientos cincuenta y tres!
—Los viejos tecnócratas nunca mueren —replicó Tor—. Ni se evaporan. ¡Sobre todo cuando tienen protegidas como «tú» para mantenerlos en la brecha!
—Protegida —señalé— significa que la persona está resguardada, a salvo. No ha sido ése el caso entre nosotros.
—Sería mejor decir protegida de ti misma —admitió él alegremente.
—¿No es un poco tarde para una simple charla telefónica? —inquirí—. ¿Tienes idea de la hora que es?
—Aquí se oye el gorjeo de los pájaros en los árboles, querida. Me he pasado toda la noche intentando localizarte. Al parecer, tu teléfono ha estado muy ocupado.
—¿Qué es eso tan importante que no puede esperar?
—No trates de negarlo. Tengo información de primera mano: Charles Babbage, creo que es así como se llama a sí mismo. Sabes perfectamente que mantengo relaciones íntimas con todos los ordenadores del país.
Sabía muy bien que ésa era la imagen que a Tor le gustaba proyectar, pero no explicaba cómo se había enterado de la existencia de Charles. Noté unos latidos detrás de las orejas y eché otro trago de coñac.
—¿Cómo has conseguido enterarte de lo de Charles? —le pregunté—. Ni siquiera existe sobre el papel.
—Eso es cierto, querida —convino—. Tú misma alteraste su dossier hace años, ¿no es así? Y lo has estado utilizando desde entonces.
—¿Tienes alguna prueba de esas acusaciones? —dije, sabiendo la respuesta de antemano.
—Mi querida muchacha, ¿esquía el Papa en Gstaad? —repuso él de un modo encantador—. Si estuvieras en mi lugar, ¿podrías imaginar alguna razón por la que alguien, en apenas unas horas, quisiera revisar las medidas de seguridad de la Reserva Federal, las normas nacionales norteamericanas para la transferencia de dinero, «todos” los archivos históricos de “todos» los servicios internacionales de transferencia telefónica y los ficheros del FBI sobre las condenas por intervenciones telefónicas interestatales…?
—Soy banquera; mi trabajo consiste en interesarme por la seguridad de los sistemas financieros —repliqué, furiosa como sólo podía estarlo un culpable—. Aunque quizá pueda parecer sospechoso, lo admito.
—¿Sospechoso? ¡Premeditado, eso es lo que parece! Falsificaste el registro de ese ordenador hace diez años, y ahora te estás introduciendo en ficheros confidenciales con un ordenador robado.
—Nadie les obliga a descargar allí sus estúpidos ficheros, ¿o acaso lo hacen?
—Lo hace —me corrigió Tor—. Mi querida jovencita, me temo que te conozco demasiado bien para atribuir tus acciones a una curiosidad ociosa. Podrías realizar tu estúpido trabajo con las manos atadas y los ojos vendados. Tus muestras de ingenuidad adolescente no me conmueven. Bien, me gustaría hacerte una sencilla pregunta, y recibir una respuesta sincera; después puedes acostarte si quieres.
—Dispara —dije.
—¿Estás planeando robar el Banco de Reserva Federal?
No tenía ni idea de cómo responder. Aunque se había equivocado de banco, lo que yo había planeado hacer no parecía en ese momento, a la fría y cruda luz de la realidad, más que el capricho de una chiquilla malhumorada. En el nombre de Dios, ¿en qué estaba yo pensando? La línea permaneció en silencio. Ni siquiera oía el sonido de su respiración.
—No tenía intención de robarles ningún dinero —musité al fin.
—¿No?
—No. —Hice una pausa—. Sólo iba a tomar prestada una parte durante cierto tiempo.
—El Banco de Reserva Federal no presta dinero, salvo a otros bancos —dijo él—. ¿Eres un banco?
—No estaba pensando en un préstamo —admití. Tenía los labios pegados al auricular y la cabeza apoyada contra el cristal de la ventana. Cerré los ojos y tomé otro sorbo de coñac.
—Ya veo —dijo Tor por fin—. Bueno, quizá deberíamos continuar esta discusión mañana, cuando estés algo más despejada.
—¿Estás preocupado? ¿Estás acaso moralmente indignado? —pregunté.
—No. No estoy ni preocupado ni moralmente indignado —me aseguró.
—Bueno, entonces, ¿qué sientes?
Tras una pausa, me contestó con una voz extraña e indiferente:
—Siento curiosidad.
—¿Curiosidad? ¿Sobre qué? Ya te he explicado lo que estoy haciendo —dije.
—Sí, sin duda me lo has explicado —corroboró—. Pero quiero ver tu plan.
—¿Mi plan? ¿Para qué demonios quieres verlo?
Estaba verdaderamente asustada.
—Soy perro viejo, querida. ¿Quién sabe? Quizás yo pueda mejorarlo. Bien, buenas noches.
Y colgamos.
Encendí un cigarrillo y contemple la ciudad durante largo rato. Luego lo apagué y me encaminé al dormitorio entre el laberinto de orquídeas. Luchaba contra emociones que me eran totalmente desconocidas; ni siguiera podría haberles dado nombre.
De todas formas, iría a Nueva Cork ese fin de semana. De eso estaba segura.