¡Oro del Rin! ¡El más precioso oro!
¡Oh, si tu purísima magia se despertara de nuevo entre las olas!
¡Lo que tiene valor mora tan sólo en las aguas!
¡Despreciables y ruines quienes se encumbran por encima de ellas!
«El lamento de las doncellas del Rin».
El Oro del Rin, Acto I
RICHARD WAGNER
SAN FRANCISCO
Se han compuesto más piezas musicales sobre el dinero que sobre el amor y, a menudo, con un final más feliz y una melodía más pegadiza. La pobreza puede mover a algunos a cantar blues, pero la riqueza y la codicia parecen exigir una música a mayor escala: la ópera.
Bien sabía yo a qué alturas elevaba el tema del dinero las almas de los hombres. Era banquero. Aunque, para ser exactos con el género, debería decir «banquera»: un cerebro en ordenadores y la ejecutiva más cotizada del todopoderoso Banco del Mundo.
Si no hubiera ganado tanto dinero, no podría haberme permitido tener un asiento en un palco de la Ópera de San Francisco, y si no hubiera estado sentada en ese palco de la Ópera aquella aburrida noche de noviembre, nunca se me habría ocurrido la idea. La idea consistía en cómo hacer más dinero.
La ópera es el último refugio del capitalismo salvaje. Nadie que esté lo bastante loco como para pagar por ir a la ópera, dejaría de asistir por nada del mundo. ES la única forma de entretenimiento en la que se gasta mucho dinero por el mero placer de ver cómo se gasta mucho dinero en muy poco entretenimiento.
Era un mes antes de Navidad, durante la época de las grandes lluvias; las lluvias se habían llevado incluso la niebla, sustituyéndola por montañas de lodo que cubrían carreteras y puentes. Sólo los locos se aventuraban a salir con un tiempo semejante. Naturalmente, la ópera estaba atestada de gente cuando llegué.
Llevaba el terciopelo y las perlas literalmente chorreando. No había encontrado aparcamiento cerca de la Ópera, así que había tenido que chapotear por todos los charcos como un guerrillero que se entrena para el combate. Llegaba tarde y echaba chispas, pero ninguna de las dos cosas se debía al mal tiempo.
Acababa de tener una riña con mi jefe. Como de costumbre había malogrado mis planes, pero en aquella ocasión no lo iba a olvidar. Aún trataba de digerir la rabia que sentía cuando subí corriendo la escalera de mármol. Sonaba el tercer timbrazo cuando un acomodador de guantes blancos abrió la puerta de mi palco.
Aunque hacía ya tres temporadas que ocupaba el mismo asiento, llegaba y me iba con tal celeridad que sólo tenía tiempo de intercambiar mudos asentimientos con las personas que compartían el palco. Eran del tipo que grita bravi en lugar de bravo. Se aprendían de memoria todos los libretos y siempre llevaban consigo su propio cubo para enfriar el champán. Ojalá hubiera dispuesto del tiempo suficiente para comprometerme de ese modo con alguna otra cosa que no fuera la maldita banca.
Estoy segura de que les parecía curioso que llegara tarde tan a menudo y siempre sola. Pero tan pronto como había empezado a trabajar en el banco, diez años antes, me había dado cuenta de que ni la vida social ni las aventuras amorosas se llevaban bien con la olla a presión que era el mundo de las altas finanzas. Una banquera tenía que concentrarse en el balance anual.
Me abrí paso hasta el primer asiento justo cuando se apagaban las luces y me dejé caer en la silla tapizada. En la oscuridad, alguien tuvo la amabilidad de pasarme una copa de champán. Bebí a sorbos el espumoso mientras me subía el escote del vestido que, empapado como estaba, empezaba a deslizarse en el momento en que se alzó el telón.
La ópera de aquella noche era la menos indicada para mi estado de ánimo: El oro del Rin, una de mis favoritas y la primera de las impresionantes y recargadas obras que forman El anillo de nibelungo, de Wagner. Da comienzo con el robo del precioso oro de las profundidades del Rin, pero la obra completa, que consta de cuatro óperas, desarrolla la eterna historia de la corrupción entre los dioses, cuya codicia los induce a sacrificar su propia inmortalidad a cambio de una selecta propiedad llamada Valhalla. Al final de El anillo, los dioses son destruidos y el magnífico Valhalla desaparece en un estallido de llamas.
Más allá de las relucientes candilejas vi las oscuras profundidades acules del Rin. El enano Alberico acababa de robar el oro y las estúpidas doncellas del Rin chapoteaban tras él, tratando de recuperarlo. Paseé la vista por el público: apariciones fantasmales cubiertas de joyas, raso y terciopelo parecían flotar por las cavernosas bóvedas del tesoro, en lo más profundo del lecho del río. Comprendí que, en realidad, la Ópera de San Francisco tenía un gran parecido con la inmensa bóveda de un banco, y fue entonces precisamente cuando se me ocurrió la idea: ¡yo sabía robar tan bien como el desgraciado enano! Al fin y al cabo, era banquera. Además, después de los acontecimientos del día, estaba plenamente justificado que lo hiciera.
Mientras las oscuras aguas del Rin se evaporaban en una fina neblina azul y el dorado sol se elevaba por encima de los dioses, que despertaban en Valhalla, mi mente discurría como una calculadora. Me obsesionaba aquella idea. Estaba segura de saber cómo robar una gran cantidad de dinero y quería ponerme a prueba de inmediato.
Aunque en El oro del Rin no hay intermedios, cuando se tiene asiento en un palco se puede entrar y salir a discreción, como la realeza. Sólo tenía que cruzar la calle para ir a mi despacho del centro de cálculo del banco. Así pues, me eché la capa empapada sobre el vestido empapado, bajé la escalinata de mármol y salí a la noche wagneriana.
Las calles estaban aún mojadas y relucientes y el macadán parecía regaliz. Los faros de los coches proyectaban su luz sobre la superficie del pavimento y, en medio de la niebla, me producían la extraña impresión de que éstos circulaban al revés bajo el agua.
Me sentí como si también yo me estuviera ahogando. Mi estado de ánimo había sufrido un buen remojón; me estaba hundiendo en el pozo negro de mi propia carrera, caía en él por tercera vez. Mi jefe era la oscura nube que agitaba las aguas.
A primera hora de esa misma noche, cuando me había dejado caer por mi despacho tras un largo día de reuniones agotadoras y dispuesta ya a ir a la Ópera, me había encontrado las luces apagadas, las cortinas corridas y a mi jefe sentado en la oscuridad tras mi mesa. Llevaba gafas de sol.
Mi jefe era uno de los vicepresidentes decanos del Banco del Mundo; no se puede llegar mucho más arriba. Se llamaba Kislick Willingly III y, a pesar de que mis subordinados habían ideado infinidad de nombres imaginativos para referirse a él a sus espaldas, la mayoría de la gente le llamaba Kiwi a la cara.
Kiwi procedía de la zona central de Estados Unidos, la parte que yo llamo el Interior, y había deseado ser ingeniero. Llevaba siempre una regla de cálculo colgada del cinturón y camisas de manga corta con un «protector de bolsillos» de plástico lleno de bolígrafos, entre los que figuraba un lápiz de delineante, por si se le pedía que dibujara algo, y una pluma estilográfica de oro, por si le pedían que firmara algo. También llevaba rotuladores de colores; así, cuando se le ocurría una idea de improviso, podía precipitarse al interior del primer despacho que tuviera a mano e ilustrar sus pensamientos sobre una pizarra Vileda.
Normalmente, Kiwi era un hombre alegre y entusiasta que había alcanzado una posición y un salario elevados a base de apuñalar por la espalda, alegre y entusiásticamente, a un gran número de sus colegas. En el mundo de la banca, a esta combinación de entusiasmo y traición se le da el nombre de «lumbrera política».
Kiwi había pertenecido al equipo de fútbol americano de su instituto y conservaba la capacidad de consumir grandes cantidades de cerveza. Su estómago se había dilatado en consonancia, por lo que a menudo le asomaban los faldones de la camisa fuera de los pantalones cuando corría por los pasillos dispuesto a firmar algo importante.
Su madre había insistido en que abandonara el fútbol americano, la cerveza y la fantasía de convertirse en ingeniero, para estudiar contabilidad, así que se convirtió en CPA (Certified Public Accountant). Pero ser contable le hizo desgraciado y, en mi opinión, provocó que surgiera su lado oscuro.
Su lado oscuro era algo digno de verse, porque realmente Kiwi descendía a las simas de la oscuridad cuando alguien desbarataba sus planes o él tenía la impresión de que no podía salirse con la suya. Empezaba por llevar gafas de sol con cristales negros en la oficina y con cristales de espejo en la calle. Corría las cortinas, apagaba todas las luces y dirigía las reuniones entre tinieblas. Las personas como yo pueden sentirse muy incómodas cuando las obligan a conversar con una voz sin cuerpo.
Cuando Kiwi se hallaba sumido en tales estados de ánimo, se deslizaba en los despachos de otros, apagaba las luces y se quedaba sentado en silencio, en lo que él llamaba un «estado de incógnito». Así lo había encontrado en mi despacho esa noche antes de ir a la Ópera.
—No enciendas la luz, Banks —musitó en la oscuridad—. Nadie sabe que estoy aquí; voy de incógnito.
—De acuerdo —dije yo, y, dado que su voz procedía de la silla de detrás de mi escritorio, tanteé por la habitación buscando dónde sentarme—. ¿Qué ocurre, Kiwi?
—Eso tendrás que decírmelo tú —replicó él, malhumorado. Sostenía en alto algo, grande y rectangular, que apenas distinguí en la penumbra, y le dio unos golpes con el dedo—. Según creo, esta propuesta es cosa tuya, ¿no?
Kiwi sabía ser desagradable cuando le parecía que un empleado había traspasado sus límites, en especial si eso significaba que el empleado podía acaparar una parte de luz de los focos que él reservaba para sí mismo. Efectivamente, esa misma mañana yo había enviado una propuesta a la dirección, en la que sugería que se reforzara la seguridad de todos los sistemas informáticos que manejaban dinero, y solicitaba los fondos para llevarlo a cabo.
No se lo había consultado a Kiwi porque sabía que él rechazaría cualquier idea que no fuera suya. Y la idea de la seguridad no iluminaría jamás su limitada imaginación; ya que ésta carecía de la brillantez y el encanto necesarios para permitirle avanzar en su carrera; sólo le servía para hacer buenos negocios. De modo que había pasado por encima de Kiwi al enviar la propuesta sin decírselo, y ya se había enterado. Pero yo sabía algo que él no sabía, así que sonreí en la oscuridad, porque cualquier día, pronto, dejaría de estar bajo su yugo.
Exceptuando las formalidades de una comprobación de mi historial y de una oferta escrita, técnicamente me habían aceptado como directora de investigaciones de seguridad del Banco de Reserva Federal, el proveedor de seguros de toda institución financiera con licencia federal de Estados Unidos. En unas pocas semanas asumiría esa responsabilidad y, gracias a ese trabajo, conseguiría tener más influencia en la industria financiera que ningún otro banquero del sexo femenino de Estados Unidos, y quizá del mundo. Naturalmente, la primera tarea que emprendería una vez que ocupara dicho puesto sería asegurarme de que los mayores bancos, como el Banco del Mundo, tuvieran las seguridad adecuada para proteger los depósitos de sus inversores.
La propuesta que había enviado aquella mañana era sólo una forma de poner la pelota en juego. Una vez que estuviera en la Fed, era muy poco probable que Kiwi pudiera rechazar mis sugerencias, como había estado haciendo con toda mejora que había propuesto en el pasado.
—La propuesta es mía, señor —admití, sin dejar de sonreír en la oscuridad—. Sé que la seguridad es un tema que le afecta profundamente.
«Y también la aerofagia»., pensé.
—Muy cierto. —En las tinieblas, su voz sonaba en un tono que no me preocupaba—. Lo que explica mi sorpresa al enterarme de que habías presentado una propuesta sin consultarla conmigo. Yo podría haberte ayudado; después de todo, el trabajo del director es engrasar las ruedas de su personal.
Traducido, quería decir que yo debía trabajar para él, y no al revés, y que conocía a personas más importantes en el banco que yo, cuyas ruedas podía engrasar. «Pero no por mucho tiempo», trataba de recordarme a mí misma mientras él seguía con su discurso rimbombante. Estaba tan abstraída, disfrutando de ese pensamiento, que casi no me di cuenta cuando el martillo cayó.
—Banks, no soy el único que opina que tu peor enemigo eres tú misma. El jefe de marketing también ha leído tu propuesta. ¿Cómo se supone que va a «hacer publicidad» del hecho de que el banco necesita mejorar su seguridad? ¿Qué opinarían nuestros clientes si les dijéramos eso? ¡Sacarían todo su dinero y se irían a otro banco! No podemos despilfarrar fondos en nuevos sistemas como éste, en cosas que no atraerán a un nuevo y más amplio sector de clientes. Esta falta de consideración por la parte que la banca tiene de negocio me ha obligado a explicarles a los responsables del Fed que no eres la candidata adecuada…
—¿Perdón? —salté, alarmada. Se me estaba formando un nudo frío, helado en el estómago. Esperaba no haberlo oído bien.
—Me han llamado esta tarde —decía Kiwi, mientras yo me agarraba a los brazos de mi silla giratoria—. No tenía la menor idea de que estuvieras pensando en un trabajo como ése, Banks. Vosotros, los currantes, deberíais tener a vuestro jefe mejor informado. Pero, claro está, después del fiasco de esta propuesta, he tenido que decirles la verdad: que aún no estás a punto…
A punto… ¿A punto? ¿Qué era yo? ¿Una maldita tetera lanzando pitidos? ¿Quién era él para decidir si yo estaba a punto y para qué? La conmoción me dejó paralizada, apenas podía respirar, y mucho menos hablar.
—Eres un técnico brillante, Banks —proseguía, en su tono de «déjame que te eche sal a esas heridas»—. Con el asesoramiento adecuado y un poco de paciencia, aprenderás a ser un director medio decente; pero, mientras te empeñes en defender sofismas en vez de preocuparte por nuestras necesidades básicas como negocio, me temo que no podré darte el respaldo que deseas.
Le oí hacer trizas mi propuesta, lenta y deliberadamente, en la penumbra. La ira me había dejado sin habla. Noté que me temblaban las manos y di gracias porque él no pudiera verlas. Había estado trabajando diez años para alcanzar ese objetivo y él lo había machacado con una simple charla telefónica. Conté hasta diez y me levanté para marcharme. Nunca había necesitado tanto una bocanada de aire fresco. Tuve el pensamiento fugaz de aporrearle la cabeza con la placa de bronce de mi mesa de despacho, que me quedaba a mano, pero no estaba segura de darle en la oscuridad que lo envolvía todo; podía fallar, y ya había tenido bastantes decepciones en un solo día.
Cuando estaba llegando a la puerta, Kiwi añadió:
—Banks, esta vez te he sacado del apuro y le he asegurado a todo el mundo que no volverás a perder la cabeza ni a presentar propuestas estúpidas. Además, nuestra seguridad no necesita ser mejorada; nuestro banco es tan hermético al agua como cualquier otro del mercado.
«También lo era el Titanic», pensé yo cuando salí en dirección a los lavabos para ejecutivos con la intención de cambiarme para ir a la Ópera. Una vez allí, saqué de un tirón las perlas de mi maletín y me las colgué del cuello sin dejar de mirarme la cara; tensa y pálida, en el espejo.
Cuando regresé una hora más tarde, empujé las puertas de cristal del centro de cálculo del banco y avancé con paso airado por el vestíbulo de granito pulido; estaba aún más furiosa que antes. Los guardias charlaban de pie tras el macizo panel desde donde se controlaban las alarmas y cámaras electrónicas de todo el edificio. Supongo que me tomaron por una borracha vagabunda y cubierta de barro que se les había colado, porque uno de ellos se volvió hacia mí sobresaltado.
—Ah, no pasa nada —dijo el otro, tocándole el brazo—. Es la señorita Banks. Vive aquí, ¿no es cierto, señora?
Estuve de acuerdo en que realmente vivía en un maldito centro de cálculo.
Eso era lo malo de mí, pensé mientras caminaba con ruido de chapoteo por el vestíbulo, en dirección a los ascensores: que tenía la vida social de una calculadora. Me había pasado cada hora de los últimos diez años, a excepción de las dedicadas al sueño, comiendo, bebiendo, respirando y sudando altas finanzas, y apartando de mi vida todo cuanto pudiera interferir en mi obsesión y mis objetivos.
Llevaba la banca en la sangre. Después de todo, era el negocio de la familia. Cuando mis padres murieron, mi abuelo, Bibi, educó a su nieta con el propósito de que se convirtiera en la primera mujer vicepresidente ejecutivo de una institución financiera importante. En lugar de eso, era probable que en el corto espacio de unas horas, durante un entreacto de El oro del Rin decidido por mí misma, me convirtiera en la primera ejecutiva que cometía un robo en un banco de categoría internacional.
Claro que, en realidad, mi intención no era «robar» dinero, pensaba cuando se cerraron las puertas del ascensor y subí hasta el decimotercer piso. Y no sólo porque el enriquecimiento súbito de los banqueros resultara sospechoso; a causa de mi elevada posición, por ejemplo, mis cuentas sufrían una auditoria trimestralmente. También porque, como mi vida giraba en torno al dinero éste no significaba demasiado para mí. Precisamente por el hecho de manejar grandes sumas de dinero cada día, había desarrollado un sentido esotérico sobre su naturaleza transitoria.
Quizá le parezca extraño a alguien ajeno al mundo de la banca, pero la mayoría de la gente comete dos errores fundamentales respecto a la naturaleza del dinero y al bienestar que éste proporciona. El primero es suponer que el dinero posee determinado valor intrínseco o, al menos, establecido. No lo posee. El segundo es creer que se puede proteger físicamente metiéndolo en la cámara acorazada de un banco o en algún lugar seguro. No se puede.
Para comprender por qué no, uno tiene que aceptar que el dinero es un simple símbolo. Cuanto más dinero se mueve y cuanta más velocidad se imprime al movimiento, más simbólico se vuelve; lo difícil es entonces controlar su valor absoluto, o incluso aproximado. Cuando se mueven sumas de dinero de cierta envergadura de un lugar a otro, y se hace con la suficiente rapidez, prácticamente desaparecen.
Lo mismo ocurre con respecto al robo; sólo cambian los métodos, no los conceptos ni los motivos. Los seres humanos han robado desde mucho antes de que se inventara el dinero; pero, cuanto más «manejable» es una fortuna, más fácil resulta robarla. Cuando el trueque se efectuaba por medio de vacas, los ladrones tenían un verdadero problema. Sin embargo, con la aparición de los ordenadores el dinero en efectivo se ha vuelto tan manejable que apenas existe, si no es como un leve parpadeo electrónico. Creo que esta época de alta tecnología en la banca es una especie de amanecer del simbolismo fiduciario, es decir, de la era en la que el dinero no será más que puntos diminutos de luz emitidos por satélites espaciales.
Yo debía saber cómo funcionaba; era jefe de un departamento del banco llamado Transferencia Electrónica de Fondos o TEF. Nuestro trabajo consistía en mover dinero, y en todos los bancos del mundo había un departamento como el mío con un télex o un teléfono. Yo sabía lo que hacían todos esos departamentos y cómo lo hacían. En aquel momento pensé que tales conocimientos podrían serme útiles.
Naturalmente, no se puede hacer pasar el dinero real a través de una línea telefónica. Las transferencias por cable que utilizábamos eran tan sólo comunicados en los que un banco autoriza a otro a sacar dinero de la «cuenta corresponsal» del primero; es como extender un cheque. Casi todos los bancos tienen ese tipo de cuentas en otras entidades financieras con las que suelen hacer negocios; si no es así, deben realizar las transferencias a través de un tercer banco en el que ambos tengan cuenta.
Sólo en Estados Unidos se mueven trescientos billones de dólares al año de ese modo a través de sistemas de transferencia telefónica; una cantidad mayor que la suma de los activos de todos los bancos del país. Los bancos no tienen ni idea del dinero en efectivo que han pagado hasta que cierran al final del día y suman todas las transferencias recibidas.
Asimismo, a los gobiernos de muchos países les preocupa que el dinero pueda cruzar sus fronteras sin pasar por la aduana para pagar impuestos. ¿Quién sabe si un iraní está moviendo dinero de Salzburgo a San José una docena de veces al día? Ahora bien, ¿cómo puede regularse algo que se realiza con el mismo secreto que un apretón de manos entre dos caballeros en un club privado? Las leyes que regulan la banca datan de siglos; las leyes sobre transferencias ocupan apenas una ficha de cinco por diez centímetros. Si había una actividad bancaria necesitada de mayor seguridad, era ésa. Con eso contaba yo.
Sin embargo, como cualquier buen banquero con tinta negra en las venas, nunca me lanzaría a nuevas empresas con los ojos cerrados. Mi abuelo, Benjamín Biddle Banks, Bibi, me había enseñado las reglas del juego cuando yo tenía cuatro años. «Calcula siempre el riesgo», me dijo. Fue una pena que no siguiera su propio consejo. Bibi había sido propietario de una pequeña cadena de bancos en California. Los había levantado de la nada y aunque no podían compararse con bancos de la categoría del Wells Fargo, el Banco de América, o el Banco del Mundo, cubrieron unas necesidades que ningún otro había podido satisfacer. Justo después de la gran depresión, cuando California recibió un aluvión de trabajadores hispanos de otros estados y de emigrantes rusos y armenios, todos en busca de empleo, Bibi ayudó a toda aquella gente a salir adelante, a comprar terrenos para granjas o ranchos, y a convertirse en la columna vertebral económica que salvó a California del destino sufrido durante décadas por el resto del mundo civilizado; y todo ello gracias a una gran inteligencia financiera y a unos principios inquebrantables.
En los años sesenta, cuando la palabra fusión se hizo popular y la cadena de bancos de mi abuelo puso a la venta sus acciones, un grupo de hombres de negocios del Medio Oeste las compraron tranquilamente y, no tan tranquilamente, obligaron a Bibi a aceptar un trabajo de asesor sin voto en su propia junta, desde el que pudo contemplar el pillaje descarado a que era sometida la institución que a él le había costado toda una vida levantar. Murió ese mismo año. Fue entonces cuando decidí que la banca no era lo mío, la llevara o no en la sangre. Me fui a Nueva York, estudié informática y me convertí en una cotizada tecnócrata de Manhattan.
Una cruel ironía del destino, no demasiado benevolente, quiso que la segunda compañía para la que trabajé fuera víctima de «otra». OPA hostil, similar a la que había destruido a Bibi, aunque, en esa ocasión, nada menos que del Banco del Mundo. Me quedé cuando me trasladaron a San Francisco porque me hicieron una oferta que no podía rechazar: dinero, poder y la posición más elevada de que jamás había disfrutado una ejecutiva, ni cualquier persona de veintidós años de edad, hombre o mujer, en toda la historia de la banca. Me sentí tan impresionada que me quedé diez años.
Aun así, me trataron como si necesitara permiso del profesor y una escolta cada vez que quería ir al lavabo. Había vendido mi alma, así como los sueños y esperanzas de mi abuelo, por una vida de gloria indirecta y una placa de bronce donde figuraba mi cargo sobre la mesa de mi despacho. Me dije a mí misma que en lugar de rezar «Verity Banks, vicepresidente”, debería haber dicho “La puta de la banca». De todas formas, nunca era demasiado tarde para cambiar las cartas que el destino te había deparado. También eso me lo había dicho Bibi y yo creía que tenía razón.
Además, en ese momento tenía en la manga las cartas adecuadas.
Mi plan consistía en destruir los sistemas automatizados de seguridad, entrar en el sistema de transferencias telefónicas y trasladar dinero a un lugar donde nadie pudiera hallarlo; luego haría sonar el silbato y le demostraría a todo el mundo lo fácil que había sido.
La primera responsabilidad de un banquero consiste en salvaguardar el dinero que otros le confían. Si yo podía destruir la seguridad del banco con tanta facilidad como un cuchillo caliente corta la mantequilla, y conseguía poner las manos sobre la pasta, no sólo lograría que a Kiwi se le quedara congelada en la cara la sonrisa de desprecio, sino que también demostraría la existencia del problema que el Fed había querido que yo resolviera. Pero para hacerlo necesitaría ayuda.
Tenía un amigo en Nueva York que sabía más sobre las diferentes maneras de robar dinero que la mayoría de los banqueros sobre la forma de manejarlo. Mi amigo tenía acceso a los archivos criminales del FBI, a los informes interestatales de la policía e incluso a algunos ficheros de la INTERPOL; su nombre era Charles y hacía doce años que lo conocía. Otra cosa era que esa arisca prima donna compartiera sus datos conmigo, sobre todo cuando se enterase de cómo pensaba utilizarlos.
A pesar de que era casi medianoche en Nueva York, sabía que aún estaría despierto. Charles me debía más de un favor. En una ocasión le había salvado de perder su puesto y quizás incluso la vida. Había llegado la hora de reclamar el pago de la deuda. No tenía más remedio que estarme agradecido, pensé cuando salía de los ascensores en dirección a mi despacho del centro de cálculo, débilmente iluminado por luces a ras del suelo.
Desgraciadamente, la palabra gratitud no existía en el vocabulario de Charles.
—Esa idea apesta —me dijo, con su habitual reticencia, cuando le expliqué lo que tenía en mente—. Las probabilidades de éxito son un 1,157 más elevadas que las de una bola de nieve en el infierno.
Mi idea, en resumen, era «hacer transferencias sin fondos». Muchas personas, en un momento u otro de su vida, han extendido un cheque sin fondos, a menudo sin saber que es ilegal. Uno va a un supermercado un sábado y paga con un cheque por un importe de veinte dólares, pese a saber que no tiene fondos en la cuenta para cubrirlo. El lunes, antes de que el cheque llegue al banco, extiende otro, por un importe de treinta dólares, por ejemplo, de los que veinte sirven para cubrir el primero, y así sucesivamente.
Lo único que impide a la gente jugar a este tipo de ruleta es que los mercaderes de nuestro tiempo pueden cobrar los cheques antes de que nosotros, libradores de cheques sin fondos, podamos ir al banco a cubrirlos. Para llevar la delantera en el juego y conseguir una suma de dinero realmente grande, uno tiene que saber con exactitud cuánto tarde cada cheque en llegar a su cuenta del banco, de modo que pueda llegar antes. En el caso de los sistemas de transferencia por cable del Banco del Mundo, resultaba sumamente práctico no sólo que esa información se procesara únicamente por ordenador, sino que los sistemas que lo procesaban fueran obra mía.
No necesitaba a Charles para queme dijera si le gustaba mi idea o no. Quería que me dijese qué probabilidades de éxito tenía, utilizando la información de la que él disponía. Por ejemplo, ¿cuántas cuentas bancarias «ficticias” necesitaba abrir para esconder la pasta? ¿Cuántas transferencias debía “tomar prestadas» y devolver en un determinado momento? ¿Cuánto dinero podía mantener haciendo malabarismos en el aire, sin que se cayera y se estrellara contra el suelo? Y, finalmente, ¿cuánto tiempo podía seguir jugando sin que me descubrieran?
Estaba dispuesta a esperar toda la noche para obtener las respuestas a esas preguntas, sin importar el tipo de juegos que Charles quisiera poner en práctica. Me senté, en espera de que él se encontrase en el estado de ánimo adecuado, y tamborileé con los dedos sobre mi mesa chapada de madera, mientras dejaba vagar la vista por el despacho.
Debía admitir que, para ser el lugar donde pasaba una media de doce horas al día, no parecía estar habitado. Por la noche, como en ese momento, e iluminado con luces fluorescentes, tenía un aspecto espectral, como el de un mausoleo. No había absolutamente nada en las estanterías empotradas y la única ventana daba a la pared de cemento del edificio de enfrente. Sólo había contribuido a la decoración con unos cuantos libros que seguían apilados en el suelo, ya que ni siquiera me había molestado en colocarlos en las estanterías en los tres años que llevaba en ese despacho. Era lo que podría llamarse austero; decidí que pondría una planta.
Charles interrumpió mis reflexiones para compartir conmigo algunas de las suyas.
—Estadísticamente —me informó—, las mujeres tienen más éxito como ladronas que los hombres. Cometéis más delitos de guante blanco, pero os cogen menos.
—Misógino —repliqué.
—Dato no procesable —repuso Charles—. Me limito a exponer los hechos tal como los veo. No emito juicios de valor.
Estaba apunto de contestarle con la misma moneda cuando agregó en tono malhumorado:
—He calculado los factores de riesgo que me has pedido. ¿Te los doy, o quieres que también te los analice?
Miré el reloj de pared; pasaban de las diez, lo cual quería decir que en nueva York era más de la una. Me supo mal tener que ofender a Charles, pero era más lento que una tortuga; dudaba de que pudiera analizarse el ombligo en el tiempo que nos quedaba. Como si la Divina Providencia hubiera oído mis pensamientos, vi aparecer un mensaje en mi monitor.
VAMOS A DESCONECTAR DENTRO DE CINCO MINUTOS, POR FAVOR, SAL.
Por lo visto, hacía rato que había pasado la hora en que Charlie solía irse a dormir, y sus operadores de Nueva York se disponían a desconectarlo, como cada noche, para realizar el mantenimiento preventivo.
NECESITO DIEZ —tecleé con impaciencia—. ECHA EL FRENO.
MANTENIMIENTO PROGRAMADO PARA LAS 01.00. TAMBIÉN NOSOTROS NECESITAMOS DORMIR, MADEMOISELLE. PERO BONNIE CHARLIE TE ECHA DE MENOS. TÓMATE DIEZ, FRISCO. SALUDOS. BOBBSEY TWINS.
«Así que Frisco», pensé, mientras grababa tan rápidamente como podía todo lo que Charles había calculado para mí. Quizá Charles fuera sólo un pedazo de hardware de un millón de dólares, pero algunas veces los ordenadores tienen intuiciones más valiosas que las personas. Guardé el diskette en mi bolso de mano de lentejuelas.
Cuando estaba a punto de salir del sistema, recordé que debía imprimir los «mensajes» del día de mi ordenador, cosa que la charla con Kiwi me había hecho olvidar. Justo antes de que desconectara, en mi pantalla apareció un último comentario alegre de los operadores de Charles:
INTERESANTE PREGUNTA, FISCO. PURAMENTE TEÓRICA, CLARO ESTÁ. ¿NO ES CIERTO?
NO HAY TIEMPO PARA CHARLAS. Y LOS QUE SABEN DE QUÉ VA DICEN SAN FRANCISCO —tecleé—. TENGO NOCHE DE ÓPERA. CHAO POR AHORA.
UNA NOCHE EN LA ÓPERA… ¿UN DÍA EN EL BANCO? T.T.F.N. —replicaron, y la pantalla se apagó.
Salí a la fría y húmeda noche y me dirigí a la Ópera. El champán que servían allí era malísimo, pero el café irlandés era fantástico. Pedí uno antes de volver a mi palco. Sorbía la nata de la superficie cuando los dioses bajaron por el puente del arco iris y entraron en Valhalla. Los dorados compases de la música me transportaron por el aire y el whisky me calentó los huesos. Me calmé tanto que casi me olvidé de Kiwi, del empleo fallido, de mi carrera arruinada, del fracaso que era mi vida y de la idea idiota de vengarme poniendo en evidencia todo el sistema de la banca. ¿A quién quería engañar? Pero eso fue antes de que viera la nota.
Los crescendos de la música se deslizaban ondulando sobre las candilejas cuando eché un vistazo a la hoja de papel arrugada y mojada donde había impreso los mensajes del día antes de salir del despacho. Eran los de siempre: de mi modista, de mi proveedor, de mi dentista, unos cuantos de mi personal y otro que, según indicaba la hora de entrada, había llegado justo «después» de que hubiera terminado de hablar con Charles. Noté un lento y pesado zumbido en los oídos cuando leí el mensaje:
Si quieres hablar sobre tu proyecto, llama. Siempre tuyo, Alan Turing.
Me resultó inquietante por dos motivos. En primer lugar, Alan Turing era un tipo muy famoso, un mago de los ordenadores y matemático, que no me conocía de nada. En segundo lugar, hacía cerca de cuarenta años que había muerto.