FRANKFURT, ALEMANIA,
JUNIO DE 1815
En una destartalada oficina que daba a la Judengasse se hallaba sentado, solo, un joven pálido que contemplaba la salida del sol. Había permanecido despierto durante toda la noche y frente a él se apilaban varias tazas con un poso de amargo café turco. En la chimenea ya no quedaba más que un montón de cenizas frías, pero volver a encender el fuego le pareció un gasto injustificado. Era un hombre ahorrativo.
El cuarto presentaba un aspecto desolador; apenas contenía unas cuantas sillas y un escritorio astillado. En una de las paredes había una pequeña chimenea; en la opuesta, una sucia ventana que daba a la calle y, junto a ella, una estructura de madera que cubría la pared casi por completo. Parecía una librería, pero estaba dividida en pequeños cubículos, cada uno de los cuales se hallaba provisto de un batiente de paja entretejida semejante a una puerta. Todas estas puertas estaban abiertas.
Los únicos objetos de valor que había en la estancia eran la silla de cuero marroquí, de un color amarillo verdoso, en la que estaba sentado el hombre, y el reloj de bolsillo de oro que yacía abierto ante él sobre el escritorio. Ambos objetos mostraban las huellas del uso prolongado. Constituían, junto con la casa de Judengasse, el legado de su padre, y los conservaría para siempre.
La Judengasse era la calle en la que se les permitía a los judíos vivir y ganarse el sustento como Dios les diera a entender. Para muchos eso significaba tener que cambiar y prestar dinero. A esa hora de la mañana la calle todavía esta silenciosa, ya que aún no habían aparecido los vendedores ambulantes. Poco faltaba para que los prestamistas sacaran sus mesas a la calle y colgasen en las puertas de sus casas los carteles de colores brillantes que anunciaban su negocio. En breve, la calle se llenaría de colorido y del clamor de los hombres que comerciaban con el oro.
El joven seguía sentado en silencio. Al despuntar el sol, se inclinó hacia delante para encender un delgado cigarrillo turco en la llama de la vela de sebo. Una pequeña paloma gris se posó en el antepecho exterior de la ventana abierta. El pájaro meneó la cabeza de un lado a otro para ajustar su visión a la tenue luz. El hombre permaneció inmóvil, pero en sus ojos azules había un extraño brillo, como si un negro carbón hubiera despertado a la vida. Era una mirada aterradora, que muchos tenían motivos para desear olvidar.
El pájaro se detuvo allí sólo un momento; luego voló hasta uno de los cubículos de la gran estructura situada junto a la ventana y entró dando saltos. El batiente de paja se cerró tras él.
El hombre terminó de fumarse el cigarrillo y sorbió los restos del último café. A continuación, cogió el reloj de oro. Eran las cinco y diecisiete minutos. Entonces cruzó la estancia y abrió la puerta de la jaula. Con gran cautela, introdujo la mano en su interior y acarició suavemente al pájaro hasta que éste se calmó. Luego, cerrando la mano sobre la criatura, la sacó de la jaula.
Alrededor de una pata llevaba una pequeña tira de papel aceitado, que el hombre le quitó cuidadosamente. En el papel había una sola palabra impresa: Gante.
Gante se encontraba a una semana de largas horas a caballo desde Frankfurt, y la extensión de tierra que separaba ambas ciudades estaba ocupada por restos de ejércitos que se buscaban unos a otros a través de los bosques de las Ardenas. Sin embargo, cinco días después de su partida, el pálido joven, extenuado y cubierto de salpicaduras de barro, ató su caballo a un pulido aro de latón ante una casa de Gante.
Al ver que no había luces en la casa, entró con su propia llave para no molestar a los sirvientes. Una anciana apareció en el rellano, en ropa de cama y con una vela en la mano. El joven se dirigió a ella en alemán.
—Dile a Fritz que lleve mi caballo al establo. Después quiero verlo en el estudio.
La luz de la luna se filtraba a través de las amplias ventanas del estudio, divididas con maineles. Sobre el aparador de caoba brillaban, tenuemente, unas botellas de cristal tallado llenas de licor. Largos jarrones con ramos de malvarrosas y gladiolos recién cortados adornaban las mesas de marquetería, enceradas a mano, que había dispersas por la habitación. Junto a la puerta destacaba un enorme reloj de péndulo, de madera tallada, y cerca de la chimenea de mármol se apiñaban unos sofás tapizados de terciopelo. Aquella estancia, tan diferente de la que había dejado en Frankfurt pocos días antes, permanecía siempre inmaculadamente limpia ante la eventualidad de la llegada de su propietario.
El hombre se acercó a los ventanales, desde donde se disfrutaba de una perfecta vista de la casa situada frente a la suya; tan sólo las separaba un pequeño cenado de emparrado. Tanto el gabinete como el salón de la casa vecina daban al estudio en el que él se hallaba, de modo que podía observar claramente toda actividad que allí se desarrollase. Precisamente ésa era la razón por la que, tres meses antes, había comprado aquella casa completamente amueblada.
El joven se volvió y se sirvió un coñac de una de las botellas del aparador. Estaba cansado, pero todavía no podía irse a dormir. Al cabo de casi media hora, se abrieron las puertas del estudio y entró un hombre corpulento y toscamente vestido.
—Señor —dijo con un fuerte acento alemán, permaneciendo en espera de una respuesta.
—Fritz, estoy muy cansado. —Su voz era casi un susurro—. Quiero asegurarme de que, si llega algún mensajero a esa casa, lo sabré de inmediato. ¿Está claro?
—No tema, señor, me quedaré aquí y vigilaré. Le despertaré si veo cualquier movimiento.
—No debe haber fallos —insistió el joven—. Es de la mayor importancia.
Fritz se quedó junto a los ventanales toda la noche, pero la otra mansión permaneció silenciosa bajo la luz de la luna. Por la mañana, el señor de la casa se levantó, se bañó y se vistió, tras lo cual bajó para reemplazar a Fritz en su puerto.
Aquella vigilia se prolongó durante tres días. Llegaron las lluvias y convirtieron el paisaje en charcos de barro que hacían intransitables las carreteras. Al final del tercer día, alrededor de la hora de la cena, apenas la anciana acababa de servirle al joven una bandeja con comida cuando Fritz entró.
—Disculpe, señor, pero se acerca un hombre solo por la carretera del este, la que viene de Bruselas.
El joven asintió, dejó la servilleta sobre la bandeja y, con un gesto de la mano, despidió a los dos criados. Acto seguido, apagó la vela, caminó hasta la ventana y se ocultó tras los adamascados cortinajes.
En la casa vecina se había producido una gran conmoción. Varios hombres recorrían apresuradamente habitación tras habitación, encendiendo candelabros colgantes y de pared con largas velas. Muy pronto brilló la luz en todas las estancias, y el observador pudo escudriñar los detalles interiores que había más allá de la oscuridad: cristal reluciente que pendía de los altos techos y goteaba como diamantes de las hornacinas en forma de concha practicadas en las paredes; muebles y cortinajes de lujosas telas bordadas en rojo y oro; paredes cubiertas de espejos y mesas chapadas en oro.
El pálido joven se puso tenso cuando vio que un único jinete aparecía por la carretera del este, entre la neblina del cálido y húmedo crepúsculo, y se acercaba a la casa de enfrente. Las puertas se abrieron y se la dejó entrar de inmediato, a pesar de su capa y sus botas enlodadas. El jinete, embarazado, aguardó en el centro de la habitación, con la mirada clavada en el suelo y sin parar de parle vueltas al sombrero que sujetaba entre sus manos.
Finalmente, las puertas interiores se abrieron, dando paso a un hombre alto y corpulento rodeado de hombres y mujeres, que retrocedieron al ver la jinete sucio y cubierto de barro. El hombre alto se detuvo, expectante, y el mensajero se inclinó.
El observador de la ventana contuvo el aliento. Vio al mensajero dar dos rápidos pasos hacia el hombre alto y arrodillarse como si rindiera homenaje a un monarca reinante. El hombre alto permaneció de pie en el centro de la estancia, con la cabeza inclinada, mientras todos los presentes se acercaban a él y se arrodillaban del mismo modo.
El pálido joven cerró los ojos y estuvo varios minutos sin ver otra cosa que sus propios sueños. Luego dio media vuelta y saló precipitadamente de la habitación.
Fritz, que le esperaba fuera, sentado en una gran silla del vestíbulo, se cuadró de inmediato.
—Mi caballo —ordenó su señor en tono suave, antes de volverse para subir la escalinata y recoger sus pertenencias.
Ya no regresaría a Gante, su misión allí había concluido.
No sabía cuántos días y noches llevaba cabalgando a través del país, azotado por la lluvia. El terreno parecía un pantano, y tras aquella cortina de agua no podía distinguir dónde acababa el cielo y dónde empezaba la tierra. Su caballo tropezó en más de una ocasión, succionado por el fango deslizante que parecía no tener fondo. Aunque le dolía el cuerpo de pura extenuación, siguió cabalgando; no podía detenerse. Se dirigía hacia Ostende, en busca del mar.
Era la noche del segundo día cuando, al enjugarse los goterones de lluvia que le inundaban los ojos, distinguió las luces de Ostende, vacilantes en medio de los malecones y grandes olas blancas que se estrellaban contra el muelle. Al parecer, todos los habitantes de la ciudad se habían refugiado en sus casas y habían cerrados las puertas para protegerse de las inclemencias del tiempo.
En el muelle encontró una posada donde parecía probable que hubiera marinos. El posadero salió amablemente a recibirlo y llevó el caballo al cobertizo. El joven entró en la osada, empapado y cansado, y pidió un coñac, que apuró rápidamente sentado junto al fuego.
Los marineros bebían whisky fuerte y mascullaban reniegos contra el mal tiempo, ya que les hacía perder trabajo y dinero. La atmósfera estaba cargada del olor dulzón de su tabaco. Unos cuantos interrumpieron su ociosa charla, súbitamente interesados en el recién llegado, que había roto la monotonía de su largo confinamiento.
—¿De dónde viene con este tiempo endiablado, amigo? —inquirió uno de ellos.
—Vengo de Gante y me dirijo a Londres —respondió el joven.
Utilizó la palabra Londres en francés porque observó que, a pesar de que hablaban flamenco, la mayoría eran franceses, y deseaba granjearse su simpatía. En el alma de todo buen francés, el interés pecuniario se mezclaba con el romanticismo, mientras que el corazón flamenco estaba hecho de puro pragmatismo.
El hombre levantó tres dedos en posición horizontal para indicarle al camarero que quería otro coñac y que debía ponerle esa cantidad.
—Hace ya una semana que estamos encallados aquí —dijo otro marino—. Nuestras mercancías se pudren en el puerto y en las bodegas de los barcos. Ayer se resquebrajaron dos malecones enteros y fueron arrastrados por el agua. El oleaje ha levantado muchos barcos y los ha estrellado contra el muelle. Quizá tenga que quedarse aquí una buena temporada antes de que tiempo le permita hacer la travesía con seguridad.
—Debo ir a Londres, tanto si es seguro como si no, y debo hacerlo esta noche —replicó—. ¿Quién es lo bastante hombre como para llevarme al otro lado del canal?
Los marineros rieron, se dieron palmadas en la espalda unos a otros y se pellizcaron los brazos mutuamente. Era una buena broma; nunca habían visto a nadie tan loco como aquel joven que tenían delante.
El marino de mayor edad estaba sentado junto al fuego. Tenía el rostro tan nudoso y moreno como una nuez. Los demás le habían hecho sitio respetuosamente. El joven dedujo que se trataba de un capitán de barco, dueño quizá del suyo propio.
—No conseguirá a ningún hombre en Ostende que le lleve al otro lado del canal esta noche, muchacho —dijo el viejo con gravedad—. El mar es la amante de los marinos, y hoy está más furioso que una mujer a la que han dejado plantada. ¡Con el humor que se gasta esta noche, no encontrará a un solo hombre en Ostende que se atreva a apoyar la cabeza en su pecho!
Los demás rieron al oírlo, y uno de ellos pasó una jarra de cerveza. Todos los hombres echaron un buen trago, como si quisieran borrar de su mente el pensamiento de salir al mar con un tiempo semejante. Pero, mientras reían y bebían, el capitán miró con sus ojos claros al extranjero y pensó que quizá podría enterarse de algo más.
—¿Qué negocios le llevan a Londres? —preguntó.
—Se trata de un asunto, de la mayor urgencia —respondió el joven, percibiendo que había encontrado un oído atento—. Tengo que cruzar el canal esta noche. No hará falta más que un hombre de garra, temple y arrojo para llevarme.
Tras estas palabras, miró de uno en uno a los hombres presentes hasta que sus ojos se detuvieron sobre el viejo capitán.
—Pero tenga en cuenta el peligro… —repuso éste.
—Debo cruzar el canal esta noche.
—Sería ir hacia una muerte segura. Un bote no puede salir del puerto con unas olas como éstas.
—Debo cruzar el canal esta noche —repitió, en un tono tan suave y firme que los marinos dejaron de reír y, uno tras otro, se volvieron para clavar su mirada borrosa en el extranjero cubierto de barro. Nadie había visto jamás a un hombre que anunciara con semejante calma su propia muerte.
—Mire —dijo por fin el capitán—, si tiene que hacerlo, debe de ser por algo que valore más que su vida, porque el mar se alzará y lo matará, tan seguro como que estoy aquí.
El joven se levantó; a la luz rojiza del fuego del hogar, sus cabellos se veían claros, su piel transparente y sus ojos, que no se apartaron de los del viejo ni un instante, tan descoloridos y fríos como el mar invernal.
—¡Ah, esto es de mal agüero! —murmuró el viejo, escupiendo en el suelo para ahuyentar el influjo maléfico.
La lluvia golpeó las ventanas y puertas cerradas. Un leño se partió en dos y uno de los trozos cayó fuera del hogar; unos cuantos hombres se pusieron en pie de un salto y miraron a su alrededor con nerviosismo, como si acabara de entrar un fantasma, pero nadie dijo nada.
El extranjero rompió el silencio. Habó con calma y en voz baja, pero todos los presentes oyeron con absoluta precisión lo que dijo.
—Estoy dispuesto a pagar cinco mil livres francesas en oro, ahora mismo, al hombre que me lleve al otro lado del canal esta noche.
La conmoción sacudió a todos los presentes; no había un solo barco amarrado en los malecones del exterior que costara esa suma, a menos que contuviera una valiosa carga. Con el dinero que el joven había mencionado se podían comprar dos barcos llenos.
Los marinos aplastaron el tabaco en las cazoletas de sus pipas y se quedaron mirando sus jarras de cerveza. El joven sabía que estaban pensando en sus familias, en el bienestar de que disfrutarían sus mujeres e hijos con esa cantidad de dinero, superior a la que cualquiera de ellos podría ganar en toda una vida. Le daban vueltas a la idea; él les dejó el tiempo suficiente para hacerlo. Sopesaban las probabilidades, repasaban la suerte que habían tenido en los últimos tiempos y calculaban el riesgo, se preguntaban si un hombre podría atravesar el canal esa noche y sobrevivir.
El capitán interrumpió las meditaciones en un tono un tanto elevado.
—Le diré una cosa: si un hombre sale al mar en una noche como ésta, será un suicidio. Sólo el diablo tentaría a un marino cristiano de esta manera, ¡y ningún cristiano vendería su alma al diablo por cinco mil livres!
El pálido joven depositó su vaso de coñac sobre la repisa de la chimenea y se acercó a la gran mesa de roble que había en el centro de la estancia, donde todos pudieran verle con claridad.
—Entonces, ¿qué les parecen diez mil? —dijo tranquilamente.
Sin esperar respuesta, arrojó una bolsa sobre la mesa y ésta se abrió. Los marinos contemplaron en silencio las monedas que se esparcieron por la mesa y cayeron tintineantes al suelo.
En la ciudad Londres empezaba a formarse una ligera niebla.
Cuando se abrieron las puertas de la Bolsa y entraron sus miembros, dispuestos a ocupar sus lugares respectivos para emprender la jornada diaria, un joven pálido de fríos ojos azules se hallaba entre ellos. El joven en cuestión se quitó la capa y se la entregó, junto con el bastón de pomo de oro, al portero. A continuación les estrechó la mano a algunos de sus colegas y ocupó su sitio.
El mercado de valores se mostraba errático, pues los títulos británicos de deuda pública consolidada (bonos de guerra) se estaban ofreciendo a precios muy reducidos. Las noticias que llegaban de la guerra eran malas. Se rumoreaba que Blücher había sido derribado del caballo (los franceses habían derrotado a su ejército en Ligny) y que Arthur Wellesley, duque de Wellington, se encontraba atrapado por culpa de unas desafortunadas lluvias en Quatre-Bras y era incapaz de sacar su artillería pesada del barro.
Las cosas parecían ponerse mal para los aliados, pues, si los británicos bajo el mando de Wellesley caían con tanta rapidez como los prusianos, Napoleón, apenas transcurridos tres cortos meses desde su huida de Elba, volvería a atrincherarse firmemente en Europa. Y, en tal caso, los bonos británicos que se habían emitido para financiar una costosa guerra, no valdrían ni el papel en el que estaban impresos.
Pero uno de los hombres que se hallaban en la sala tenía noticias frescas. El joven pálido permaneció tranquilamente en su puesto y compró todos los bonos que se pusieron a su alcance. Si había cometido un error de apreciación, él y su familia se arruinarían; sin embargo, su juicio se basaba en información, y la información era poder.
Estando en Gante había visto llegar al mensajero procedente del campo de batalla de Waterloo, el cual se había arrodillado ante un hombre alto y corpulento como si fuera un soberano reinante. Ese simple gesto significaba que el resultado de la batalla se había decantado del lado británico, y no del francés, como todo el mundo suponía, ya que el hombre alto de Gante era Louis Stanislaus Xavier, conde de Provenza, conocido en toda Europa como Luis XVIII, rey de Francia, y depuesto por el usurpador Napoleón Bonaparte cien días antes.
No obstante, esa información sólo significaba poder si se utilizaba con rapidez y eficacia. Desafiando la ruina y el miedo a la muerte en el canal, el joven había logrado llegar a la Bolsa de Londres unas horas antes que la noticia de la derrota de los franceses en Waterloo; y, transcurridas varias horas de actividad, había comprado tantos bonos devaluados que había atraído la atención general.
—¡Oye!, ¿qué trama hoy el judío, comprando todos esos bonos de guerra? —le comentó un agente a otro—. ¿Acaso no se ha enterado de la derrota de Blücher en Ligny? ¿Crees que piensa que se puede ganar una guerra con la mitad de un ejército?
—Quizás harías mejor en pujar como él —replicó su compañero fríamente—. Según mi experiencia, suele tener razón.
Cuando por fin llegaron las nuevas de Waterloo a Londres, pronto se extendió la noticia de que el joven había acaparado el mercado de bonos de guerra a menos de un diez por ciento de su valor real.
Una mañana, el hombre que había puesto en duda su juicio encontró a su joven colega entrando solo en la Bolsa.
—Oye, Rothschild —le dijo, palmeándole cordialmente la espalda—, estuviste muy acertado en el asunto de los bonos. ¡Dicen que obtuviste un beneficio de más de un millón de libras en menos de un día!
—¿Eso dicen? —replicó el aludido.
—La gente afirma que vosotros, los judíos, en cuestión de dinero olfateáis las oportunidades mejor que nadie, ¡y que por eso tenéis la nariz tan larga! —El hombre, cuya bulbosa y roja nariz era, con mucho, más larga que la de su compañero, se echó a reír—. Pero lo que quiero saber, de primera mano, como se suele decir, es esto: ¿fue realmente intuición judía? ¿O sabías antes que todo Londres que Wellington había ganado la batalla?
—Lo sabía —le respondió Rothschild con una sonrisa glacial.
—¡Lo sabías! Pero ¿cómo demonios…? ¿Acaso te lo dijo un pajarito?
—Exactamente —contestó Rothschild.